la Felicidad depende de ciertos rasgos:

http://jccubeirojc.blogspot.com/2014/02/ser-feliz-depende-de-siete-atributos.html 
- La Curiosidad: Nos gusta empezar cosas nuevas. Abandonar –moderadamente- nuestra zona de confort es gratificante en términos hormonales, como han demostrado Todd Kashan y Michael Steger.
- La Sociabilidad: El sentimiento de pertenencia es más valioso para nuestro bienestar que la riqueza económica. Los economistas John F. Helliwell y Haifang Huang han comprobado que una mejora de tan solo el 1% en la relación de un/a profesional con su jefe equivale, en términos de felicidad, a una mejora de sueldo del 30%.
- El Optimismo. Tanto Sonja Lyubomirsky com Laura King (Universidad de Missouri – Columbia) han demostrado el impacto del optimismo (un “estilo explicativo de la realidad”, como lo ha definido Martin Seligman) en la Felicidad.
- La Generosidad y el Altruismo. Numerosos estudios, entre ellos los de Elizabeth Dunn (Universidad de British Columbia, en Canadá) y Michael Norton (Harvard Business School) han evidenciado que darse a los demás te hace más feliz.
- La Fluidez. El concepto, acuñado por Mihaly Csikszentmihalyi, significa perder la noción del tiempo cuando las capacidades se elevan a la altura de los desafíos. El dossier nos recomienda disfrutar del vídeo TED, subtitulado en castellano, del padre (junto con Seligman) de la Psicología Positiva, en el que nos explica el valor de una vida que merece ser vivida:www.ted.com/talks/mihaly_csikszentmihalyi_on_flow.html
- La Flexibilidad: La gente más feliz no oculta sus emociones negativas, pero consigue modificar su comportamiento en función de sus necesidades, como ha demostrado George Bonanno ( Columbia University, Nueva York).
- La Despreocupación. Las personas menos cerradas, que no le dan demasiadas vueltas a lo negativos, son más felices. De nuevo, Lyubomirsky lo ha comprobado, y también el australiano Joseph Forgas.
Por tanto, ser feliz depende mucho de ser una persona con curiosidad, sociabilidad, optimismo, generosidad, fluidez, flexibilidad y ausencia de “overthinking”. Tan fácil y simple como eso.
El mencionado dossier nos anima a consultar el Informe Mundial de la Felicidad 2013 de la ONU (http://unsdsn.org/resources/publications/world-happiness-report-2013/), la web del Centro de Psicología Positiva de la Universidad de Pensilvania, liderado por Martin Seligman (http://spanish.authentichappiness.org/Default.aspx), la web de la OCDE para una vida mejor (www.oecdbetterlifindex.org/es) y la charla de Daniel Gilbert (Universidad de Harvard) sobre el concepto de “sistema inmunitario psicológico” que nos aporta felicidad: www.ted.com/playlists/4/what_makes_us_happy.html
Y nos aporta algunos datos interesantes: Los españoles más felices son los extremeños, seguidos por los aragoneses y los cántabros (me espera una semana de completa felicidad en el Challenge 2014 de EBS). Como media, los españoles vivimos 58’4 años (los costarricenses, 66’7 años). Nuestro país, que es el 24º en Felicidad (el podio lo ocupan Suiza, Noruega y Dinamarca), es el sexto que más felicidad ha perdido desde 2007. El Top 5 de los más crecientemente desdichados está formado por Egipto, Grecia, Myanmar, Jamaica y Botswana.

Pablo Picasso y Guernica

Un oficial de la Wehrmacht, fuerzas armadas de la Alemania nazi, visitó el estudio de Picasso durante la ocupación de París.
Le preguntó, en referencia a una foto del Guernica: "¿Usted hizo esto?"

A lo cual Picasso respondió: "No, lo hizo usted". 

