La conciencia y la libertad están más allá del determinismo físico
El último asidero que nos quedaba, nuestra inteligencia, ha caído destrozado bajo el rodillo de la evidencia que las máquinas inteligentes han traído a nuestros días. Por otra parte, de repente, en apenas un instante históricamente hablando, la ciencia nos ha revelado que no somos más que primates, algo más evolucionados que gorilas y chimpancés, con los que compartimos el 99% de nuestro código genético. En este contexto, la ciencia parece incapaz de desvelar la esencia misma de lo que somos, al menos, sin cuestionarse algunos de sus postulados más básicos. Por Juan Pedro Núñez Partido.
El último asidero que nos quedaba, nuestra inteligencia, ha caído destrozado bajo el rodillo de la evidencia que las máquinas inteligentes han traído a nuestros días; siendo apenas borradores, meros ensayos en el albor de una nueva ciencia, estos torpes prototipos de las más complejas, sofisticadas y versátiles que habrán de venir mañana, ya “nos han ganado la partida” [1].
Tareas complejas, solución de problemas, toma de decisiones, búsqueda de alternativas creativas, pueden resolverse y ejecutarse a través de los intrincados algoritmos de computación sobre los que se fundamenta la actividad de estos dispositivos de Inteligencia Artificial (IA).
Esas mismas máquinas son las que nos permiten escanear nuestro cerebro, mapearlo neurona a neurona, poder contemplar su actividad en vivo y en directo como jamás antes habíamos imaginado. El misterio parece que está a punto de resolverse, la respuesta antes tan deseada está al alcance de la mano, aunque nunca termina de llegar, no sólo se aleja claramente de lo que una vez soñamos, sino que siempre permanece un metro más allá.
Introducción
Por eso ha estallado una vorágine sin parangón, para unos se trata simplemente de anticipar la teoría o el modelo definitivo que arroje la última luz que ilumine el camino de los datos. Pero para otros se trata de una “cruzada” a favor de la ciencia y en contra de la religión, del concepto judeocristiano del ser humano, o viceversa. Parece que estamos ante una disyuntiva de opciones mutuamente excluyentes, o bien nuestra naturaleza se reduce a un mero y sofisticado mecanismo biológico, o bien la ciencia es incapaz de desvelar la esencia misma de lo que somos, al menos, sin cuestionarse algunos de sus postulados más básicos.
Esta encrucijada ha llevado a determinados sectores y representantes de la religión y de la ciencia ha trasladar su campo de batalla de los confines del universo al interior de nuestro cerebro, a la naturaleza misma de nuestra mente, radicalizando sus posturas, en un aparente y ridículo “todo o nada” [2]. Pero probablemente esta disyuntiva haya sido artificialmente engordada y haya llevado, paradójicamente, a quien dice buscar la verdad a negar las evidencias científicas, y a quien dice hacer ciencia a cerrar en falso complejos debates enunciando “dogmas de fe” como si fueran conclusiones incuestionablemente avaladas por infinidad de datos.
Nos enfrentamos al problema de conocimiento más complejo y difícil de todos los que podamos plantearnos dentro del marco de la ciencia. Por eso la prisa y la necesidad urgente de certezas están fuera de lugar. Al menos, tal y como nosotros lo entendemos, apenas nos compete colocar adecuadamente las primeras piezas de este complejo puzle cuyas gigantescas dimensiones, sólo recientemente, hemos empezado a vislumbrar. Las respuestas que buscamos, ahora inciertas y desconocidas, irán desvelándose con el tiempo. Debemos pues acostumbrarnos a deambular y mantenernos en la duda, para así poder abrirnos y contemplar con la mayor amplitud posible cualquier alternativa.
La propuesta que nosotros vamos a desarrollar parte de que nuestro cerebro es básicamente un sofisticado sistema bio-mecánico de computación, pues eso es lo que claramente señalan la mayoría de los datos. Si bien, haremos de “abogados del diablo” poniendo encima de la mesa y ordenando todo aquel conocimiento sobre la mente que abre la posibilidad de que, al menos parcialmente, ésta opere de forma no mecánica.
La idea es aprovechar la comparación con monos y máquinas para profundizar en la comprensión de cómo funciona nuestra mente y ahondar en su dimensión más importante, la calidad consciente-inconsciente de sus contenidos y procesos. Sin entender las claves de la distribución del trabajo entre ambos modos de proceder, o si se prefiere, de la interacción entre consciencia e inconsciente, es imposible entender u ordenar coherentemente los datos de los que disponemos y por tanto, la naturaleza de nuestro psiquismo. Y dicha tarea no es sencilla porque tanto la psicología como el resto de las ciencias de la mente han tratado históricamente este aspecto del psiquismo de forma caótica, parcial y confusa. Lo que a día de hoy posibilita planteamientos e interpretaciones muy dispares ante los resultados que la investigación pone en nuestras manos.
Cuestión de cantidad y calidad
A modo de introducción, sin pretender hacer un exhaustivo análisis pormenorizado de las características que compartimos o no con monos y máquinas, diremos que las diferencias fundamentales que a día de hoy podemos establecer entre los seres humanos y otros primates son de carácter cuantitativo, mientras que respecto a los sistemas de inteligencia artificial son de carácter cualitativo.
Con respecto a los monos parece obvio que ése 99% de código genético compartido, junto con el resto de evidencias paleontológicas, es una realidad demasiado contundente como para tratar de escudriñar sombras que protejan nuestro ego. Es verdad que nuestro desarrollo emocional, intelectual y social, en algunos aspectos, se aleja tanto del de estas especies que casi parece razonable buscar ese “algo más” que permita una diferenciación más “digna” para la especie humana, pero como veremos no es estrictamente necesario.
La mente de nuestros ancestros evolutivos contiene los mismos elementos constituyentes que conforman la nuestra, especialmente, la dimensión consciente-inconsciente, la única diferencia es que la nuestra tiene mayor capacidad. No es tan raro que “meras” diferencias cuantitativas pueden mejorar drásticamente el rendimiento y la funcionalidad de cualquier sistema u organismo, tanto en potencia como en versatilidad, hasta tal punto que cueste reconocerlos como similares.
Imaginemos un tablero de damas de dimensiones 3 x 3 y en el que cada contrincante maneja dos únicas piezas, una dama normal y otra doble. Es evidente que comparado con el clásico tablero de 8 x 8 y 24 piezas (o incluso con la versión del tablero de 10 x 10 y 40 fichas) la complejidad del juego y las posibles jugadas que se van a poder desarrollar en uno y otro llevarían a cualquiera a considerar que ambos juegos son casi “cualitativamente” distintos. En el primero no hay jugada alternativa posible, ni reto alguno, el segundo es un apasionante juego de estrategia con miles de variaciones. Y si nos fijamos, ambos tienen la misma estructura y poseen cualitativamente los mismos elementos [3], sólo se diferencian en la cantidad en la que estos están presentes.
Pues bien, la mente de los primates no humanos equivale al tablero pequeño y la nuestra al grande, iguales en todo menos en sus dimensiones y, como consecuencia, en la complejidad y versatilidad de sus posibilidades [4].
Curiosamente, es este mismo argumento el que esgrimen aquellos que consideran que las máquinas inteligentes de hoy son la prueba irrefutable de que nuestro cerebro no es más que un sistema mecánico de computación.
Desde este punto de vista, las diferencias actuales en el nivel de complejidad funcional con la mente humana son meramente cuantitativas y serán subsanadas por las máquinas del futuro a medida que aumente su potencia de computación y se vayan desarrollando los distintos programas que ejecuten y coordinen las tareas aun pendientes de simular.
En cuanto a la experiencia consciente de la que carecen estos dispositivos, se asume como funcionalmente irrelevante y como un mero resultado que sobrevendrá cuando se alcance el nivel de complejidad correspondiente. Nosotros entendemos que “a priori”, la segunda parte de esta afirmación es una posibilidad que no puede descartarse, pero que no deja de ser un argumento meramente especulativo. Al observar el desarrollo del sistema nervioso a través la escala evolutiva, se hace evidente que cada vez se ha ido haciendo más complejo y que, en un momento dado de dicho proceso, surgió la consciencia (aunque no necesariamente como consecuencia exclusiva del mismo).
Por tanto, que algo así pudiera ocurrir con el proceso de sofisticación de los sistemas artificiales de computación, no es algo desdeñable, pero tampoco necesariamente cierto [5]. En cambio, es más que problemática la afirmación de que la consciencia es funcionalmente irrelevante ya que nosotros entendemos que ésta desempeña un papel crucial en nuestro psiquismo. La ausencia de actividad consciente en las máquinas es la razón por la que señalamos como cualitativa la diferencia entre ellas y nosotros, y puesto que consideramos que su papel consiste en diseñar respuestas no mecánicas es por lo que, entre otras razones, creemos que no es legítimo dar por cerrado el debate en torno al mecanicismo mental.
Tareas complejas, solución de problemas, toma de decisiones, búsqueda de alternativas creativas, pueden resolverse y ejecutarse a través de los intrincados algoritmos de computación sobre los que se fundamenta la actividad de estos dispositivos de Inteligencia Artificial (IA).
Esas mismas máquinas son las que nos permiten escanear nuestro cerebro, mapearlo neurona a neurona, poder contemplar su actividad en vivo y en directo como jamás antes habíamos imaginado. El misterio parece que está a punto de resolverse, la respuesta antes tan deseada está al alcance de la mano, aunque nunca termina de llegar, no sólo se aleja claramente de lo que una vez soñamos, sino que siempre permanece un metro más allá.
Introducción
Por eso ha estallado una vorágine sin parangón, para unos se trata simplemente de anticipar la teoría o el modelo definitivo que arroje la última luz que ilumine el camino de los datos. Pero para otros se trata de una “cruzada” a favor de la ciencia y en contra de la religión, del concepto judeocristiano del ser humano, o viceversa. Parece que estamos ante una disyuntiva de opciones mutuamente excluyentes, o bien nuestra naturaleza se reduce a un mero y sofisticado mecanismo biológico, o bien la ciencia es incapaz de desvelar la esencia misma de lo que somos, al menos, sin cuestionarse algunos de sus postulados más básicos.
Esta encrucijada ha llevado a determinados sectores y representantes de la religión y de la ciencia ha trasladar su campo de batalla de los confines del universo al interior de nuestro cerebro, a la naturaleza misma de nuestra mente, radicalizando sus posturas, en un aparente y ridículo “todo o nada” [2]. Pero probablemente esta disyuntiva haya sido artificialmente engordada y haya llevado, paradójicamente, a quien dice buscar la verdad a negar las evidencias científicas, y a quien dice hacer ciencia a cerrar en falso complejos debates enunciando “dogmas de fe” como si fueran conclusiones incuestionablemente avaladas por infinidad de datos.
Nos enfrentamos al problema de conocimiento más complejo y difícil de todos los que podamos plantearnos dentro del marco de la ciencia. Por eso la prisa y la necesidad urgente de certezas están fuera de lugar. Al menos, tal y como nosotros lo entendemos, apenas nos compete colocar adecuadamente las primeras piezas de este complejo puzle cuyas gigantescas dimensiones, sólo recientemente, hemos empezado a vislumbrar. Las respuestas que buscamos, ahora inciertas y desconocidas, irán desvelándose con el tiempo. Debemos pues acostumbrarnos a deambular y mantenernos en la duda, para así poder abrirnos y contemplar con la mayor amplitud posible cualquier alternativa.
La propuesta que nosotros vamos a desarrollar parte de que nuestro cerebro es básicamente un sofisticado sistema bio-mecánico de computación, pues eso es lo que claramente señalan la mayoría de los datos. Si bien, haremos de “abogados del diablo” poniendo encima de la mesa y ordenando todo aquel conocimiento sobre la mente que abre la posibilidad de que, al menos parcialmente, ésta opere de forma no mecánica.
La idea es aprovechar la comparación con monos y máquinas para profundizar en la comprensión de cómo funciona nuestra mente y ahondar en su dimensión más importante, la calidad consciente-inconsciente de sus contenidos y procesos. Sin entender las claves de la distribución del trabajo entre ambos modos de proceder, o si se prefiere, de la interacción entre consciencia e inconsciente, es imposible entender u ordenar coherentemente los datos de los que disponemos y por tanto, la naturaleza de nuestro psiquismo. Y dicha tarea no es sencilla porque tanto la psicología como el resto de las ciencias de la mente han tratado históricamente este aspecto del psiquismo de forma caótica, parcial y confusa. Lo que a día de hoy posibilita planteamientos e interpretaciones muy dispares ante los resultados que la investigación pone en nuestras manos.
Cuestión de cantidad y calidad
A modo de introducción, sin pretender hacer un exhaustivo análisis pormenorizado de las características que compartimos o no con monos y máquinas, diremos que las diferencias fundamentales que a día de hoy podemos establecer entre los seres humanos y otros primates son de carácter cuantitativo, mientras que respecto a los sistemas de inteligencia artificial son de carácter cualitativo.
Con respecto a los monos parece obvio que ése 99% de código genético compartido, junto con el resto de evidencias paleontológicas, es una realidad demasiado contundente como para tratar de escudriñar sombras que protejan nuestro ego. Es verdad que nuestro desarrollo emocional, intelectual y social, en algunos aspectos, se aleja tanto del de estas especies que casi parece razonable buscar ese “algo más” que permita una diferenciación más “digna” para la especie humana, pero como veremos no es estrictamente necesario.
La mente de nuestros ancestros evolutivos contiene los mismos elementos constituyentes que conforman la nuestra, especialmente, la dimensión consciente-inconsciente, la única diferencia es que la nuestra tiene mayor capacidad. No es tan raro que “meras” diferencias cuantitativas pueden mejorar drásticamente el rendimiento y la funcionalidad de cualquier sistema u organismo, tanto en potencia como en versatilidad, hasta tal punto que cueste reconocerlos como similares.
Imaginemos un tablero de damas de dimensiones 3 x 3 y en el que cada contrincante maneja dos únicas piezas, una dama normal y otra doble. Es evidente que comparado con el clásico tablero de 8 x 8 y 24 piezas (o incluso con la versión del tablero de 10 x 10 y 40 fichas) la complejidad del juego y las posibles jugadas que se van a poder desarrollar en uno y otro llevarían a cualquiera a considerar que ambos juegos son casi “cualitativamente” distintos. En el primero no hay jugada alternativa posible, ni reto alguno, el segundo es un apasionante juego de estrategia con miles de variaciones. Y si nos fijamos, ambos tienen la misma estructura y poseen cualitativamente los mismos elementos [3], sólo se diferencian en la cantidad en la que estos están presentes.
Pues bien, la mente de los primates no humanos equivale al tablero pequeño y la nuestra al grande, iguales en todo menos en sus dimensiones y, como consecuencia, en la complejidad y versatilidad de sus posibilidades [4].
Curiosamente, es este mismo argumento el que esgrimen aquellos que consideran que las máquinas inteligentes de hoy son la prueba irrefutable de que nuestro cerebro no es más que un sistema mecánico de computación.
Desde este punto de vista, las diferencias actuales en el nivel de complejidad funcional con la mente humana son meramente cuantitativas y serán subsanadas por las máquinas del futuro a medida que aumente su potencia de computación y se vayan desarrollando los distintos programas que ejecuten y coordinen las tareas aun pendientes de simular.
En cuanto a la experiencia consciente de la que carecen estos dispositivos, se asume como funcionalmente irrelevante y como un mero resultado que sobrevendrá cuando se alcance el nivel de complejidad correspondiente. Nosotros entendemos que “a priori”, la segunda parte de esta afirmación es una posibilidad que no puede descartarse, pero que no deja de ser un argumento meramente especulativo. Al observar el desarrollo del sistema nervioso a través la escala evolutiva, se hace evidente que cada vez se ha ido haciendo más complejo y que, en un momento dado de dicho proceso, surgió la consciencia (aunque no necesariamente como consecuencia exclusiva del mismo).
Por tanto, que algo así pudiera ocurrir con el proceso de sofisticación de los sistemas artificiales de computación, no es algo desdeñable, pero tampoco necesariamente cierto [5]. En cambio, es más que problemática la afirmación de que la consciencia es funcionalmente irrelevante ya que nosotros entendemos que ésta desempeña un papel crucial en nuestro psiquismo. La ausencia de actividad consciente en las máquinas es la razón por la que señalamos como cualitativa la diferencia entre ellas y nosotros, y puesto que consideramos que su papel consiste en diseñar respuestas no mecánicas es por lo que, entre otras razones, creemos que no es legítimo dar por cerrado el debate en torno al mecanicismo mental.
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Las claves del debate
Como ya hemos hecho en otras ocasiones [6] empezaremos por definir los dos conceptos más importantes y a la vez escurridizos, necesarios para poder abordar este debate sobre la esencia última de lo que nos caracteriza como seres humanos y que son los conceptos de consciencia y libertad.
Consciencia sería el continuo fluir de contenidos y actividades mentales de los que tenemos una vivencia subjetiva directa, por lo que podríamos dar cuenta de ellos en un momento dado.
Conciencia y libertad
Y la libertad sería el proceso de decisión que se realiza mediante especulación consciente y cuyo resultado no está determinado.
Según esta definición, la libertad como concepto desborda los límites de la ciencia. Cualquier fenómeno para poder ser estudiado científicamente debe poder ser medido, es decir, comportarse regularmente cuando se dan las condiciones que lo provocan. Y, por definición, las decisiones conscientes no responderían a ley alguna, ni siquiera al azar, sólo al criterio caprichoso, circunstancial y arbitrario de cada individuo en cada momento.
La ciencia no contempla dicha posibilidad, por eso, con independencia de los datos sobre nuestro funcionamiento psíquico, el planteamiento mecanicista sobre la mente se convierte en la única opción conceptualmente admisible. La mera posibilidad de que esto no fuera así genera una alarma tal que cercena una visión de conjunto un poco más amplia, en el que las decisiones conscientes ocupen el lugar que les corresponde que, obviamente, no es el que culturalmente le otorgamos durante siglos, pero tampoco el absurdo epifenómeno en el que las convierte el mecanicismo.
Pero si “rodeamos” este escollo teórico y avanzamos siguiendo la estela del conocimiento sobre la actividad psíquica consciente que vamos acumulando, veremos que existen razones para cuestionar la versión mecanicista de nosotros mismos y, por tanto, poder reabrir un debate cerrado antes de tiempo.
Ahora bien, cualquier argumento a favor de la libertad no puede cimentarse sobre la sensación de que “hacemos lo que nos da la gana” puesto que es falsa, ya que no elegimos tener o dejar de tener las “ganas” concretas de lo que sea, y porque sabemos que son muchos los condicionantes que sin estar presentes en consciencia afectan nuestras decisiones y comportamientos.
Tampoco sirve la “certeza” con la que vivimos tener el control de nuestra conducta, pues bien pudiera ser una mera ilusión equivalente a la de ver el sol moverse, o estar convencidos de la veracidad de un falso recuerdo, o del realismo de un sueño o una alucinación. De hecho, es lo endeble de estos argumentos por lo que la ciencia dictó sentencia al respecto hace mucho tiempo, dando un rápido carpetazo a un asunto demasiado complejo.
Aunque tal vez no sea necesario, no está de más subrayar que, según ambas definiciones, el modo inconsciente de funcionamiento de nuestra mente lo conforman el conjunto de contenidos y actividades de los que no tenemos una experiencia subjetiva directa y, por tanto, no podemos dar cuenta de ellos mientras permanecen en dicho formato. Además todo proceso inconsciente, por definición, sería mecánico. Dicho de otra forma, la libertad no puede atribuirse al modo de trabajo de nuestra mente que no experimentamos/conocemos, ni controlamos.
Como la mayoría de nuestra actividad psíquica es inconsciente y no dejamos de avanzar en el conocimiento de las leyes y principios que la regulan, es fácil entender por qué es poco cuestionable que básicamente seamos un mecanismo biológico de computación. Y puesto que carecemos de experiencia directa de cómo nos generamos los contenidos conscientes, ya sean las percepciones, las sensaciones físicas, las emociones…, también queda claro por qué predomina la idea de que dichos contenidos no son más que un mero resultado de la actividad inconsciente.
Actividad consciente y determinación
De hecho, sabemos que la actividad consciente surge de la acción coordinada de distintos dispositivos inconscientes [7], lo que a su vez implica que:
1) Los modos de procesar consciente e inconsciente de la mente están estrechamente vinculados y configuran una unidad de trabajo perfectamente armonizada, algo que además se hace evidente en cualquier proceso de percepción, atención, memoria, aprendizaje, emociones, pensamiento…., lo que se aleja de los modelos de la mente que explican su funcionamiento como el resultado de conflictos o tensiones entre ambas forma de procesamiento [8] .
2) Es imposible encontrar actividad psíquica exclusivamente consciente ya que ésta nunca se ejecuta en el vacío, aislada y de forma independiente a la actividad inconsciente. Y esta última tampoco puede “eliminarse de la ecuación” en un laboratorio, ya que un cerebro si actividad inconsciente es un cerebro muerto. Así pues, el único planteamiento científicamente válido (y posible) para esclarecer el papel de la consciencia, consiste en identificar las diferencias entre la actividad mental que cursa con o sin ella, de forma que quede clara la capacidad de ésta para causar o alterar nuestros procesos psicológicos y/o conductas.
3) En la medida que dichas diferencias puedan establecerse, seguiría siendo necesario explicar cómo las características del procesamiento consciente son precisamente las que permiten una computación abierta y no determinada necesariamente por reglas preestablecidas. Ya que el hecho de que la consciencia tenga capacidad causal sólo abre la posibilidad de la libertad, pero no la “demuestra” ya que la actividad consciente podría estar determinada por leyes y principios más o menos sofisticados.
En todo caso, si finalmente hubiera margen para plantear racionalmente que la actividad consciente no está al 100% determinada, conviene no olvidar que:
1) Se refiere sólo de una parte pequeña de nuestra actividad psíquica [9]. Es decir, básicamente seguiríamos siendo un sofisticado mecanismo biológico de computación, y el principio de causalidad en el que se basa la ciencia sólo se vería mínimamente cuestionado, puesto que, de todo el universo, las decisiones conscientes serían su única excepción, al ser la causa primera de ciertos procesos o conductas, sin estar a su vez necesariamente determinadas por ninguna ley física, biológica, o computacional.
2) En la medida que la libertad depende de la actividad consciente, los animales con consciencia la ejercerán proporcionalmente a la magnitud y complejidad de la computación que pudieran desempeñar a este nivel. Puesto que dicha capacidad es muy reducida comparada con la nuestra, su margen de libertad es muy estrecho. Aun así, parece evidente que los primates superiores, así como otros vertebrados, diseñan estrategias de acción y eligen entre distintas alternativas según su capacidad de manipulación interna de la realidad. Si bien, es presumible que tengan muy reducida su capacidad para entender y prever las consecuencias de sus acciones, especialmente, a medio y largo plazo, así como el número de datos y alternativas que son capaces de manejar en cada situación, o la capacidad para percibirse así mismos como agentes responsables de sus actos.
3) En cuanto a las máquinas inteligentes, al carecer de consciencia carecen de dicha posibilidad y, por eso mismo, es la posible irrelevancia de la consciencia el principal argumento para reducir al ser humano a un mecanismo biológico. En cuanto a la simulación que realizan de muchas funciones ligadas a nuestra actividad consciente, sólo demuestra que hemos sabido implementar en la máquina ciertas rutinas de razonamiento o toma de decisión, pero no la capacidad en sí misma [10].
