Leemos en un periódico chileno: “Falta de ingenieros y el rechazo al fracaso están entre los factores que afectan (negativamente) a la innovación” (La Tercera (05/01/2014). El artículo es una reseña del informe del Banco Mundial sobre el estado de la innovación (empresarial) titulado “El emprendimiento en América Latina: Muchas empresas y poca innovación” donde se realiza un análisis detallado, a partir de indicadores propios, de la situación de la innovación en el continente y se concluye que a América Latina “le falta capacidad de innovación”, “pues las empresas necesitan innovar continuamente para crecer (o incluso para sobrevivir). Este es el aspecto del emprendimiento que se les da relativamente mal a las empresas de LAC (Latin America and the Caribbean). Así, las empresas de LAC introducen productos nuevos con menos frecuencia que las empresas de otras economías similares, la gestión de los emprendedores de gama alta (sic) suele estar lejos de las mejores prácticas en el ámbito global, las empresas invierten poco en I+D y la actividad en materia de patentes está claramente por debajo de los niveles de referencia”.
Tanto el informe citado como el artículo periodístico constituyen un compendio de enunciados clásicos sobre la innovación y son la expresión de la opinión estándar sobre la misma, es decir, la que todavía domina en el ámbito de las empresas, las políticas públicas, la producción académica y el sentido común ciudadano.
Innovación es un término bulímico, ingerido y regurgitado urbi et orbi. Es un término omnipresente en los medios de comunicación, en los escritos académicos, en las mil y una teorías de la gestión empresarial; en los discursos de las autoridades públicas, en las políticas de educación, culturales, tecnológicas, etc. La innovación se ha convertido en un dispositivo discursivo jerarquizador de prácticas sociales: la ausencia o presencia de innovación define niveles y categorías de países, regiones, economías, culturas, ciudades, instituciones, clases sociales e individuos. Innovar es un imperativo, se afirma: es un tren que no hay que perder. Y todo el mundo está de acuerdo con la metáfora ferroviaria.
A pesar de esta amplitud de situaciones de aplicación, es en el campo de la economía de mercado y su vinculación con el llamado “sistema ciencia/tecnología”, desde donde el término ha desplegado su influencia a todos los demás ámbitos sociales. Aquí la “destrucción creativa” schumpeteriana es presentada generalmente como el antecedente intelectual más potente de la actual expansión del concepto. Esta destrucción creativa fue definida por el economista vienés a la vez como descripción y elogio del comportamiento innovador del “emprendedor”. Este último es entendido como un sujeto paradigmático y ejemplar, cuya función “consiste en reformar o revolucionar el sistema de producción, explotando un invento o, de una manera más general, una posibilidad técnica no experimentada, para producir una mercancía antigua por un método nuevo, para abrir una nueva fuente de provisión de materias primas o una nueva salida para los productos, para reorganizar una industria, etc.”.
La riqueza de la innovación
Pero hace ya mucho tiempo que sabemos que la innovación no se limita a la ciencia ni a la tecnología ni a la economía y, sobre todo, que no se circunscribe a una única economía (hay muchas economías posibles: solidarias, ecológicas, cooperativas…) y que incluso la ciencia, la tecnología y la economía hegemónicas requieren de una base de creatividad social distribuida, “líquida”, azarosa, donde se produzcan los fermentos que luego podrán utilizar para su propios fines. Sabemos que hay diferentes maneras de entender la innovación; no sólo existe aquella que la vincula con la productividad y la hace formar parte de la familia I+D+i, aunque sea como el miembro menor y subordinado a sus hermanos mayores.
Sabemos que nuestras sociedades, sus instituciones, sus medios de comunicación, sus empresas, etc., no recogen toda la riqueza cultural existente. El talento, la imaginación y las capacidades de innovación y creatividad ciudadana y dentro de las organizaciones están subvaloradas y subutilizadas para el bienestar común. Hay desperdicio de ideas, conocimientos y prácticas sociales e inventiva individual que no encuentran cauces de expresión y realización concreta. Hay también saberes y prácticas ancestrales que van desapareciendo de la memoria colectiva y conocimientos que traen los nuevos habitantes de nuestras ciudades que no son incorporados al acervo común. Hay pérdida de sociodiversidad.
Sabemos que la riqueza de la innovación va muchísimo más allá que la introducción de un “producto nuevo en el mercado” y que clasificar a los países por indicadores tan elementales como éste es una aberración. Vincular la innovación exclusivamente a la productividad, la empobrece y la enceguece frente a la riqueza, la imaginación y la creatividad distribuidas en todos los pliegues de la vida social.
Sabemos que la innovación no es una cuestión de producción social de ingenieros ni, necesariamente, una tarea liderada sólo por grandes empresas. Ni mucho menos una cuestión de patentes. Sabemos que la innovación es una constante antropológica, la capacidad natural de los homínidos para salir de los espacios de homogeneidad, de rutina y entropía que los rodean y que, incluso, la misma vida sobre la tierra es la “innovación primordial” que nunca se ha detenido, hasta ahora por lo menos y que, por efecto de la creatividad destructiva de un tipo de homínido, se encuentra amenazada. La innovación es el resultado espontáneo del encuentro de las sociedades humanas con las contingencias de la vida en común. Emerge, evidentemente, de los imperativos de la subsistencia, pero también del puro placer de la imaginación, es decir, de lo que no está sometido a las exigencias de la utilidad material inmediata o que se relaciona con otros tipos de utilidad.
