junio 01, 2012
Habilidades interpersonales. Cuanto más arriba, más importantes
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Habilidades interpersonales. Cuanto más arriba, más importantes |
Expertos gestión empresarial - Artículos publicados |
HABILIDADES DIRECTIVAS / TALENTO
La
razón por la cual dedico tanto tiempo y energía a identificar los
retos interpersonales, entre quienes tienen éxito, se debe a que al
subir el nivel empresarial de las personas que estudiamos descubrimos
que aumenta el volumen de problemas conductuales. En los altos niveles,
las personas poseen las habilidades técnicas, el conocimiento y la actualización para poder realizar su trabajo.
No
encontrarás un director financiero que no tenga un amplio dominio de
un balance de resultados o al que le falte capacidad para gestionar
el dinero de forma prudente. Lo que sí encontramos es que, en estos
niveles, los temas de relación y conductuales son cada vez más
pronunciados cuanto más cerca estemos de la cumbre.
A igualdad de condiciones, las habilidades
para la relación interpersonal (o la falta de ellas) resultan cada vez
más determinantes conforme se sube la escalera profesional. De hecho,
incluso cuando el resto de las capacidades no estén al mismo nivel, las
de relación personal serán muchas veces suficientes como para permitir
ascender en la escala profesional.
¿A
quién se prefiere como director financiero? ¿A un contable de
capacidad moderada que tiene una gran habilidad para relacionarse con
la gente tanto fuera de la empresa como con los que dependen de él, o a
alguien tremendamente brillante, pero cuyas ineptitudes en las
relaciones con el exterior y con la gestión de otras
personas brillantes que se sitúan por debajo de él son significativas?
Responder a esta pregunta no resulta complicado.
Aquel candidato que tiene grandes habilidades
para relacionarse con las personas ganará siempre, esencialmente porque
será capaz de contratar a otros más inteligentes que él –y más capaces
en la gestión financiera–, y también será capaz de
liberarles con eficacia, algo que no podemos garantizar con un brillante
financiero, pero torpe en las relaciones interpersonales.
Si
analizamos cómo percibimos a las personas con éxito, nos daremos
cuenta de que raramente asociamos ese éxito con su habilidad técnica o
inteligencia pura. De estas personas podemos decir que son listas, pero
ese no es el único factor. Solemos pensar que también son algo más; y
aplicamos ese beneficio de la duda al margen de sus capacidades
técnicas. Asumimos, como puede ser el ejemplo de un doctor, que tiene
conocimientos de medicina, pero lo juzgamos por su forma de comportarse
con los enfermos, por cómo tolera las preguntas que le hacen, cómo pide
disculpas por habernos hecho esperar…, y ninguna de estas capacidades
se enseña en la facultad de medicina.
Aplicamos
este criterio conductual a casi todas las personas que han tenido
éxito, ya sea un consejero delegado o un fontanero. Cuanto mayor sea el
éxito que alcancemos, menor importancia tendrán los atributos de
nuestro curriculum, al tiempo que otros aspectos más útiles cobrarán
relevancia. Jack Welch tiene un Doctorado en Ingeniería, pero dudo mucho
que los problemas que hubiera de superar para hacerse máximo
responsable de General Electric tuviesen remotamente alguna relación con
su capacidad como ingeniero. Cuando se postulaba para el puesto de
consejero delegado, los aspectos que lastraban su candidatura eran
estrictamente conductuales: su acidez, el ser excesivamente directo, su
lenguaje brutal o su incapacidad para sufrir la estulticia. El Consejo
de Administración de General Electric no dudaba de su capacidad para
generar beneficios y resultados, sino que su preocupación era cómo se
comportaría como consejero delegado. Cuando me preguntan, respecto de
los líderes a quienes imparto coaching, si se puede
cambiar la conducta y el comportamiento, siempre respondo: conforme
avanzamos en nuestra carrera, los cambios conductuales son
frecuentemente el único tipo de cambio que podemos hacer.
¿Ganar demasiado?
Uno de los temas importantes que afecta a líderes
con éxito es el ganar demasiado, y demasiadas veces. Para ellos sí
tiene sentido y es importante. Aun siendo trivial, también quieren
ganar. Más aún, aunque no merezca la pena, también quieren ganar. ¿Y por
qué? Pues porque les gusta ganar. La línea que separa el ser
competitivo de ser excesivamente competitivo es muy fina, pero muy
importante. La diferencia que hay entre ganar cuando a nadie le importa
–y al contrario–, separa a las personas, y es alarmante la frecuencia
con la cual personas con éxito obvian esta argumentación. No intento
desprestigiar la capacidad competitiva, solo quiero resaltar la
problemática que se puede crear cuando los objetivos no merecen el
esfuerzo.