La consciencia como problema: Teorías
Siendo la consciencia la principal fuente de todo nuestro conocimiento es, paradójica o precisamente, el objeto de estudio más escurridizo y difícil al que nos hemos enfrentado. Son dos los tipos de dificultades que tenemos que afrontar, por un lado, estarían los problemas relacionados con su naturaleza y por otro, los relativos a su relevancia causal. Y ambos tipos de dificultades se entrecruzan generando un artificioso y complejo entramado de diferentes planteamientos.
El primer escollo es que desconocemos la naturaleza última de la experiencia consciente. Casi nadie duda de que la consciencia depende y surge inequívocamente de nuestra actividad cerebral, pero de ahí al monismo fisicalista/neurológico hay un salto más complicado de dar de lo que parece a simple vista, ya que no se pueden identificar como la misma cosa dos fenómenos cuyas características son completamente distintas [11]. Y esto es precisamente lo que ocurre cuando comparamos la actividad neurológica y las experiencias subjetivas que emanan de ella.
Los colores, los olores, el dolor o el placer etc. son realidades que sólo existen en nuestra mente consciente y no se parecen en nada a la actividad neurológica que subyace a las mismas. Tal es así que si bien podemos medir directamente y con rigor la actividad neurológica, es imposible a día de hoy plantearnos una medida directa y ni mucho menos rigurosa de nuestras experiencias subjetivas.
La alternativa clásica a este dilema es el dualismo, es decir, considerar que experiencias conscientes y actividad neurológica son dos realidades completamente distintas e independientes. El problema es que este planteamiento genera más dificultades que las que resuelve, de hecho cierra por principio un acercamiento científico al problema al sacar de este mundo (el de lo físico) aquello que experimentamos a diario fruto de la actividad de nuestro cerebro [12].
Si, como parece lo más razonable, asumimos tanto que la consciencia es de naturaleza física, como que ésta no equivale al 100% a la actividad neuroquímica del cerebro aunque está estrechamente liga a ella, la única opción que nos queda es suponer que se trata de un estado de la materia distinto a cualquier otro de los conocidos a día de hoy, que emerge de la actividad neuronal (emergentismo). Aunque este planteamiento no resuelva satisfactoriamente nada, tampoco complica innecesariamente el problema de la consciencia, ni cierra en falso el debate en torno a ella. Simplemente asume, hasta sus últimas consecuencias, el hecho de que desconocemos la condición de la experiencia consciente.
Además, es de sobra conocido como la materia al combinarse y reaccionar de distintos modos y maneras, genera nuevos compuestos y estados con propiedades completamente distintas a aquellos de los que surge, lo que explicaría las diferencias entre la actividad neurológica y nuestras experiencias subjetivas. Y ante el nuevo abanico de posibilidades que recientemente la física está abriendo sobre las distintas formas y estados de la materia, que la consciencia pudiera estar hecha de uno de ellos no parece muy descabellado.
Según el “biologicismo radical”, una de las cuestiones que debería explicar el emergentismo sería cómo la consciencia puede causar alteraciones en los procesos neurológicos si ambos son de naturalezas tan distintas. El problema es que a día de hoy tampoco nadie puede explicar cómo de la actividad neurológica surgen nuestras experiencias subjetivas. En cualquier caso, sea como fuere dicho proceso, su inverso daría cuenta de cómo las experiencias subjetivas alteran los procesos neurológicos. A fin de cuentas, la naturaleza está llena de interacciones bidireccionales causa-efecto, así como de procesos de inversión de estados etc.
El problema del homúnculo
Otra de las dificultades teóricas por resolver es lo que se conoce como el problema del homúnculo. Si entendemos la consciencia como un enigmático ente independiente (lo que normalmente identificamos con nuestro “yo”) y le otorgamos la función de control de la mente, al final lo único que hemos hecho es agrandar el misterio, en vez de resolverlo. Cualquier pregunta sobre cómo funciona la mente se termina respondiendo, desde este planteamiento, atribuyéndole a dicho súper dispositivo enigmáticas cualidades sobre su capacidad para tomar decisiones y controlar el sistema.
Básicamente es como si tuviéramos un hombrecillo en nuestro interior que es quien controla los mandos y al que no podemos acceder. Ahora bien, lo que propicia esta absurda e inviable propuesta teórica es, por un lado, una visión de la mente estructurada en dispositivos, especialmente cuando se separan consciente e inconsciente como si de cerebros distintos se tratara y, por otro, es el hecho de otorgarle a la consciencia el control total de nuestro psiquismo.
Nosotros ya hemos dejado claro desde el principio que la actividad consciente no puede desligarse de la inconsciente y que su margen de maniobra es pequeño. Al entender que la mente es una unidad de trabajo altamente coordinada que toma decisiones, el problema del homúnculo se desvanece. Lo que quedaría por aclarar es si las decisiones a nivel consciente se toman de forma no mecánica.
Ahora bien, queremos aprovechar para señalar que si finalmente estuviera determinada por complejos algoritmos de computación, nadie vería problema alguno en atribuirle un papel causal a la consciencia. Y, precisamente por eso, conviene diferenciar también desde el principio ambas cuestiones e ir abordándolas por poco a poco por separado. En cuanto a la experiencia consciente que identificamos con nuestro “yo”, veremos más adelante que no tiene nada de enigmática y que es una consecuencia inevitable y necesaria del desarrollo de nuestra consciencia. Otra cosa distinta son las implicaciones que tiene para nuestro funcionamiento psíquico y nuestra vida en general, el contar con dicha experiencia autorreferencial.
Sombras del mecanismo
El mayor problema de asumir que la consciencia no tiene función alguna, que no aporta nada a nuestro funcionamiento psíquico, es que contradice los principios de la evolución ya que no explica por qué se da como fenómeno psicológico en cada caso concreto [13], ni como característica de la actividad del sistema nervioso de muchas especies, teniendo en cuenta además el alto coste que su mantenimiento supone al cerebro.
Por otro lado, y como ya hemos señalado con anterioridad, para evitar una argumentación circular que atribuya constantemente la causalidad de todo proceso mental al omnipresente inconsciente, algo en lo que caen muchas veces los autores mecanicistas, el debate científico debe centrarse en identificar, si las hubiera, las diferencias en el funcionamiento psíquico fruto de la participación de la consciencia. Pues bien, esas diferencias existen.
Por ejemplo, las investigaciones con estímulos subliminales permiten comparar procesos de percepción, memoria, aprendizaje etc. cuando el estímulo es o no percibido conscientemente, y ponen de manifiesto que cuando hay consciencia del estímulo las asociaciones con éste se establecen más rápidamente, son más flexibles e inestables que cuando no se da la experiencia consciente del mismo. Además, cuando se maneja información en consciencia, dicha actividad parece tener cierta prioridad porque inhibe el efecto que el procesamiento inconsciente tiene sobre la tarea cuando la consciencia está relajada [14].
Algo similar ocurre al considerar la actividad neuroquímica como la causa única del comportamiento del organismo ya que el debate queda cerrado por principio, pues tampoco podemos eliminar de la ecuación a las neuronas. Si bien, en este caso, a diferencia del anterior, no hay posibilidad de contrastación alternativa ya que desconocemos la naturaleza física de la consciencia y, por tanto, no podemos comparar su capacidad de impacto con la de la mera actividad neurológica.
Un caso paradigmático de este tipo de error son los conocidos experimentos de Libet [15], en los que se identifica como la causa de una decisión (la de “mover un dedo”, por ejemplo) la actividad neurológica inconsciente que la precede. Es curioso comprobar que sistemáticamente en este tipo de experimentos no se miden los correlatos neurológicos de la actividad consciente (la cual está presente durante todo el experimento), para así poder descartar, como sería lógico, que ésta no es la causa del patrón neurológico que precede a la decisión.
A fin de cuentas, toda decisión es un proceso y el ¡ahora! definitivo es sólo su final. Si como presuponemos, los modos de procesar consciente e inconsciente interactúan constantemente, no es descabellado plantear que el ir avanzando conscientemente hacia el momento final de la decisión, promueva que a nivel inconsciente se vayan activando los recursos necesarios para ejecutar la respuesta y que alcanzado cierto nivel (el rastro neurológico detectado) [16] se precipite la decisión final.
Tampoco parece muy coherente dar a un sistema mecánico la orden de “actuar libremente”, ni dudar de nuestra capacidad para juzgar la relación causal entre nuestras decisiones y comportamiento cotidianos y, en cambio, dar por buenos los juicios sobre el momento exacto en el que tomamos la decisión de realizar un movimiento simple, por tanto automatizado, a la vez que tomamos dicha decisión e informamos al respecto.
Teniendo en cuenta las limitaciones del procesamiento consciente, el desfase de alrededor de un segundo con el que se anticipa neurológicamente la decisión con respecto a la “autoevaluación que el sujeto hace del momento de la decisión”, no resulta tan significativo.
Como ya hemos hecho en otras ocasiones [6] empezaremos por definir los dos conceptos más importantes y a la vez escurridizos, necesarios para poder abordar este debate sobre la esencia última de lo que nos caracteriza como seres humanos y que son los conceptos de consciencia y libertad.
Consciencia sería el continuo fluir de contenidos y actividades mentales de los que tenemos una vivencia subjetiva directa, por lo que podríamos dar cuenta de ellos en un momento dado.
Conciencia y libertad
Y la libertad sería el proceso de decisión que se realiza mediante especulación consciente y cuyo resultado no está determinado.
Según esta definición, la libertad como concepto desborda los límites de la ciencia. Cualquier fenómeno para poder ser estudiado científicamente debe poder ser medido, es decir, comportarse regularmente cuando se dan las condiciones que lo provocan. Y, por definición, las decisiones conscientes no responderían a ley alguna, ni siquiera al azar, sólo al criterio caprichoso, circunstancial y arbitrario de cada individuo en cada momento.
La ciencia no contempla dicha posibilidad, por eso, con independencia de los datos sobre nuestro funcionamiento psíquico, el planteamiento mecanicista sobre la mente se convierte en la única opción conceptualmente admisible. La mera posibilidad de que esto no fuera así genera una alarma tal que cercena una visión de conjunto un poco más amplia, en el que las decisiones conscientes ocupen el lugar que les corresponde que, obviamente, no es el que culturalmente le otorgamos durante siglos, pero tampoco el absurdo epifenómeno en el que las convierte el mecanicismo.
Pero si “rodeamos” este escollo teórico y avanzamos siguiendo la estela del conocimiento sobre la actividad psíquica consciente que vamos acumulando, veremos que existen razones para cuestionar la versión mecanicista de nosotros mismos y, por tanto, poder reabrir un debate cerrado antes de tiempo.
Ahora bien, cualquier argumento a favor de la libertad no puede cimentarse sobre la sensación de que “hacemos lo que nos da la gana” puesto que es falsa, ya que no elegimos tener o dejar de tener las “ganas” concretas de lo que sea, y porque sabemos que son muchos los condicionantes que sin estar presentes en consciencia afectan nuestras decisiones y comportamientos.
Tampoco sirve la “certeza” con la que vivimos tener el control de nuestra conducta, pues bien pudiera ser una mera ilusión equivalente a la de ver el sol moverse, o estar convencidos de la veracidad de un falso recuerdo, o del realismo de un sueño o una alucinación. De hecho, es lo endeble de estos argumentos por lo que la ciencia dictó sentencia al respecto hace mucho tiempo, dando un rápido carpetazo a un asunto demasiado complejo.
Aunque tal vez no sea necesario, no está de más subrayar que, según ambas definiciones, el modo inconsciente de funcionamiento de nuestra mente lo conforman el conjunto de contenidos y actividades de los que no tenemos una experiencia subjetiva directa y, por tanto, no podemos dar cuenta de ellos mientras permanecen en dicho formato. Además todo proceso inconsciente, por definición, sería mecánico. Dicho de otra forma, la libertad no puede atribuirse al modo de trabajo de nuestra mente que no experimentamos/conocemos, ni controlamos.
