Imagen: Lectura literaria (1866), de Vladimir Makovsky
También para disciplinas como la lingüística y la literatura hay congresos académicos. Con cierta periodicidad, se juntan estudiosos a pensar sobre las particularidades del lenguaje y del arte que puede crearse a partir de él, y hacen avanzar lo que sabemos sobre nuestro idioma. Pero lo más valioso, al menos para el público general, es cuando de estos eventos participan los escritores: ellos conocen como nadie el efecto de las palabras en nosotros y saben (también como nadie) transmitirlo.
Esto ocurrió, por ejemplo, el pasado octubre de 2013 en la Ciudad de Panamá, con el VI Congreso Internacional de Lengua Española. Este congreso se celebra cada tres años en distintas ciudades hispanohablantes y procura ser foro de reflexión acerca de la situación, los problemas y los retos de nuestra lengua. No suelen faltar ocasionales polémicas: en su primera realización, en 1997 (en Zacatecas), Gabriel García Márquez pidió la «jubilación de la ortografía» y en el tercero, en Rosario en 2004, el Premio Nobel de la Paz argentino, Adolfo Pérez Esquivel, dijo estar inaugurando el primer Congreso de laS lenguaS para reivindicar la revalorización de los idiomas de los pueblos originarios de América Latina.
Pero lo que más se da son verdaderas perlitas, que aquí extraemos para ustedes de distintas ediciones. Para empezar, un fragmento de Mario Vargas Llosa, en la parte final del discurso preparado para el congreso de 2010 en Valparaíso (que debió llevarse a cabo en el espacio virtual por el terremoto que asoló Chile por esos días):
"En La Florida del Inca, el Inca Garcilaso de la Vega cuenta la historia terrible del soldado español Juan Ortiz que, en las luchas por la conquista de la Florida, fue capturado por los indios de los cacicazgos de Hirrihigua y de Mucozo. Por más de diez años permaneció Juan Ortiz entre sus captores, a cuyas costumbres y maneras llegó sin duda a acostumbrarse. Dos lustros después, una expedición de españoles encabezada por Baltazar de Gallegos lo rescata y devuelve a su vieja cultura. Y entonces, horror de horrores, el pobre Juan Ortiz descubre que ha olvidado su lengua materna y ya no sabe cómo contar su historia a sus salvadores. En su desesperación, para que lo reconozcan, sólo atina a balbucear (y de mala manera) el nombre de su ciudad natal: «Xivilla, Xivilla».
El Inca Garcilaso evoca este episodio con un sentimiento melancólico, pues, confiesa, a él también le está ya ocurriendo lo que a Juan Ortiz, por no tener en España «con quien hablar mi lengua general y materna, que es la general que se habla en todo el Perú… se me ha olvidado».
Una lengua no solo se pierde por no tener con quién hablarla, debido a un secuestro o a la distancia, como le ocurrió a aquel conquistador sevillano conquistado. Se pierde también por negligencia y haraganería, por desaprovechar sus riquísimas posibilidades y matices, por no conocerla ni gozarla a través de la lectura de sus grandes clásicos y sus mejores prosistas, por no ejercitarla y servirse de ella de manera creativa. Una lengua se nos puede ir escurriendo de las manos o mejor dicho de la boca, dejándonos despalabrados, por culpa de la ignorancia, la mala educación y esa pereza que consiste en valerse del lugar común, el estereotipo y el clisé, lenguaje muerto que empobrece la inteligencia y agosta la sensibilidad de los hablantes. Que no nos ocurra nunca la desgracia que se abatió sobre el pobre soldado Juan Ortiz y nos veamos un día privados de esta lengua que es nuestra mejor credencial para sortear los desafíos del tiempo en que vivimos. Dejar que la lengua se nos pierda o empobrezca es perder mucho más que un medio de comunicarse: es perder la seguridad, la única identidad real que tenemos y rodar hacia ese caos primitivo, a esa behetría habitada por sonámbulos que tanto espantaba a los quechuas del antiguo Perú".
Sobre las palabras como consuelo, en el discurso del narrador y periodista argentino Tomás Eloy Martínez (Cartagena, 2007):
"He frecuentado más de cuatro lenguas y ninguna me ha resultado tan flexible, tan abierta como el castellano natal. En los muchos momentos de desolación que hubo en mi vida —enfermedades, exilios, pérdidas irreparables de amores— siempre encontré una palabra entrañable para ese sentimiento, y ella me dio consuelo, comprensión y estímulos para seguir adelante".
Héctor Tizón , otro escritor argentino, sobre los efectos de la literatura, en Rosario:
"La literatura defiende la individualidad, lo concreto de las cosas, los colores, los sentimientos, lo sensible contra lo falsamente universal, que agarrota y nivela a los hombres contra la abstracción que los esteriliza, frente a la Historia, que pretende encarnar y realizar lo universal. La literatura contrapone lo que queda en las imágenes del devenir histórico".
Y del escritor mexicano Carlos Fuentes, también en la edición de Rosario:
"Nos instalamos en el mundo, nos recuerda Emilio Lledó. Pero el mundo también se instala en nosotros. La lengua es nuestra manera de modificar al mundo a fin de ser personas, y nunca cosas, sujetos y no sólo objetos del mundo. La lengua nos permite ocupar un lugar en la comunidad y transmitir los resultados de nuestra experiencia".
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