Foxconn, el mayor contract manufacturer del mundo, fabricante de iPhones para Apple, Galaxys para Samsung, y PlayStations para Sony, acaba de anunciar que substituirá 60.000 empleados por robots, en el marco de un programa masivo que tiene como objetivo automatizar todas sus operaciones de producción. La revolución tecnológica sin precedentes que estamos sufriendo tiene algunas consecuencias nefastas: la automatización del trabajo expulsa millones de personas de sus empleos. Según un reciente estudio de Deloitte y la Universidad de Oxford, el 35% de los empleos serán automatizados y suprimidos en las próximas dos décadas. Automatización que está ascendiendo, a medida que las máquinas incorporan niveles superiores de inteligencia, hacia capas cada vez más sofisticadas de trabajadores. Ya no desaparecen sólo tareas relacionadas con la manufactura rutinaria o la gestión administrativa. También desaparecen actividades que implicaban toma de decisiones y habilidades de pensamiento crítico, o trabajo de precisión. Los sistemas expertos y la inteligencia artificial están ya aniquilando posiciones de management. Los robots asumen todo tipo de procesos, cada vez más complejos, desde la cirugía hasta la soldadura pasando por la mecánica de automóviles o la gestión de reservas de viaje.
La naturaleza del trabajo creado post-crisis tiene poco que ver con la del trabajo pre-crisis. El mercado del empleo está sufriendo un brutal desacoplamiento entre la oferta y la demanda. Mientras se han destruido millones de puestos de trabajo en tareas repetitivas (desde cajeros de supermercado a operarios de fábrica, pasando por administrativos de banca), los escasos puestos creados lo son básicamente en servicios personalizados (abogados, médicos, consultores, analistas de datos…) muy especializados y con outputs difícilmente exportables o escalables. Y la demanda de las grandes empresas gira inevitablemente hacia profesiones intensivas en tecnología (según McKinsey, más del 60% de grandes empresas estadounidenses declaran que no encuentran perfiles especializados en ámbitos como sistemas de información, matemáticas o ingeniería, mientras que sólo el 15% de las titulaciones universitarias ofrecen programas en estos ámbitos).
Pero además, la acelerada digitalización de los sectores industriales está cambiando alguna de las leyes fundamentales de la economía: el coste marginal de producir una unidad más en los mercados digitales es cero. Si antes, en el mundo analógico, producir una unidad más de producto revertía en costes empresariales (que se transformaban en salarios), hoy todo el coste se concentra en el diseño de la primera unidad. La segunda, es una copia gratuita de la primera. Desde un programa de software hasta una superproducción cinematográfica. Todo el valor generado confluye en el punto original. Avanzamos hacia una singularización absoluta del valor creado, que no se distribuye ya en cadenas territoriales. La digitalización, una fuerza formidablemente democratizadora de la información, del conocimiento y de la educación, es también terriblemente ineficiente en la distribución de la riqueza.
¿Vamos hacia un mundo con una minoría de emprendedores de éxito, diseñadores y profesionales de élite, ciudadanos globales muy bien pagados, que acumulan la riqueza; y una mayoría de parias inadaptados y desamparados? ¿Puede ser que en un entorno donde la tecnología genera incrementos cuánticos de productividad y, por tanto, abundancia de outputs en todos los sectores (desde la alimentación a la energía, pasando por la farmacia, la medicina o por el medio ambiente), la falta de trabajo lleve a la precariedad globalizada? De hecho, por primera vez en la historia, parece que los incrementos de productividad ganados con tecnología no se están convirtiendo en reinversiones y generación de puestos de trabajo. Se crea riqueza de forma abundante, pero la desigualdad se extiende imparable por el planeta.
En este escenario, están surgiendo cada vez más voces que reclaman una Renta Básica Universal (RBU). Desde figuras emblemáticas de la izquierda como el ex ministro de economía griego, Yanis Baroufakis; a diferentes formaciones políticas de todos los colores, en países como Finlandia, Islandia, Canadá o Suiza, donde este tema está convirtiéndose en debate nacional. Este paradigma, como evolución del estado del bienestar y de los sistemas de seguridad social, parece técnicamente posible en un mundo tecnológico e hiperproductivo, pero en el cual parecen haber desaparecido los mecanismos básicos de distribución del valor regulados por la espontánea dinámica del mercado. Y esto es así porque la revolución tecnológica ha transformado las estructuras de coste empresariales, y la misma naturaleza del trabajo.
The Verge se plantea cuál será el último trabajo de la tierra. Pero Keynes, en su libro Economic Possibilities for Our Grandchildren, (publicado en 1930, en plena Gran Depresión)ya predijo que hacia 2030 la humanidad habría aumentado de tal modo su productividad que nos esperaba un futuro de ocio. Quizá no iba tan errado. Como en el Imperio Romano, donde los ciudadanos no trabajaban porque millones de esclavos lo hacían por ellos, vamos hacia un mundo sin trabajo? ¿Trabajarán los robots por nosotros? En ese caso, ¿seríamos capaces de redistribuir la riqueza y construir una equilibrada sociedad del ocio? ¿Será el fin del trabajo y la renta básica universal el punto de destino de la globalización?
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