Como la mayoría de nuestra actividad psíquica es inconsciente y no dejamos de avanzar en el conocimiento de las leyes y principios que la regulan, es fácil entender por qué es poco cuestionable que básicamente seamos un mecanismo biológico de computación. Y puesto que carecemos de experiencia directa de cómo nos generamos los contenidos conscientes, ya sean las percepciones, las sensaciones físicas, las emociones…, también queda claro por qué predomina la idea de que dichos contenidos no son más que un mero resultado de la actividad inconsciente.
Actividad consciente y determinación
De hecho, sabemos que la actividad consciente surge de la acción coordinada de distintos dispositivos inconscientes [7], lo que a su vez implica que:
1) Los modos de procesar consciente e inconsciente de la mente están estrechamente vinculados y configuran una unidad de trabajo perfectamente armonizada, algo que además se hace evidente en cualquier proceso de percepción, atención, memoria, aprendizaje, emociones, pensamiento…., lo que se aleja de los modelos de la mente que explican su funcionamiento como el resultado de conflictos o tensiones entre ambas forma de procesamiento [8] .
2) Es imposible encontrar actividad psíquica exclusivamente consciente ya que ésta nunca se ejecuta en el vacío, aislada y de forma independiente a la actividad inconsciente. Y esta última tampoco puede “eliminarse de la ecuación” en un laboratorio, ya que un cerebro si actividad inconsciente es un cerebro muerto. Así pues, el único planteamiento científicamente válido (y posible) para esclarecer el papel de la consciencia, consiste en identificar las diferencias entre la actividad mental que cursa con o sin ella, de forma que quede clara la capacidad de ésta para causar o alterar nuestros procesos psicológicos y/o conductas.
3) En la medida que dichas diferencias puedan establecerse, seguiría siendo necesario explicar cómo las características del procesamiento consciente son precisamente las que permiten una computación abierta y no determinada necesariamente por reglas preestablecidas. Ya que el hecho de que la consciencia tenga capacidad causal sólo abre la posibilidad de la libertad, pero no la “demuestra” ya que la actividad consciente podría estar determinada por leyes y principios más o menos sofisticados.
En todo caso, si finalmente hubiera margen para plantear racionalmente que la actividad consciente no está al 100% determinada, conviene no olvidar que:
1) Se refiere sólo de una parte pequeña de nuestra actividad psíquica [9]. Es decir, básicamente seguiríamos siendo un sofisticado mecanismo biológico de computación, y el principio de causalidad en el que se basa la ciencia sólo se vería mínimamente cuestionado, puesto que, de todo el universo, las decisiones conscientes serían su única excepción, al ser la causa primera de ciertos procesos o conductas, sin estar a su vez necesariamente determinadas por ninguna ley física, biológica, o computacional.
2) En la medida que la libertad depende de la actividad consciente, los animales con consciencia la ejercerán proporcionalmente a la magnitud y complejidad de la computación que pudieran desempeñar a este nivel. Puesto que dicha capacidad es muy reducida comparada con la nuestra, su margen de libertad es muy estrecho. Aun así, parece evidente que los primates superiores, así como otros vertebrados, diseñan estrategias de acción y eligen entre distintas alternativas según su capacidad de manipulación interna de la realidad. Si bien, es presumible que tengan muy reducida su capacidad para entender y prever las consecuencias de sus acciones, especialmente, a medio y largo plazo, así como el número de datos y alternativas que son capaces de manejar en cada situación, o la capacidad para percibirse así mismos como agentes responsables de sus actos.
3) En cuanto a las máquinas inteligentes, al carecer de consciencia carecen de dicha posibilidad y, por eso mismo, es la posible irrelevancia de la consciencia el principal argumento para reducir al ser humano a un mecanismo biológico. En cuanto a la simulación que realizan de muchas funciones ligadas a nuestra actividad consciente, sólo demuestra que hemos sabido implementar en la máquina ciertas rutinas de razonamiento o toma de decisión, pero no la capacidad en sí misma [10].
La consciencia como problema: Teorías
Siendo la consciencia la principal fuente de todo nuestro conocimiento es, paradójica o precisamente, el objeto de estudio más escurridizo y difícil al que nos hemos enfrentado. Son dos los tipos de dificultades que tenemos que afrontar, por un lado, estarían los problemas relacionados con su naturaleza y por otro, los relativos a su relevancia causal. Y ambos tipos de dificultades se entrecruzan generando un artificioso y complejo entramado de diferentes planteamientos.
El primer escollo es que desconocemos la naturaleza última de la experiencia consciente. Casi nadie duda de que la consciencia depende y surge inequívocamente de nuestra actividad cerebral, pero de ahí al monismo fisicalista/neurológico hay un salto más complicado de dar de lo que parece a simple vista, ya que no se pueden identificar como la misma cosa dos fenómenos cuyas características son completamente distintas [11]. Y esto es precisamente lo que ocurre cuando comparamos la actividad neurológica y las experiencias subjetivas que emanan de ella.
Los colores, los olores, el dolor o el placer etc. son realidades que sólo existen en nuestra mente consciente y no se parecen en nada a la actividad neurológica que subyace a las mismas. Tal es así que si bien podemos medir directamente y con rigor la actividad neurológica, es imposible a día de hoy plantearnos una medida directa y ni mucho menos rigurosa de nuestras experiencias subjetivas.
La alternativa clásica a este dilema es el dualismo, es decir, considerar que experiencias conscientes y actividad neurológica son dos realidades completamente distintas e independientes. El problema es que este planteamiento genera más dificultades que las que resuelve, de hecho cierra por principio un acercamiento científico al problema al sacar de este mundo (el de lo físico) aquello que experimentamos a diario fruto de la actividad de nuestro cerebro [12].
Si, como parece lo más razonable, asumimos tanto que la consciencia es de naturaleza física, como que ésta no equivale al 100% a la actividad neuroquímica del cerebro aunque está estrechamente liga a ella, la única opción que nos queda es suponer que se trata de un estado de la materia distinto a cualquier otro de los conocidos a día de hoy, que emerge de la actividad neuronal (emergentismo). Aunque este planteamiento no resuelva satisfactoriamente nada, tampoco complica innecesariamente el problema de la consciencia, ni cierra en falso el debate en torno a ella. Simplemente asume, hasta sus últimas consecuencias, el hecho de que desconocemos la condición de la experiencia consciente.
Además, es de sobra conocido como la materia al combinarse y reaccionar de distintos modos y maneras, genera nuevos compuestos y estados con propiedades completamente distintas a aquellos de los que surge, lo que explicaría las diferencias entre la actividad neurológica y nuestras experiencias subjetivas. Y ante el nuevo abanico de posibilidades que recientemente la física está abriendo sobre las distintas formas y estados de la materia, que la consciencia pudiera estar hecha de uno de ellos no parece muy descabellado.
Según el “biologicismo radical”, una de las cuestiones que debería explicar el emergentismo sería cómo la consciencia puede causar alteraciones en los procesos neurológicos si ambos son de naturalezas tan distintas. El problema es que a día de hoy tampoco nadie puede explicar cómo de la actividad neurológica surgen nuestras experiencias subjetivas. En cualquier caso, sea como fuere dicho proceso, su inverso daría cuenta de cómo las experiencias subjetivas alteran los procesos neurológicos. A fin de cuentas, la naturaleza está llena de interacciones bidireccionales causa-efecto, así como de procesos de inversión de estados etc.
El problema del homúnculo
Otra de las dificultades teóricas por resolver es lo que se conoce como el problema del homúnculo. Si entendemos la consciencia como un enigmático ente independiente (lo que normalmente identificamos con nuestro “yo”) y le otorgamos la función de control de la mente, al final lo único que hemos hecho es agrandar el misterio, en vez de resolverlo. Cualquier pregunta sobre cómo funciona la mente se termina respondiendo, desde este planteamiento, atribuyéndole a dicho súper dispositivo enigmáticas cualidades sobre su capacidad para tomar decisiones y controlar el sistema.
Básicamente es como si tuviéramos un hombrecillo en nuestro interior que es quien controla los mandos y al que no podemos acceder. Ahora bien, lo que propicia esta absurda e inviable propuesta teórica es, por un lado, una visión de la mente estructurada en dispositivos, especialmente cuando se separan consciente e inconsciente como si de cerebros distintos se tratara y, por otro, es el hecho de otorgarle a la consciencia el control total de nuestro psiquismo.
Nosotros ya hemos dejado claro desde el principio que la actividad consciente no puede desligarse de la inconsciente y que su margen de maniobra es pequeño. Al entender que la mente es una unidad de trabajo altamente coordinada que toma decisiones, el problema del homúnculo se desvanece. Lo que quedaría por aclarar es si las decisiones a nivel consciente se toman de forma no mecánica.
Ahora bien, queremos aprovechar para señalar que si finalmente estuviera determinada por complejos algoritmos de computación, nadie vería problema alguno en atribuirle un papel causal a la consciencia. Y, precisamente por eso, conviene diferenciar también desde el principio ambas cuestiones e ir abordándolas por poco a poco por separado. En cuanto a la experiencia consciente que identificamos con nuestro “yo”, veremos más adelante que no tiene nada de enigmática y que es una consecuencia inevitable y necesaria del desarrollo de nuestra consciencia. Otra cosa distinta son las implicaciones que tiene para nuestro funcionamiento psíquico y nuestra vida en general, el contar con dicha experiencia autorreferencial.
Sombras del mecanismo
El mayor problema de asumir que la consciencia no tiene función alguna, que no aporta nada a nuestro funcionamiento psíquico, es que contradice los principios de la evolución ya que no explica por qué se da como fenómeno psicológico en cada caso concreto [13], ni como característica de la actividad del sistema nervioso de muchas especies, teniendo en cuenta además el alto coste que su mantenimiento supone al cerebro.
Por otro lado, y como ya hemos señalado con anterioridad, para evitar una argumentación circular que atribuya constantemente la causalidad de todo proceso mental al omnipresente inconsciente, algo en lo que caen muchas veces los autores mecanicistas, el debate científico debe centrarse en identificar, si las hubiera, las diferencias en el funcionamiento psíquico fruto de la participación de la consciencia. Pues bien, esas diferencias existen.
Por ejemplo, las investigaciones con estímulos subliminales permiten comparar procesos de percepción, memoria, aprendizaje etc. cuando el estímulo es o no percibido conscientemente, y ponen de manifiesto que cuando hay consciencia del estímulo las asociaciones con éste se establecen más rápidamente, son más flexibles e inestables que cuando no se da la experiencia consciente del mismo. Además, cuando se maneja información en consciencia, dicha actividad parece tener cierta prioridad porque inhibe el efecto que el procesamiento inconsciente tiene sobre la tarea cuando la consciencia está relajada [14].
Algo similar ocurre al considerar la actividad neuroquímica como la causa única del comportamiento del organismo ya que el debate queda cerrado por principio, pues tampoco podemos eliminar de la ecuación a las neuronas. Si bien, en este caso, a diferencia del anterior, no hay posibilidad de contrastación alternativa ya que desconocemos la naturaleza física de la consciencia y, por tanto, no podemos comparar su capacidad de impacto con la de la mera actividad neurológica.
Un caso paradigmático de este tipo de error son los conocidos experimentos de Libet [15], en los que se identifica como la causa de una decisión (la de “mover un dedo”, por ejemplo) la actividad neurológica inconsciente que la precede. Es curioso comprobar que sistemáticamente en este tipo de experimentos no se miden los correlatos neurológicos de la actividad consciente (la cual está presente durante todo el experimento), para así poder descartar, como sería lógico, que ésta no es la causa del patrón neurológico que precede a la decisión.
