El
diseño biológico que rige nuestro espectro emocional no lleva cinco ni cincuenta
generaciones evolucionando; se trata de un sistema que está presente en nosotros
desde hace más de cincuenta mil generaciones y que ha contribuido, con
demostrado éxito, a nuestra supervivencia como especie. Por ello, no hay que
sorprenderse si en muchas ocasiones, frente a los complejos retos que nos
presenta el mundo contemporáneo, respondamos instintivamente con recursos
emocionales adaptados a las necesidades del Pleistoceno.
En esencia, toda emoción constituye un impulso que nos moviliza a la
acción. La propia raíz etimológica de la palabra da cuenta de ello, pues el
latín movere significa moverse y el prefijo edenota
un objetivo. La emoción, entonces, desde el plano semántico, significa
“movimiento hacia”, y basta con observar a los animales o a los niños pequeños
para encontrar la forma en que las emociones los dirigen hacia una acción
determinada, que puede ser huir, chillar o recogerse sobre sí mismos. Cada uno
de nosotros viene equipado con unos programas de reacción automática o una serie
de predisposiciones biológicas a la acción. Sin embargo, nuestras experiencias
vitales y el medio en el cual nos haya tocado vivir irán moldeando con los años
ese equipaje genético para definir nuestras respuestas y manifestaciones ante
los estímulos emocionales que encontramos.
Un par de décadas atrás, la ciencia psicológica sabía muy poco, si es que
algo sabía, sobre los mecanismos de la emoción. Pero recientemente, y con ayuda
de nuevos medios tecnológicos, se ha ido esclareciendo por vez primera el
misterioso y oscuro panorama de aquello que sucede en nuestro organismo mientras
pensamos, sentimos, imaginamos o soñamos. Gracias al escáner cerebral se ha
podido ir desvelando el funcionamiento de nuestros cerebros y, de esta manera,
la ciencia cuenta con una poderosa herramienta para hablar de los enigmas del
corazón e intentar dar razón de los aspectos más irracionales del
psiquismo.
Alrededor del tallo encefálico, que constituye la región más primitiva de
nuestro cerebro y que regula las funciones básicas como la respiración o el
metabolismo, se fue configurando el sistema límbico, que aporta las emociones al
repertorio de respuestas cerebrales. Gracias a éste, nuestros primeros ancestros
pudieron ir ajustando sus acciones para adaptarse a las exigencias de un entorno
cambiante. Así, fueron desarrollando la capacidad de identificar los peligros,
temerlos y evitarlos. La evolución del sistema límbico estuvo, por tanto,
aparejada al desarrollo de dos potentes herramientas: la memoria y el
aprendizaje.
En esta región cerebral se ubica la amígdala, que tiene la forma de una
almendra y que, de hecho, recibe su nombre del vocablo griego que denomina a
esta última. Se trata de una estructura pequeña, aunque bastante grande en
comparación con la de nuestros parientes evolutivos, en la que se depositan
nuestros recuerdos emocionales y que, por ello mismo, nos permite otorgarle
significado a la vida. Sin ella, nos resultaría imposible reconocer las cosas
que ya hemos visto y atribuirles algún valor.
Sobre esta base cerebral en la que se asientan las emociones, fue
creándose hace unos cien millones de años el neocórtex: la región cerebral que
nos diferencia de todas las demás especies y en la que reposa todo lo
característicamente humano. El pensamiento, la reflexión sobre los sentimientos,
la comprensión de símbolos, el arte, la cultura y la civilización encuentran su
origen en este esponjoso reducto de tejidos neuronales. Al ofrecernos la
posibilidad de planificar a largo plazo y desarrollar otras estrategias mentales
afines, las complejas estructuras del neocórtex nos permitieron sobrevivir como
especie. En esencia, nuestro cerebro pensante creció y se desarrolló a partir de
la región emocional y estos dos siguen estando estrechamente vinculados por
miles de circuitos neuronales. Estos descubrimientos arrojan muchas luces sobre
la relación íntima entre pensamiento y sentimiento.
La emergencia del neocórtex produjo un sinnúmero de combinaciones
insospechadas y de gran sofisticación en el plano emocional, pues su interacción
con el sistema límbico nos permitió ampliar nuestro abanico de reacciones ante
los estímulos emocionales y así, por ejemplo, ante el temor, que lleva a los
demás animales a huir o a defenderse, los seres humanos podemos optar por llamar
a la policía, realizar una sesión de meditación trascendental o sentarnos a ver
una comedia ligera. Asimismo, con el neocórtex emergió en nosotros la capacidad
de tener sentimientos sobre nuestros sentimientos, inducir emociones o inhibir
las pasiones.
