http://www.eduardpunset.es/wp-content/uploads/2011/02/semanal20110206.pdf
A pesar de todas las exageraciones en curso sobre el creacionismo y la visión
predarwiniana del acontecer humano en EE.UU., la verdad es que por primera vez parece
zanjado el debate a favor de las tesis de Darwin. Tenemos –nosotros y los chimpancés–
un antecesor común que nos niega el atributo de ser únicos con relación al resto de los animales; de ser únicos al comienzo, lo cual no quiere decir, como veremos enseguida, que no lo seamos al final de este largo proceso de desarrollo de la capacidad cognitiva. He tenido la oportunidad de constatar que la división de
pareceres que subsiste en el ámbito ideológico o de los partidos políticos es mucho más tenue, cuando no inexistente, en la comunidad científica.
A lo largo de mi vida, siempre me había topado con científicos que consideraban al ser humano único e irrepetible; tan único en sus dotes cognitivas y emocionales que no se lo podía comparar con los demás animales. Los humanos no solo tenían un origen exclusivo, sino que varios rasgos básicos que los caracterizaban –como el lenguaje,
la capacidad de fabricar máquinas herramientas o su vocación artística o altruista–
los diferenciaban incuestionablemente de los otros animales.
Frente a esa manera de mirar a la evolución de las especies, se hallaba el grupo de científicos minoritario para quienes Darwin había dado pruebas suficientes de que nuestro origen es común al del resto de los animales, que nuestro código genético es muy parecido al de la mosca de la fruta y que la diferencia entre ellos y nosotros
es una cuestión de grado: algunas cosas las hacemos algo mejor y otras no conseguimos
imitar a determinados animales. La situación ha cambiado de manera drástica a lo largo de los últimos años y meses. La reflexión colectiva, tanto como la utilización de pruebas para determinar lo que había de falso o erróneo en la cultura heredada,
ha provocado un consenso sorprendente, representado por un neurólogo que, mucho antes
de dedicarse al estudio de la evolución humana, se había especializado en la comunicación entre los dos hemisferios cerebrales; me refiero al profesor
Michael Zanzaniga, de la Universidad de California. ¿Cuál es ahora el común denominador que prevalece en el pensamiento científico sobre el origen de los humanos?
Al comienzo de la evolución humana, no éramos únicos con relación a los demás animales; es más, pocos pueden dudar ahora de que compartimos un antecesor común con el chimpancé.
Nuestra especie mostraba rasgos notables, como un cerebro relativamente grande
–aunque no el más grande cuando se relacionaba cerebro y peso corporal–; aquellos
organismos se hicieron pronto bípedos para poder liberar las manos y fabricar herramientas; mostraban una sociabilidad extraordinaria que les confería la capacidad de imitar a los demás aprendiendo de ellos. Pero durante mucho tiempo
no podían vanagloriarse de ser únicos en el mundo animal; en realidad, transcurrieron casi tres millones de años más sin que pasara gran cosa. Con toda probabilidad, sin embargo, ocurrieron dos hechos singulares. Hace unos treinta mil
años se produjo una mutación genética que coincide con el momento en que paleontólogos y evolucionistas detectan un cambio cualitativo en la condición
humana: su capacidad de abstracción y figuración. La segunda gran mutación
genética prospera hace unos seis mil años y coincide con la aparición del lenguaje escrito y la primera gran civilización en Mesopotamia.
Así quedaba zanjado un debate que había durado décadas: en el comienzo, no éramos
cualitativamente distintos de los otros animales; más tarde, nos diferenciamos hasta tal punto que pasamos a ser únicos; el soporte de esta transfiguración fue, primordialmente, biológico. Las tres sugerencias constituyen el nuevo consenso.
"Por causas
biológicas, nos
distinguimos
del resto:
tenemos
capacidad de
abstracción
y lenguaje
escrito"
No hay comentarios:
Publicar un comentario