A fin de cuentas, toda decisión es un proceso y el ¡ahora! definitivo es sólo su final. Si como presuponemos, los modos de procesar consciente e inconsciente interactúan constantemente, no es descabellado plantear que el ir avanzando conscientemente hacia el momento final de la decisión, promueva que a nivel inconsciente se vayan activando los recursos necesarios para ejecutar la respuesta y que alcanzado cierto nivel (el rastro neurológico detectado) [16] se precipite la decisión final.
Tampoco parece muy coherente dar a un sistema mecánico la orden de “actuar libremente”, ni dudar de nuestra capacidad para juzgar la relación causal entre nuestras decisiones y comportamiento cotidianos y, en cambio, dar por buenos los juicios sobre el momento exacto en el que tomamos la decisión de realizar un movimiento simple, por tanto automatizado, a la vez que tomamos dicha decisión e informamos al respecto.
Teniendo en cuenta las limitaciones del procesamiento consciente, el desfase de alrededor de un segundo con el que se anticipa neurológicamente la decisión con respecto a la “autoevaluación que el sujeto hace del momento de la decisión”, no resulta tan significativo.
El argumento de la doble causalidad
Otra forma inapelable de reclamar la causalidad de lo neurológico es el argumento de la doble causalidad, que resta todo valor a la experiencia subjetiva. Se asume que son los cambios neurológicos asociados a, por ejemplo, la bajada de la temperatura corporal los que simultáneamente provocan que tengamos frío y nos abriguemos. Y si bien directamente es imposible contra argumentar nada, pues lo neurológico siempre está presente y, además, no cuestionamos su relación con la experiencia consciente, sí podemos defender que es la sensación de frío la que provoca la conducta de abrigarse independientemente de la bajada de la temperatura corporal, pues si cuando estamos expuestos a bajas temperaturas bebemos alcohol, la consecuente dilatación de los vasos sanguíneos provoca que sintamos calor y, por tanto, no nos abriguemos, aunque precisamente se haya acelerado la pérdida de calor corporal y baje más deprisa nuestra temperatura. Por eso, no resulta tan sencillo eludir la relevancia causal de las experiencias conscientes.
En este mismo sentido, tenemos los efectos que sobre el tejido neurológico tiene la mera actividad consciente (plasticidad cerebral o neurofeedback). Efectos que no pueden atribuirse a los estímulos físicos externos ya que en muchos casos no están presentes, como cuando se realizan ejercicios de cálculo mental o de imaginación.
La actividad neuronal bien pudiera ser simplemente el vehículo necesario que posibilita la interacción entre el mundo exterior, el resto del cuerpo y la actividad consciente. Esta posibilidad daría cuenta perfectamente de todas las consecuencias que acarrea cualquier alteración de su estructura o actividad, sin necesidad de buscar complejas explicaciones para eludir la más que probable capacidad causal de la consciencia.
El origen de la cultura
Ni que decir tiene lo difícil que resulta explicar cómo surgen las normas culturales y sociales, o conceptos abstractos “irreales” como el de libertad, a través de los postulados neuro-mecanicistas [17]. El argumento más habitual es recurrir a la selección natural asumiendo que todas las normas implican una ventaja adaptativa [18].
El problema es que hay muchas normas que son contradictorias entre sí, y otras demasiado arbitrarias y cambiantes (modas, supersticiones, juegos, etc.) como para ser el resultado de procesos biológicos y/o reglas establecidas mediante regulares contingencias ambientales. Por tanto, estas reglas, las que más influyen en nuestro comportamiento cotidiano, parecen claramente ajenas a los principios de la física y la biología.
En cualquier caso, tampoco determinan de forma irremediable nuestro comportamiento, nos la saltamos y cambiamos a capricho, tanto como nos las inventamos y nos ajustamos a ellas (véase la cantidad de ellas que promulga cualquier gobierno en un año, o las que inventan un grupo de chavales en media hora de recreo).
En definitiva, la causalidad de la física conocida no tiene nada que ver con la “causalidad” que opera en consciencia. La primera tiene carácter de necesidad y depende de las propiedades de las cosas. Mientras que la segunda no tiene carácter de necesidad y depende de la información, de su uso, su mal uso, su desuso…, en definitiva, del intérprete.
Lo mismo sucede a la hora de explicar cómo respondemos en situaciones desconocidas, impredecibles, o en las que nos falta información. Cualquier sistema mecánico necesita para poder aplicar el algoritmo de cómputo correspondiente, que todos los datos necesarios estén disponibles. Presuponer que en dichas situaciones las respuestas se dan al azar, no parece viable ya que el nivel de eficacia sería tan bajo que nuestra supervivencia sería casi imposible [19].
Si la decisión se tomara por cálculo probabilístico, la respuesta mejor ponderada, aunque fuera por una diferencia ínfima, se seleccionaría rápidamente. Pero seguiríamos sin poder explicar la aparición de respuestas creativas y novedosas, ya que las respuestas un poco más probables tenderían a perpetuarse [20]. Y tampoco podríamos explicar el fenómeno de la duda, cuya simulación en IA carece de sentido, pues implica retener la respuesta ya seleccionada, simplemente, para crear la ilusión de indecisión.
Es interesante destacar que la cantidad y tipo de información no afecta por igual a un sistema mecánico que a un ser humano. Una persona duda más entre opciones parecidas cuanta más información tiene y menos cuanto menos tiene. En cambio, los sistemas de cómputo mecánicos precisan mejor sus respuestas si manejan toda la información y se bloquean cuando les falta. La razón fundamental es que nosotros dudamos porque no queremos sufrir las consecuencias negativas ni renunciar a disfrutar las positivas que cada alternativa conlleva, y ambas dimensiones son inaccesibles para un sistema carente de experiencias conscientes.
Comprendiendo la mente
Parece que la actividad consciente ha sido “diseñada” por la evolución, precisamente, para poder afrontar estas situaciones en las que desconocemos qué respuesta dar y, por tanto, tenemos que diseñarla ad hoc, así como evaluar, sin criterio claro, su eficacia sobre la marcha. De esta forma se convierte en el complemento perfecto al modo de procesamiento inconsciente. Cualquier sistema de computación carente de consciencia [21] limita su actuación a aquellas claves estimulares para las que tiene una respuesta específica de eficacia relativamente contrastada.
Es decir, responde en función del conglomerado de reglas, algoritmos y protocolos de actuación pre establecidos (con independencia de lo sofisticados que sean o de cómo los haya adquirido) y de las condiciones de aplicabilidad requeridas para cada uno de ellos. El modo de trabajo en formato inconsciente permite procesar a gran velocidad y simultáneamente infinidad de datos, lo que le convierte en el mecanismo óptimo cuando se sabe qué respuesta dar ante determinada señal, ya que permite ejecutar simultáneamente multitud de acciones.
Para ello el sistema tiene que detectar y almacenar toda la información relativa a la regularidad de los acontecimientos, para que la eficacia de la respuesta esté suficientemente “garantizada” ya que la ejecución es tan rápida que no es viable la rectificación. Por esa razón, el aprendizaje exclusivamente inconsciente (con estímulos subliminales) tarda más en establecerse y en eliminarse. Por idéntica razón, sólo a través de la machacona repetición de acciones eficazmente ejecutadas, éstas se automatizan, es decir, pasan al control inconsciente.
La actividad consciente es la forma de actuación alternativa cuando la información disponible no permite la aplicación de algoritmo alguno, es decir, la mayoría de las ocasiones, pues la realidad no resulta fácilmente predecible y apenas contamos con unos pocos datos para actuar en cada ocasión. Y la clave de dicha forma de trabajo reside en la especial calidad de los contenidos con los que trabaja. Los contenidos conscientes son el resultado del armonioso y coordinado trabajo de distintos dispositivos inconscientes que permiten reproducir internamente, en un código único (vivencias sensorial y afectivamente integradas), los aspectos más relevantes del mundo externo e interno, ajustadas a las necesidades del momento presente.
Puesto que el objetivo último es poder manipularlos con coherencia (acto de pensar), su naturaleza como conglomerados de información multidimensional es lo que posibilita un amplísimo espectro de asociaciones y combinaciones posibles entre ellos, basadas en las características compartidas, muchas de las cuales sólo existen como experiencias subjetivas: color, dolor, placer, amor, tristeza… De ahí la versatilidad, falibilidad, flexibilidad y creatividad coherente de la actividad consciente.
El espacio de trabajo que en cada momento definen los contenidos conscientes supone un “experimento” para la mente cuyo resultado desconoce de antemano, en la medida que cada combinación de elementos es distinta y además depende de los recursos mentales disponibles y del estado del organismo en dicho momento. Cuando “pensamos/especulamos” la mente está al límite de su capacidad de computación ya que varios de sus dispositivos inconscientes trabajan conjunta y coordinadamente para crear y mantener activados los contenidos conscientes mientras simultáneamente los manipula [22].
Es fácil entender, por tanto, que la actividad consciente vaya unida a la sensación de esfuerzo y de cansancio y sea mucho más precaria (procesamos muy pocos datos y lentamente, es decir, de forma secuencial). Pero todo ello le permite al sistema, por un lado, evaluar la importancia y la eficacia “global” de la respuesta que es, precisamente, lo que conviene cuando desconocemos qué respuesta es la más eficaz y qué aspecto de la realidad es relevante, o puede verse afectado. Y por otro lado, puesto que la probabilidad de error es muy alta, al ser más lento e ir paso a paso, es factible en gran medida corregir la respuesta sobre la marcha ante cualquier indicio de perjuicio.
Como vemos, el conocimiento consciente posibilita asociaciones nuevas y originales basadas en criterios “cualitativos” independientes del criterio “cuantitativo” de repeticiones estables (conocimiento inconsciente) lo que diversifica exponencialmente nuestras posibilidades de respuesta. Además, cuando pensamos/imaginamos diversas estrategias de acción, “experimentamos” sin sufrirlas realmente las consecuencias a corto, medio o largo plazo de cada alternativa, lo que nos permite “valorar su eficacia” sin correr riesgos.
Es tan valioso y “caro” este modo de proceder que para rentabilizarlo ha terminado ocupando el centro de nuestra actividad mental, incluso en situaciones conocidas ya que así podemos reaccionar antes y mejor a los imprevistos. Por eso, la consciencia “supervisa” toda respuesta motora y, presumiblemente, su grado de desarrollo en cada especie sea inversamente proporcional al número de respuestas innatas, pues es preferible poder diseñarlas, ajustarlas y corregirlas rápidamente a la particularidad de cada individuo, momento y situación.
Decisiones conscientes
Que la mente toma decisiones es un hecho. Que la mayoría se producen a nivel inconsciente como resultado de la aplicación mecánica de algoritmos de computación, también. Si la consciencia procediera de igual forma, no sería un problema para la ciencia, pero si el resultado finalmente no estuviera necesariamente determinado por nada, es decir, si tuviéramos cierto margen de libertad, entonces todo se complica y más aún si se incluye en dicho proceso el “fantasma del yo”.
Empezaremos por afrontar esto último. Ningún organismo o sistema de procesamiento de información tiene problema en diferenciar qué señales provienen del exterior y cuáles del interior, basta con tener unos límites bien establecidos y claramente identificadas las entradas externas de datos. En todo caso, si el sistema no fuera capaz de hacerlo, no sobreviviría/funcionaría ya que no podría responder eficazmente al medio. Lógicamente los organismos con consciencia no van a ser menos y deben mantener dicha diferenciación en la representación consciente que hacen de la realidad para evitar el caos [23].
