Victor-M Amela, Ima Sanchís, Lluís Amiguet "Los malos libros nunca son un buen negocio"
27/07/2012 -Tengo 64 años: ya he nombrado sucesora en mi despacho: si sabes que lo que haces durará, trabajas mejor. Nací en Nueva York. Sólo puedes vivir de los buenos libros si te internacionalizas y creas un fondo editorial a largo plazo. Colaboro con el máster de Edición de la UPF.
Cuando yo no esté
En esta vida puedes hacer lo que te gusta para ganar dinero... O no. O hacer algo que no te gusta sólo para ganar dinero. O no. La lección de Wylie es que si haces lo que te gusta, tal vez no ganes, pero al menos nadie podrá quitarte eso. Si usted ha preferido ser pobre y feliz; o incluso si ha logrado ser rico y feliz, siga leyendo. Porque la segunda lección de Wylie es que cuando haces algo que aporta valor a todos, tu trabajo se convierte en una aventura apasionante, que quieres perpetuar, más allá de tu propia existencia. Por eso, Wylie ya ha nombrado heredera de su cartera de autores a otra agente literaria, porque, dice, "lo que hago valdrá la pena seguir haciéndolo cuando yo no esté".
Mi padre era profesor de literatura francesa y tenía una gran biblioteca; mi madre provenía de una familia de financieros.
¿Qué prefería usted, cuentas o letras?
Siempre he creído que las letras de calidad generan también cifras de calidad: los buenos libros son rentables. Si sólo hubiera querido ganar dinero, antes que vender best sellers malos hubiera sido banquero.
Un agente literario sabe mezclarlos. Lo fui tras un largo camino: estudié filosofía presocrática en Harvard y politología china.
No parecen FP.
Al graduarme cogí el traspaso de una librería en el Village, en John Street, y dormía allí en un colchón en el suelo. Sin ducha.
¿No echaba en falta la ducha?
Así me obligué a ejercitar mi simpatía para ser admitido en duchas ajenas. Además, me compraron libros Bob Dylan y John Cage.
¿Qué le contaron?
Sólo los observé. Vendía ediciones alemanas de clásicos griegos: muy pocos libros.
Le creo.
Para pagar el alquiler tuve que conducir un taxi tres meses por Manhattan.
Parece que se divirtió.
Manhattan en los setenta era increíble, pero seguía teniendo que pagar el alquiler. Así que a los 33 años busqué empleo en editoriales. Y en todas me preguntaban: "¿Tú qué lees?".
¿...?
Contestaba que a los presocráticos y ellos, condescendientes, me despedían diciendo que volviera tras leer best sellers, cosas como hoy Danielle Steel y otros horrores.
Peor es tener que trabajar.
A mí, leer libros malos me resulta un esfuerzo insufrible. Así que pensé en hacerme agente literario. Busqué uno y lo imitaba.
¿Era divertido?
Se iba a comer con uno de sus tres o cuatro autores y volvía bebido y llamaba a uno de sus tres o cuatro amigos en editoriales e intentaba venderles tres o cuatro originales. El resto del día pasaba el rato.
¿Le pareció estimulante?
Pensé que era exactamente el trabajo que quería hacer. Pero no vendería libros malos de autores con los que no quisiera comer.
También es un oficio respetable.
Nunca venderé libros que yo no leería a gente con la que yo no hablaría; porque al final, además de aburrirte mucho, si no aciertas puedes arruinarte; y si aciertas es peor: acabas bebiendo para poder aguantar a tus autores. Para ganar dinero, mejor ser banquero, bueno, ya no sé si en España...
Dejémoslo.
Así que me fijé en un periodista mítico, I.F. Stone, que escribía El juicio de Sócrates, y le llamé para ser su agente. No me hizo caso hasta que le recité a Homero en griego.
¿Recita usted bien?
Menín deide dea poliadeo... Bueno, en realidad hay que cantarlo, como se cantaba con Homero... Meeenin deide deeea poliaadeo...
Le creo.
Stone me contrató. Era mayor y no acababa nunca el libro. Así que le llamé y le dije: "¡Tienes miedo de acabar el maldito libro porque crees que morirás cuando lo acabes, pero te vas a morir igual, así que acábalo ya!".
Suena convincente.
Fue un gran libro y un superventas. Aprendí que si una gran editorial paga mucho por un libro, lo coloca bien en todas partes y se vende aunque el título sea El juicio de Sócrates; pero si no lo paga bien, no lo coloca bien, no lo promociona bien y no venderá.
¿Qué vino después?
Llegué a representar a doce buenos autores, pero no tenía ni fotocopiadora y yo ponía personalmente hasta los sellos. Así que pedí un crédito de 100.000 dólares -que avaló mi madre, las cosas como son- y busqué socios en Londres.
¿Por qué?
Puedes ganarte la vida sólo con buenos libros, pero necesitas dos cosas: trabajar a largo plazo creando un buen fondo editorial e internacionalizarte. Si no, eres marioneta de distribuidoras, antaño Barnes & Nobles u hoy Amazone, que te empujan a la lógica cortoplacista de la lotería del superventas.
¿Cómo logró evitar esa lotería?
Seguía leyendo sólo libros que me interesaban, por eso me fijé en Salman Rushdie.
Pas mal.
Me entusiasmó un texto suyo sobre los Bhutto. Le pedí ser su agente. Pasó de mí. Entonces me fui a Karachi y allí logré convertirme en agente de Benazir Bhutto. Le llamé desde Pakistán y se lo dije. Eso le hizo dudar y quedamos en Londres. Así me convertí en su nuevo agente, justo cuando escribía un nuevo libro: Los versos satánicos.
¡Bingo!
Desde luego, también nos ayudó un poquito la promoción de los ayatolás.
A Rushdie le salió carísima.
Le apoyé día a día en su continua huida y en las negociaciones con Teherán. Aprendí que los políticos van y vienen, pero los banqueros -los de verdad- se quedan. En Irán y en todas partes. Así que había que pactar la solución definitiva con ellos.
¿Cómo logró después su envidiable cartera de escritores representados?
Nos entendemos, porque creen como yo que Shakespeare es y será mejor que Danielle Steel. Y yo creo como ellos en dejar algo que valga la pena. Por eso ya tengo sucesora, otra agente que en su día también buscará a otro que continúe nuestro trabajo. Porque lo que hacemos vale la pena.
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