La conspiración de leer

http://www.sergioramirez.com/10-articulos/337-la-conspiraci%C3%B3n-de-leer.html

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La lectura es sensual. Se abre un libro para gozarlo. El primer deber de un libro de ficción es distraer, y aún las lágrimas que se vierten al leer sobre dolores y desventuras son parte de ese mismo gozo. Al tratar de iniciar a alguien en la lectura, lo peor es anteponer entre el lector y el libro algún aburrido propósito pedagógico.
Un libro sólo es capaz de enseñar si primero gusta. Si no hace reír, si no conmueve, toda enseñanza, toda filosofía, se volverán inútiles, pues nadie llega a la última página de un libro fastidioso; y cuando se abandona la lectura al apenas empezar, es como si ese libro nunca hubiera sido escrito para quien llegó a tenerlo entre sus manos. Veamos al libro como una casa de muchas habitaciones, cada una con un decorado diferente. Uno puede asomarse a esas habitaciones a través de sus múltiples ventanas, o entrar a vivir en ellas.
Al hablar de la enseñanza de la literatura, Jorge Luis Borges cita una frase del doctor Johnson, el sabio británico de las letras que vivió en el siglo dieciocho: “la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda: tanto valdría de hablar de felicidad obligatoria”.
No hay felicidad obligatoria, pero la lectura depara felicidad; cuando un libro nos atrapa, y llegamos a un punto en que nos sobrecogen el asombro y la admiración, estos sentimientos se transforman en dicha, una dicha inefable. Es un asunto de libertad de escogencia. No podemos sacar gozo del castigo, y un libro impuesto viene a ser un castigo. “Si el relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, déjenlo de lado”, agrega el doctor Johnson.
Nadie disfruta de una promesa de aburrimiento. Cuando a un escritor le piden señalar los diez libros que se llevaría consigo a una isla desierta, generalmente empieza por La Odisea, El Quijote, La Biblia, o La Divina Comedia.
Son obras clásicas, y a muchos esa palabra los pone en alerta. Y a los clásicos, por definición se les considera soporíferos. Al contrario. Un clásico es una promesa de dicha que siempre estará allí esperando por nosotros. Siempre tendrá algo nuevo que contarnos o que enseñarnos.
Lo importante es que el candidato a lector al que estamos induciendo entre en la lectura con pies ligeros, sin temor a las cargas, y se convenza de que al enfrentarse a un clásico no se hallará con un libro que se le caerá de las manos, la cabeza pesada de sueño.
Entonces, la nostalgia por lo leído nos llevará a a emprender dos o tres lecturas más de ese libro, y luego muchas otras, porque se nos habrá vuelto infinito, en el sentido de que siempre estará recomenzando, y esas nuevas lecturas llegaremos a hacerlas ya no en el orden en que están puestos los capítulos, sino entrando por cualquier de ellos a cualquier de sus habitaciones, asomándonos por cualquiera de las ventanas.
El mundo de las novelas es divertido y atractivo porque es humano. Las novelas no son sobre períodos de la historia, sobre espacios geográficos, sobre teorías filosóficas ni sobre asuntos religiosos. Tratan sobre seres como nosotros, sus ambiciones, su idealismo, su perversidad, sus heroísmos y debilidades, la maldad y la nobleza, la devoción y la envidia, la generosidad y los celos, y nos muestran cómo estos atributos, siempre en tensión y contradicción, se dan dentro de los mismos individuos.
Fiodor, el padre rencoroso y atrabiliario, avaro y despiadado, que se disputa a la misma mujer con Dmitri, su propio hijo, llega hasta nosotros en toda su plenitud en las páginas de Los hermanos Karamazov, porque somos capaces de reconocerlo tal como lo retrata Dostoievski; existió, sigue existiendo, así como las voces de los muertos que Juan Rulfo pone a hablar unos con otros debajo de las tumbas en Pedro Páramo, nos son familiares porque lo que cuentan son ambiciones mal cumplidas y pasiones de amor que carcomen hasta en la muerte. Y siempre seguiremos viendo a una lady Macbeth que incita a su marido al crimen para perpetuar el poder, movida por la ambición, aunque Shakespeare haya muerto hace siglos.
No hay que creer entonces a quienes nos dicen que sólo debemos aceptar lecturas serias o edificantes, porque entonces nunca vamos a ser lectores adictos. Cuántos buenos lectores se han perdido por causa de las imposiciones escolares, que mandan leer por fuerza de los programas de estudio libros pesados e indigeribles, o que por falta de método son presentados como tales. Y cuántos buenos lectores, y a lo mejor escritores, se han ganado gracias a los libros prohibidos por la escuela, por el hogar, por la religión, porque lo que la imposición no consigue, lo consigue la curiosidad por lo prohibido. Y los censores son, sin excepción, personas amargadas y hostiles al espíritu de libertad que campea en los libros.
Y quien no aprende nunca a leer, quien no se vuelve desde temprano un vicioso de los libros, no sabe de lo que se pierde. Se expondrá a llevar una vida mutilada y a lo mejor, amarga, igual que la de los censores, lejos de los espejismos y los fragores de la imaginación.
¿Cómo crearse ese vicio? Empezando por un cuento de los hermanos Grimm, luego yendo a uno de Chejov, o de Rulfo, antes de llegar por fin a una novela de Faulkner, o al Ulises de Joyce, ya no se diga. O yendo primero a los capítulos y pasajes más divertidos de El Quijote, a alguno de los cuentos de Las Mil y una noches.
Para que un niño o un adolescente adquieran el vicio de la lectura, antes deben adquirirlo los padres y los maestros, con espíritu cómplice, lejos de la severidad de quien encarga una tarea. Ser parte de la conspiración de leer, comportarse como cabecillas de una hermandad de iniciados. Abrirles una puerta al paraíso, donde espera la manzana dorada entre las frondas del árbol del bien y el mal.

