El salto base, 'wingsuit' o el 'bungee jumping' son los últimos desafíos del hombre a la gravedad. ¿Por qué el cerebro busca los límites de lo imposible?
La de Hellen Keller sigue siendo una de las historias de superación personal más conocidas. Con año y medio quedó sorda y ciega tras una enfermedad. Se acababa el siglo XIX y se suponía que ese era el estado en el que iba a permanecer toda su vida, suponiendo que no muriera durante la infancia. Pero gracias a su esfuerzo y al trabajo de Anne Sullivan, su institutriz, Hellen Keller se conviritió en una escritora, activista política y oradora famosa, que falleció con 87 años después de una vida plena. Ella resumía su forma de afrontar la existencia en una frase: “La vida es una aventura atrevida… o no es nada”.
La mayoría vivimos existencias tranquilas con pocos sobresaltos. El placer del riesgo, la sensación que dan las hazañas no son habituales. Por eso muchos buscan alcanzar esas emociones practicando deportes extremos. Algunos recurren a los más consolidados: paracaidismo, surf, alpinismo, motocross, parapente… Pero las nuevas experiencias convocan más fácilmente ese efecto y continuamente surgen nuevas modalidades. En el bungee jumping la persona se lanza al vacío sujetada por los tobillos con un cable amarrado a una plataforma. En el limbo skating se pasa por debajo de los coches, preferiblemente estacionados, en postura contorsionista. Practicar wingsuit supone una suerte de paracaidismo en el que se alcanzan velocidades en torno a 200 km a la hora lanzándose al vacío y planeando con un traje que incorpora membranas a modo de alas.
Paradójicamente, pese a que la necesidad de liberar adrenalina forma parte del ser humano desde sus orígenes, hoy en día es habitual que al practicante de estas disciplinas se le llame extravagante. Muchas personas recordarán a los famosos que han tenido accidentes en deportes de riesgo, ignorando que la mayor probabilidad de muerte de los famosos –y de los que no lo somos– se da durante desplazamientos rutinarios en coche o en avión.
La necesidad de sensaciones fuertes se entiende mal hoy en día: si alguien coge el gusto a estas experiencias y sigue buscándolas surgirá enseguida la etiqueta de adicto a la adrenalina. Hasta hace unas décadas, el concepto de adicción se usaba para aquellos que tienen un ansia tan extrema de una sustancia determinada que acaban produciendo síntomas físicos de abstinencia. Dolores, náuseas o hiperactivación del sistema nervioso eran correlatos típicos. Al usar ese término, se etiquetaba a quienes sufrían compulsión por conseguir esa sustancia como enfermos: se entendía que no eran capaces de controlar por sí mismos lo que les ocurría.
Pero en los últimos años el concepto se ha hecho etéreo. Ya no es necesario que exista un síndrome de abstinencia físico: se habla de adicción cuando hay algo que le gusta mucho a alguien… y que no les gusta a los demás. Siempre se trata de actividades que apasionan a los que la practican pero que no son bien vistas por un sector de la sociedad. Por eso no se etiqueta a nadie como “adicto a sacar buenas notas” o “adicto al fútbol televisado”, por ejemplo, pero sí de adicto al sexo, al ejercicio o a las redes sociales. De ese modo, se quita a la persona que disfruta de esa actividad la sensación de control. Sin embargo, cuando se escucha la experiencia personal de los que disfrutan de estos momentos al límite, se ve que estamos alejados de conceptos como la falta de control.
El chef Darío Barrio es un ejemplo de esta clase de personas que disfrutan de la vitalidad que trasmiten estas sensaciones. Aventurero y corredor de maratón, su actual pasión es el salto base, una modalidad de paracaidismo que consiste en saltar desde gran altura (a partir de los quinientos metros). “Cuando saltas, tienes un subidón, una sensación muy potente, pero siempre con control. No es un riesgo incontrolado que dependa de otros o de la suerte, no es una ruleta rusa” insiste. El tema de llevar las riendas y no actuar irracionalmente está siempre presente en su forma de describir sus experiencias: “No es que no te guste la vida. No somos adolescentes haciendo locuras. De hecho, el que se arriesga inútilmente, por chulería, está mal visto. Siempre intentas que se den todas las condiciones antes de saltar”.
