Siento debilidad por los árboles viejos, sean grandes o no. Si lo son obviamente su presencia impone, pero no sé decir por qué extraña razón ya de niño me quedaba absorto contemplando la belleza de los robles, encinas, alcornoques, pinos, tilos, castaños, hayas y otras especies que encontraba en los bosques que acostumbrábamos a visitar con mi familia durante los meses de verano.
Vivo como propio este sentimiento expresado por Hermann Hesse:
“En las copas de los árboles susurra el mundo, sus raíces descansan en el infinito, pero no se pierden, sino que con toda la fuerza de su existencia pretenden solo una cosa: cumplir la propia ley, la ley que reside escondida en su interior, desarrollar la forma propia, representarse a sí mismos. No hay nada que sea más sagrado, nada que sea más ejemplar, que un árbol hermoso y fuerte”.
“En las copas de los árboles susurra el mundo, sus raíces descansan en el infinito, pero no se pierden, sino que con toda la fuerza de su existencia pretenden solo una cosa: cumplir la propia ley, la ley que reside escondida en su interior, desarrollar la forma propia, representarse a sí mismos. No hay nada que sea más sagrado, nada que sea más ejemplar, que un árbol hermoso y fuerte”.
Así lo siento. En su presencia, bajo su cobijo, me gusta recogerme, leer, contemplar. Cuando tengo la oportunidad de viajar con tiempo disponible, tengo la costumbre de preguntar si hay algún viejo árbol por la zona al que pueda visitar. La vida que albergan sus troncos y ramas, su belleza, potencia, presencia, el recogimiento que siento cuando los puedo observar y eventualmente palpar de cerca, me hace sentir una gran alegría y serenidad. Un profundo sentimiento de gratitud.
Benditos árboles: nos dan la vida, el aire limpio, la sombra, el fruto. Cuidemos este tesoro que nos rodea y la tierra que nos acoge, a ellos, y a nosotros.
Os deseo un plácido fin de semana.
Álex
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