La innovación

http://www.eleconomista.es/firmas/noticias/5490059/01/14/La-innovacion-comienza-por-la-directiva.html#.Kku8Y9sBnMc78cV
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El factor crítico hoy es la innovación en las organizaciones. Innovar es la única manera de asegurar óptimos resultados económicos, la satisfacción de los diferentes stakeholders, empezando por los empleados, y de garantizar su sostenibilidad en el medio y largo plazo. Se puede decir en voz alta que ha llegado la hora de la innovación. Pero, ¿cómo se innova? Porque a estas alturas sabemos que innovación no es tecnología; incluso sabemos que no depende de la inversión en investigación y desarrollo. Innovar depende de las personas. La pregunta es: ¿quiénes innovan?
En el modelo tradicional, los departamentos de I+D definían los proyectos de innovación, y caían en cascada por toda la organización, gestionándose con mayor o menor éxito. El rol de las personas era pasivo y dependiente de las ideas de los iluminados de I+D+i. El retorno de la inversión en innovación era escaso, pero había dinero. El rol de los directivos consistía en la administración y gestión de los recursos y desde 2008 en la reducción de costes de los procesos. Hoy este paradigma de gestión está muriendo. Todas las organizaciones que han desaparecido o están en vías ponen en evidencia la ineficacia de este modelo de gestión.
En la actualidad, los directivos tienen que asumir que para que las organizaciones se transformen, los primeros en transformarse han de ser ellos (la cúpula directiva) y convertirse en líderes de la transformación. No les queda más remedio que evolucionar sus modelos mentales, relacionales y comunicacionales, con comportamientos más abiertos; la única vía para que desarrollen su capacidad creativa y de pensamiento estratégico. Se trata de que lleguen a ser facilitadores de sus equipos, con el fin de que desarrollen ideas creativas innovadoras. Es el nuevo paradigma que han de interiorizar. El peaje a pagar.
La transformación se apuntala en desarrollar un modelo participativo. Quienes generan las ideas creativas son las personas. Es muy importante crear espacios, marcos y contextos de participación en la organización, para que todos los empleados aporten esas ideas que nutran el caudal innovador de la organización.
Desde esta perspectiva, se invita al equipo directivo, a los cuadros intermedios, incluso al comité sindical, y a los portavoces de los trabajadores de los diversos departamentos a participar en un proceso de reflexión estratégica, en grupos multidisciplinares y transversales de toda la empresa. El objetivo es que participen y aporten sus ideas acerca de posibles proyectos innovadores que se pueden implantar en la organización.
La experiencia es muy rica y las estadísticas dicen que las ideas creativas surgen de las bases de la estructura organizativa, de los propios clientes y de los proveedores de la empresa. Al configurar esa estructura de reflexión estratégica se potencia la participación, la eliminación de dudas y de otras barreras limitantes. Es la fórmula para crear un clima de cooperación donde cada uno aporta lo mejor que lleva dentro de sí mismo.
Es un cambio radical de los paradigmas tradicionales con los que se ha gestionado la innovación. Se crean las condiciones para que emerjan las ideas creativas de abajo hacia arriba. El modelo tradicional es jerárquico, dirigista y tecnocrático. Con esta ruptura epistemológica invertimos el proceso buscando complementariedades entre equipos directivos y empleados, entre empleados y equipos directivos. Ahí están los nutrientes fertilizantes de los procesos transformacionales.
Pero el proceso de implantación de transformación en las organizaciones tiene una serie de etapas. La primera consiste en la formación de los líderes corporativos; es decir, de los portavoces del consejo de administración que están por la innovación de la organización. Si el equipo de líderes corporativos no apoya de manera firme y decidida el proyecto de transformación, si la cúpula corporativa no lo apoya, el proyecto fracasará. Por el contrario, si el comité directivo apuesta por la innovación, la estrategia consiste en establecer una cooperación sinérgica entre el equipo directivo, los cuadros intermedios y los trabajadores que son los que tiene las claves para activar ese imaginario creativo organizacional; los que aportan las ideas, los conceptos y los proyectos innovadores. Los que tienen la savia de la organización.
Julen Ortiz de Murúa


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Medio humano, medio máquina

http://www.lavanguardia.com/estilos-de-vida/20140228/54401807489/medio-humano-medio-maquina.html
Medio humano, medio máquina
Joel Kinnaman (izq.) y Gary Oldman en Robocop, película de Columbia dirigida por José Padilha Kerry Hayes

La cibernética integrada en humanos no sólo propicia avances para superar enfermedades y discapacidades. Implantes electrónicos, sensores y chips hacen nacer nuevos sentidos y percepciones hasta ahora impropias: visión infrarroja, movimientos sísmicos o velocidad. No tenga miedo. ¿Qué quiere sentir?

ES | 
Mercè Pau


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Los que conocen a Neil Harbisson saben que no entiende la vida de otra manera que no sea cibernéticamente. No lleva tecnología encima, es tecnología y no sólo porque él lo diga, las autoridades británicas así lo aceptaron: es el primer cíborg reconocido por un gobierno. El cíborg nace de la unión decibernética y organismo, definido por la Real Academia Española como “un ser formado por materia viva y dispositivos electrónicos”. Este artista de padre británico y madre catalana lleva un chip instalado en la nuca –incrustado en el hueso occipital– conectado a una antena que le llega hasta un ojo, donde tiene un sensor de luz. De esta manera aparece en la foto de su pasaporte, por eso, a pesar de las dudas iniciales por parte de las autoridades y después de presentar un certificado médico, ya es oficial y reconocido: la antena es una parte más de su cuerpo, como si de un personaje fílmico se tratase, pero esto no es cine ni ciencia ficción.
Harbisson nació con acromatopsia, ve la realidad únicamente en blanco y negro, y puesto que no podía distinguir lo que la gente llamaba colores más allá de una gama de grises, decidió utilizar la tecnología para escucharlos. De ahí nace su antena, el eyeborg. “El sensor de delante de mi ojo capta las frecuencias de colores, las manda al chip y éste las transforma en frecuencias de sonido”, explica. Y como el sonido se puede transmitir por vía aérea o vía ósea, es el hueso craneal quien se lo hace llegar al cerebro. “La antena es como una tercera oreja, una oreja ósea”, especifica. Para distinguir los colores, los reconoce por sus microtonos: el azul es un do, ¿el naranja? un fa sostenido... la tecnología le ha cambiado la vida.
¿Qué sucede cuando un hombre se fusiona con un ordenador? Ésta fue la pregunta que se planteó Kevin Warwick, profesor de Cibernética de la Universidad de Reading (Reino Unido). Así empezó su proyecto Cyborg en el que se sometió a una operación para implantarse un chip bajo la piel de su brazo, con el que podía controlar remotamente puertas, luces o calefactores. En el 2002 empezó la segunda fase del proyecto, esta vez el chip estaba en su sistema nervioso, conectado a un ordenador, para mandar señales neuronales. Y fue un éxito: por aquel entonces él estaba en la Universidad de Columbia (EE.UU.) y su chip mandó señales a otro brazo robótico construido para la ocasión en la Universidad de Reading, al otro lado del Atlántico, llegando a imitar los movimientos de Warwick. Su mujer también se instaló un dispositivo conectado a su mano y a la red, y cada vez que la abría y la cerraba, el profesor recibíapulsaciones. “Estamos abriendo la puerta a otra manera de comunicar, en el futuro existirá la posibilidad de comunicar ideas, emociones y sensaciones sólo a través del cerebro”, declaró hace unos meses. Ahora está investigando cómo predecir la aparición de temblores de párkinson con un implante profundo en el cerebro.
Conexión con el cerebro El objetivo de un cíborg es que tenga lugar la comunicación entre el cerebro y el implante, que haya respuesta. Por eso, Neil Harbisson aclara: “Si mi antena estuviera únicamente grabando, no podría mandar información a mi cabeza, y sería tan sólo un elemento electrónico, no cibernético. Digamos que con la cibernética hay comunicación entre cerebro y tecnología, y entre cuerpo y tecnología”. El caso, por ejemplo, de alguien que lleva una prótesis estática en una pierna o un marcapasos no se consideraría cíborg.