El principal argumento contra esa fama de excéntricos que arrastran los que disfrutan de experiencias límites es fisiológico. La bioquímica demuestra que todos disfrutamos con la adrenalina. Las personas de vida tranquila también conocen ese placer. El filósofo Friedrich Nietzsche afirmó: “Créanme, el secreto de cosechar la mayor fecundidad y el mayor disfrute de la vida es vivir peligrosamente”, y el poeta T. S. Eliot nos recordó que “sólo aquellos que se arriesgan a ir demasiado lejos pueden descubrir cuan lejos pueden llegar”. Dependiendo de la cantidad de adrenalina y otras sustancias que entren en el “cóctel hormonal” y de la “etiqueta psicológica” que le pongamos a la experiencia, nos merecerá la pena adentrarnos en ella o no. Pero el placer fisiológico está siempre presente.
Las catecolaminas (grupo en el que se encuadra la adrenalina) son los neurotransmisores implicados en el sistema de recompensa cerebral. Estas hormonas producen la sensación de euforia fisiológica que se experimenta al haber superado un reto. Pero la complejidad psicológica del ser humano convierte esa sensación en algo más profundo: no es necesario haberla experimentado, basta con anticiparla. La finalidad del deseo psicológico no es la satisfacción, es la prolongación, y la liberación de adrenalina, de hecho, está hoy en día más relacionada con la expectativa de la recompensa que con el momento mismo de euforia física. Darío Barrio describe muy bien esa sensación de anticipación: “En el aire estás un minuto, pero disfrutas todo el tiempo de preparación. Plegar el equipo, por ejemplo, es un ritual: yo soy el único responsable porque sólo te fías de ti mismo. A la hora de plegar yo llevo siempre una rutina que me hace sentir cómodo. Me encanta hacerlo: aunque es pesado yo lo disfruto porque es parte de la ceremonia y voy sintiendo lo que luego voy a vivir”.
Entonces, si todos liberamos adrenalina en ese tipo de situaciones, ¿por qué hay gente que se lanza a disfrutar de ellas y gente que no? Comprender el sistema de recompensa cerebral nos ayuda a ver la causa. El fisiólogo Hans Selye identificó hace décadas el mecanismo del estrés o síndrome general de adaptación (SGA). Se trata de un conjunto de reacciones inespecíficas que nuestro organismo pone en marcha en situaciones de emergencia. Su finalidad es movilizar reservas energéticas para afrontar esa situación especial. Un ejemplo, desde luego, sería la reacción corporal que tiene una persona cuando ve un abismo de 1.000 metros y sabe que va a saltar.
Cuando anticipamos ese momento estresante, se activan en nosotros dos respuestas casi antagónicas: la del eje simpático adrenal y la del eje hipotálamo-hipófiso-adrenal. El primero, que se moviliza a instancias del hipotálamo y la amígdala, induce a la producción de adrenalina y otras hormonas con el fin de proveer energía al organismo para que éste haga algo. Puede ser luchar, defenderse, salir corriendo o saltar, en el caso de que estemos practicando salto base. Para que nos pongamos en marcha, aumenta la frecuencia cardíaca, la presión sanguínea y el ritmo respiratorio, enviando cantidades masivas de energía a los músculos. Es la fase aguda o de alarma, en la que la persona se llena de vitalidad. Si sólo existiera esa respuesta, la de liberación de adrenalina, este tipo de experiencias resultarían placenteras para todo el mundo. Pero a la vez existe otro sistema de afrontamiento: el del eje hipotálamo-hipófiso-adrenal. Esta respuesta, que funciona de una manera más lenta y duradera, termina con la liberación de cortisol en la corteza de la glándula suprarrenal.
Con ello aumentamos la concentración de glucosa y lípidos, reducimos la respuesta inmune, paralizamos todas las funciones de recuperación, renovación y creación de tejidos… Es decir: ponemos al organismo en reposo, en situación de espera. Nos paralizamos y nos sentimos desasosegados porque tenemos delante un peligro. Es también una reacción adaptativa y necesaria porque el cortisol es una de las hormonas que construyen nuestra memoria emocional y nos permite identificar los peligros que hay que evitar en el futuro. Nuevamente, estamos ante un mecanismo universal: todos sentimos ese miedo en mayor o menos medida.
La diferencia entre los que saltan y los que no estriba, en parte, en factores biológicos. La inundación de cortisol es tan grande en muchas personas que la parálisis les impide disfrutar de esas experiencias. Otros individuos, sin embargo, la sienten como algo menor que va disminuyendo a medida que va siendo superado por la hedonista sensación que va produciendo la adrenalina. Hay muchas investigaciones que nos recuerdan la importancia de estas variables biológicas que están determinadas por la genética. Un ejemplo es un experimento dirigido por Ulf Lundberg que aportó mucha luz a la relación entre la motivación y la química cerebral del estrés positivo o eustrés. A un grupo de voluntarios se les planteó una tarea mental difícil y se comprobó que los que mostraban más esperanzas de éxito tenían una mayor producción de catecolaminas mientras que quienes mostraban miedo al fracaso, segregaban cortisol. Este efecto era autorreforzante: los que mantenían niveles bajos de cortisol rendían mejor durante la prueba porque se mantenían alerta, serenos y productivos.
Pero además de los fisiológicos, existen factores psicológicos implicados. El mismo Hans Selye distinguió dos tipos de estrés: el eustrés es la presión que nos induce a la acción para responder a un desafío, nos hace estar atentos e interesados, nos proporciona sensaciones de confianza, seguridad y optimismo, además de energía para un esfuerzo sostenido. Por otro lado, el distrés o estrés negativo, que se caracteriza por la sensación de ansiedad ante la incertidumbre e inseguridad y la percepción de que nuestros recursos no son suficientes para afrontar la amenaza. Etiquetamos una sensación como eustresante odistresante dependiendo de nuestras experiencias pasadas (cómo nos fue en las últimas experiencias límite que afrontamos), de nuestra educación (padres más o menos sobreprotectores, por ejemplo), de la sensación de control que tengamos sobre la situación, de la seguridad en nosotros mismos… Si vivimos la situación como eustresante, las sensaciones positivas compensarán, si la sentimos distresante serán los correlatos negativos del estrés (miedo, ansiedad, inseguridad) los que ganen la partida. Saltar o no saltar depende de qué factores ganen la batalla.
Darío Barrio lo describe así: “Hay algo que te llama a saltar al vacío. No es de un día para otro: yo empecé en el paracaidismo en 1995 y luego derivé hacia el salto base. Va enganchándote poco a poco a medida que la sensación se va haciendo placentera. Por supuesto que hay miedo, pero es un miedo controlado, que te ayuda a mantenerte alerta”. Este chef aventurero cree que debería haber dos palabras diferentes, una para el miedo incontrolado, otra para la sensación de alerta. Él juzga que son diferentes.
“Antes de saltar tengo ese estado de alerta. ¿Si no, qué estoy haciendo? Pero al final, cuando lo controlas, el placer del riesgo es algo similar al de comer. Tiene que ser placentero, porque es vital para perpetuar la especie. Es la sensación del pionero, del aventurero, la conquista del hombre”. Para aquellos que siguen adelante, para aquellos que se atreven, estas experiencias suponen mucho más que una liberación de adrenalina. Se trata de una sensación interna muy profunda. Las personas que disfrutan con deportes extremos suelen caracterizarse por tener gran motivación de logro: les gusta conseguir retos, sin necesidad de que estos se traduzcan en otro tipo de recompensa extrínseca (dinero, poder…) Por eso se dice que la motivación de logro es una motivación intrínseca: se estimula y satisface con la misma actividad. Los alpinistas, un buen ejemplo de personas que disfrutan con este tipo de emociones, tienen como guía una frase que resume en tres palabras su anhelo de sensaciones. En los años veinte, al alpinista George Mallory le preguntaban insistentemente por qué había personas que querían conquistar el Everest. Él respondió: “Porque está ahí”. Por supuesto, los deportes extremos tienen efectos positivos. Por una parte, este tipo de experiencias sirven para conocerse a uno mismo. Los trances extraordinarios nos dicen más acerca de nuestras capacidades que la vida cotidiana. En momentos críticos desarrollamos mecanismos para enfrentar las situaciones que ni siquiera creíamos poseer. Como dice el viejo adagio, “nadie conoce el carácter de la veleta hasta que sopla el viento”. En estos momentos de peligro se fomentan factores que nos hacen fuertes, como la introspección (conocerse a uno mismo en los puntos fuertes y en los débiles), el sentido del humor (en las películas es muy habitual que la persona curtida en situaciones límite haga chistes mientras se enfrenta a los malos, algo que le ayuda a cambiar su estado de ánimo y optimizar sus cualidades) y el autocontrol.
También es importante la desconexión mental que producen estas experiencias a personas con una vida profesional altamente exigente. Darío Barrio lo recuerda: “El salto base me sirve para desconectar. Creo que para los que trabajamos con tanta intensidad es importante tener varias vidas, varios papeles. En un momento dado soy cocinero, después cambio y soy un atleta outdoor. En esto tienes que tener la cabeza muy centrada en lo que estás haciendo y eso te permite ver tu otro mundo con más distancia. Trabajo entre cuatro paredes, bendito viento que me hace sentir de vez en cuando fuera de ellas”.
Por otro lado, este tipo de experiencias aportan un sentimiento de confraternidad muy intenso con aquellos con los que se comparte entusiasmo: “Yo comparto estas experiencias con Carlos Suárez y con Armando del Rey. Compartes momentos muy tensos en poco tiempo y se crea una hermandad muy profunda: has encontrado a alguien que te entiende, que tiene un ADN similar. Y eso une mucho”.
Pero probablemente, por encima de todo, está esa sensación de fascinación, de asombro, de éxtasis que sólo producen las experiencias cumbre. En palabras de Darío Barrio: “Desde niño he soñado que volaba. Hay un río de filosofía con todo esto. Te haces preguntas, igual que se las hace alguien que está en el lecho de muerte ¿He hecho cosas? ¿O sólo he sido un pelele? Te sientes muy pequeño volando en una gran montaña. Sabes que te puedes matar, sí, pero también sabes que si no lo haces estás muerto”.
Barrio opina que para él es importante responder orgulloso cuando le preguntan cuándo fue la última vez que hizo algo por primera vez. “Tengo que decir que he hecho algo hace poco porque la vida hay que contarla en experiencias y en sensaciones, no en años. Aquí se siente esa sensación de estar vivo, por eso estoy convencido de que Leonardo da Vinci, hoy, haría salto base”. El mismo Da Vinci resumió en una de sus frases más famosas todo este cúmulo de sensaciones ante los nuevos descubrimientos: “Una vez hayas probado el vuelo siempre caminarás por la Tierra con la vista mirando al cielo, porque ya has estado allí y allí deseas volver".
Las aportaciones de los aventureros
Se dice que en 1914, Sir Ernest Henry Shackleton publicó un anuncio pidiendo voluntarios para su expedición a la Antártida. El texto rezaba así: “Se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito.” Cuentan que, a pesar de su paradójica forma de publicitarse, el explorador recibió más de cinco mil solicitudes. De ahí eligió a los veintiséis hombres que le acompañarían en la expedición Endurance, quizás el viaje más épico de la historia de la navegación.
La historia anterior es probablemente una leyenda, pero en todo caso refleja el carácter de las personas que han emprendido las aventuras más épicas de la historia de la humanidad. Hoy en día, en una cultura que muchas veces mira a esas personas como egoístas que disfrutan del peligro olvidando lo que arriesgan se olvida que el descubrimiento de América, la llegada a la Luna o la exploración de los Polos han sido posibles gracias a ellos. Es más: es bastante probable que les debamos el hecho de habernos convertido en seres humanos. Porque el primer mono que decidió bajarse de los árboles era, seguramente, un “catador de adrenalina".
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