Orgullosos de nuestra capacidad para controlar nuestras emociones, hemos
caído en la trampa de creer que nuestra racionalidad prima sobre nuestros
sentimientos y que a ella podemos atribuirle la causa de todos nuestros actos.
Pero, a diferencia de lo que pensamos, son muchos los asuntos emocionales que
siguen regidos por el sistema límbico y nuestro cerebro toma decisiones
continuamente sin siquiera consultarlas con los lóbulos frontales y demás zonas
analíticas de nuestro cerebro pensante. Recuerde, simplemente, la última vez en
que perdió usted el control y explotó ante alguien, diciendo cosas que jamás
diría.
Los estudios neurológicos han encontrado que la primera región cerebral
por la que pasan las señales sensoriales procedentes de los ojos o de los oídos
es el tálamo, que se encarga de distribuir los mensajes a las otras regiones de
procesamiento cerebral. Desde allí, las señales son dirigidas al neocórtex,
donde la información es ponderada mediante diferentes niveles de circuitos
cerebrales, para tener una noción completa de lo que ocurre y finalmente emitir
una respuesta adaptada a la situación. El neocórtex registra y analiza la
situación y acude a los lóbulos prefrontales para comprender y organizar los
estímulos, en orden a ofrecer una respuesta analítica y proporcionada, enviando
luego las señales al sistema límbico para que produzca e irradie las respuestas
hormonales al resto del cuerpo.
Aunque esta es la forma en la que funciona nuestro cerebro la mayor parte
del tiempo, Joseph LeDoux -en su apasionante estudio sobre la emoción- descubrió
que, junto a la larga vía neuronal que va al córtex, existe una pequeña
estructura neuronal que comunica directamente el tálamo con la amígdala. Esta
vía secundaria y más corta, que constituye una suerte de atajo, permite que la
amígdala reciba algunas señales directamente de los sentidos y dispare una
secreción hormonal que determina nuestro comportamiento, antes de que esas
señales hayan sido registradas por el neocórtex.
El problema que esto puede y suele suscitar consiste en que la amígdala
ofrece respuestas inmediatas que no tienen en cuenta la situación en toda su
complejidad, sino que se limitan a asociarla con los recuerdos emocionales que
guarda almacenados para proveer así la repuesta que considere adecuada. Si bien
esto podría ser determinante para la supervivencia de nuestros ancestros en
situaciones en las que unas milésimas de segundos significaban la diferencia
entre vida o muerte, en el sofisticado mundo social de hoy en día puede resultar
desproporcionado y hasta catastrófico.
Así, por ejemplo, no es de sorprender que una persona que haya sufrido un
fuerte trauma tras haber sido asediada sexualmente por un antiguo jefe, tenga
una reacción exagerada y violenta cuando se enfrente a un escenario similar al
del ataque o cuando se encuentre con una superior que le recuerde de alguna
forma a su agresor. De hecho, la situación se hace más compleja si tenemos en
cuenta que la mayoría de los recuerdos emocionales más intensos que están
almacenados en la amígdala proceden de los primeros años de vida, de hechos que
no sólo escapan a nuestro control, sino que ni siquiera entran en el ámbito de
nuestros recuerdos conscientes.
En cada uno de nosotros se solapan dos mentes distintas: una que piensa y
otra que siente. Éstas constituyen dos facultades relativamente independientes y
reflejan el funcionamiento de circuitos cerebrales diferentes aunque
interrelacionados. De hecho, el intelecto no puede funcionar adecuadamente sin
el concurso de la inteligencia emocional, y la adecuada complementación entre el
sistema límbico y el neocórtex exige la participación armónica de ambas. En
muchísimas ocasiones, estas dos mentes mantienen una adecuada coordinación,
haciendo que los sentimientos condicionen y enriquezcan los pensamientos y lo
mismo a la inversa. Algunas veces, sin embargo, la carga emocional de un
estímulo despierta nuestras pasiones, activando a nivel neuronal un sistema de
reacción de emergencia, capaz de secuestrar a la mente racional y llevarnos a
comportamientos desproporcionados e indeseables, como cuando un ataque de cólera
conduce a un homicidio.
En el funcionamiento de la amígdala y en su interrelación con el
neocórtex se esconde el sustento neurológico de la inteligencia emocional,
entendida, pues, como un conjunto de disposiciones o habilidades que nos
permite, entre otras cosas, tomar las riendas de nuestros impulsos emocionales,
comprender los sentimientos más profundos de nuestros semejantes, manejar
amablemente nuestras relaciones o dominar esa capacidad que señaló Aristóteles desenfadarse
con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el
propósito justo y del modo correcto.
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