Errores cometemos todos… incluidos los personajes públicos o ídolos sociales; las consecuencias radican en la asunción de ellos en tiempo y forma.
Mortales, falibles: así somos. Por eso nos equivocamos, cometemos, hemos cometido o tenemos la posibilidad de cometer errores. Y lo que es peor, la triste capacidad de engañar y autoengañarnos, de hacernos trampas al solitario. Y esos errores pueden ser privados o públicos, con una repercusión mayor o menor, de un tipo o de otro… Algunos francamente impresentables aunque no supongan una especial perversidad en sí mismos ni siquiera por sus consecuencias. Sobre todo cuando quienes los cometen están en el centro de la atención pública.
Imposible pasar por alto que la aldea global se ha convertido en una especie de gran hermano, donde todos saben, o intentan saber, todo de todos. Nos aburrimos y necesitamos consumir información. Una información que los medios se ven casi forzados a producir si quieren mantener la vitalidad de su negocio. Una información que tantas veces es la herramienta que tiene el ciudadano para defenderse de los poderosos de turno, pero que otras no pasa de ser un “chisme” con el agravante de que no siempre el límite entre una y otra es demasiado nítido, porque el mercado ejerce una tremenda presión: nadie puede quedar rezagado a la hora de informar.
Los ídolos también se equivocan
Tampoco se puede pasar por alto la capacidad de idolatría existente en las sociedades, que es como una irracional urgencia de contar con alguien, o algunos, a los que se le puede tributar una especie de culto público que no va a ser censurado por resultar políticamente incorrecto. Como han señalado varios pensadores de diferentes tendencias, cuanto mayor es la irreligiosidad de un pueblo tanto aumenta la capacidad para venerar ídolos. Personas que suelen destacar de la media por alguna habilidad desarrollada al extremo pero que al mismo tiempo, como ocurre con todos los mortales, no es raro que tengan los pies de barro.
Ante los errores de esos ídolos caben, fundamentalmente, dos posturas. Destronarlo –y la caída de los idolatrados suele ser cruel: hay casi una sed de venganza por haber dejado un hueco en la imaginería colectiva–; o revitalizarlo a base de negar lo más evidente, racionalizando de tal modo sus errores que casi acaban apareciendo como el gesto extraordinario de un ser que por estar por encima de la media en cierto modo se ubica más allá del bien y del mal. Algunos hasta llegan a justificar las extravagancias del “genio”: si se quieren sus genialidades hay que contar con los elementos aberrantes de su comportamiento –lo que implica en los hechos justificar sus conductas erróneas como si se tratara de un mal necesario–.
Mortales, falibles, idólatras a costa del pobre idolatrado, pero también con la nobleza de poder rectificar ante los errores. Con la sabiduría de reconocerlos y la voluntad firme de no volver a cometerlos. Con la grandeza inusitada de poder pedir perdón, con la veracidad de quien se compromete a no hacerlo más. Ese gesto sí que manifiesta al gigante que se esconde en todo ser humano y que, paradójicamente, es capaz de convertirse en un auténtico referente no a partir de un comportamiento “impecable” sino por la actitud con que enfrenta un error personal.
¿Hay ídolos empresarios?
Si bien lo anterior suele darse sobre todo respecto de los actores, cantantes, deportistas (muy concretamente los futbolistas), modelos… se trata de un fenómeno que puede afectar a cualquier persona que tenga un rol social. Por tanto, también a los empresarios. Aunque es verdad que en nuestra sociedad no suelen ser los empresarios ni los directivos de empresas un referente aceptado por la mayoría: sigue vigente esa instintiva desconfianza frente a los que hacen negocios; de ahí que por ahora no parezca demasiado probable que ningún empresario llegue a ser idolatrado. Y seguramente por eso los empresarios no suele ser un colectivo que se exponga demasiado, más allá de algunas fotos en secciones fijas en los medios.
De todos modos ninguno de ellos, al menos en los círculos más próximos en los que se mueve, está exento de algún error notable, de algún mal paso que hubiera sido preferible no dar, de alguna declaración desafortunada que la lupa de la opinión pública magnificará hasta donde sea posible.
Si eso ocurriera lo peor que podría pasarle es que intente disimular el desacierto. Lo mejor será reconocerlo y pedir perdón. Y como nadie se ve la propia espalda, contar con alguien que queriéndole bien le diga claramente cuándo llegó el momento de reconocer sencillamente “me equivoqué”. Quizá el mejor extintor contra el incendio que se podría generar en las redes sociales, el quinto poder con el que no se suelen contar los que no nacieron con una tablet debajo del brazo.
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