Pues bien, el yo no sería más que la representación en consciencia de las señales internas más estables (señales del cuerpo [24], reacciones emocionales que se repiten, estrategias de pensamiento habituales, la percepción estable de que nuestras acciones generan consecuencias etc.). Estos elementos presentes en la mayoría de las situaciones configuran una sensación familiar de nosotros mismos que nos permite reconocernos como lo que somos: organismos estables, únicos y diferenciados del resto. Digamos que no tiene sentido “jugar la partida” con la realidad y no representar ni ubicar en el tablero al “rey” (yo), la pieza clave que determina el éxito o el fracaso.
Como todo contenido consciente dicha sensación no es rígida, además de evolucionar a lo largo de la vida, también se matiza en cada situación con reacciones y modos de respuesta específicos o puramente creativos que en alguna medida nos “sorprenden” [25]. Como vemos, la sensación del yo no supone “una mente dentro de otra mente”, ni la existencia de fantasma alguno, no es más que la representación consciente de la parte más permanente de la realidad. Si bien tiene consecuencias radicales para nuestra existencia.
El hecho de que el sistema puede reconocerse en todo momento nos permite proyectar y mantener nuestra acción a largo plazo, sin que “desaparezcamos” en la maraña de cambiantes circunstancias y el constantemente ajuste de metas que nos exige la realidad. De alguna manera, la sensación de yo funciona como un contrapunto a la extremada adaptabilidad a las circunstancias presentes del modo consciente.
Cuando un objetivo (deseo) forma parte de la configuración del “yo”, es recuperable en cualquier momento. Además, constituye un criterio constante e “independiente de las circunstancias que nos permite reevaluar cualquier objetivo y estrategia a corto, medio y largo plazo, en función de lo que sabemos de nosotros mismos (intereses y competencias).
En cuanto al proceso de decisión consciente, consiste en una vorágine de especulaciones y tanteos a través de la simulación interna de la impredecible realidad, representada con los conglomerados de contenidos conscientes que permiten evaluar multidimensionalmente los efectos de las distintas opciones según nuestra propia experiencia, teniendo como referente la constante y familiar sensación del yo, en una espiral sin límites claros porque carecemos de los conocimientos que permitirían determinar la respuesta correcta. De ahí que la decisión pueda ser revisada y cambiada constantemente, pues carece del carácter de necesidad.
En alguna medida, se trata de un proceso de creación de reglas personales de actuación ajustadas a la particularidad de cada momento vital, lo que las hace poco estables y fiables en sí mismas, pero que con el tiempo posibilitan adquirir cierta sabiduría sobre nosotros mismos y nuestras circunstancias, así como que otros se beneficien de ellas ya que pueden ser fácilmente comunicadas.
Son muchos los condicionantes y aspectos que influyen en este proceso, siendo especialmente destacables: la veracidad de los datos manejados (incluida la percepción de nuestras propias competencias), las emociones activadas en dicho momento o que lo hacen como resultado de los escenarios imaginados [26], y la capacidad consciente para tantear y configurar posibilidades más o menos complejas y originales (inteligencia y creatividad).
El final del proceso puede sobrevenir por cansancio, urgencia, datos “claros”, presiones externas, etc. Aunque lo más frecuente es que sea cuando encontramos una opción cuyo balance de costes y beneficios consideramos ventajosa según nuestros intereses y capacidades (para emprender las acciones necesarias y afrontar las consecuencias).
¿A nuestra imagen y semejanza?
Llegados a este punto toca preguntarse hasta qué punto las máquinas inteligentes son como nosotros o podrían llegar a serlo. A este respecto resulta interesante señalar el paralelismo existente entre la I. A. simbólica y nuestro conocimiento/actividad consciente y la I.A. de redes conexionistas y nuestro “conocimiento”/actividad inconsciente.
La IA simbólica sigue las instrucciones introducidas por el programador, es decir, el conocimiento que conscientemente éste maneja, de ahí que puedan ejercer cualquier función, desde el primer “ensayo” y al máximo nivel posible, de la que tengamos conocimiento preciso. Pero dichos dispositivos no comprenden los criterios que utilizan, los manejan a través de pautas pre establecidas (normalmente para ámbitos muy bien delimitados) y puesto que carecen de un sistema propio y suficientemente abierto y versátil de comparación y combinación de información, no detectan datos “extraños”, las excepciones que exigirían cambiar las reglas de razonamiento y los criterios de decisión, algo que nosotros ejecutamos constantemente sin problemas.
La simulación por muy perfecta que sea, no dota a la máquina del sistema de conocimiento consciente. El mejor ejemplo que se nos ocurre para explicarlo [27] , es imaginar a un magnífico actor ciego que ha de representar a un personaje vidente. Mientras todo (mobiliario, movimientos y gesticulación del resto de actores) se ajuste perfectamente al guión preestablecido, nadie notará nada, pero al menor imprevisto (que algo no esté en su lugar u otro actor cambie mínimamente su comportamiento) la ceguera de nuestro protagonista quedará al descubierto.
En el caso de las redes neuronales, el programador establece el objetivo, los criterios de éxito-fracaso y cómo establecer las conexiones entre las unidades de la red. Después suministra a la red una gran cantidad de datos para que ésta a través de las sucesiva reiteraciones detecte las claves relevantes y se auto ajuste para alcanzar el máximo grado de eficacia. Son muy útiles para resolver aquellas tareas que si bien ejecutamos, no tenemos acceso consciente a cómo lo hacemos.
Pero desgraciadamente, al final es imposible conocer la estructura de “razonamiento” que utiliza la red, ya que no adopta forma proposicional alguna y, por tanto, si bien hemos reproducido nuestra actividad, seguimos sin saber cómo lo hacemos y si la máquina la ejecuta o no como nosotros. Y por otro lado, las redes neuronales no aprenden como nosotros, necesitan de mucha “experiencia” para diferenciar lo relevante de lo superfluo. Nuestra vida es demasiado corta para acumular los cientos de miles de datos que una red artificial necesita para ajustar su algoritmo, por eso la consciencia acelera los aprendizajes y decisiones en cualquier ámbito que interviene.
Hasta qué punto el procesamiento consciente depende de su naturaleza biológica o física, sea la que sea ésta, es un debate a día de hoy irresoluble. Ciertamente, el día que conozcamos la naturaleza física de la consciencia estaremos en disposición de poder reproducirla artificialmente.
Lo que sí nos parece evidente es que mientras las máquinas no tengan su propio sistema de adquisición de conocimiento tipo consciente, sólo podremos aspirar a simulaciones, sin lugar a dudas, cuasi perfectas [28], pero siempre bajo la amenaza de que el sistema se colapse ante la presencia de un imprevisto, pues carecen de la capacidad para interpretarlo e integrarlo por si mismas.
Computacionalmente hablando, el lenguaje de la consciencia no es meramente formal o simbólico, es el lenguaje de los qualia, el de las experiencias subjetivas, el de los referentes altamente compatibles y autorreferenciales, el de los significados.
Como ya hemos explicado, un sistema de computación meramente formal sólo puede acceder al “significado” de las cosas a través de las asociaciones entre elementos regularmente contingentes. Pero carece de criterio propio para acceder directamente al significado y para establecer asociaciones creativas basadas en la semejanza de características.
Tal es la versatilidad de este sistema de conocimiento que nos permite hacer operaciones imposibles en un lenguaje formal. Podemos comparar y combinar elementos de naturaleza y escalas distintas. Digamos que no tenemos ningún problema en "sumar peras y manzanas". Por ejemplo, podemos comparar el hambre que tenemos, con el esfuerzo que nos supone encontrar comida y con las probabilidades que estimamos de éxito.
De hecho, podemos incorporar a esta “ecuación” elementos de cualquier índole y tantos como sean necesarios o pertinentes (dolor de tripa, miedo a posibles peligros, la imagen que podamos dar ante otros etc.). Precisamente, la psicología ha hecho muchos intentos a lo largo de su historia de establecer fórmulas matemáticas que pudieran reproducir ciertos procesos de toma de decisión, o de actuación del ser humano.
En todos los casos no han pasado de ser un mero esquema de los elementos que configuran una propuesta teórica (rendimiento académico = inteligencia + motivación + esfuerzo – ansiedad durante el examen) ya que es imposible determinar todas las variables que en momento dado pueden ser pertinentes para su inclusión en la ecuación.
Además, las escalas de medida de las variables sólo sirven como criterio de comparación entre sujetos ya que sus magnitudes no son objetivas, carecen de referente estable y por tanto, no permiten verdaderas operaciones ni cálculos fiables. Pero de alguna manera estos intentos asemejan la actividad consciente, con la “única” diferencia de que en la mente esas operaciones tienen un referente claro, el yo, que las hace posibles, pues determina con poco margen de error, en cada momento, los criterios de inclusión en la ecuación, y garantiza cierta fiabilidad en los cálculos pues iguala todas las escalas de medida y de ponderación de las variables en función de su propia vivencia.
Otra forma inapelable de reclamar la causalidad de lo neurológico es el argumento de la doble causalidad, que resta todo valor a la experiencia subjetiva. Se asume que son los cambios neurológicos asociados a, por ejemplo, la bajada de la temperatura corporal los que simultáneamente provocan que tengamos frío y nos abriguemos. Y si bien directamente es imposible contra argumentar nada, pues lo neurológico siempre está presente y, además, no cuestionamos su relación con la experiencia consciente, sí podemos defender que es la sensación de frío la que provoca la conducta de abrigarse independientemente de la bajada de la temperatura corporal, pues si cuando estamos expuestos a bajas temperaturas bebemos alcohol, la consecuente dilatación de los vasos sanguíneos provoca que sintamos calor y, por tanto, no nos abriguemos, aunque precisamente se haya acelerado la pérdida de calor corporal y baje más deprisa nuestra temperatura. Por eso, no resulta tan sencillo eludir la relevancia causal de las experiencias conscientes.
En este mismo sentido, tenemos los efectos que sobre el tejido neurológico tiene la mera actividad consciente (plasticidad cerebral o neurofeedback). Efectos que no pueden atribuirse a los estímulos físicos externos ya que en muchos casos no están presentes, como cuando se realizan ejercicios de cálculo mental o de imaginación.
La actividad neuronal bien pudiera ser simplemente el vehículo necesario que posibilita la interacción entre el mundo exterior, el resto del cuerpo y la actividad consciente. Esta posibilidad daría cuenta perfectamente de todas las consecuencias que acarrea cualquier alteración de su estructura o actividad, sin necesidad de buscar complejas explicaciones para eludir la más que probable capacidad causal de la consciencia.
El origen de la cultura
Ni que decir tiene lo difícil que resulta explicar cómo surgen las normas culturales y sociales, o conceptos abstractos “irreales” como el de libertad, a través de los postulados neuro-mecanicistas [17]. El argumento más habitual es recurrir a la selección natural asumiendo que todas las normas implican una ventaja adaptativa [18].
El problema es que hay muchas normas que son contradictorias entre sí, y otras demasiado arbitrarias y cambiantes (modas, supersticiones, juegos, etc.) como para ser el resultado de procesos biológicos y/o reglas establecidas mediante regulares contingencias ambientales. Por tanto, estas reglas, las que más influyen en nuestro comportamiento cotidiano, parecen claramente ajenas a los principios de la física y la biología.
En cualquier caso, tampoco determinan de forma irremediable nuestro comportamiento, nos la saltamos y cambiamos a capricho, tanto como nos las inventamos y nos ajustamos a ellas (véase la cantidad de ellas que promulga cualquier gobierno en un año, o las que inventan un grupo de chavales en media hora de recreo).
En definitiva, la causalidad de la física conocida no tiene nada que ver con la “causalidad” que opera en consciencia. La primera tiene carácter de necesidad y depende de las propiedades de las cosas. Mientras que la segunda no tiene carácter de necesidad y depende de la información, de su uso, su mal uso, su desuso…, en definitiva, del intérprete.