Sabemos que la riqueza de la innovación va muchísimo más allá que la introducción de un “producto nuevo en el mercado” y que clasificar a los países por indicadores tan elementales como éste es una aberración. Vincular la innovación exclusivamente a la productividad, la empobrece y la enceguece frente a la riqueza, la imaginación y la creatividad distribuidas en todos los pliegues de la vida social.
LA COTIDIANEIDAD DE LA INNOVACIÓN
Sabemos que la importancia de la innovación no proviene de su excepcionalidad, de su rareza, sino de su cotidianeidad, de su normalidad, incluso de su vulgaridad. La innovación es del vulgo, es decir, de todos. La innovación no es una anomalía; es lo que los seres humanos realizamos de forma natural en nuestra vida cotidiana en colaboración con los demás. No hay innovadores de “gama alta” y “gama baja”, como predica el informe. El valor de una innovación es relativo al contexto y a los actores para los que es importante. El diseño de un sofisticado producto biotecnológico o de una imaginativa empresa en Silicon Valley son casos particulares de la capacidad universal de la especie humana de hacer emerger algo distinto a partir de la recombinación de los elementos de los que dispone a su alrededor. En su contexto, al primero a quien se le ocurrió hacer una sandalia a partir de un trozo de neumático fue un genio.
Sabemos que el emprendedor individual es un anacronismo, un mito, una pesada herencia del capitalismo industrial que tiene una vigencia más ideológica y mediática que empírica. Hace tiempo que las empresas más vanguardistas adoptan formas colaborativas para organizar la innovación. La mayoría de las empresas de la era Internet son el resultado de complejas prácticas colaborativas, cuyos productos son el resultado de la acumulación de capas de innovaciones modulares sucesivas. La sociedad de principios del siglo XXI y su forma económica, el capitalismo digitalizado, reticular y recombinante, más que basada en la iniciativas de emprendedores individuales (personajes aislados en la oscuridad de sus garajes o sus laboratorios), se sostiene por la participación de muchos actores en espacios colectivos, abiertos, interactivos y colaborativos donde la información fluye sin cortapisas. Muchas empresas, por ejemplo, hace ya tiempo que descubrieron que aumentaban sus beneficios si propiciaban ecosistemas o redes fluidas basadas en acuerdos con colaboradores externos, abriendo, por ejemplo, sus servicios de software y sus bases de datos informáticos a través de una interfaz de aplicaciones (API). Las ventajas cooperativas sustituyen a las ventajas competitivas.
ESPACIOS DE INNOVACIÓN COLABORATIVA
Sabemos, por último, que esas formas de innovación empresarial coexisten e interactúan con espacios de innovación colaborativa ciudadana que están surgiendo con mucha fuerza en todo el mundo. Estas son nuevas formas de organizar la creatividad, el aprendizaje y la innovación. Son lugares de participación en lo común donde, sin ser rechazado, el objetivo del proyecto emprendedor empresarial individual no es una exigencia, sino una posibilidad entre otras muchas. Son espacios de prácticas “simétricas”, es decir, abiertos y horizontales, que acogen la diversidad de conocimientos y experiencias sociales distribuidas. Son espacios de diferencias no jerarquizadas, son lugares de experimentación, de prototipado de ideas, de objetos y vínculos. Hay muchos términos para describirlos: “laboratorios”, “talleres”, “hubs”, “fablabs”, “plataformas”, etc., pero todos dibujan ámbitos no convencionales de interacción, innovación social y producción de “buenas ideas”. Son “extituciones”. Si las instituciones son sistemas basados en un esquema dentro-fuera, lasextituciones son espacios y tiempos en los que pueden ensamblarse, eventualmente, multitud de actores y prácticas distintas. Estos lugares son plataformas abiertas de participación que, a semejanza de lo que sucede en la redes virtuales de Internet, proporcionan una base sociotecnológica sobre la que individuos y grupos pueden innovar y crear valor. En Chile tenemos las experiencias de Santiago Maker Space, Milmetroscuadrados, Ancora, entre otras. En España, existe la iniciativa pionera de Media Lab Prado, que es un programa del Ayuntamiento de Madrid, y, a nivel mundial, la red de Impact Hubs, por citar sólo algunas. Cada una con su propia identidad y explorando diversas formas de sustento económico y vínculo institucional, pero todas permitiendo el aprendizaje cooperativo, la expresión del talento social y recogiendo con hospitalidad las capacidades ausentes; cada una acogiendo y produciendo sociodiversidad.
PRINCIPIOS DE DISEÑO Y REDES DE ENTORNOS
El diseño organizacional, tanto de entidades privadas como públicas, tiene aquí mucho que aprender de estas nuevas plataformas de creatividad horizontales. Estas experiencias proveen de principios o pautas de diseño y modelos que, sistematizados y modelizados, pueden ser aplicables a otras situaciones organizacionales. Por otra parte, la construcción de nuevos entornos de innovación colaborativa, la potenciación de los existentes y su extensión en diferentes áreas de la sociedad, deberían ser un proyecto cultural y político de largo alcance. Las instituciones públicas pueden fomentar espacios de innovación ciudadana en los barrios, en los espacios educativos, de salud, etc., fomentando y recogiendo la creatividad colectiva en proyectos colaborativos. No es difícil imaginar redes de espacios de innovación colaborativa enraizadas localmente, receptivas a las demandas sociales y capaces de motivar e implicar a los ciudadanos, favoreciendo el diálogo con las instituciones.
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