La humanidad es ingeniosa y emprendedora, aunque muchas veces no lo parezca. A lo largo de los siglos, bajo la premisa de que cualquier tiempo pasado fue mejor, la gente siempre ha dudado de que sus descendientes pudieran sobrevivir. Siempre exageramos la huella destructiva de la civilización e infravaloramos, en cambio, el impacto positivo de la tecnología.
En el siglo XIX, por ejemplo, era común pensar que el estiércol de caballo o el humo de las chimeneas enterraría y ahogaría las ciudades. La calidad del aire y del agua en el puerto de Nueva York, no obstante, son mejores hoy que hace 60 años. A lo largo del tiempo, la creatividad dormida de la gente encuentra la manera de inventar y difundir soluciones para los problemas que acechan.
Es cierto que las amenazas a las que se enfrenta hoy la humanidad son inéditas, pero también lo es que jamás en nuestra historia habíamos estado tan bien preparados para crear un futuro cada vez mejor. Ha costado aceptar el hecho innegable, estadísticamente, de que los índices de violencia están disminuyendo, mientras que sigue aumentando cada década la esperanza de vida en más de dos años y medio. Y ya no hablo del progreso científico y tecnológico, que se está multiplicando a escalas jamás vistas.
El puente de Waterloo, en Londres, ante el paisaje industrial de 1903, pintado por Claude Monet (imagen: Wikipedia).
Es lógico que al porcentaje extravagantemente elevado de parados les
cueste admitir lo que está ocurriendo. Pero se equivocarían de lleno si
culpan a las deficiencias del sistema o del destino, en lugar de
responsabilizar de los errores a quienes lo han manejado: ¿vale la pena
recordar cuáles fueron las equivocaciones que consolidaron la crisis,
que padecen ahora justos por pecadores?Los economistas nos extrañábamos de que los llamados «ciclos económicos» se alargaran sobremanera con relación al pasado; mientras algunos, acertadamente, se pusieron a estudiar las causas de que las crisis tardaran más que antes en llegar, algunos gobernantes asumieron indebidamente que ya no volverían nunca; fueron ellos y sus seguidores los mismos que se negaron a ver lo que estaba ocurriendo ante sus propias narices, así como a aceptar que el país estaba ya en lo más profundo de la crisis; cuando no tuvieron más remedio que admitir que el país había entrado en una fase de recesión, se equivocaron intencionadamente en el diagnóstico, con lo cual jamás habrían salido de ella.
La naturaleza del mal que nos aquejaba era planetaria –«un banco que había quebrado en Estados Unidos», decían–, en lugar de un puro endeudamiento excesivo y no haberse enfrentado nunca a la realidad. Es cierto que el gran paleontólogo Stephen Jay Gould ya había advertido hace más de diez años que es absurdo buscarle sentido a la evolución y que la vida no avanza necesariamente hacia lo más perfecto ni lo más imperfecto; pero lo que es cierto de la evolución en su conjunto deja de serlo para la humanidad en particular y sus dirigentes. Un día, el resto de los mortales exigirá responsabilidades por el sufrimiento indeseado impuesto al colectivo social.
La evolución biológica es un proceso azaroso que no tiene nada que ver con el desarrollo científico-tecnológico; nosotros en particular y gracias a ese proceso, vamos a mejor. Como es obvio, en nuestro camino pueden darse y se dan baches y recaídas difíciles de imputar. Llegará un día, en cambio, en que el colectivo social tendrá perfectamente asumido, primero, que lo decisivo para seguir adelante no es la manipulación dogmática de presupuestos, sino más conocimiento; el necesario, en todo caso, para poder conciliar los cuadros de la producción, fiscalidad y crédito con el de la balanza de pagos. ¿Con qué fin? Para poder anticipar, lisa y llanamente, cuando los acreedores extranjeros vayan a declarar al país insolvente y cerrar el grifo.
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