Lo mismo sucede a la hora de explicar cómo respondemos en situaciones desconocidas, impredecibles, o en las que nos falta información. Cualquier sistema mecánico necesita para poder aplicar el algoritmo de cómputo correspondiente, que todos los datos necesarios estén disponibles. Presuponer que en dichas situaciones las respuestas se dan al azar, no parece viable ya que el nivel de eficacia sería tan bajo que nuestra supervivencia sería casi imposible [19].
Si la decisión se tomara por cálculo probabilístico, la respuesta mejor ponderada, aunque fuera por una diferencia ínfima, se seleccionaría rápidamente. Pero seguiríamos sin poder explicar la aparición de respuestas creativas y novedosas, ya que las respuestas un poco más probables tenderían a perpetuarse [20]. Y tampoco podríamos explicar el fenómeno de la duda, cuya simulación en IA carece de sentido, pues implica retener la respuesta ya seleccionada, simplemente, para crear la ilusión de indecisión.
Es interesante destacar que la cantidad y tipo de información no afecta por igual a un sistema mecánico que a un ser humano. Una persona duda más entre opciones parecidas cuanta más información tiene y menos cuanto menos tiene. En cambio, los sistemas de cómputo mecánicos precisan mejor sus respuestas si manejan toda la información y se bloquean cuando les falta. La razón fundamental es que nosotros dudamos porque no queremos sufrir las consecuencias negativas ni renunciar a disfrutar las positivas que cada alternativa conlleva, y ambas dimensiones son inaccesibles para un sistema carente de experiencias conscientes.
Comprendiendo la mente
Parece que la actividad consciente ha sido “diseñada” por la evolución, precisamente, para poder afrontar estas situaciones en las que desconocemos qué respuesta dar y, por tanto, tenemos que diseñarla ad hoc, así como evaluar, sin criterio claro, su eficacia sobre la marcha. De esta forma se convierte en el complemento perfecto al modo de procesamiento inconsciente. Cualquier sistema de computación carente de consciencia [21] limita su actuación a aquellas claves estimulares para las que tiene una respuesta específica de eficacia relativamente contrastada.
Es decir, responde en función del conglomerado de reglas, algoritmos y protocolos de actuación pre establecidos (con independencia de lo sofisticados que sean o de cómo los haya adquirido) y de las condiciones de aplicabilidad requeridas para cada uno de ellos. El modo de trabajo en formato inconsciente permite procesar a gran velocidad y simultáneamente infinidad de datos, lo que le convierte en el mecanismo óptimo cuando se sabe qué respuesta dar ante determinada señal, ya que permite ejecutar simultáneamente multitud de acciones.
Para ello el sistema tiene que detectar y almacenar toda la información relativa a la regularidad de los acontecimientos, para que la eficacia de la respuesta esté suficientemente “garantizada” ya que la ejecución es tan rápida que no es viable la rectificación. Por esa razón, el aprendizaje exclusivamente inconsciente (con estímulos subliminales) tarda más en establecerse y en eliminarse. Por idéntica razón, sólo a través de la machacona repetición de acciones eficazmente ejecutadas, éstas se automatizan, es decir, pasan al control inconsciente.
La actividad consciente es la forma de actuación alternativa cuando la información disponible no permite la aplicación de algoritmo alguno, es decir, la mayoría de las ocasiones, pues la realidad no resulta fácilmente predecible y apenas contamos con unos pocos datos para actuar en cada ocasión. Y la clave de dicha forma de trabajo reside en la especial calidad de los contenidos con los que trabaja. Los contenidos conscientes son el resultado del armonioso y coordinado trabajo de distintos dispositivos inconscientes que permiten reproducir internamente, en un código único (vivencias sensorial y afectivamente integradas), los aspectos más relevantes del mundo externo e interno, ajustadas a las necesidades del momento presente.
Puesto que el objetivo último es poder manipularlos con coherencia (acto de pensar), su naturaleza como conglomerados de información multidimensional es lo que posibilita un amplísimo espectro de asociaciones y combinaciones posibles entre ellos, basadas en las características compartidas, muchas de las cuales sólo existen como experiencias subjetivas: color, dolor, placer, amor, tristeza… De ahí la versatilidad, falibilidad, flexibilidad y creatividad coherente de la actividad consciente.
El espacio de trabajo que en cada momento definen los contenidos conscientes supone un “experimento” para la mente cuyo resultado desconoce de antemano, en la medida que cada combinación de elementos es distinta y además depende de los recursos mentales disponibles y del estado del organismo en dicho momento. Cuando “pensamos/especulamos” la mente está al límite de su capacidad de computación ya que varios de sus dispositivos inconscientes trabajan conjunta y coordinadamente para crear y mantener activados los contenidos conscientes mientras simultáneamente los manipula [22].
Es fácil entender, por tanto, que la actividad consciente vaya unida a la sensación de esfuerzo y de cansancio y sea mucho más precaria (procesamos muy pocos datos y lentamente, es decir, de forma secuencial). Pero todo ello le permite al sistema, por un lado, evaluar la importancia y la eficacia “global” de la respuesta que es, precisamente, lo que conviene cuando desconocemos qué respuesta es la más eficaz y qué aspecto de la realidad es relevante, o puede verse afectado. Y por otro lado, puesto que la probabilidad de error es muy alta, al ser más lento e ir paso a paso, es factible en gran medida corregir la respuesta sobre la marcha ante cualquier indicio de perjuicio.
Como vemos, el conocimiento consciente posibilita asociaciones nuevas y originales basadas en criterios “cualitativos” independientes del criterio “cuantitativo” de repeticiones estables (conocimiento inconsciente) lo que diversifica exponencialmente nuestras posibilidades de respuesta. Además, cuando pensamos/imaginamos diversas estrategias de acción, “experimentamos” sin sufrirlas realmente las consecuencias a corto, medio o largo plazo de cada alternativa, lo que nos permite “valorar su eficacia” sin correr riesgos.
Es tan valioso y “caro” este modo de proceder que para rentabilizarlo ha terminado ocupando el centro de nuestra actividad mental, incluso en situaciones conocidas ya que así podemos reaccionar antes y mejor a los imprevistos. Por eso, la consciencia “supervisa” toda respuesta motora y, presumiblemente, su grado de desarrollo en cada especie sea inversamente proporcional al número de respuestas innatas, pues es preferible poder diseñarlas, ajustarlas y corregirlas rápidamente a la particularidad de cada individuo, momento y situación.
Decisiones conscientes
Que la mente toma decisiones es un hecho. Que la mayoría se producen a nivel inconsciente como resultado de la aplicación mecánica de algoritmos de computación, también. Si la consciencia procediera de igual forma, no sería un problema para la ciencia, pero si el resultado finalmente no estuviera necesariamente determinado por nada, es decir, si tuviéramos cierto margen de libertad, entonces todo se complica y más aún si se incluye en dicho proceso el “fantasma del yo”.
Empezaremos por afrontar esto último. Ningún organismo o sistema de procesamiento de información tiene problema en diferenciar qué señales provienen del exterior y cuáles del interior, basta con tener unos límites bien establecidos y claramente identificadas las entradas externas de datos. En todo caso, si el sistema no fuera capaz de hacerlo, no sobreviviría/funcionaría ya que no podría responder eficazmente al medio. Lógicamente los organismos con consciencia no van a ser menos y deben mantener dicha diferenciación en la representación consciente que hacen de la realidad para evitar el caos [23].
Pues bien, el yo no sería más que la representación en consciencia de las señales internas más estables (señales del cuerpo [24], reacciones emocionales que se repiten, estrategias de pensamiento habituales, la percepción estable de que nuestras acciones generan consecuencias etc.). Estos elementos presentes en la mayoría de las situaciones configuran una sensación familiar de nosotros mismos que nos permite reconocernos como lo que somos: organismos estables, únicos y diferenciados del resto. Digamos que no tiene sentido “jugar la partida” con la realidad y no representar ni ubicar en el tablero al “rey” (yo), la pieza clave que determina el éxito o el fracaso.
Como todo contenido consciente dicha sensación no es rígida, además de evolucionar a lo largo de la vida, también se matiza en cada situación con reacciones y modos de respuesta específicos o puramente creativos que en alguna medida nos “sorprenden” [25]. Como vemos, la sensación del yo no supone “una mente dentro de otra mente”, ni la existencia de fantasma alguno, no es más que la representación consciente de la parte más permanente de la realidad. Si bien tiene consecuencias radicales para nuestra existencia.
El hecho de que el sistema puede reconocerse en todo momento nos permite proyectar y mantener nuestra acción a largo plazo, sin que “desaparezcamos” en la maraña de cambiantes circunstancias y el constantemente ajuste de metas que nos exige la realidad. De alguna manera, la sensación de yo funciona como un contrapunto a la extremada adaptabilidad a las circunstancias presentes del modo consciente.
Cuando un objetivo (deseo) forma parte de la configuración del “yo”, es recuperable en cualquier momento. Además, constituye un criterio constante e “independiente de las circunstancias que nos permite reevaluar cualquier objetivo y estrategia a corto, medio y largo plazo, en función de lo que sabemos de nosotros mismos (intereses y competencias).
En cuanto al proceso de decisión consciente, consiste en una vorágine de especulaciones y tanteos a través de la simulación interna de la impredecible realidad, representada con los conglomerados de contenidos conscientes que permiten evaluar multidimensionalmente los efectos de las distintas opciones según nuestra propia experiencia, teniendo como referente la constante y familiar sensación del yo, en una espiral sin límites claros porque carecemos de los conocimientos que permitirían determinar la respuesta correcta. De ahí que la decisión pueda ser revisada y cambiada constantemente, pues carece del carácter de necesidad.
En alguna medida, se trata de un proceso de creación de reglas personales de actuación ajustadas a la particularidad de cada momento vital, lo que las hace poco estables y fiables en sí mismas, pero que con el tiempo posibilitan adquirir cierta sabiduría sobre nosotros mismos y nuestras circunstancias, así como que otros se beneficien de ellas ya que pueden ser fácilmente comunicadas.
Son muchos los condicionantes y aspectos que influyen en este proceso, siendo especialmente destacables: la veracidad de los datos manejados (incluida la percepción de nuestras propias competencias), las emociones activadas en dicho momento o que lo hacen como resultado de los escenarios imaginados [26], y la capacidad consciente para tantear y configurar posibilidades más o menos complejas y originales (inteligencia y creatividad).
El final del proceso puede sobrevenir por cansancio, urgencia, datos “claros”, presiones externas, etc. Aunque lo más frecuente es que sea cuando encontramos una opción cuyo balance de costes y beneficios consideramos ventajosa según nuestros intereses y capacidades (para emprender las acciones necesarias y afrontar las consecuencias).
¿A nuestra imagen y semejanza?
Llegados a este punto toca preguntarse hasta qué punto las máquinas inteligentes son como nosotros o podrían llegar a serlo. A este respecto resulta interesante señalar el paralelismo existente entre la I. A. simbólica y nuestro conocimiento/actividad consciente y la I.A. de redes conexionistas y nuestro “conocimiento”/actividad inconsciente.
La IA simbólica sigue las instrucciones introducidas por el programador, es decir, el conocimiento que conscientemente éste maneja, de ahí que puedan ejercer cualquier función, desde el primer “ensayo” y al máximo nivel posible, de la que tengamos conocimiento preciso. Pero dichos dispositivos no comprenden los criterios que utilizan, los manejan a través de pautas pre establecidas (normalmente para ámbitos muy bien delimitados) y puesto que carecen de un sistema propio y suficientemente abierto y versátil de comparación y combinación de información, no detectan datos “extraños”, las excepciones que exigirían cambiar las reglas de razonamiento y los criterios de decisión, algo que nosotros ejecutamos constantemente sin problemas.
La simulación por muy perfecta que sea, no dota a la máquina del sistema de conocimiento consciente. El mejor ejemplo que se nos ocurre para explicarlo [27] , es imaginar a un magnífico actor ciego que ha de representar a un personaje vidente. Mientras todo (mobiliario, movimientos y gesticulación del resto de actores) se ajuste perfectamente al guión preestablecido, nadie notará nada, pero al menor imprevisto (que algo no esté en su lugar u otro actor cambie mínimamente su comportamiento) la ceguera de nuestro protagonista quedará al descubierto.
