miércoles, 17 de octubre de 2012

Sergio Roggerone: Creador de bellos mitos visuales

Sergio Roggerone nació en Mendoza en 1968. Ya tiene la experiencia de haber expuesto en Estados Unidos, Italia y Chile; realizado cursos de restauración en Florencia y
 de dorado en Parma y logrado medalla de plata de la Asociación Internacional de Críticos de Arte de la Argentina.


"La decoración abarca en una obra de arte todos los elementos que la distinguen de una simple reproducción de los objetos: los valores táctiles y el movimiento, como es natural, la proporción, disposición, composición espacial, en suma, todo aquello que en el campo de la representación visual intensifica la vida por medio de sensaciones ideadas". Esta cita de Bernard Berenson viene al caso para referirnos a la obra del joven Sergio Roggerone, que al presentarse tan acabada, tan pulida, tan cuidada, si no se mira con detenimiento puede inducir a creer que lo artesanal y lo fastuoso han fagocitado la tarea creativa.

Roggerone privilegia la fantasía sobre el impulso; el ornato gracioso sobre el carácter; la forma sobre el contenido y el efecto armonioso sobre el golpe desgarrador. Aun sus "collages" -decididamente actuales-, son estetizantes. "Cook kiss" tiene texto burlón, irrisorio y risible y en "Chinatown" el té, las cinco de la tarde, el oriente, los ritos y los rastros de objetos perdidos en la memoria, son evocados con entonada compostura.

Hay en sus cuadros un aire zumbón, una fina ironía, un esteticismo arcaizante deliberado, una destreza técnica irreprochable y una dedicación artesanal obsesiva. Con el tema religioso y la figuración planimétrica, casi siempre exenta de sombras, remite de inmediato al pasado, pero personaliza de tal modo que no están ni las beatitudes de Fra Angélico, ni la inflexible geometría de Mantegna, ni el humanismo de Giotto. Tampoco el aire claro del aduanero Rousseau, a pesar de la ingenuidad reinante.

Es que la ingenuidad de estas pinturas es aparente, como si se tratara de un "naiff" incisivo, con la ironía típica de nuestro siglo, a veces orillando el grotesco pero bien sujetado y siempre con una congruencia admirable, sustentada por una base netamente artística, que lleva a segundo plano lo ético y lo metafísico. A tal punto llega la pasión por el detalle en función de la totalidad, que fabrica los marcos, los dora, los decora, los pule y los patina para que resulten -más que apropiados- parte inseparable de la obra.

Sus figuras femeninas, particularmente sus vírgenes, constituyen la búsqueda de una iconicidad renovada. Hoy todo está mezclado y fragmentado, y sobre un fuerte descreimiento se monta una angustiosa urgencia de creer y trascender a la muerte. Roggerone busca por el lado de la imagen religiosa más dulce y más mítica -que es la de la Virgen- y describe lo popular (frutos, lágrimas, halo y arabescos) pero con un refinamiento aristocrático que traspasa lo sagrado para instalarse en lo puramente ritual, porque resulta evidente su interés específico por los valores decorativos.

La decoración -lejos de ser algo peyorativo como vulgarmente se cree- da un valor propio a los objetos, independientemente de lo que son en la realidad. Es así como nuestro artista crea paraísos de rara belleza, donde la ingenuidad está inextricablemente urdida -en una trama de feliz plasmación-, con la picardía, con un mordido humorismo, con cierto regusto por el detalle ornamental, a veces insidioso y como regla general, todo y cada parte está en función de la eficacia visual.

Los seductores dorados, la curvas y contracurvas de guardas y guirnaldas, las transparencias por superposición, los colores contrastados e intensos, desleídos o desdorados y el ingrávido hieratismo despiertan la ilusión del objeto antiguo, divinizado por las laceraciones del tiempo.
Roggerone ya se perfila como uno de los creadores sobresalientes de mitos visuales en la provincia. No es un pintor de temas sino un estilista, un ritualista medieval que bucea en el pasado, tras un salto de garrocha que lo llevó más allá del Renacimiento y desde allí, desde la pintura que juega con los planos de color uno junto al otro -y que cobró vigencia en nuestro siglo-, imagina iconos, escenas y personajes, algunos conocidos y reales como el celebrado en "El jubileo de la reina Maga"; otros nacidos de la literatura, como "Las hijas de Bernarda Alba" y también imágenes de devoción religiosa, como la "Virgen de la Carrodilla".

Así como ofrece misticismo en "No llores por mis pecados", otorga un toque ambiguo a la procesión de la "Patrona de los viñedos" y en "No llores por mí, Argentina del Río de La Plata", el conquistador español, rodeado de símbolos, está satirizado y resulta una contrafigura a Evita, evocada en el título, igual a la canción de la ópera rock sobre su vida.

Los anacronismos así como las sutilezas y las chanzas en títulos y en resoluciones son una simpática transgresión que desacraliza y distiende. No hay religiosidad sino ritualidad; no hay arrepentimiento sino lujo refinado; no hay culpa sino elaborado hedonismo. En fin, una pintura de una sensualidad de factura espléndida, cuya atmósfera rezuma volutas de incensarios orientales, de ceremonias secretas, de rituales de fantasías infantiles, con un cielo de invención escenográfica: una ínsula de notoria personalidad, donde palpita una.  

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