Hay contradicciones entre los logros que tienen algunos argentinos en el mundo y los exámenes internacionales en los que participa el país. En el informe Pisa de OCDE nuestros estudiantes figuran en los últimos puestos.
En la competencia de derecho público internacional, organizada por la Asociación Internacional de Estudiantes de Derecho, participan 500 universidades de 80 países presentando alegatos orales y escritos, en inglés, como si fueran fiscales y defensores en ante tribunales que simulan ser la Corte Internacional de Justicia. Allí, la UBA (Universidad de Buenos Aires) quedó entre las ocho mejores del mundo. En el Concurso Universitario Mundial de Programación el equipo de la Facultad de Ciencias Exactas quedó en el puesto 13 entre 8305 equipos de 2070 universidades.
Una golondrina no hace verano. No se puede generalizar. Habría que analizar los resultados con métodos estadísticos para que sean representativos. Cada país tiene genios, equipos brillantes y empresas magnéticas, pero la que fue 8va potencia del mundo ocupa hoy el puesto 85.
En 1945 el premio Nobel de economía, Paul Samuelson, pronosticó que Argentina sería la próxima potencia. No intuyó que aplicaría la receta del fracaso: a país rico gobierno populista. Por eso no somos la Noruega latinoamericana. Siendo el 58 entre 65 países en educación nos consuelan los genios que brillan en el exterior, equipos que sobresalen en la mediocridad y las empresas que triunfan por mérito o por el capitalismo de amigos.
La solución es cambiar a los políticos por la POLÍTICA que hizo grandes a países como Finlandia donde las estrellas sociales son los maestros. Crear un proyecto país dirigido por hombres que nadie conoce y que no se hacen ricos de la noche a la mañana. Un pueblo educado no puede ser engañado.
Cosas de chicos. Habría que aprender de los niños.
Una maestra de Jardín observaba a los niños dibujar. Vio a una niñita que trabajaba diligentemente y le preguntó qué dibujaba. La niña replicó: Estoy dibujando a Dios. La maestra dijo: Pero nadie sabe cómo es. La niña contestó: Lo sabrán en un minuto.
Una profesora enseñaba los Diez Mandamientos a niños de 6 años. Después de explicar el de Honrar a tu Padre y Madre, les preguntó: Hay algún mandamiento que enseñe cómo tratar a nuestros hermanos. Un muchachito contestó: Sí, No matarás.
Un niño de 3 años fue con su papá a ver gatitos recién nacidos. De regreso le contó a su mamá que eran 2 gatitos y 2 gatitas ¿Cómo supiste? Papá los levantó y miró por debajo – replicó el niño – creo que allí tienen la etiqueta.
Si la educación desarrollara el ingenio natural existirían muchos genios. El niño es el padre del hombre.
Cuando los grandes se equivocan. Los profesionales olvidan el 95% de lo que estudiaron y consideran inútil casi todo. Reconocen que la universidad les sirvió para razonar, planificar, trabajar con otros, comunicar, eso que la universidad no enseña ni evalúa ya que se ocupa de las materias, que no son tan valorizadas por el mercado laboral.
¿Por qué se recuerda poco y se olvida tanto? Lo que se sabe hacer, como nadar, correr o escribir, se recuerda y se ejecuta sin dificultad. Se lo aprendió haciendo y practicando. La universidad, en cambio, logra que el estudiante no experimente. Lo llenan de una información que caduca velozmente, que abunda, es gratuita y está en medios que la almacenan mejor que el cerebro.
La universidad fue concebida para un mundo estable, predecible y donde la información era escasa, y no ha cambiado. Lo que se precisa no es información (saber) sino conocimiento (saber hacer). Al igual que en el fútbol, las universidades dependen de los recursos que reciben.
El trabajo en las divisiones inferiores es deficiente porque el colegio los adiestra para aprobar exámenes. La universidad los recibe con su capacidad de aprender atrofiada en una competencia por obtener buenas notas.
El único interés de sus clientes es obtener un título. Las asignaturas los aburren, sólo quieren aprobar. Si se les ofreciera eso ¿Cuántos se quejarían y dirían “no, lo que quiero es aprender”? En una sala de cine, si les dijésemos a los espectadores que para ahorrar tiempo les contaremos el final nos sacarían corriendo. Ellos están allí para disfrutar. Y eso es lo que debería ser la universidad, un lugar que incentive la curiosidad. Pero le interesa transmitir una lista interminable de ítems que verifican con tests y que obligan a estudiar, leer y memorizar. Para saber hacer hay que investigar y practicar.
Innovar, es ver la vida con ojos de niño. Enseñar es la mejor forma de aprender. Y jugar es un aprendizaje que en poco tiempo condensa muchas experiencias ¿Qué se puede aprender de los niños? ¿Qué sucede en el colegio para que pierda la curiosidad? ¿Qué influencia tienen los profesores? La vida es un juego que no debe tomarse tan en serio. Desde que nacemos hasta el colegio, el juego es la principal y única estrategia de aprendizaje de competencias de alta complejidad, como andar, hablar o leer. En el colegio el mundo cambia, el juego sólo aparece en el recreo y los niños miran el reloj esperando que termine la clase. Y como adultos, el juego es parte valiosa de las pasiones, entre ellas el deporte. Los profesores terminan dedicándose a otra cosa. Su vocación de enseñar se frustra en los rituales: niños desmotivados, asignaturas monótonas, padres poco comprometidos, escaso reconocimiento social y sueldos bajos.
