De todos los visionarios sólo se cuenta la vez que acertaron, no sus intentos fallidos y las veces que perdieron.
“Pierde si quieres ganar”, exclama el místico castellano, desafiando un instinto que tenemos todos y que genera un rechazo espontáneo ante lo absurdo de la propuesta.
Pero sin llegar a un extremo tan contra intuitivo conviene tener en cuenta lo que nos dice la sabiduría popular: “quien no arriesga, no gana”. Y si para ganar es necesario arriesgar quiere decir que sin riesgo no hay ganancia. Aunque, mal que nos pese, ese riesgo tampoco nos asegura que ganemos. Si pudiéramos estar seguros de la ganancia entonces no sería necesario que arriesgáramos nada.
Alguna vez me han hecho considerar, y después lo he visto escrito en un libro sobre Management, que para poder caminar es necesario perder el equilibrio que se tiene cuando uno está de pie, quieto. Esa pérdida es un riesgo porque podríamos no recuperar el equilibrio al adelantar el pie que quedó en el aire, podríamos tropezar al intentar apoyar el pie… No obstante sin correr ese riesgo no caminaríamos, aunque habitualmente no hacemos ese tipo de disquisiciones cuando vamos caminando a algún sitio.
Pero no sólo al caminar corremos un riesgo. La vida misma es riesgo porque es inseguridad, cambio, situaciones imprevisibles. Más aún en nuestra época en la que daría la impresión de que nos estuviéramos deslizando sobre una superficie resbaladiza en la que mantener el equilibrio es un arte difícil (esquivo). Cuando pensábamos que ya teníamos la clave del éxito económico, la crisis financiera reciente; cuando se anunciaba que llegaba el fin de la historia con la aceptación de la democracia como forma de organización social, el terrorismo internacional… Y así todo.
Parecería que aquel que por miedo al fracaso no se da permiso para fallar alguna vez, no se encuentra en la actitud apropiada para poder ganar. Porque los domingos no tenemos el diario del lunes; y porque de todos los visionarios sólo se cuenta la vez que acertaron, no sus intentos fallidos y las veces que perdieron. Nadie puede pretender que “paren el mundo” porque gira demasiado rápido, aunque esa velocidad se nos presente algunas veces como la amenaza de un vértigo que no lograremos controlar. Por otra parte tampoco se trata de jugarse a todo o nada, aunque algunas situaciones en la vida impongan una decisión de ese tipo. Generalmente, en el mundo de la empresa, si uno no se ha quedado anquilosado, si no se comporta de un modo arbitrario, se pueden tomar riesgos acotados, razonables. Aunque el hecho de que sean razonables no les quita su carácter riesgoso. Y por tanto que se pueda perder. Lo que implica que se fracasó. Un fracaso atenuado por la capacidad de convertirlo en experiencia. Pero sin que por eso deje de ser un fracaso: llamemos las cosas por su nombre, que con tanto circunloquio la vida pierde perfiles, nitidez, rotundidad.
Esta posibilidad real de fracasar exige que tengamos el atrevimiento de perder, de ser en cierto modo un “atrevido” que se concede el permiso para fracasar. Un permiso que otros no pueden darse y por eso nunca serán capaces de hacer algo que valga la pena –esa pena que supone soportar el riesgo de poder perder y muchas veces perder, sin más vueltas–.
Quienes no puedan darse ese “lujo” que nos impone la vida son, en este sentido, impotentes. Porque el que nunca perdió seguramente es porque jamás arriesgó nada, y por lo tanto tampoco ganó nada. De ahí que los que se jactan de no haber perdido nunca, de jamás haber tenido un fracaso, hacen ostentación de una impotencia explicable en sociedades chicas, en las que el afán de seguridad genera una aversión al riesgo –aversión que se desfoga en una crítica cruel y resentida a quienes tuvieron la osadía de arriesgarse y perdieron–. Pero que aún con todas las explicaciones generativas que se le puedan encontrar a esa postura ante la vida no libera a quienes la padecen de su incapacidad para hacer algo valioso.
Dicen que “de genios y locos todos tenemos un poco”. Genialidad y cierta locura que vienen un poco entremezcladas en la percepción de la gente. Porque los timoratos dirán de alguien que es un loco, y a juzgar por los resultados los más atrevidos dirán que es un genio. Pero sin una cuota de locura ¿se hubiera descubierto América? Una locura razonable porque había razones para lanzarse a la empresa. Entonces, ¿vamos a seguir parados por temor a caernos?
Publicado en El Observador, 6 de marzo de 2010.
Revista de Antiguos Alumnos del IEEM, abril 2010, nº 46.
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