El pasado jueves estuve en el Ayuntamiento de Madrid, invitado por la propia institución y por AEDIVE, participando en un panel sobre el futuro de las ciudades al hilo de desarrollos tecnológicos como los vehículos eléctricos y de conducción autónoma, en el día en el que Uber presentaba a nivel mundial su servicioUberOne en la ciudad de Madrid, una opción de movilidad exclusivamente eléctrica, con varias decenas de Tesla Model S que circularán por la capital para pasajeros y compañías que, a cambio de un coste algo superior, prefieran optar por la movilidad limpia.
El hecho de que el evento tuviese lugar en la misma semana en la que Google anunciaba su spinoff Waymo, tras seis años y más de tres millones de kilómetros desde su primer anuncio, me sirvió para comenzar mi intervención con una pregunta clara: por qué la tecnología avanza exponencialmente, pero las decisiones que afectan a la contaminación, a nuestra salud, a los atascos o a la calidad de vida en las ciudades avanzan a un paso tan desesperantemente lento.
La constelación de circunstancias resulta evidente: Mary Barra, CEO de GM, ha anunciado que en menos de 5 años, su compañía será completamente distinta y se habrá replanteado en torno al vehículo autónomo. Ford anuncia pruebas con vehículos autónomos en Europa en este 2017 que comienza, NuTonomy se lanza en Boston, Chris Urmson (ex-director de la iniciativa original de Google) lanza otra compañía para el mismo tema, Uber lanza su servicio con vehículos autónomos Volvo XC90 en San Francisco tras iniciar sus desarrollos con Carnegie Mellon en Feb. 2015… todo indica que los vehículos autónomos serán una realidad muy pronto, que la tecnología avanza a velocidades nunca vistas, y que sus efectos sobre la movilidad en las ciudades van a empezar a dejarse notar en los próximos pocos años.
Cuando hablamos de fenómenos de adopción y de plazos como los que estamos ya manejando, el cambio en los hábitos de uso de los ciudadanos resulta absolutamente fundamental. Madrid es la cuarta ciudad más contaminada de Europa, y su situación actual es la que todos los que vivimos en ella conocemos bien: la calidad del aire depende casi únicamente de las circunstancias meteorológicas. En cuanto los caprichos de la temperie nos privan de vientos o lluvias durante un cierto tiempo no demasiado prolongado, las lecturas en los medidores se disparan y las medidas restrictivas del tráfico se convierten en imprescindibles. Al actual consistorio madrileño hay que agradecerle la valentía necesaria para no hacer como los anteriores, que simplemente ignoraban esas lecturas – o incluso reposicionaban los monitores en otras zonas – y permitían que la calidad del aire alcanzase niveles preocupantes.
Los problemas de Madrid no son nuevos: la ciudad ya presentaba índices de contaminación preocupantes en la década de los ’70, pero la política, simplemente, no estuvo a la altura para impedir que la situación siguiese empeorando. Las restricciones, indudablemente, generan numerosas incomodidades, pero resultan absolutamente necesarias no solo para paliar el deterioro de la calidad del aire, sino también para incidir en la progresiva mentalización y toma de conciencia de los ciudadanos. Las actuales medidas restrictivas en la primera semana del corte al tráfico de la Gran Vía, la calle Mayor y la calle Atocha no puede tener un balance más positivo: la contaminación por dióxido de nitrógeno en esas zonas se ha reducido en un 32%. Para una vez que la política está a la altura de las circunstancias, plantearse críticas está completamente fuera de lugar. De hecho, las medidas no deberían limitarse a esas zonas y al periodo navideño, sino convertirse en permanentes e incrementarse sumando más calles y zonas de la ciudad.