En el caso de las redes neuronales, el programador establece el objetivo, los criterios de éxito-fracaso y cómo establecer las conexiones entre las unidades de la red. Después suministra a la red una gran cantidad de datos para que ésta a través de las sucesiva reiteraciones detecte las claves relevantes y se auto ajuste para alcanzar el máximo grado de eficacia. Son muy útiles para resolver aquellas tareas que si bien ejecutamos, no tenemos acceso consciente a cómo lo hacemos.
Pero desgraciadamente, al final es imposible conocer la estructura de “razonamiento” que utiliza la red, ya que no adopta forma proposicional alguna y, por tanto, si bien hemos reproducido nuestra actividad, seguimos sin saber cómo lo hacemos y si la máquina la ejecuta o no como nosotros. Y por otro lado, las redes neuronales no aprenden como nosotros, necesitan de mucha “experiencia” para diferenciar lo relevante de lo superfluo. Nuestra vida es demasiado corta para acumular los cientos de miles de datos que una red artificial necesita para ajustar su algoritmo, por eso la consciencia acelera los aprendizajes y decisiones en cualquier ámbito que interviene.
Hasta qué punto el procesamiento consciente depende de su naturaleza biológica o física, sea la que sea ésta, es un debate a día de hoy irresoluble. Ciertamente, el día que conozcamos la naturaleza física de la consciencia estaremos en disposición de poder reproducirla artificialmente.
Lo que sí nos parece evidente es que mientras las máquinas no tengan su propio sistema de adquisición de conocimiento tipo consciente, sólo podremos aspirar a simulaciones, sin lugar a dudas, cuasi perfectas [28], pero siempre bajo la amenaza de que el sistema se colapse ante la presencia de un imprevisto, pues carecen de la capacidad para interpretarlo e integrarlo por si mismas.
Computacionalmente hablando, el lenguaje de la consciencia no es meramente formal o simbólico, es el lenguaje de los qualia, el de las experiencias subjetivas, el de los referentes altamente compatibles y autorreferenciales, el de los significados.
Como ya hemos explicado, un sistema de computación meramente formal sólo puede acceder al “significado” de las cosas a través de las asociaciones entre elementos regularmente contingentes. Pero carece de criterio propio para acceder directamente al significado y para establecer asociaciones creativas basadas en la semejanza de características.
Tal es la versatilidad de este sistema de conocimiento que nos permite hacer operaciones imposibles en un lenguaje formal. Podemos comparar y combinar elementos de naturaleza y escalas distintas. Digamos que no tenemos ningún problema en "sumar peras y manzanas". Por ejemplo, podemos comparar el hambre que tenemos, con el esfuerzo que nos supone encontrar comida y con las probabilidades que estimamos de éxito.
De hecho, podemos incorporar a esta “ecuación” elementos de cualquier índole y tantos como sean necesarios o pertinentes (dolor de tripa, miedo a posibles peligros, la imagen que podamos dar ante otros etc.). Precisamente, la psicología ha hecho muchos intentos a lo largo de su historia de establecer fórmulas matemáticas que pudieran reproducir ciertos procesos de toma de decisión, o de actuación del ser humano.
En todos los casos no han pasado de ser un mero esquema de los elementos que configuran una propuesta teórica (rendimiento académico = inteligencia + motivación + esfuerzo – ansiedad durante el examen) ya que es imposible determinar todas las variables que en momento dado pueden ser pertinentes para su inclusión en la ecuación.
Además, las escalas de medida de las variables sólo sirven como criterio de comparación entre sujetos ya que sus magnitudes no son objetivas, carecen de referente estable y por tanto, no permiten verdaderas operaciones ni cálculos fiables. Pero de alguna manera estos intentos asemejan la actividad consciente, con la “única” diferencia de que en la mente esas operaciones tienen un referente claro, el yo, que las hace posibles, pues determina con poco margen de error, en cada momento, los criterios de inclusión en la ecuación, y garantiza cierta fiabilidad en los cálculos pues iguala todas las escalas de medida y de ponderación de las variables en función de su propia vivencia.
Notas
[1] En referencia a la partida de ajedrez que “Deep Blue”, la computadora diseñada por IBM, ganó al campeón del mundo Garry Kasparov en 1997.
[2] Véase Kitcher (2011) sobre el nuevo ateísmo y Sarfati & Matthews (2002) sobre el creacionismo.
[3] Por eso incluimos desde el principio la dama doble (lo que metafóricamente sería la consciencia) en el tablero pequeño, para igualar al máximo los aspectos cualitativos de ambos juegos.
[4] La complejidad y potencia de cómputo que requiere la autoconsciencia (Núñez, 2012) sugiere que dicha experiencia pudiera ser nula o muy débil en otras especies.
[5] Searle (1992) defiende que sólo el tejido neural permite el desarrollo de la consciencia. Tiene razón en la medida que no se conoce experiencia consciente al margen de la actividad neuronal. Pero mientras desconozcamos cómo surge ésta, existe la posibilidad de que pueda desarrollase en otra materia. De alguna manera, los dispositivos artificiales que interaccionan con el cerebro en funciones conscientes, pudieran ser el preludio de esta posibilidad.
[6] Núñez (2013).
[7] Damasio (1999).
[8] O entre otros subsistemas como hace Dennett (1991) apoyándose en la idea del ecosistema cuyo “equilibrio” se alcanza a través de la competencia entre distintos organismos y especies. Este argumento es una alteración obscena de la perspectiva y de la lógica explicativa. Los ecosistemas como tales no tienen objetivos de supervivencia, ni funciones que desarrollar, de hecho pueden desaparecer en cualquier momento ante cualquier desequilibrio y cualquier alteración de su estado o dinámica inicial es válida, algo que no es aplicable a ningún sistema u organismo individual con objetivos concretos.
[9] Lo que simbólicamente hemos estipulado como un 1% de libertad (Núñez, 2012).
[10] Véase Núñez (2012).
[11] Ley de Leibniz.
[12] Este planteamiento es el que más "fácilmente" satisface los anhelos religiosos de aquellos que necesitan de misterios para creer. Aunque también los hay que no tienen problema en ver a Dios al contemplar, descubrir y comprender la armonía y complejidad de la creación.
[13] Precisamente para evitar explicarlo, Dennett (1991) considera que los contenidos de la consciencia son fruto del azar.
[14] Véase Nuñez (2012).
[15] Libet (1985).
[16] Utilizar dichas señales neurológicas preparatorias para sorprender al sujeto anticipándonos a la ejecución de su decisión, como se hace en algunos de estos experimentos, sólo indica que hemos alterado los intervalos de tiempo a los que está acostumbrado el sujeto, no que la decisión no sea fruto de su actividad consciente.
[17] Dennett (1991) lo intenta pero los argumentos resultan demasiado extravagantes.
[18] Véase Pinker (1997).
[19] Conviene señalar además, que el necesario dispositivo cerebral de selección aleatoria de respuestas aun no ha sido encontrado.
[20] Aún más difícil es explicar la aparición de estas respuestas en situaciones muy conocidas.
[21] Como veremos, la IA se beneficia del conocimiento consciente del programador.
[22] Es lo que hemos denominado metafóricamente “actividad al cuadrado” (Núñez, 2012).
[23] Tal y como ocurre con las alucinaciones, en las que se vive como real/externo lo que no lo es.
[24] Véase Damasio (1999).
[25] Como alternativa a los modelos que postulan una estructura de “yo múltiple”.
[26] El papel de las emociones es crucial, especialmente las desagradables ya que nos avisan de lo perjudicial que ha sido la interacción con ciertos estímulos.
[27] Núñez (2012).
[28] No parece que nada impida la transcripción a lenguaje formal de cada caso posible, por muy tediosa e ingente que sea dicha tarea.
[1] En referencia a la partida de ajedrez que “Deep Blue”, la computadora diseñada por IBM, ganó al campeón del mundo Garry Kasparov en 1997.
[2] Véase Kitcher (2011) sobre el nuevo ateísmo y Sarfati & Matthews (2002) sobre el creacionismo.
[3] Por eso incluimos desde el principio la dama doble (lo que metafóricamente sería la consciencia) en el tablero pequeño, para igualar al máximo los aspectos cualitativos de ambos juegos.
[4] La complejidad y potencia de cómputo que requiere la autoconsciencia (Núñez, 2012) sugiere que dicha experiencia pudiera ser nula o muy débil en otras especies.
[5] Searle (1992) defiende que sólo el tejido neural permite el desarrollo de la consciencia. Tiene razón en la medida que no se conoce experiencia consciente al margen de la actividad neuronal. Pero mientras desconozcamos cómo surge ésta, existe la posibilidad de que pueda desarrollase en otra materia. De alguna manera, los dispositivos artificiales que interaccionan con el cerebro en funciones conscientes, pudieran ser el preludio de esta posibilidad.
[6] Núñez (2013).
[7] Damasio (1999).
[8] O entre otros subsistemas como hace Dennett (1991) apoyándose en la idea del ecosistema cuyo “equilibrio” se alcanza a través de la competencia entre distintos organismos y especies. Este argumento es una alteración obscena de la perspectiva y de la lógica explicativa. Los ecosistemas como tales no tienen objetivos de supervivencia, ni funciones que desarrollar, de hecho pueden desaparecer en cualquier momento ante cualquier desequilibrio y cualquier alteración de su estado o dinámica inicial es válida, algo que no es aplicable a ningún sistema u organismo individual con objetivos concretos.
[9] Lo que simbólicamente hemos estipulado como un 1% de libertad (Núñez, 2012).
[10] Véase Núñez (2012).
[11] Ley de Leibniz.
[12] Este planteamiento es el que más "fácilmente" satisface los anhelos religiosos de aquellos que necesitan de misterios para creer. Aunque también los hay que no tienen problema en ver a Dios al contemplar, descubrir y comprender la armonía y complejidad de la creación.
[13] Precisamente para evitar explicarlo, Dennett (1991) considera que los contenidos de la consciencia son fruto del azar.
[14] Véase Nuñez (2012).
[15] Libet (1985).
[16] Utilizar dichas señales neurológicas preparatorias para sorprender al sujeto anticipándonos a la ejecución de su decisión, como se hace en algunos de estos experimentos, sólo indica que hemos alterado los intervalos de tiempo a los que está acostumbrado el sujeto, no que la decisión no sea fruto de su actividad consciente.
[17] Dennett (1991) lo intenta pero los argumentos resultan demasiado extravagantes.
[18] Véase Pinker (1997).
[19] Conviene señalar además, que el necesario dispositivo cerebral de selección aleatoria de respuestas aun no ha sido encontrado.
[20] Aún más difícil es explicar la aparición de estas respuestas en situaciones muy conocidas.
[21] Como veremos, la IA se beneficia del conocimiento consciente del programador.
[22] Es lo que hemos denominado metafóricamente “actividad al cuadrado” (Núñez, 2012).
[23] Tal y como ocurre con las alucinaciones, en las que se vive como real/externo lo que no lo es.
[24] Véase Damasio (1999).
[25] Como alternativa a los modelos que postulan una estructura de “yo múltiple”.
[26] El papel de las emociones es crucial, especialmente las desagradables ya que nos avisan de lo perjudicial que ha sido la interacción con ciertos estímulos.
[27] Núñez (2012).
[28] No parece que nada impida la transcripción a lenguaje formal de cada caso posible, por muy tediosa e ingente que sea dicha tarea.
Referencias bibliográficas
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Artículo elaborado por Juan Pedro Núñez Partid, Universidad Comillas, colaborador de la Cátedra CTR y de Tendencias21 de las Religiones.
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