Autor: Eduard Punset
Siempre se aprende de los comentarios ajenos, hasta de los más críticos e incluso de los mal hablados. En este caso, me estoy refiriendo a las observaciones sobre un supuesto cambio inicial de valores en una joven que, al encontrar trabajo, después de una agobiante búsqueda durante meses, exclamó: «Ya soy feliz».
Yo lo atribuía, tal vez erróneamente, a un cambio en la escala de valores de parte de lajuventud, que había vivido convencida hasta hace muy poco tiempo de tres cosas: (1) de que las épocas de bonanza económica duran para siempre; (2) de que no llega nunca el momento en el que el valor de lo que se debe es mayor de lo que vale uno; y (3) de que todo el mundo está convencido de que nuestro sistema educativo es el mejor que existe. Pero hay pruebas más que suficientes para afirmar que los tres postulados son falsos.
Pocos dudan ya de que la versión vendida a la opinión pública de que la crisis no era específica de unos pocos países, como España o Portugal, sino que se trataba de una crisis llamada ‘planetaria’, constituía una falacia alimentada por la incultura económica. «La culpa –se nos decía– era de bancos americanos más pequeños que cualquiera de los nuestros» que, por lo demás, gozaban de muy buena salud y jamás necesitarían como otros un rescate financiero.
El denominado ‘milagro económico español’, iniciado en los años ochenta gracias a la entrada de turistas y a la burbuja inmobiliaria, había hecho creer a la gran mayoría que los ciclos económicos no tenían visos de reproducirse y que la expansión iba a ser ininterrumpida. Era absolutamente falso que el ciclo económico fuera para siempre del mismo signo, aunque no se hubieran practicado errores garrafales como los cometidos.
La apertura de España al turismo masivo atrajo al país divisas que facilitaron la rápida expansión de las infraestructuras y de la industria en los años 60 (En la imagen: ciudad de Benidorm; “Wikipedia”).
La segunda falacia es no menos sorprendente. Que levanten la mano, por favor (incluidos los representantes de los partidos políticos en el Gobierno o la oposición, de uno y otro signo), los que nunca sospecharon que España era el segundo país más endeudado del mundo, detrás de Estados Unidos, cuando al endeudamiento público se suma el privado. En estos momentos, España debe más de lo que vale, y esa es la gran diferencia de nuestro país con Estados Unidos.
Por último, uno empieza a estar cansado de desgañitarse reclamando al sector público y al privado la introducción del aprendizaje social y emocional en la enseñanza. Resulta que el sistema educativo español –al contrario del parecer de muchos que hablan a la ligera–, lejos de ser uno de los mejores, es uno de los peores cuando se estudian los datos elaborados por el grupo de expertos más acreditados a nivel internacional en este campo. Me refiero al informe PISA sobre el Programa para la evaluación Internacional de los alumnos, que publica la OCDE.
Ya va siendo hora de decir en voz alta –y siento no haberlo dicho con voz suficiente y la debida frecuencia– que la culpa de lo que nos pasa no es de un banco mediano en Estados Unidos ni del colonialismo a que ese país nos tiene, supuestamente, acostumbrados. La culpa es de que ya debemos más de lo que tenemos o, para utilizar el léxico de los economistas, de que nuestra deuda global es mayor que nuestra riqueza.
¿Puede alguien pretender hablar de soluciones de la crisis sin tomar en consideración el error garrafal del diagnóstico? El error en el diagnóstico de la crisis ha sido demoledor. Pero la inacción pública para impulsar el aprendizaje social y emocional constituirá el principal impedimento para que pueda evolucionar la sociedad hacia el futuro que reclama. ¿Alguien está enseñando a nuestras nietas las nuevas competencias sin las cuales ni disfrutarán de su elemento ni tendrán trabajo cuando sean mayores?
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