El modelo de ciudad que hemos conocido durante décadas ha alcanzado su techo de sostenibilidad. En el momento en que algunos medios informan erróneamente sobre la conferencia de Ciudad de México en la que supuestamente la propia capital mexicana, París y Madrid se comprometían a prohibir los vehículos diesel a partir del año 2025 – el ayuntamiento madrileño desmintió posteriormente el compromiso – debemos plantearnos que, en realidad, los vehículos diesel deberían haber sido prohibidos hace ya bastantes años, y que la única razón para no hacerlo ya son cuestiones derivadas de la impopularidad de la medida o de la preocupación por los trabajadores de las compañías que los fabrican, como el coordinador general de la alcaldía, Luis Cueto, comentó durante el coloquio.
Actualmente, el vehículo eléctrico, según investigaciones del MIT, es suficiente para cubrir el 87% de nuestras necesidades, en 2025 lo será para el 99%, y ese dato no tiene nada que ver con la instalación de redes de cargadores: simplemente, se debe a la mejora progresiva de las baterías y la eficiencia. El Tesla Model S P100D con batería de 100 kWh tiene ya una autonomía de 613 kilómetros, suficiente como para plantearme un viaje de Madrid a La Coruña sin detenerme.
Claramente, la clave está en el aprovechamiento eficiente. El uso particular del automóvil que que llevamos a cabo actualmente es profundamente absurdo: el 97% del tiempo el vehículo está parado, y el 3% restante suele circular con una sola persona en su interior – 1.2 personas, según las estadísticas en Madrid. Poseer un vehículo que se deprecia más de un tercio nada más adquirirlo, para tener que pagar impuestos, seguros o aparcamientos por él, y abastecerlo de combustible para, en muchos casos, moverlo inútilmente mientras buscamos aparcamiento resulta una opción que, a pesar de que muchos ciudadanos reclamen como parte de su supuesta libertad individual, tiene un coste a nivel de sociedad que lo convierte en completamente absurdo. El modelo de sociedad basado en el sueño de Henry Ford de un automóvil por persona es, en pleno siglo XXI, totalmente insostenible. En el año 2018, el uso de vehículos autónomos eléctricos para moverse por una ciudad igualará en coste la opción de poseer un vehículo propio, y supondrá un cambio brutal en los hábitos de los usuarios. Con una infraestructura que combine un adecuado transporte público de alta capacidad y una oferta de vehículos compartidos de diversos tamaños (taxis y minibuses compartidos, optimizados mediante apps), se puede ofrecer el mismo número de desplazamientos actual con tan solo el 3% de los vehículos, según datos del International Transport Forum. Y además, la capilaridad y el alcance dentro del conjunto de las ciudades se distribuye de una manera mucho más democrática y con menos zonas excluidas.
El aparcamiento es otra cuestión que necesita una urgente reconsideración. Eliminar el aparcamiento en la calle libera el 20% del espacio entre aceras para otros usos (bicicletas, reparto, recogida y llegada de pasajeros, etc.), y el espacio urbano es un bien preciado. Destinar las aceras a aparcar vehículos resulta cada día más absurdo, y debe someterse a restricciones cada vez más rigurosas con el fin de desincentivarlo. No podemos permitirnos que todos los residentes en una ciudad utilicen un espacio que es de todos para aparcar sus vehículos. Eliminar el tránsito derivado de la búsqueda de aparcamiento, además, evita el 23% de kilómetros recorridos en 24 horas, el 37% en hora punta. Pero mejor aún, elimina el 34% de las emisiones resultantes. Del mismo modo, planteamientos como el del taxi actual, que una gran parte del tiempo circula por las calles a la espera de que un usuario levante la mano, resulta igualmente insostenible: por mucho que nos guste levantar la mano y que se detenga un taxi, debemos ser conscientes de que todos esos kilómetros recorridos en vacío por los carriles más próximos a la acera y a velocidades reducidas, esas infraestructuras dedicadas en forma de paradas y carriles específicos, y esas maniobras potencialmente peligrosas cada vez que un cliente levanta la mano son un sistema claramente del siglo pasado, que el uso de la tecnología ha conseguido superar. En la ciudad del futuro, cuando decidamos que nuestro tipo de desplazamiento precisa de un vehículo con las características de un taxi, lo pediremos no bajando a la calle y levantando la mano, sino utilizando una app, el que acuda será eléctrico y autónomo y, si lo deseamos, se compartirá con otros usuarios mediante rutas adecuadamente optimizadas, replanteando completamente el tiempo de desplazamiento, convirtiéndolo en tiempo útil para otros usos.