Existe la ingeniería biónica, disciplina que mezcla sistemas biológicos y electrónicos, pero que crea prótesis activadas por los nervios, por eso también es investigado a través de la cibernética, para encontrar cómo mejorar esa comunicación entre electrónica y cerebro. Se trata de controlar la tecnología con la mente. Esa es la experiencia de Andrew Garthwaite, un soldado británico que perdió un brazo en la guerra de Afganistán, y ahora tiene un brazo biónico que controla con el cerebro. Se sometió a una operación en la que le redirigieron los nervios hacia su pecho, para así controlar completamente su nueva extremidad: puede mover dedos, coger objetos y hacer fuerza.

Dianne Ashworth, que tenía una importante pérdida de visión por una enfermedad, pudo recuperarla parcialmente viendo flashes, contornos de luz y objetos oscuros gracias a un ojo biónico creado por Bionic Vision Australia. El dispositivo se insertó en el espacio coroideo, junto a la retina, y se equipó con 24 electrodos que se extendían hasta un receptor adosado en la oreja. Así, los impulsos estimulaban la retina y llegaban al cerebro. Sin duda, un gran paso en investigación.

Más allá de la discapacidad “Todos necesitamos expandir nuestros sentidos, todos somos discapacitados si nos comparamos con otros animales que son mucho más sensibles”, apunta Harbisson. Cree que no sólo se debe aplicar la tecnología al cuerpo humano en caso de discapacidad o carencia –evita el término y prefiere hablar de su acromatopsia como una condición visual–. Todo el mundo puede querer crecer sensorialmente, ¿por qué no? Por eso en el 2010 decidió crear, junto a Moon Ribas, la Fundación Cíborg, una institución, con sede en Barcelona, para la investigación y creación de proyectos relacionados con la extensión de nuevos sentidos y percepciones, aplicando la tecnología al cuerpo humano, en cualquier persona, en cualquier ámbito. “Desde siempre ha habido mucho interés en mejorar el conocimiento humano, pero vimos que había un vacío a la hora de mejorar las percepciones y los sentidos, por eso queremos ayudar a la gente que tenga esa demanda”, comenta.

“Quise extender mis sentidos en algo relacionado con mi mundo, lo que más me interesa a mí es el movimiento”, explica la coreógrafa Moon Ribas. Ella lleva un speedborg, un dispositivo que permite medir la velocidad de los objetos de su alrededor. “Me he dado cuenta de que la gente cambia la velocidad a la que camina según el lugar donde está. Estocolmo es una de las ciudades más rápidas que he visto, en cambio en Oslo, su capital vecina, van mucho más tranquilos”, cuenta. No lleva ningún chip ni dispositivo implantado de manera permanente, pero ella se considera una cíborg: “Para mí, un cíborg es alguien que mediante la cibernética incorporada en su cuerpo extiende sus sentidos”. Utiliza también otro dispositivo que le permite notar los movimientos sísmicos de la Tierra –una percepción que para un humano pasaría desapercibida– y lo aplica a su espectáculo escénico Waves, donde baila a tiempo real con los pequeños terremotos y donde la intensidad de sus pasos equivale a la intensidad de los movimientos.

Miedo a lo desconocido A pesar de los muchos beneficios de la tecnología, todavía existe cierta reticencia, sobre todo porque el cine no ha ayudado de ningún modo a la normalización del avance tecnológico. “En la fundación hemos tenido respuesta positiva, pero también recibimos correos electrónicos de gente que se queja de lo que hacemos. Tienen la imagen de un robocop malo sin sentimientos que viene a destruir el mundo. No tiene nada que ver con lo que creemos y defendemos”, cuenta Moon Ribas. Lo que inicialmente era una tecnofobia a las máquinas de la revolución industrial (el film Tiempos modernos de Charles Chaplin), se tradujo con el tiempo al miedo a los robots y a la tecnología implantada en humanos: el protagonista del primer largometraje de George Lucas (THX 1138) ayudaba a crear robots-policía; Will Smith odia profundamente a estos seres en Yo, robot; el director Paul Verhoeven puso a Robocop en el imaginario de todos y así hasta llegar a numerosos ejemplos del séptimo arte que asocian la tecnología a algo perverso, descontrolado, peligroso. Pero si todos llevamos algún que otro elemento electrónico en el bolsillo, ¿por qué no implantado en nuestro cuerpo? “La unión entre tecnología y humanos no es peligrosa, ni tampoco estamos dejando de ser humanos, al contrario, yo me siento todavía más humano y más próximo a la naturaleza y al entorno, con mi eyeborg percibo los rayos infrarrojos y ultravioletas, como lo podría hacer otro animal”, apunta Neil Harbisson. Se trata de expandir sensaciones, percepciones, hacer crecer al ser humano a través de sus sentidos y así, también hacerle crecer en conocimiento.

