Autor: Eduard Punset 6 noviembre 2011
He tenido la suerte de que cayera en mis manos estos días la
ilustración del recuerdo de la ceremonia oficial organizada con motivo
de la muerte de Darwin.
Se preguntarán algunos de mis lectores qué interés tiene esto… ¡Un
funeral de alguien importante como Darwin, pero funeral al fin y al
cabo!
Para el mundo de habla hispana, en donde las emociones suelen estar a flor de piel comparado con otros como el anglosajón, yo diría que la ceremonia a la que me estoy refiriendo representa un mundo bello, equilibrado, armonioso, empático, generoso del que, desgraciadamente, todavía estamos a años luz de distancia. Porque seguimos siendo increíblemente rencorosos, peleándonos todo el rato, al borde de la guerra civil.
La ceremonia del entierro de Darwin representa todo lo contrario; estamos contemplando una sociedad que respeta la opinión contraria, susceptible de juntarse para rendir honores a alguien que en vida representó –para la inmensa mayoría del mundo establecido– al demonio o, en el mejor de los casos, a los simios.
Se me quedaron grabados en la memoria los relatos de Emma, la mujer querida de Darwin, su prima hermana, afligida ante la inevitable ausencia de su marido en el cielo, al que ella estaba destinada después de su muerte: ¿cómo podía un ateo como él ser admitido en la otra vida nada menos que en el mismísimo paraíso? Emma se murió con la pena que la corroía por dentro de que no podría compartir la vida eterna con su marido, a pesar de su bondad y debido a sus convicciones heterodoxas.
Hay más todavía. En aquella ceremonia en honor del recuerdo de Darwin estaban representantes de las capillas científicas que lo habían combatido con una saña extraordinaria, pese a su carácter manso pero empedernido. A la comunidad científica se le hizo cuesta arriba asumir una explicación sobre el origen de las especies que contradecía la verdad establecida y que, por lo tanto, los obligaba a enfrentarse con los que tenían el dinero que daba el poder.
Ahora bien, lo increíble es que en la ceremonia en recuerdo del pensador heterodoxo estaban también los representantes de los que tenían poder. Estaban todos. No es que hubieran cambiado de opinión, pero sí partían del supuesto de que “a lo mejor” Darwin tenía razón y de que, en todos los casos, el diseño de la explicación opuesta a la suya sobre cómo se había prodigado la evolución de las especies merecía el respeto, admiración y agradecimiento de todos los que no habían creído nunca en sus tesis.
“Yo no vengo del mono, Eduardo”, me dijo en una ocasión una gran artista española a la que yo no podía más que admirar, salvo en su cerrazón para cambiar de paradigma o de opinión. “Ya sé que no vienes del mono: tú vienes de la mosca de la fruta”, le dije para tranquilizarla, aludiendo a un antecesor varios millones de años anterior. Mi amigo el paleontólogo Juan Luis Arsuaga tuvo la provocadora desfachatez de recordarnos a toda la audiencia del Congreso sobre Mentes Brillantes, celebrado en Madrid a mediados de octubre, “que no veníamos del mono, sino que éramos monos”.
Para el mundo de habla hispana, en donde las emociones suelen estar a flor de piel comparado con otros como el anglosajón, yo diría que la ceremonia a la que me estoy refiriendo representa un mundo bello, equilibrado, armonioso, empático, generoso del que, desgraciadamente, todavía estamos a años luz de distancia. Porque seguimos siendo increíblemente rencorosos, peleándonos todo el rato, al borde de la guerra civil.
La ceremonia del entierro de Darwin representa todo lo contrario; estamos contemplando una sociedad que respeta la opinión contraria, susceptible de juntarse para rendir honores a alguien que en vida representó –para la inmensa mayoría del mundo establecido– al demonio o, en el mejor de los casos, a los simios.
Se me quedaron grabados en la memoria los relatos de Emma, la mujer querida de Darwin, su prima hermana, afligida ante la inevitable ausencia de su marido en el cielo, al que ella estaba destinada después de su muerte: ¿cómo podía un ateo como él ser admitido en la otra vida nada menos que en el mismísimo paraíso? Emma se murió con la pena que la corroía por dentro de que no podría compartir la vida eterna con su marido, a pesar de su bondad y debido a sus convicciones heterodoxas.
Gravado sobre el funeral de Charles Darwin, que se realizó en la abadía de Westminster, Londres, en 1882 (imagen: Wikipedia).
Pero Emma no era la única alma presente en la ceremonia de despedida
de Darwin. Estaban también –cuidado con lo que voy a decir– los prelados
y representantes de la Iglesia que tanto habían combatido a Darwin por
sospechar, primero, que la historia del universo era muy superior a los
cuatro mil años que ellos le otorgaban y, segundo, por no saber
identificar un Dios creador de todos los seres vivos, sino por empeñarse
en explicar la diversidad de la evolución de las especies al margen de la protección divina.Hay más todavía. En aquella ceremonia en honor del recuerdo de Darwin estaban representantes de las capillas científicas que lo habían combatido con una saña extraordinaria, pese a su carácter manso pero empedernido. A la comunidad científica se le hizo cuesta arriba asumir una explicación sobre el origen de las especies que contradecía la verdad establecida y que, por lo tanto, los obligaba a enfrentarse con los que tenían el dinero que daba el poder.
Ahora bien, lo increíble es que en la ceremonia en recuerdo del pensador heterodoxo estaban también los representantes de los que tenían poder. Estaban todos. No es que hubieran cambiado de opinión, pero sí partían del supuesto de que “a lo mejor” Darwin tenía razón y de que, en todos los casos, el diseño de la explicación opuesta a la suya sobre cómo se había prodigado la evolución de las especies merecía el respeto, admiración y agradecimiento de todos los que no habían creído nunca en sus tesis.
“Yo no vengo del mono, Eduardo”, me dijo en una ocasión una gran artista española a la que yo no podía más que admirar, salvo en su cerrazón para cambiar de paradigma o de opinión. “Ya sé que no vienes del mono: tú vienes de la mosca de la fruta”, le dije para tranquilizarla, aludiendo a un antecesor varios millones de años anterior. Mi amigo el paleontólogo Juan Luis Arsuaga tuvo la provocadora desfachatez de recordarnos a toda la audiencia del Congreso sobre Mentes Brillantes, celebrado en Madrid a mediados de octubre, “que no veníamos del mono, sino que éramos monos”.
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