"Una parte de mí sospecha que soy un perdedor, y la otra piensa que soy Dios Todopoderoso" —John Lennon
Ese día el plan de entrenamiento que estoy siguiendo para correr mi primer maratón decía: Domingo, 20 kilómetros ritmo. Y yo decía: «ni loco».
Una tranquila cena con amigos la noche anterior había durado más de lo previsto —en tiempo y en cubatas—, así que no me sentía con fuerzas suficientes para cumplir con lo que pedía mi programa.
Tampoco estaba tan mal como para no hacer nada. Calculaba que dentro de mis posibilidades estaba una carrera de 10, 12, o como mucho 16 kilómetros. 20: descartados.
Así que me calcé la zapatillas y salí a correr con mentalidad “veamos a ver que pasa”.
Los primeros kilómetros transcurrieron como debían transcurrir: acusé la falta de sueño y me sentía cansado. Cero motivación para realizar un gran esfuerzo.
No obstante, a medida que iba avanzando me fui encontrando cada vez mejor, así que decidí darle una oportunidad a los 16k. Para mayor sorpresa, cuando llegué al punto donde debía retornar, me encontraba tan bien que me lancé a por los 20.
Decir que el trayecto de regreso fue muy agradable es quedarme corto: iba pletórico. Me sentía poderoso e imparable. A pesar del desmadre de la noche anterior, iba a cumplir con el plan.
Incluso mi mente empezó a fantasear con lo que dirían mis amigos cuando les contara que había corrido 20 largos kilómetros. También llamaría a mis padres para saludarlos y, como quien no quiere la cosa, como el que cuenta que acaba de llegar de comprar el pan, les narraría con tono indiferente mi pequeña hazaña.
Ahhh… cómo iba de contento mi adorable ego pensando en todas las muestras de admiración que iba a cosechar, estaba dichoso. Por fortuna, en ese momento desperté de mi ensoñación y al darme cuenta de lo que estaba haciendo, dije: “¡que te jodan ego!”.
Controlar mi ego —ese pequeño tirano que en todo momento exige adulación, reconocimiento y validación externa, que además es inseguro, envidioso y narcisista— es uno de mis objetivos prioritarios.
El ego es un gran sirviente, pero es espantoso cuando lo dejamos que dirija nuestra vida, porque lo único que quiere es adulación, gratificación, validación, y nunca tiene suficiente. Siempre quiere más.
Una tranquila cena con amigos la noche anterior había durado más de lo previsto —en tiempo y en cubatas—, así que no me sentía con fuerzas suficientes para cumplir con lo que pedía mi programa.
Tampoco estaba tan mal como para no hacer nada. Calculaba que dentro de mis posibilidades estaba una carrera de 10, 12, o como mucho 16 kilómetros. 20: descartados.
Así que me calcé la zapatillas y salí a correr con mentalidad “veamos a ver que pasa”.
Los primeros kilómetros transcurrieron como debían transcurrir: acusé la falta de sueño y me sentía cansado. Cero motivación para realizar un gran esfuerzo.
No obstante, a medida que iba avanzando me fui encontrando cada vez mejor, así que decidí darle una oportunidad a los 16k. Para mayor sorpresa, cuando llegué al punto donde debía retornar, me encontraba tan bien que me lancé a por los 20.
Decir que el trayecto de regreso fue muy agradable es quedarme corto: iba pletórico. Me sentía poderoso e imparable. A pesar del desmadre de la noche anterior, iba a cumplir con el plan.
Incluso mi mente empezó a fantasear con lo que dirían mis amigos cuando les contara que había corrido 20 largos kilómetros. También llamaría a mis padres para saludarlos y, como quien no quiere la cosa, como el que cuenta que acaba de llegar de comprar el pan, les narraría con tono indiferente mi pequeña hazaña.
Ahhh… cómo iba de contento mi adorable ego pensando en todas las muestras de admiración que iba a cosechar, estaba dichoso. Por fortuna, en ese momento desperté de mi ensoñación y al darme cuenta de lo que estaba haciendo, dije: “¡que te jodan ego!”.
Controlar mi ego —ese pequeño tirano que en todo momento exige adulación, reconocimiento y validación externa, que además es inseguro, envidioso y narcisista— es uno de mis objetivos prioritarios.
El ego es un gran sirviente, pero es espantoso cuando lo dejamos que dirija nuestra vida, porque lo único que quiere es adulación, gratificación, validación, y nunca tiene suficiente. Siempre quiere más.
Pero, ¿qué es el ego? El ego es la imagen que hemos creado de nosotros mismos, la parte de nuestra identidad que consideramos es la que nos define como individuos, el YO. El ego es la división entre nosotros y el resto del mundo.
Este constructo lo vamos creando a través de los años con las experiencias que vivimos y con las narrativas (muchas veces falsas ) que nos decimos a nosotros mismos: “no se me dan bien los idiomas”, “soy mejor que tu”, “no le caigo bien a nadie”, “mis pecas son espantosas”, “soy listo”, “soy un inepto”...
Es el ego el que nos hace estar comparándonos con otros, comparaciones que caen dentro de tres categorías: conocimiento (yo sé más que tú); habilidades (yo puedo hacer más que tú); riqueza (yo tengo más que tu).
Si el balance de nuestras comparaciones es positivo, respiramos aliviados. Pero si resulta que las cuentas salen en rojo, el tirano se encargará de recordarnos a todo momento que somos unos pringaos.
Esa permanente comparación, ese vivir de cara al exterior, preocupados por lo que el resto del mundo piensa de nosotros, nos aleja de nuestra verdadera esencia e impide que vivamos una vida más auténtica y satisfactoria.
Cuando tomamos decisiones y nos comportamos pensando en si eso nos hará vernos bien o no, perdemos el rumbo. De esta manera es que terminamos eligiendo profesiones, no por lo que nos apasiona, sino por lo que da más prestigio y tiene más caché.
O podemos terminar endeudados hasta lo imposible comprando ropa, muebles, coches, aparatos electrónicos, que no necesitamos (ni nos podemos permitir) por el sólo hecho de aparentar una prosperidad que no tenemos. Porque a nuestro ego no le gusta ser (ni tener) menos que el vecino.
Vivir según la opinión de los demás nos impide conectar con nuestro verdadero yo, con nuestro yo profundo, con esa voz tímida y frágil que es la única que nos puede conducir hacia una vida más auténtica y satisfactoria.
Es cuando aprendemos a conocernos de verdad —tarea harto difícil—, y decidimos vivir conforme a ello, cuando establecemos contacto con nuestros centros de poder y creatividad.
Viviendo según nuestros valores, preferencias e individualidad, sin importar si eso nos hace parecer más listos, más cool, o menos cutres, es la fórmula secreta de una vida expansiva y apasionante.
A nuestro ego le gusta proyectar una imagen triunfadora, sofisticada, seductora. Le encanta ser el centro de atención y despertar la admiración de los demás. Sin embargo, la paradoja reside en que las personas más seductoras, las más irresistibles, son aquellas que viven sin complejos y sin pensar en la opinión de los demás. Aquellos que viven según sus propias reglas y que no sienten la necesidad de explicarse ni disculparse por ello. Nada hay más seductor que la autenticidad.
En los días siguientes a la carrera, a pesar de mis buenas intenciones, fui incapaz de sujetar por completo a mi ego y termine dejando caer en más de una conversación mi pequeña hazaña. Lo cual no es sino el testimonio del largo camino que aún debo recorrer, ese es un desafío que va más allá de 20 kilómetros.
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