Stop the Cyborgs es un movimiento canalizado a través de una página web (StoptheCyborgs.org) que pretende parar el avance de los elementos cibernéticos en el cuerpo humano. ¿Uno de sus objetivos? Las gafas de Google. Mediante una ferviente campaña advierten de una era inminente de pérdida deprivacidad, de vigilancia y control constante ante tanta tecnología. “Tomar una fotografía con una cámara o un teléfono móvil es evidente, lo hacemos con un rol de fotógrafo. Con los dispositivos implantados perdemos esa capacidad de decidir ser grabados o no”, explican.

También lo que suele dar miedo es el uso indebido de esa tecnología, las capacidades que se pueden llegar a desarrollar con ella. Es inevitable pensar en Cherry Darling, el personaje de ficción que encarna la actriz Rose McGowan en Planet terror, película dirigida por Robert Rodríguez, y que tiene un arma en lugar de una pierna. ¿Los avances tecnológicos en el cuerpo humano pueden llegar a representar un peligro para la propia especie humana? “Todo lo que existe se puede utilizar de cualquier manera –apunta Harbisson–, hoy en día cualquier objeto puede convertirse en un arma, sería realmente absurdo usar la tecnología de tu cuerpo en ese sentido, tú serías el arma y no te podrías deshacer de ella”, bromea. Más en serio cuenta que siempre habrá peligro, pero que hay que entender la tecnología como una “herramienta para crecer” y comprender mejor el entorno. Moon Ribas opina que no hay que tener miedo: “No podemos evitar el desarrollo por miedo a que pueda pasar algo malo, aunque es importante ser consciente de ello”.

En este sentido hay un vacío legal y las intervenciones para implantar elementos cibernéticos al cuerpo las valoran los comités de bioética independientes de cada centro médico. Realmente es muy difícil que acepten este tipo de operaciones, según las experiencias de la Fundación Cíborg. “Por razones de imagen, un hospital normalmente no aceptará una operación para implantar una antena, ya que se concibe como algo que no es necesario para la salud, sino un complemento”, comenta Harbisson. También muchos centros o los propios cíborgs establecen límites éticos, fue el caso del profesor Kevin Warwick, cuando en el 2002 una pareja británica se puso en contacto con él para implantar un microchip a su hija de once años, y así localizarla en caso de secuestro. Primero aceptó, pero desestimó el proyecto cuando recibió críticas y la oposición de asociaciones de defensa de la infancia. Apuntan también desde la Fundación Cíborg que prevén que la Unión Europea incluya leyes de robótica en sus nuevas directrices. 
Tampoco hay los suficientes estudios que demuestren los efectos secundarios que pueden llegar a tener estas intervenciones, tanto a nivel fisiológico (se desconoce cómo reacciona el cuerpo con ciertos materiales, aunque el titanio suele ser tolerado) como a nivel psicológico o cognitivo, como se plantea Kevin Warwick en su libro I, cyborg: “En ausencia de referentes sensitivos previos, ¿mi cerebro será capaz de procesar señales que no se corresponden con la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto?”.
Equilibrio Existe una balanza entre perjuicios y beneficios, entre desarrollo y ética. También quedan investigación, valoraciones y sobre todo legislación para establecer límites, las bases para una convivencia eminentemente electrónica y así aprovechar todo su potencial. La cibernética puede que sea una gallina de los huevos de oro o quizás la deseada fuente de la eterna juventud. A Harbisson no le da miedo hacerse mayor, pues el proceso se invierte: si con el paso de los años se pierden facultades, sentidos y percepciones, ahora la oportunidad de sentir cada día más, escuchar lo que el tiempo y la experiencia no nos permiten y notar la conexión con la vida como si acabáramos de nacer, empieza a abrirse camino.

Reuniones virtuales de 'ciborguistas'

Una de las premisas de los cíborgs es el conocimiento abierto y el acceso libre. Es inevitable recordar y hacer un paralelismo con la filosofía hacker de antaño, nacida de la voluntad de liberar espacio y defender el conocimiento común y abierto. Así el primer domingo de cada mes los colectivos a favor del ciborguismo se reúnen virtualmente en un Google Hangout, un sistema de videollamada múltiple y abierto a todos los internautas que estén interesados en participar. Ellos son la Fundación Cíborg, que opera desde Barcelona (aunque Neil Harbisson ha dado conferencias por todo el mundo); Cyborgs e.V.i.Gr, un colectivo situado en Berlín y Grindhouse Wetware, una empresa de Pittsburgh (Pensilvania, Estados Unidos) dedicada a mejorar la humanidad usando tecnología de modo seguro, asequible y que sea de libre acceso, entre otros. Muchos de ellos son cíborgs, así que los temas centrales no podían ser otros que los avances, mejoras, privacidad y problemas surgidos en los distintos países. 


