Una cerilla dura un instante, después, es simplemente un pedazo de madera quemado e inútil que nadie se molesta en conservar. Para toda una generación, esa connotación de expresión efímera es precisamente lo que evoca internet, un lugar que puede proporcionarte herramientas sencillas pero potentes, permitirte expresar algo de una manera determinada, e inmediatamente después, desaparecer, pero no por accidente, sino porque siempre estuvo diseñado para ello.
Un buen artículo en The New Yorker, “Snapchat, Instagram Stories and the internet of forgetting“, habla del lanzamiento de Instagram Stories, para muchos la mejor copia de Snapchat jamás creada y finalmente – a la tercera, tras Facebook Poke y Slingshot, va la vencida – y de cómo la red está pasando de ser una herramienta de archivo permanente, el sitio donde almacenamos nuestros recuerdos, a convertirse en una de expresión instantánea, en la que aquello que publicamos desaparece sin dejar rastro al cabo de veinticuatro horas. Tras un primer momento en el que parecía que los jóvenes utilizarían Instagram Stories únicamente para llevar follows a su cuenta de Snapchat, ahora la herramienta parece estar ganando en popularidad y convenciendo a usuarios de un rango de edades más amplio que los tradicionales de Snapchat, mientras el fundador de Instagram, Kevin Systrom, reconoce sin ningún tipo de reparo que el mérito del concepto es totalmente de Snapchat y que la copia es una actividad habitual en Silicon Valley provista de un valor indudable.
En realidad, estamos viviendo una transición con mucho sentido. Es perfectamente posible que muchos no logren nunca adaptarse a ella, pero estamos presenciando cómo las memorias de una generación que nunca contó con herramientas públicas de preservación de su vida pasan a ser algo secundario, mientras el papel principal de la red pasa a ser el de herramienta diseñada para una comunicación más parecida a una conversación en un bar, no a una ante notario. Durante muchas generaciones, nuestros recuerdos estaban destinados a vivir únicamente en nuestra memoria y en las de las personas que estaban con nosotros cuando tuvieron lugar, o incluso a ser “de segunda mano”, en los cerebros de aquellos a los que se lo habíamos contado, que los habían vivido – de otra manera, obviamente – a través de nuestra experiencia. De ahí, el desarrollo y popularización de la fotografía nos llevó a pasar a almacenar copias que evocaban esos recuerdos: fragmentos de papel impreso con haluros de plata que utilizábamos de vez en cuando para revivir aquellos momentos, aquellas sensaciones. El papel de aquellas fotografías tenía algo de social, muchas veces eran utilizados para verlos con otras personas, hojear un álbum y comentar, pero esa actividad estaba limitada a ciertas ocasiones y momentos.
Con internet, el cloud computing y las herramientas sociales, la transición fue prácticamente automática: pasamos casi sin darnos cuenta de llevar las fotografías en papel, a llevarlas en un dispositivo que llevábamos siempre con nosotros, elsmartphone, que además fue progresivamente robando protagonismo a la cámara a la hora de crear aquellas imágenes. Pero la idea era la misma: almacenar recuerdos, que ahora además podían ser mostrados automáticamente a cualquiera que quisiera verlos, valorarlos o comentarlos. La capa social funcionaba como un estímulo permanente: la foto que verdaderamente hacía ilusión no era la que mejor capturaba un recuerdo, sino la que obtenía un número más elevado de Likes o de comentarios. Pero el concepto era el mismo: hice esto, vi esto, estuve aquí… y aquí está la prueba documental.
Con Snapchat, el concepto cambió. Nadie sabe si fue la sensación de “vivir ante notario”, la de los hipotéticos problemas que podía generar en un futuro haber compartido esto o aquello, la de huir de los hábitos de sus padres, la de preservar la privacidad, o el conjunto de todas ellas unido a una generación que ya veía como algo completamente natural llevar una cámara y un ordenador potente a todas horas en el bolsillo, pero lo cierto es que los jóvenes descubrieron una nueva forma de utilizar la red, en la que el valor estaba en el momento, en la conversación puntual, en el chiste, en el guiño. Como una conversación en un bar, que nadie espera que nadie se ponga a grabar para preservar su recuerdo. La generación más joven se encontró más cómoda prescindiendo del “notario digital” que la red representaba, y decidieron utilizarla simplemente como un canal más para conversaciones efímeras.
Instagram Stories es precisamente eso: una copia muy buena de Snapchat, situada en un momento en el que Snapchat ya no es aquella herramienta en la que las cosas desaparecían tras pocos segundos. Snapchat ha evolucionado mucho en poco tiempo, e Instagram Stories, con la potencia detrás del impresionante plantel de desarrolladores de Facebook, ha conseguido capturarlo y recrearlo dentro de una herramienta como Instagram, popular y con una imagen que genera connotaciones positivas en todas las generaciones. Eso, la internet de lo efímero, es el concepto de fondo que Facebook, tras intentarlo en dos ocasiones quedándose con la anécdota, ha conseguido finalmente capturar con Instagram Stories.
Para muchos para los que Snapchat resultaba difícil de entender, Instagram Stories resultará posiblemente más sencillo, pero les dejará un sabor extraño y agridulce, un permanente lamento de “querría conservar esto en mi archivo permanente, en el capítulo de “recuerdos para guardar”, y esta estúpida aplicación va y lo borra a las veinticuatro horas. Si es así, que sepas que estás ante un proceso natura: tu cerebro aún sigue pensando en internet como en un archivo permanente, no como en un canal de conversación. Para los más jóvenes, para los que internet no fue un descubrimiento sino algo que siempre ha estado ahí y cuya disponibilidad dan por supuesto, dedicar un rato a una creación efímera tiene todo el sentido del mundo, como el que piensa durante un rato una idea ingeniosa que les convierte en centro de la atención del grupo o quienes disfrutan de una puesta de sol conscientes de que ese sol volverá a estar ahí mañana – y si son ellos los que no están, no pasa nada. Lo raro, de hecho, es que pudiésemos vivir la misma puesta de sol varias veces. Para ellos, le quitaría toda la magia, todo el valor.
En el fondo, los anómalos no son ellos, somos nosotros. No es su generación, es la nuestra. Que internet deje de ser un archivo permanente o un notario universal no era más que una anomalía, algo que hicimos mientras no “normalizamos” su uso. Ellos estarán aquí más tiempo e impondrán sus modelos de uso, internet terminará siendo lo que ellos digan, no lo que nosotros creamos.
Larga vida al rock’n roll.
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