- La biología explica por qué los dibujos animados despiertan sentimientos difíciles de controlar
Sólo cabe rendirse. Cuando uno contempla a Dory bebé, tal como aparece en la secuela Buscando a Dory, de Andrew Stanton, Angus MacLane, no cabe oposición a ese encanto, a esos ojos. Esa ternura infalible es una sensación muy común en la animación que Pixar ha explotado en innumerables ocasiones, como con Boo, aquella niña de coletas que se pegaba a Wazowski y Sully en Monstruos S. A. (2001), de Pete Docter, David Silverman y Lee Unkrich. Pero todos los animadores saben cómo se hace. Vanellope, la coprotagonista de ¡Rompe Raplh! (2012), de Rich Moore, era una niña descarada e ingobernable, que sacaba a Ralph de sus casillas, a la vez que generaba en él –como en el público– un deseo infalible de adopción y lo partía en dos si lloraba. El secreto de esos fabones amarillos con pantalón de peto llamados minions no es muy diferente. En todos los casos, y en otros tantos, hablamos de un encanto vinculado a una fisonomía cuyo poder sobre nuestra voluntad es pura biología.
Las razones son evolutivas y explican asuntos en apariencia tan dispares como nuestra relación con las crías de casi cualquier mamífero superior –adoptamos a perros y gatos sobre todo, pero si no supiéramos de los inconvenientes futuros nos llevaríamos a casa cachorros de tigre, elefante, lobo, pingüino o gorila–, el éxito de los vídeos de gatitos en internet o la popularidad de determinados modelos de coche, como el Beetle, el Mini o el Cinquecento (de singular éxito entre el público femenino, y todos ellos dotados de redondos “ojazos” y formas suaves). Es lo que, en un número de la revista How It Works Magazine denominaban el baby schema, una estructura fisonómica con unas proporciones concretas que incluyen ojos grandes y frontales, cabeza redonda y grande y cuerpo pequeño y rechoncho. Esto hace adorables a las crías de muchos mamíferos. Y es sencillo explicar por qué necesitan serlo: requieren mucho tiempo de atención adulta antes de valerse por sí mismas. Los neonatos de especies que no requieren crianza, la cucaracha por ejemplo, no son cuquis. Los científicos han certificado que esa fisonomía genera en los humanos segregación de dopamina y un esquema de recompensas similar a la crianza. El biólogo Eduardo Angulo –autor de El animal que cocina (451 ediciones)– cita que distintos estudios han constatado que quienes poseen mascotas “segregan oxitocina e incluso una disminución del cortisol en sangre”, reacciones similares a las del ejercicio de la paternidad.
En el campo de la animación, todos los ejemplos antedichos responden de forma obvia a estos esquemas, pero “los que mejor han sabido copiar esa fisonomía para atraer al espectador, con ojos desproporcionados y usando imágenes tomadas de arriba hacia abajo para generar esa ternura, son los japoneses”, subraya Angulo, que recuerda el impacto en España la irrupción del serial Heidi, cuyos personajes diseñó el maestro Hayao Miyazaki.
Esta respuesta hacia el cachorro de otra especie (aunque sea una especie inventada, como estos minions), que eventualmente se ha registrado en otros mamíferos superiores –que adoptan huérfanos de otra especie– es de singular intensidad en el animal humano. Y hay una lógica biológica en ello: la especie humana, por el tamaño del neonato respecto al hueco pélvico y al limitado número de individuos por camada –habitualmente, uno– es una de las que mayor inversión de energía requiere en su reproducción, como señalaba el biólogo premio Pulitzer Jared Diamond. Angulo lo resume: “Los padres deben acompañar al bebé durante varios años, y aun cuando ya no esté indefenso, deberá ser educado en las dinámicas sociales del grupo o la tribu varios años más”. Tiene, pues, todo el sentido que sintamos devoción por las crías en mayor medida que ningún otro mamífero. En plata: somos más susceptibles a ablandarnos ante lo cuqui.
Esa puede ser también una de las razones por las que somos una especie que adopta mascotas. Aunque la utilidad evolutiva de nuestra relación con otros animales es obvia –todas las especies ganaderas, domesticado en beneficio de nuestra supervivencia–, menos clara está nuestra tendencia a esa crianza de otros mamíferos: los perros, evolución domesticada de los lobos, pudieron ser en origen una ayuda para la caza, pero hoy es difícil desentrañar la razón de tantos años de relación, años en los que hemos ido logrando variedades, apunta Angulo, en las que “para aproximar su fisionomía a la humana hasta hemos logrado eliminarles el morro”. El biólogo dice que el resumen de las investigaciones confirma que “la adopción de mascotas existe en todas las culturas y desde hace milenios, luego debe suponer una ventaja evolutiva relacionada con la supervivencia o con la reproducción”. Angulo cita el trabajo del biólogo Harold Herzog, Biology, Culture, and the Origins of Pet-Keeping, quien sostiene que es “producto de una evolución cultural basada en la imitación y en al aprendizaje social, pero aún hay mucho por estudiar en ese campo”. A los creadores del olvidadizo pez cirujano, o del VW Escarabajo, en cambio, la razón les dará lo mismo. Les basta saber que funciona. Y que pueden hacernos llorar si quieren.
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