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Adictos a la adrenalina

http://www.lavanguardia.com/estilos-de-vida/20140228/54402584095/adictos-a-la-adrenalina.html

El salto base, 'wingsuit' o el 'bungee jumping' son los últimos desafíos del hombre a la gravedad. ¿Por qué el cerebro busca los límites de lo imposible?



La de Hellen Keller sigue siendo una de las historias de superación personal más conocidas. Con año y medio quedó sorda y ciega tras una enfermedad. Se acababa el siglo XIX y se suponía que ese era el estado en el que iba a permanecer toda su vida, suponiendo que no muriera durante la infancia. Pero gracias a su esfuerzo y al trabajo de Anne Sullivan, su institutriz, Hellen Keller se conviritió en una escritora, activista política y oradora famosa, que falleció con 87 años después de una vida plena. Ella resumía su forma de afrontar la existencia en una frase: “La vida es una aventura atrevida… o no es nada”.

La mayoría vivimos existencias tranquilas con pocos sobresaltos. El placer del riesgo, la sensación que dan las hazañas no son habituales. Por eso muchos buscan alcanzar esas emociones practicando deportes extremos. Algunos recurren a los más consolidados: paracaidismo, surf, alpinismo, motocross, parapente… Pero las nuevas experiencias convocan más fácilmente ese efecto y continuamente surgen nuevas modalidades. En el bungee jumping la persona se lanza al vacío sujetada por los tobillos con un cable amarrado a una plataforma. En el limbo skating se pasa por debajo de los coches, preferiblemente estacionados, en postura contorsionista. Practicar wingsuit supone una suerte de paracaidismo en el que se alcanzan velocidades en torno a 200 km a la hora lanzándose al vacío y planeando con un traje que incorpora membranas a modo de alas.

Paradójicamente, pese a que la necesidad de liberar adrenalina forma parte del ser humano desde sus orígenes, hoy en día es habitual que al practicante de estas disciplinas se le llame extravagante. Muchas personas recordarán a los famosos que han tenido accidentes en deportes de riesgo, ignorando que la mayor probabilidad de muerte de los famosos –y de los que no lo somos– se da durante desplazamientos rutinarios en coche o en avión.

La necesidad de sensaciones fuertes se entiende mal hoy en día: si alguien coge el gusto a estas experiencias y sigue buscándolas surgirá enseguida la etiqueta de adicto a la adrenalina. Hasta hace unas décadas, el concepto de adicción se usaba para aquellos que tienen un ansia tan extrema de una sustancia determinada que acaban produciendo síntomas físicos de abstinencia. Dolores, náuseas o hiperactivación del sistema nervioso eran correlatos típicos. Al usar ese término, se etiquetaba a quienes sufrían compulsión por conseguir esa sustancia como enfermos: se entendía que no eran capaces de controlar por sí mismos lo que les ocurría.

Pero en los últimos años el concepto se ha hecho etéreo. Ya no es necesario que exista un síndrome de abstinencia físico: se habla de adicción cuando hay algo que le gusta mucho a alguien… y que no les gusta a los demás. Siempre se trata de actividades que apasionan a los que la practican pero que no son bien vistas por un sector de la sociedad. Por eso no se etiqueta a nadie como “adicto a sacar buenas notas” o “adicto al fútbol televisado”, por ejemplo, pero sí de adicto al sexo, al ejercicio o a las redes sociales. De ese modo, se quita a la persona que disfruta de esa actividad la sensación de control. Sin embargo, cuando se escucha la experiencia personal de los que disfrutan de estos momentos al límite, se ve que estamos alejados de conceptos como la falta de control.

El chef Darío Barrio es un ejemplo de esta clase de personas que disfrutan de la vitalidad que trasmiten estas sensaciones. Aventurero y corredor de maratón, su actual pasión es el salto base, una modalidad de paracaidismo que consiste en saltar desde gran altura (a partir de los quinientos metros). “Cuando saltas, tienes un subidón, una sensación muy potente, pero siempre con control. No es un riesgo incontrolado que dependa de otros o de la suerte, no es una ruleta rusa” insiste. El tema de llevar las riendas y no actuar irracionalmente está siempre presente en su forma de describir sus experiencias: “No es que no te guste la vida. No somos adolescentes haciendo locuras. De hecho, el que se arriesga inútilmente, por chulería, está mal visto. Siempre intentas que se den todas las condiciones antes de saltar”.

El principal argumento contra esa fama de excéntricos que arrastran los que disfrutan de experiencias límites es fisiológico. La bioquímica demuestra que todos disfrutamos con la adrenalina. Las personas de vida tranquila también conocen ese placer. El filósofo Friedrich Nietzsche afirmó: “Créanme, el secreto de cosechar la mayor fecundidad y el mayor disfrute de la vida es vivir peligrosamente”, y el poeta T. S. Eliot nos recordó que “sólo aquellos que se arriesgan a ir demasiado lejos pueden descubrir cuan lejos pueden llegar”. Dependiendo de la cantidad de adrenalina y otras sustancias que entren en el “cóctel hormonal” y de la “etiqueta psicológica” que le pongamos a la experiencia, nos merecerá la pena adentrarnos en ella o no. Pero el placer fisiológico está siempre presente.