El cuento “Cómo enseñar a cazar dragones”, dice que el que enseña debe saber cazarlos. ¿Está el profesor capacitado? ¿Dónde está el dragón en la clase? Los alumnos nunca tienen ocasión de enfrentar a un dragón real. Es curioso, pero así funciona la universidad.
El propósito de aprender es poner en práctica lo aprendido. Terminar la vida estudiantil es como jugar al fútbol, pero como si al llegar al trabajo se confesara que nunca se vio la pelota. El currículum no contempla las competencias. Si las incluye, los profesores no las dominan y si las dominan, no saben cómo enseñarlas para que se aprendan.
El 90% de lo que se enseña no sirve mientras que nadie puede prosperar en la vida sin saber cómo trabajar en equipo o sin saber vender. Entrar en un aula no significa dar un paso hacia el futuro sino más bien dar dos hacia el pasado.
Igualdad de oportunidades. En educación no es posible soslayar la desigualdad. Hay familias con varias computadoras, otras viven en pueblos sin electricidad, agua, o teléfono y con un solo maestro para toda la escuela.
El contexto socio cultural nos hace humanos y comienza por el lenguaje. El aprendizaje promueve el desarrollo y requiere mediadores humanos y recursos instrumentales. Fuera de las diferencias de origen, la escuela atrasa: si resucitaran un médico y un maestro del siglo XIX, el médico debería estudiar de nuevo y el maestro podría seguir dando sus clases como siempre.
Tiger Mom (Mamá tigresa), o cómo educar al estilo chino, es un libro sobre criar niños en EE.UU. a la antigua manera china. Amy Chua, profesora de Yale e hija de inmigrantes orientales, cuenta cómo educó a sus hijas sin aceptar que trajeran a casa una nota menor que 10. Las hacía practicar cinco horas diarias de piano o violín, y cuando a una de ellas no le salía una canción, la obligaba a quedarse pegada al instrumento sin la posibilidad de tomar agua o ir al baño. No les permitía reunirse con amigos fuera del horario escolar, jamás aceptó ni una tarjeta de cumpleaños casera que no tuviera mucho esfuerzo detrás, y, nada, nunca, de televisión o videojuegos. El resultado, son chicas listas para salir y dominar el mundo (fueron concertistas adolescentes en el Carnegie Hall), a diferencia de los hijos de los débiles e indulgentes padres occidentales. El debate dividió al país. Hasta que los medios recordaron que el libro son sus memorias, no un manual, que en un país de inmigrantes, la educación estricta a la tigresa, era la que otros grupos étnicos habían puesto en práctica. Y que China está aplicando los métodos suaves del mundo occidental, porque favorecen la creatividad.
También se dice que Chua pecaba de blanda, no de dura. Que mucho más difícil para un niño es aprender a navegar en las complicadas aguas de la interacción con sus pares que repetir infinidad de veces una canción al piano. Y que cuando salgan al mundo real, criadas en una burbuja de excelencia, les costará mucho más la supervivencia básica entre colegas, que hace falta para que, a partir de allí, brillar. El debate quedó abierto.
No está mal este análisis, pero falta lo más importante. No está mal que los chicos tengan metas altas pero hay que averiguar qué es lo que los apasiona.
Smart power o poder inteligente conjuga el poder duro con el poder blando, razón con emoción, plan con intuición, conocimiento con imaginación. El saber lo que uno quiere es el 50% del éxito, el otro 50% aprender a conseguirlo. La educación fracasa en ambas batallas. Los jóvenes tienen un radar para imitar a ricos y famosos pero no la brújula del autoconocimiento. Y cuando saben lo que quieren les falta el método para conseguirlo.
Descubrir el genio interior. Bill Gates abandonó la universidad porque se aburría Steve Jobs no terminó sus estudios. La educación se orienta a contener a los chicos antes que en promover su desarrollo. Pero quedarse sólo en la expresión de su subjetividad les cierra el camino al perfeccionamiento y a la realización personal. El poder inteligente debe desarrollar al mismo tiempo el querer y la eficacia.
Bill Gates fundó Microsoft a los 19 años y Jack Dorsey Twitter a los 29. Jóvenes de 19 a 29 años están cambiando el mundo. Se rebelan contra una educación facilista que protege tanto que no permite crecer. EEUU no tiene educación de primera pero la pasión por innovar impregna su cultura. Gates estudió derecho pero su pensamiento humanista se formó en contacto con la ciencia. No terminó sus estudios pero fue el hombre más rico del mundo que no midió su éxito en dinero. Ahora dejó Microsoft y se dedica a donar su fortuna. Para él ni la política ni el mercado salvarán a los que mueren porque sus padres no tienen poder ni voz. Sólo un capitalismo creativo y tecnológico embanderado con la justicia social podrá cambiar el destino. Mentes brillantes descubrirán cómo vencer la desigualdad. Su talento y energía no se volcarán sólo a su bienestar personal, sino a ayudar a gente marginada, que vive en tierras lejanas, con la que no tienen nada en común, pero con la que comparten la condición humana.
Dr. Horacio Krell. Ceo de Ilvem, consultas a horaciokrell@ilvem.com
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