A veces, a pesar de los años que llevo trabajando en el territorio de la “mente-cuerpo”, no sé cómo entrar en diálogo con mi propio cuerpo.
Todo comienza con un síntoma molesto: algo duele, algo incomoda, algo se inflama, se tensa.
Reconozco la señal como un pedido de ayuda, y trato de ayudarme. Pruebo con lo que ya conozco, utilizo todos mis recursos, pero no se soluciona.
Es como si de repente hablara un idioma diferente al de mi cuerpo, como si fuésemos de culturas distintas. A veces lo imagino como a un niño que llora y llora y yo no sé cómo calmar. El síntoma se vuelve tan fuerte que nos quita a ambos la capacidad de ver dónde está el verdadero desajuste.
Necesito reconstruir el diálogo. Necesito un mediador, un intérprete. Me acuerdo de la película “The Horse Whisperer” y pienso, “Eso es lo que necesito: un Body-Whisperer.”
¿Quién puede hablarle así a mi cuerpo? ¿Qué lenguaje hablaría ese ser?
Contacto y movimiento. Toque. El cuerpo sabe de contacto, de kinestesia, de calor. Un toque que no impone, no pide, no invade. Un toque que apenas sugiere, abre un espacio, una posibilidad, recuerda un trayecto olvidado… y espera. Un toque de infinita paciencia.
Conozco algunas personas que tienen ese toque. Entre sus manos y mi cuerpo ocurre un diálogo que apenas entiendo conscientemente. Simplemente noto el efecto profundo de cada espacio recobrado.
¿Qué se dicen? ¿Qué se cuentan?
Muero por entrar en el diálogo. Pero para ciertos dialectos corporales soy aún muy torpe: me abalanzo, hablo demasiado fuerte, no sé escuchar ni leer entre líneas.
¿Cómo se aprende este lenguaje?
Reconociendo algunas de sus palabras básicas. El cuerpo habla en ritmos, tonos, amplitudes, intensidades. El cuerpo habla en sensaciones y movimientos.
Y parando para escuchar. Todos los días un ratito. Parar para escuchar, sin esperar entender nada. Crear el espacio para la escucha.
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