Ganar
demasiado es un síntoma de otros problemas conductuales. Si discutimos
demasiado y queremos que nuestra visión siempre prevalezca (queremos
ganar), es muy frecuente que seamos culpables de “hundir” a otras
personas, solo porque es una estrategia de posicionamiento que nos
permite estar encima (es decir, queremos ganar a cualquier precio).
Cuando se ignora a las personas, esta ignorancia muchas veces está
relacionada con el deseo de ganar (y que no se las tenga en cuenta). De
hecho, todos conocemos muchos casos donde los directivos se reservan la
información para ellos, y en exclusiva. El objetivo no es el de la
discreción, sino el de la ventaja competitiva que representa poseer la
información en entornos empresariales. Cuando se juega a tener una
camarilla de favoritos, es evidente que esta estrategia está orientada a
ganar a otras facciones dentro de la empresa o a conseguir atraer a
otros potenciales aliados a nuestro lado, para tener ventaja. Desde la
distancia es muy evidente que toda esa serie de cosas se hacen, y
molestan a otras personas, con el único objetivo de ser el “macho alfa”
de una situación. En otras palabras: para ganar.
Para muchos, el camino del éxito consiste en prevalecer en una discusión en el entorno de trabajo
donde finalmente se decida aquello que tú has planteado. Cuando se
defiende una posición sin tener en consideración las opiniones de los
demás, y sin pararse ante nada, es evidente que el objetivo es ganar…,
pero a qué costa (se preguntaría el General griego Pirro).
Imaginemos que quieres ir a cenar a un restaurante. En cambio, tu mujer o tu compañero de trabajo
quieren ir a otro diferente, algo que propicia un debate acalorado.
Seguro que, en el caso de tu mujer, se acaba yendo al que ella decidió
(planteo esto, en parte, como una broma). Si se diese el hecho de que la
elección de tu compañero o de tu mujer fuese desacertada y se
confirmasen tus malas expectativas –el servicio es lento y malo, la
comida está mal preparada y las bebidas son “regulares”–, tienes dos
opciones: la primera, restregarles a tus acompañantes su mala elección; y
la segunda, callar, cenar e intentar disfrutar de la velada.
Ante
este planteamiento, pregunto a las personas qué hacen y qué deberían
hacer. Los resultados a esta respuesta son muy consistentes. Un 75% de
ellas se basa en una crítica al restaurante, y todos los que responden
de manera similar están de acuerdo con que deberían cenar y disfrutar.
Si hiciésemos un análisis de coste y beneficio, todos convendríamos en
que la relación con nuestra mujer o con nuestro compañero de trabajo
es mucho más importante que ganar una discusión sobre dónde comer.
Pero, incluso sabiendo esto, el deseo de ganar es superior al sentido
común. Hacemos lo que no es correcto, incluso siendo conscientes de
ello.
Hace
unos años, por interés y curiosidad, me ofrecí como coach, de forma
desinteresada, a uno de los más importantes generales del Ejército
Norteamericano. Este me preguntó quién sería mi cliente ideal, a lo que
respondí que me gustaría trabajar con alguien que fuese inteligente,
dedicado, muy aplicado, motivado para conseguir las metas, patriota…
competitivo, arrogante, terco, incapaz de escuchar las opiniones ajenas y
que, además, se crea en posesión de la verdad. Le pregunté al General
si se veía capacitado para encontrarme candidatos así. Me contestó:
“Marshall, estás en el terreno donde más abundan”. Desde entonces, cada
vez que he aconsejado y entrenado a altos militares, estas y otras
experiencias me han servido para ratificar la idea que tengo respecto de
“la necesidad de ganar” y de que esta forma parte del “DNA” del éxito
–el deseo de ganar es la razón esencial para tener éxito–. Sin embargo,
se puede generar una mutación genética, basada en ese deseo de querer
ganar demasiado y demasiadas veces; de ganar por encima de todo. Esta
mutación, patológica, limita de una forma real las posibilidades de
tener éxito.
Marshall Goldsmith, asesor mundial en Liderazgo
Opinión de expertos: Eurest, una compañía de Compass Group, líder mundial en restauración.
Artículo de opinión publicado en Executive Excellence nº92 may12
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