(Transcripción del artículo publicado hoy en el suplemento El Dinero, de La Vanguardia)
La innovación es un fenómeno empresarial. El núcleo del sistema de innovación es la
empresa, no el centro de investigación ni la universidad. Innovar es explotar con éxito
nuevas ideas y/o nuevo conocimiento. La investigación, por sí sola, no genera riqueza,
requiere una comunidad emprendedora y empresarial próxima que transforme el
conocimiento en crecimiento económico. Y, desde el punto de vista de la gestión de
empresas, la innovación es un mecanismo de diferenciación estratégica: la empresa
innova para diferenciarse y evitar la mera competencia en costes. La verdadera riqueza de las
naciones surge de la creación sistemática de nuevo valor (de la innovación) no de la
optimización de lo preexistente.
No obstante, en un mundo de globalización acelerada, la competitividad de la empresa
depende cada vez más, no sólo de su estrategia individual, sino también de la calidad
del entorno donde compite. Paradójicamente, el entorno local cuenta en la competitividad
global. No en vano, por un sorprendente fenómeno de aglomeración económica, la
innovación se concentra en territorios pequeños (Silicon Valley, Israel, Finlandia, Corea
del Sur, Singapur, Massachussets). Existe una extraña fuerza gravitatoria de la innovación:
el talento atrae talento. Las empresas especializadas atraen centros de I+D. Las
universidades emprendedoras atraen capital riesgo. La ciencia de excelencia atrae
multinacionales de alta tecnología, y las multinacionales generan sectores industriales
auxiliares y diseminan buenas prácticas de gestión. La innovación tiene poder atractivo,
y se concentra en núcleos geográficos pequeños de alta intensidad innovadora. Se pega al
territorio (sticky innovation), en un fenómeno exponencial: cuanta mayor densidad y calidad
local de agentes, más probable es que interactúen y generen nuevos proyectos
internacionalmente competitivos. Sorprendentemente, los territorios pequeños tienen
una gran oportunidad de competir globalmente en la economía de la innovación. El mundo
económico del futuro será un mundo de dinámicos ecosistemas innovadores, de ámbito local
o regional, entendiendo como sistema un conjunto de agentes relacionados (empresas,
universidades, centros tecnológicos y de investigación, start-up’s, business angels, etc)
donde las actuaciones de uno de ellos se valoriza en el conjunto. La propia UE determina la
región como unidad de análisis válida en políticas de innovación.
Para que un territorio se convierta en un denso sistema innovador, y que arranque una
dinámica de crecimiento económico basado en innovación, es precisa la existencia de una red
social subyacente. Una red social próxima (en proyectos complejos, el conocimiento tácito
sólo se transmite en la proximidad), pero con sólidas conexiones internacionales. Las
relaciones de confianza en la proximidad aceleran la difusión de conocimiento y su llegada
rápida al mercado. Dicha red social debe estar impregnada de cultura emprendedora, que
estimule la creación de valor (no la redistribución del valor preexistente). Se necesita, por
tanto, una sociedad sensible con la empresa, la ciencia y la tecnología, dotada de centros
científicos de frontera y con políticas públicas de corte microeconómico estables en el
largo plazo. Israel, Massachussets o Silicon Valley son grandes redes sociales
concentradas en territorios pequeños, de cultura intensamente innovadora.
Muy cerca de aquí, el País Vasco ha sabido construir un ecosistema innovador de referencia,
mediante 30 años de cooperación estratégica entre ciencia, empresa y administración. Con
visión y vocación industrial (hagámonos a la idea: ¡no habrá economía del conocimiento sin
estructura industrial que la soporte!). Quizá por ello su tasa de paro es 10 puntos inferior
a la media española, y resiste la crisis con fortaleza notable.
Catalunya tiene los ingredientes clave del territorio innovador: ciencia de excelencia
(que debe protegerse a toda costa, pero también interconectarse con el entorno,
o difícilmente generará prosperidad local), tradición industrial (ávida de transformar nuevos
productos y exportarlos internacionalmente), una renaciente cultura emprendedora,
y un toque diferencial de creatividad mediterránea (Gaudí, Miró, Dalí, Adrià…)
reconocido internacionalmente. Los componentes básicos para proyectar mundialmente un
ecosistema innovador de alta potencia, e incluso para crear una imagen de marca creativa
propia. Barcelona, capital de este ecosistema, es un activo sobre el cual apalancar esta dinámica.
Saldremos de la crisis con más ciencia, más tecnología, más industria y más innovación. Y,
sobre todo, con más interconexión entre ellas. Catalunya tiene la gran oportunidad de
convertirse en ecosistema innovador: las bases están creadas. Y, cuando parece que
estamos a expensas de la fuerza desatadas de la macroeconomía, quizá la respuesta en el
medio plazo esté en un contundente enfoque en las políticas de competitividad
microeconómicas, que nos pueden diferenciar (desarrollo de clústers de alta tecnología,
fomento de la I+D, transferencia tecnológica universitaria, creación y crecimiento de nuevas
empresas de base tecnológica, y compra pública innovadora). Recortar en innovación e
investigación en momentos de crisis, en palabras del presidente Obama, es como intentar
equilibrar un avión con sobrepeso lanzando al vacío el motor.
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