Las catecolaminas (grupo en el que se encuadra la adrenalina) son los neurotransmisores implicados en el sistema de recompensa cerebral. Estas hormonas producen la sensación de euforia fisiológica que se experimenta al haber superado un reto. Pero la complejidad psicológica del ser humano convierte esa sensación en algo más profundo: no es necesario haberla experimentado, basta con anticiparla. La finalidad del deseo psicológico no es la satisfacción, es la prolongación, y la liberación de adrenalina, de hecho, está hoy en día más relacionada con la expectativa de la recompensa que con el momento mismo de euforia física. Darío Barrio describe muy bien esa sensación de anticipación: “En el aire estás un minuto, pero disfrutas todo el tiempo de preparación. Plegar el equipo, por ejemplo, es un ritual: yo soy el único responsable porque sólo te fías de ti mismo. A la hora de plegar yo llevo siempre una rutina que me hace sentir cómodo. Me encanta hacerlo: aunque es pesado yo lo disfruto porque es parte de la ceremonia y voy sintiendo lo que luego voy a vivir”.

Entonces, si todos liberamos adrenalina en ese tipo de situaciones, ¿por qué hay gente que se lanza a disfrutar de ellas y gente que no? Comprender el sistema de recompensa cerebral nos ayuda a ver la causa. El fisiólogo Hans Selye identificó hace décadas el mecanismo del estrés o síndrome general de adaptación (SGA). Se trata de un conjunto de reacciones inespecíficas que nuestro organismo pone en marcha en situaciones de emergencia. Su finalidad es movilizar reservas energéticas para afrontar esa situación especial. Un ejemplo, desde luego, sería la reacción corporal que tiene una persona cuando ve un abismo de 1.000 metros y sabe que va a saltar.

Cuando anticipamos ese momento estresante, se activan en nosotros dos respuestas casi antagónicas: la del eje simpático adrenal y la del eje hipotálamo-hipófiso-adrenal. El primero, que se moviliza a instancias del hipotálamo y la amígdala, induce a la producción de adrenalina y otras hormonas con el fin de proveer energía al organismo para que éste haga algo. Puede ser luchar, defenderse, salir corriendo o saltar, en el caso de que estemos practicando salto base. Para que nos pongamos en marcha, aumenta la frecuencia cardíaca, la presión sanguínea y el ritmo respiratorio, enviando cantidades masivas de energía a los músculos. Es la fase aguda o de alarma, en la que la persona se llena de vitalidad. Si sólo existiera esa respuesta, la de liberación de adrenalina, este tipo de experiencias resultarían placenteras para todo el mundo. Pero a la vez existe otro sistema de afrontamiento: el del eje hipotálamo-hipófiso-adrenal. Esta respuesta, que funciona de una manera más lenta y duradera, termina con la liberación de cortisol en la corteza de la glándula suprarrenal.

Con ello aumentamos la concentración de glucosa y lípidos, reducimos la respuesta inmune, paralizamos todas las funciones de recuperación, renovación y creación de tejidos… Es decir: ponemos al organismo en reposo, en situación de espera. Nos paralizamos y nos sentimos desasosegados porque tenemos delante un peligro. Es también una reacción adaptativa y necesaria porque el cortisol es una de las hormonas que construyen nuestra memoria emocional y nos permite identificar los peligros que hay que evitar en el futuro. Nuevamente, estamos ante un mecanismo universal: todos sentimos ese miedo en mayor o menos medida.

La diferencia entre los que saltan y los que no estriba, en parte, en factores biológicos. La inundación de cortisol es tan grande en muchas personas que la parálisis les impide disfrutar de esas experiencias. Otros individuos, sin embargo, la sienten como algo menor que va disminuyendo a medida que va siendo superado por la hedonista sensación que va produciendo la adrenalina. Hay muchas investigaciones que nos recuerdan la importancia de estas variables biológicas que están determinadas por la genética. Un ejemplo es un experimento dirigido por Ulf Lundberg que aportó mucha luz a la relación entre la motivación y la química cerebral del estrés positivo o eustrés. A un grupo de voluntarios se les planteó una tarea mental difícil y se comprobó que los que mostraban más esperanzas de éxito tenían una mayor producción de catecolaminas mientras que quienes mostraban miedo al fracaso, segregaban cortisol. Este efecto era autorreforzante: los que mantenían niveles bajos de cortisol rendían mejor durante la prueba porque se mantenían alerta, serenos y productivos.

Pero además de los fisiológicos, existen factores psicológicos implicados. El mismo Hans Selye distinguió dos tipos de estrés: el eustrés es la presión que nos induce a la acción para responder a un desafío, nos hace estar atentos e interesados, nos proporciona sensaciones de confianza, seguridad y optimismo, además de energía para un esfuerzo sostenido. Por otro lado, el distrés estrés negativo, que se caracteriza por la sensación de ansiedad ante la incertidumbre e inseguridad y la percepción de que nuestros recursos no son suficientes para afrontar la amenaza. Etiquetamos una sensación como eustresante odistresante dependiendo de nuestras experiencias pasadas (cómo nos fue en las últimas experiencias límite que afrontamos), de nuestra educación (padres más o menos sobreprotectores, por ejemplo), de la sensación de control que tengamos sobre la situación, de la seguridad en nosotros mismos… Si vivimos la situación como eustresante, las sensaciones positivas compensarán, si la sentimos distresante serán los correlatos negativos del estrés (miedo, ansiedad, inseguridad) los que ganen la partida. Saltar o no saltar depende de qué factores ganen la batalla.

