En 1987, el premio Nobel Robert Solow se lamentaba de que “los ordenadores se pueden ver en todas partes excepto en las estadísticas de productividad”. Efectivamente, la revolución de las tecnologías de la información, omnipresente en todos los sectores de la economía, parecía no impactar de forma notoria en el crecimiento económico. Años después, en 2002, Nathan Myhrvold, ex director de tecnología de Microsoft pronosticaba el nacimiento de una “economía exponencial”. El ritmo de cambio tecnológico, con la emergencia de tecnologías que doblaban sus capacidades cada pocos meses (como los procesadores, según la conocida ley de Moore), permitiría alumbrar una nueva era de crecimiento permanente. Un potencial casi infinito que, sin embargo, parece no traducirse todavía en competitividad real.
En el actual mundo postcrisis, Joseph Stiglitz, también premio Nobel de Economía, constata esta terrible paradoja en su reciente artículo “El Enigma de la Innovación”. Lo cierto es que en la era de la tecnología exponencial, no parecen apreciarse grandes incrementos en la productividad empresarial ni en el bienestar global de las personas. ¿Quizá el PIB no captura las mejoras de los estándares de vida que la innovación tecnológica genera?, se pregunta Stiglitz. ¿Quizá la energía innovadora ha servido excesivamente los intereses de sectores especulativos, como la banca antes de Lehman Brothers? ¿Quizá buena parte de la innovación se ha traducido en la creación de un mundo virtual –espacios web- que realmente no han contribuido a la generación de valor? Una puntocom de ventas on line puede cambiar la asignación de recursos de compras, pero, ¿realmente contribuye a la creación de riqueza global? Efectivamente, la contribución de Facebook o Twitter al crecimiento a largo plazo seguramente no tiene nada que ver con la contribución del láser, el transistor o el mapa del genoma humano. Existen categorías de innovaciones, y seguramente las más notorias son las que menos importan. Pero el enigma no está resuelto: existe mucha más tecnología disponible de la que es perceptible en los ratios de crecimiento económico y bienestar humano.
Quizá la explicación de esta aparente paradoja la encontremos a principios de los 70, cuando Milton Friedman (también Nobel de Economía) postuló que “el objetivo de una empresa es maximizar el rendimiento de sus accionistas”. ¿Qué rendimiento? Maximizar el rendimiento incrementalmente a un año puede significar renunciar a maximizarlo exponencialmente a diez años… Y ahí es donde entra en juego uno de los mayores visionarios en el mundo de la innovación de hoy, Clayton Christensen, profesor de Harvard y autor de “The Innovator’s Dilemma”. Para Christensen, maximizar el beneficio a corto plazo, manteniendo los costes bajos y el cash-flow positivo, pero renunciando a invertir en innovación disruptiva, es la explicación del enigma de la innovación sin crecimiento económico. Christensen diferencia tres tipos de innovación:
- La innovación “habilitadora” (“empowering”) es la que transforma productos complejos y caros, previamente accesibles sólo a una pequeña fracción de la población, en productos al abasto de muchos. El Ford T –la línea de proceso de Henry Ford- o el transistor de Sony son ejemplos de dicha innovación. Con ella, se crean nuevas necesidades, nuevos productos, nuevos sectores y miles de trabajos en fabricación, distribución y ventas. Ésta es la forma disruptiva de la innovación, el germen del crecimiento económico real.
- La innovación “de mantenimiento” (“sustainable”) reemplaza viejos productos por nuevas versiones. Un nuevo modelo de vehículo es lanzado al mercado, y substituye a la vieja gama. El Prius de Toyota, un fantástico vehículo híbrido, es un ejemplo: quien compra un Prius renuncia a comprar otro modelo. Este tipo de innovación (en producto) mantiene economías vibrantes y competitivas. Es indudable que las empresas que generan nuevos productos tienen mayor penetración en los mercados, más retorno de la inversión y mayor productividad por empleado. Pero substituyen a otras, que son liquidadas. El juego, al final, es de suma cero.
- Finalmente, existe una innovación “de eficiencia”. Se trata de reducir costes de producción y distribución. El just-in-time de Toyota sería un ejemplo. Correspondería a innovación en proceso, destinada a liberar capital para otros fines, y a maximizar los márgenes empresariales. Tampoco genera riqueza real, sólo optimiza la preexistente.
Invertir en innovación de mantenimiento o de eficiencia, según Christensen, impide destinar recursos para investigación de largo plazo e inversión en innovación habilitadora (disruptiva). Sin embargo, la verdadera fuente de riqueza está en este tipo de innovación. Este es el actual gran dilema del capitalismo. Y esto responde al enigma de Stiglitz: se invierte en innovación de forma creciente, pero la inversión se centra en los dos últimos tipos, que son de suma cero, con lo que no se aprecia impacto en el crecimiento económico, o éste es mucho menor del esperado.
Y es que, posiblemente, la verdadera era de la innovación radical, la de la introducción de productos revolucionarios que transformaron el mundo, fue la comprendida entre la Revolución Industrial y la Segunda Guerra Mundial. El impacto de los avances tecnológicos introducidos entonces es infinitamente superior al de los introducidos durante los últimos años. ¿Cambiaríamos alguna de las innovaciones de aquella época –la electricidad, el coche, el avión, o la lavadora - por alguna de las innovaciones emblemáticas de la era actual –Google, Facebook, Twitter, o el iPhone- …?
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