Ser
humilde vende. Y lo contrario (la prepotencia), produce rechazo (mucho
rechazo). De hecho es una de las cosas que más rechazo produce, porque
en el fondo, cualquier forma de prepotencia implica situarse por encima
del interlocutor, decirle que está un peldaño debajo... y eso no nos
gusta a nadie.
Pero dicho esto, yo siempre he preferido la vanidad sincera a la humildad fingida,
aunque prevalece lo contrario. Esto es, como ser humilde vende, hay
mucha gente que va de humilde pero que en realidad no lo es. Intentan
dar esa sensación de tipo majete, pero se nota. Porque lo que no eres se
suele notar casi siempre. Fingir es luchar contra tu ser, y claro, lo
que se es (arraigado en el inconsciente) en lucha por lo que se quiere
ser (la parte consciente), suele ganar el primero.
Así, hay gente que en twitter
dice un domingo: con el día tan estupendo que hace, pero hoy me toca
trabajar (en el fondo han dejado claro lo que piensan: soy guay
porque tengo mucho trabajo); otros dícen: es una faena, no paro de
viajar por trabajo (en el fondo piensan: soy guay porque viajo y soy
importante)... No siempre es así, pero bastante a menudo ocurre... Y
tranquilos, que nadie se sienta señalado, todos pecamos...
Y cuento todo esto, porque hoy he recordado un excelente artículo de John Carlin, autor entre otros libros de Rafa: mi historia, que lleva por tíulo: La humilde chulería,
y que viene a tratar este tema. Consiste en decir lo contrario de lo
que se intenta aparentar. Abunda mucho. Merece la pena leerlo. Dice así:
De viaje en Nueva York, me encuentro con una nueva definición de un antiguo fenómeno social. The humble brag:
la humilde chulería. El tono o el contexto son humildes. Uno
aparentemente se está menospreciando, o quejándose de la malicia del
destino. Pero el objetivo real es chulear: lanzar un mensaje que
provoque envidia o admiración. Ejemplos:
– ¡Hice el ridículo total! Viajé en primera pero el vuelo a las Seychelles llegó con dos horas de retraso.
– ¡Qué agobio! Conseguimos un palco para la final de Wimbledon pero los canapés en la sala VIP, un asco.
– Mi hija de 10 años es la mejor de la clase pero me tiene preocupado: se pasa las vacaciones leyendo a Dostoievski.
– Marqué cuatro goles pero no hubiera sido posible sin el apoyo de mis compañeros.
– El servicio de limpieza de habitaciones en el hotel Sofitel de Manhattan, lamentable.
Caer en la humilde chulería es
mentirse a uno mismo. Uno necesita que el meollo presumido de la
cuestión no pase inadvertido, pero quiere creer que al agregar el matiz,
al echarle ese toquecito de autodesprecio, uno acaba cayendo
supersimpático. Soy un campeón, pero sigo siendo un tipo cualquiera.
La verdad, claro, es que al
interlocutor no le engañas. La respuesta infalible al chulo humilde es
"¡Qué cretino! Me echa en cara su estatus superior, me hace sentirme
pequeño, y encima pretende que le padezca sus desgracias".
Lo peor es que todos hemos
sucumbido en algún momento a esta doble idiotez. El fanfarroneo es un
impulso infantil que coge fuerza durante la adolescencia, que se diluye
con el tiempo -al darnos cuenta de que genera rechazo-, pero que nunca
desaparece del todo. Por eso buscamos fórmulas menos inaceptables para
comunicar lo mismo. Lo ideal, como bromeaba mi padre, es hacer algo
espléndido o generoso sin decir nada, pero que al final la gente se
entere por otros medios. "¿Sabes que fulano contribuye con 50 euros cada
mes a Médicos sin Fronteras pero nunca lo ha contado? ¡Qué tipo más
majo!".
Pero pocos tenemos la paciencia o
la modestia para esperar meses o años hasta que nuestra grandeza se
descubra. Caemos en la tentación, y demasiadas veces hacemos doblemente
el tonto al recurrir a la humilde chulería. Yo mismo no he podido
reprimir contar en la primera línea de esta columna que he estado de
viaje en Nueva York. Pero, créanme, hacía un calor insoportable,
pegajoso, y dos capuchinos en el hotel Pierre de la Quinta Avenida me
costaron 24 dólares, y...
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