Rento el mejor local, el más grande, mi amigo arquitecto lo convertirá en una obra de arte en diseño interior, su concepto será único, el personal atenderá siempre sonriente, tendremos un gran equipo de trabajo, los clientes se formarán para comprar y en poco tiempo estaremos abriendo franquicias. Dejaré de tener jefes, horario, nadie podrá decirme qué días podré descansar y gozaré de tiempo libre para disfrutar en familia. Por fin se acabará mi stress y los problemas económicos. O algo como eso. De las muchas formas de la fantasía, el negocio conjetural debe ser uno de los que más devotos agrupan.
Es democrático (pobres o ricos, todos erigimos esplendorosos negocios mentales), es armónico, abundante y sobre todas las cosas, es inmune. Mientras permanezca encerrado en nuestra propia mente, el negocio perfecto no habilita crítica ni reclamo alguno. Flotante, intacto, cambia de tamaño y de personal al compás de los días. No hay impuestos ni contadores trabajando, empleados holgazanes pidiendo aumento, clientes quejándose, proveedores exigiendo su pago y competidores envidiosos haciéndonos la vida imposible. En plena actividad se vuelve más y más emocionante. Nadie lo admite, pero todos vamos por este mundo con el negocio de nuestros sueños suspendido a la altura de la cabeza. Hay, incluso, quienes se entusiasman a tal punto con la idea que se vuelven emprendedores seriales y lo bocetan todo. Desde genios colaboradores, hasta inversionistas fraternales, pasando por cuentas bancarias rebosadas y cenas de fin de año en la playa.
Hoy que el antojo es tan buen negocio, un tobogán dentro de las oficinas es de lo más ordinario al lado de caprichos tanto más extravagantes vinculados al placer laboral.
Lástima que, tal parece, que el único deseo que vale es el que se escapa. Apetecible es el muñeco de peluche cuya posesión se dirime a palancazos frente al vending machine, no el que se compra en la tienda de regalos levantando el dedo para señalar el indicado.
Si la nariz, la pareja, el cuerpo o el negocio de mis sueños se encuentra a la vuelta de la esquina lo más probable es que ya no me parezca tan maravilloso. Vistas de lejos hasta las imperfecciones se suavizan. Visto de cerca, hasta el galán del siglo tiene un poco de acné. Por eso siempre hay algo de tristeza en la concreción de lo que sea, y no estoy pensando precisamente en ese “Aaagh” que se escapa ante la primera demanda que nos levanta un empleado insatisfecho. Es más bien una tristeza flotante, la niebla viajera del Támesis creciéndonos a la altura de la garganta cuando vemos que el negocio perfecto se esfuma. Eso que se siente al comprobar que el inmueble nunca queda como imaginamos, o que no hay maquinaria capaz de conseguir los empaques que vimos la otra noche mientras dormíamos. En algún punto, nos resulta más fácil aceptar la falacia frutera del mito de la media naranja que la imposibilidad de poner en ladrillos el negocio con el que fantaseamos. Será, que para concretarse, la mayoría de los planes necesitan de otros (de otros que te dicen “tranquilo o tranquila, nosotros haremos que su negocio crezca, se conozca, opere en armonía y venda mucho”), y es en ese momento que comienzan a decolorar. Los negocios conjeturales son nuestra revancha, nuestro pulso de dioses en medio del trabajo arduo y lágrimas por situaciones adversas jamás vislumbradas. Pero también la certeza de que la mejor manera de demoler el negocio perfecto es tratar de construirlo y la mejor manera de ser feliz es disfrutando el resultado de nuestro esfuerzo y dedicación.
César Dabián
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