Hasta hace poco más de 100 años, las familias en las sociedades occidentales tenían gran número de hijos. El motivo era que muchos de ellos morían al nacer, o durante la infancia. Los padres optaban por una estrategia probabilística: a mayor número de hijos, más probabilidad tenían de que alguno de ellos sobreviviera hasta la edad adulta. De hecho, creemos que la esperanza de vida en la Edad Antigua o en la Edad Media era muy inferior a la actual. Lo cierto es que la altísima mortalidad infantil sesga la estadística a la baja: una vez llegados a la edad adulta, los individuos podían alcanzar con facilidad los 50 o 60 años, pero pocos cruzaban la frontera de la adolescencia. Las necrópolis romanas están repletas de sepulcros infantiles. Fue con la irrupción de la medicina moderna, la penicilina, y la extensión de los protocolos de vacunación extensiva, después de la Primera Guerra Mundial, cuando la mortalidad infantil se redujo a niveles prácticamente residuales en Occidente.
En innovación, hay que retornar a estrategias probabilísticas. Es bueno tener muchas ideas, cuantas más, mejor, y someterlas a un entorno de selección severa para que sobrevivan sólo las mejores. Generalmente, optamos por la estrategia inversa: tenemos pocas ideas y las cuidamos, las mimamos como a un hijo único. Que, aunque sea un auténtico petardo, hacemos lo posible para que triunfe. De igual modo, las empresas, las universidades, o las incubadoras, en general van escasas de ideas y, las pocas que tienen, se empeñan en llevarlas al mercado contra viento y marea.
Como me explicó un buen amigo, “el deal flow (flujo de ideas) es la mano que mece la cuna de la innovación”. Esa persona, director de un fondo de capital riesgo de referencia, basa su éxito en la construcción de un potente ecosistema de aportación de ideas y en someter dichas ideas a profundos tests. Cuestionarlas, torturarlas, probarlas, mezclarlas, construir sobre ellas… En ocasiones, “maltratar” al emprendedor o investigador que origina esa idea haciéndole notar sus debilidades. Justo lo contrario que suelen hacer empresas, universidades o incubadoras, que cuentan con una débil aportación de ideas y eso compromete todo su sistema de innovación. Sufren del síndrome del hijo único. Intentarán que malas ideas triunfen por todos los medios (y, en general, no lo van a hacer). Destinamos más recursos a intentar que nuestras pocas malas ideas tengan éxito, que a generar una gran base de buenas ideas.
Hace tiempo que intuyo que las metodologías de gestión de innovacion que durante casi dos décadas hemos preconizado, son erróneas. Hemos intentado que las empresas o grupos de investigación innoven desde dentro: son los empleados o equipos directivos de una empresa quienes proponen nuevas ideas. Pero su visión del mundo está filtrada por su propio paradigma de negocio actual. Ellos solos no van a pasar del incrementalismo. Tendrán pocas ideas, débiles, de bajo impacto y en la órbita usual del core business. De igual modo, cuando en un grupo de investigación es el científico el quepropone una idea de mercado a su propio descubrimiento, perdemos la oportunidad de que seanindividuos externos, del mercado, los que aporten ideas creativas de aplicación del conocimiento científico. El investigador es un profesional, generalmente hiperespecialista, que sabe muy poco del exterior. La probabilidad de que su visión de mercado sea certera es muy baja. Pero puede quedar cautivo de su idea y tratarla como a un hijo único.
En empresas, busquemos aportaciones externas. Henry Chesbrough ya nos explicó hace más de una década la importancia de la innovación abierta: analicemos tendencias, organicemos reuniones con consultores, directivos de otros sectores, clientes líderes, tecnólogos, diseñadores, individuos de otros países y contextos…. Dinamicemos sesiones creativas. Las ideas, en palabras del periodista científico Matt Ridley, deben “tener sexo”: unirse, aparearse, fertilizarse, cruzarse, hibridarse. Y, de los equipos de creatividad, generemos posteriormente metodologías de selección, matemos rápidamente aquellas ideas que presenten dudas, y organicemos equipos operativos de innovación (encargados de desarrollar las ideas y convertirlas en auténticas oportunidades de negocio) para implementarlas.
En grupos de investigación, cartografiemos las invenciones y las tecnologías disponibles y sometámoslas a opinión externa: profesionales de diferentes sectores, tecnólogos de otras disciplinas, analistas de tendencias, especialistas en márketing. Preguntémosles por su potencial uso. Ese nuevo material, ¿para qué podría servir en automoción? ¿Y en aeronáutica? ¿Y en gran consumo? ¿O quizá se podría utilizar en el hogar del futuro? Imaginemos esa tecnología en múltiples contextos. Generemos una cartera de ideas a partir de cada desarrollo y, sobretodo, no confiemos sólo en la visión de mercado del investigador. No importa cuán inteligentes sean los individuos, lo que cuenta es la potencia del cerebro colectivo que seamos capaces de organizar.
Por último, en incubadoras y centros de promoción empresarial, donde suele haber más emprendedores que buenas ideas, ofrezcamos un banco de ideas a esos emprendedores. Sistematicemos la búsqueda de ideas. Si es necesario, a nivel internacional. Importar modelos de servicio o de negocio de éxito en mercados más avanzados es muy, muy sencillo. Una excelente práctica es hacer un screening de oportunidades que han triunfado en otros lugares, y ofrecerlas a los potenciales emprendedores. Seguro que eso es mucho mejor que impulsar ideas únicas y malcriadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario