domingo, 10 de julio de 2016

El valor de un rostro sonriente

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sonrisas, neurociencias
Imagen: Pexels
Desde que nacemos los rostros atraen nuestra atención. A través de ellos podemos reconocer rápidamente a los conocidos, detectar el estado emocional de las demás personas, percibir si lo que decimos o hacemos es o no de su agrado y un largo etcétera. Todas estas son habilidades fundamentales para una especie tan social como lo somos los homo sapiens sapiens.
Tan importantes son los rostros que el cerebro humano posee áreas especializadas para la lectura de los mismos y además a través de las expresiones faciales nos contagiamos nuestras emociones unos a otros.
Para los científicos el modo en que el cerebro percibe un rostro y cómo se ve afectado por la expresión de éste es de sumo interés, ya que hace al desarrollo de nuestras habilidades sociales.
Entre los muchos trabajos que buscan dilucidar este tema se encuentra uno realizado por el neurocientífico Olivier Pascalis en la Universidad de Sheffield, Inglaterra, en el año 2002. Pascalis, junto a su equipo, buscó observar si bebés y adultos tenían la capacidad de identificar en fotografías a diferentes personas y monos.
EL CEREBRO HUMANO POSEE ÁREAS ESPECIALIZADAS PARA LA LECTURA DE LOS ROSTROS
En el caso de los pequeños, para su trabajo se basaron en una característica de nuestro cerebro asociada con el reconocimiento visual, que es la de mantener por más tiempo la atención y mirada en algo que resulta novedoso y, por el contrario, menor en lo conocido.
En su primer estudio, presentaron a adultos y bebés de 9 meses fotos de personas y de monos de Java. Tal como era de esperar reconocer rostros humanos les resultaba sencillo, pero no pasaba lo mismo con los simios.
No conformes los investigadores sumaron a su experiencia un tercer grupo, en este caso bebés de 6 meses, que a diferencia de los dos anteriores pudo distinguir los rostros de los monos conocidos al igual que el de los humanos.
Para los especialistas esto se debe a que el sistema de reconocimiento facial es muy flexible en sus inicios, pero a medida que pasa el tiempo el cerebro se va especializando en los rostros con los que se relaciona. De esta manera, se pierde la capacidad de reconocer los de una especie como, por ejemplo, los monos, con los cuales no convivimos. También consideran que esto produce que nos resulte difícil poder distinguir los rostros de personas de otras etnias con las cuales no interactuamos cotidianamente haciendo que las percibamos similares entre sí.
Pero parecería que la capacidad de poder individualizar macacos es posible, y en ello centraron su investigación la doctora Lisa Scott y su equipo de la Universidad de Massachusetts, quienes a un grupo de padres de bebés de 6 meses les pidieron que mostrarán durante un tiempo a los pequeños un libro con imágenes de monos. No obstante, antes se los dividió en grupos: el A debía mostrarlo calladamente; el B, llamarlos monos y el C, darle a cada uno un nombre y volver a repetirlo con cada muestra.
Al encontrarse tres meses después pudieron observar que los del grupo C conseguían identificar los monos sin inconvenientes, llegando a la conclusión de que la diferencia con el estudio anterior se debió a que los monos tenían nombres. Esto generó que el cerebro pusiera más atención en los detalles, mientras que en los otros casos se observaron más las generalidades.
El área de reconocimiento facial se sitúa en las superficies ventromediales de los lóbulos temporal y occipital, e involucra al giro occipital inferior, al giro fusiforme medial y al surco temporal superior. Su lesión provoca Prosopagnosia, es decir la incapacidad de reconocer caras.
lenguaje-corporal-sonrisa1No obstante, el reconocimiento de imágenes faciales además de estas áreas requiere de la interconexión de distintas redes neuronales, ya que no solo se debe desde reconocer que lo que se ve es un rostro, sino además si es de alguien conocido, asociarlo a memorias emocionales, nombres, etc.
Con respecto a los nombres es común que luego de que nos presenten a alguien, al poco tiempo olvidemos cómo se llama, pero increíblemente si nos encontramos con esa persona meses después seremos capaces de recordar su cara, en dónde la conocimos y, con mucha vergüenza, saludarla sin poder encontrar en nuestra memoria su nombre.
Sin embargo, esto no debe preocuparnos ya que para el cerebro es sencillo recordar rostros, algo que fue fundamental para nuestra supervivencia. Los nombres nos cuestan más debido a que el lenguaje es una función más reciente y para que los relacionemos a una cara debemos además asociarlos a otras características y eventos que exigen de un esfuerzo cognitivo mayor y que lleva más tiempo de activación neuronal.
Tanto nos atraen los rostros que por la década del 80 apareció en nuestra comunicación digital el empleo de emoticones, para expresar la emoción o el estado de ánimo que sentimos. Los primeros no eran las imágenes actuales, sino un conjunto de signos como por ejemplo: :-).
PARA EL CEREBRO ES SENCILLO RECORDAR ROSTROS, ALGO QUE FUE FUNDAMENTAL PARA NUESTRA SUPERVIVENCIA
Rápidamente pudimos aprender a relacionar la unión de estos signos con una cara feliz, y un estudio realizado en el Laboratorio de Cognición y Cerebro de la Escuela de Psicología de la Universidad Flinders en Adelaida, Australia, indicó que el cerebro reacciona ante estas figuras de la misma manera que lo hace frente a un rostro humano.
Los emoticones son muy usados, ya que suman a una comunicación sin rostro diferentes niveles de expresión, contribuyendo a que la misma sea más cálida e, incluso, permita al ser leídos un mensaje, hacerlo no en el tono emocional que imaginamos, sino en el que desea trasmitir quien lo envía. En la actualidad el emoticón más usado es el de la carita que llora de risa.
Entre todos los rostros hay uno que despierta una intensa respuesta emocional de ternura y placer: el de los bebés. Si bien al igual que otras caras son procesadas por las áreas de la lectura de las mismas, activan fuertemente el circuito de recompensa cerebral, tal como lo presentan los estudios del investigador Morten Kringelbach de la Universidad de Oxford.

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