Darío Barrio lo describe así: “Hay algo que te llama a saltar al vacío. No es de un día para otro: yo empecé en el paracaidismo en 1995 y luego derivé hacia el salto base. Va enganchándote poco a poco a medida que la sensación se va haciendo placentera. Por supuesto que hay miedo, pero es un miedo controlado, que te ayuda a mantenerte alerta”. Este chef aventurero cree que debería haber dos palabras diferentes, una para el miedo incontrolado, otra para la sensación de alerta. Él juzga que son diferentes.

“Antes de saltar tengo ese estado de alerta. ¿Si no, qué estoy haciendo? Pero al final, cuando lo controlas, el placer del riesgo es algo similar al de comer. Tiene que ser placentero, porque es vital para perpetuar la especie. Es la sensación del pionero, del aventurero, la conquista del hombre”. Para aquellos que siguen adelante, para aquellos que se atreven, estas experiencias suponen mucho más que una liberación de adrenalina. Se trata de una sensación interna muy profunda. Las personas que disfrutan con deportes extremos suelen caracterizarse por tener gran motivación de logro: les gusta conseguir retos, sin necesidad de que estos se traduzcan en otro tipo de recompensa extrínseca (dinero, poder…) Por eso se dice que la motivación de logro es una motivación intrínseca: se estimula y satisface con la misma actividad. Los alpinistas, un buen ejemplo de personas que disfrutan con este tipo de emociones, tienen como guía una frase que resume en tres palabras su anhelo de sensaciones. En los años veinte, al alpinista George Mallory le preguntaban insistentemente por qué había personas que querían conquistar el Everest. Él respondió: “Porque está ahí”. Por supuesto, los deportes extremos tienen efectos positivos. Por una parte, este tipo de experiencias sirven para conocerse a uno mismo. Los trances extraordinarios nos dicen más acerca de nuestras capacidades que la vida cotidiana. En momentos críticos desarrollamos mecanismos para enfrentar las situaciones que ni siquiera creíamos poseer. Como dice el viejo adagio, “nadie conoce el carácter de la veleta hasta que sopla el viento”. En estos momentos de peligro se fomentan factores que nos hacen fuertes, como la introspección (conocerse a uno mismo en los puntos fuertes y en los débiles), el sentido del humor (en las películas es muy habitual que la persona curtida en situaciones límite haga chistes mientras se enfrenta a los malos, algo que le ayuda a cambiar su estado de ánimo y optimizar sus cualidades) y el autocontrol.

También es importante la desconexión mental que producen estas experiencias a personas con una vida profesional altamente exigente. Darío Barrio lo recuerda: “El salto base me sirve para desconectar. Creo que para los que trabajamos con tanta intensidad es importante tener varias vidas, varios papeles. En un momento dado soy cocinero, después cambio y soy un atleta outdoor. En esto tienes que tener la cabeza muy centrada en lo que estás haciendo y eso te permite ver tu otro mundo con más distancia. Trabajo entre cuatro paredes, bendito viento que me hace sentir de vez en cuando fuera de ellas”.

Por otro lado, este tipo de experiencias aportan un sentimiento de confraternidad muy intenso con aquellos con los que se comparte entusiasmo: “Yo comparto estas experiencias con Carlos Suárez y con Armando del Rey. Compartes momentos muy tensos en poco tiempo y se crea una hermandad muy profunda: has encontrado a alguien que te entiende, que tiene un ADN similar. Y eso une mucho”.

Pero probablemente, por encima de todo, está esa sensación de fascinación, de asombro, de éxtasis que sólo producen las experiencias cumbre. En palabras de Darío Barrio: “Desde niño he soñado que volaba. Hay un río de filosofía con todo esto. Te haces preguntas, igual que se las hace alguien que está en el lecho de muerte ¿He hecho cosas? ¿O sólo he sido un pelele? Te sientes muy pequeño volando en una gran montaña. Sabes que te puedes matar, sí, pero también sabes que si no lo haces estás muerto”.

Barrio opina que para él es importante responder orgulloso cuando le preguntan cuándo fue la última vez que hizo algo por primera vez. “Tengo que decir que he hecho algo hace poco porque la vida hay que contarla en experiencias y en sensaciones, no en años. Aquí se siente esa sensación de estar vivo, por eso estoy convencido de que Leonardo da Vinci, hoy, haría salto base”. El mismo Da Vinci resumió en una de sus frases más famosas todo este cúmulo de sensaciones ante los nuevos descubrimientos: “Una vez hayas probado el vuelo siempre caminarás por la Tierra con la vista mirando al cielo, porque ya has estado allí y allí deseas volver".

Las aportaciones de los aventureros

Se dice que en 1914, Sir Ernest Henry Shackleton publicó un anuncio pidiendo voluntarios para su expedición a la Antártida. El texto rezaba así: “Se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito.” Cuentan que, a pesar de su paradójica forma de publicitarse, el explorador recibió más de cinco mil solicitudes. De ahí eligió a los veintiséis hombres que le acompañarían en la expedición Endurance, quizás el viaje más épico de la historia de la navegación.

La historia anterior es probablemente una leyenda, pero en todo caso refleja el carácter de las personas que han emprendido las aventuras más épicas de la historia de la humanidad. Hoy en día, en una cultura que muchas veces mira a esas personas como egoístas que disfrutan del peligro olvidando lo que arriesgan se olvida que el descubrimiento de América, la llegada a la Luna o la exploración de los Polos han sido posibles gracias a ellos. Es más: es bastante probable que les debamos el hecho de habernos convertido en seres humanos. Porque el primer mono que decidió bajarse de los árboles era, seguramente, un “catador de adrenalina".


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