Son muy pocas las ciudades que están anticipando la disrupción del transporte, y esa anticipación resulta completamente fundamental para capitalizar las ventajas que puede traer consigo. De una ciudad esperamos que sea accesible, segura, ecológica, asequible, equitativa e inclusiva, pero el desarrollo tecnológico no es suficiente para garantizarlo. La tecnología es simplemente eso, tecnología. Es neutral, y lo que hagamos con ella depende del uso al que la destinemos. El desarrollo de la tecnología del vehículo eléctrico y autónomo puede llevarnos al cielo o al infierno. El cielo, la ciudad ideal que muchos nos imaginamos, es una en la que el vehículo eléctrico y autónomo es destinado de manera mayoritaria a flotas, a usos compartidos racionales, con la capacidad optimizada y una gestión de red eficiente, unido a una multimodalidad derivada del uso de bicicletas, motos eléctricas o, simplemente, a caminar. Pero existe un infierno, si el vehículo eléctrico y autónomo se hace cada vez más asequible y se plantea como adquisición por particulares, que consecuentemente comienzan a adquirir más vehículos, a incrementar más aún la ocupación de la vía pública enviando al vehículo vacío a hacer recados o a dar vueltas mientras se hace algo, o a utilizar menos el transporte público.
El estudio que junto con Gildo Seisdedos presenté en IE Business School el pasado febrero, Upgrading Urban Mobility, hacía hincapié en la importancia de tres variables: ACCESIBILIDAD (sistemas de pooling de demanda), ENERGÍA (progresivamente más ecológica) e INTEGRACIÓN (intermodalidad o multimodalidad mediante apps como Citymapper o Moovel que permiten planificar adecuadamente desplazamientos a través de diferentes medios).
Lo que resulta absolutamente fundamental e imprescindible es someter los recursos liberados progresivamente por el uso de la tecnología, el espacio en las vías, etc. a la adecuada gestión por los ayuntamientos, con el fin de capturar sus beneficios de la manera adecuada, sometida a una planificación que incida en una mejor situación para todos. Y en ese sentido, las restricciones (zonales, de aparcamiento, de emisiones, etc.) deben continuar e incrementarse progresivamente, asociadas a una mayor oferta disponible de otras opciones de movilidad limpia y compartida, para generar un cambio de cultura en los ciudadanos que desincentive el uso irracional del vehículo privado y permita el desarrollo de otras opciones.
En la ciudad del futuro, no veremos aceras saturadas con hileras de vehículos que se apropian de un espacio público que podría ser destinado a otros usos, y no veremos accesos, calles ni avenidas completamente colapsadas con coches particulares, porque su circulación se habrá desincentivado para terminar prohibiéndose. En su lugar, habrá sistemas de transporte público eficientes, un transporte concebido como servicio en lugar de como producto, una complementariedad con vehículos como bicicletas y motocicletas eléctricas, y redes capilares de servicios de pooling de demanda que acudirán a nuestra demanda cuando lo indiquemos en nuestras apps.
Cada vez más ciudades se plantean un futuro en el que no entran los vehículos particulares. Mientras tanto, mientras no haya una voluntad política decidida y una población adecuadamente concienciada de la necesidad imperiosa de medidas drásticas, seguiremos perdiendo el tiempo en atascos interminables, respirando un aire irrespirable, y viviendo en ciudades con cada vez peor calidad de vida. La posibilidad de cambiar esto depende de todos nosotros y de que entendamos que la tecnología permite que entremos en una época en la que la movilidad y las ciudades se replanteen completa y radicalmente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario