La semana pasada tuve unos días un poco malos y sentí la soledad del empresario. Esos días en los que todo parece ponerse en contra. Esos en los que, a pesar de hacer todo lo mejor que puedes y sabes, las cosas se tuercen inevitablemente perturbando tu bienestar.
Lo bueno es que luego todo se va arreglando, con trabajo, con el esfuerzo del equipo, con el deseo de querer ser mejores día a día, con las ganas de encontrar el equilibrio entre trabajo y la vida personal.
Y es en esos momentos en los que me doy cuenta de la gran responsabilidad que implica tener una empresa. El hecho de que un día, hace ya casi cinco años, decidiera emprender una aventura empresarial por segunda vez. Aventura en la que hoy hay embarcadas muchas personas, que luchan día a día por un ideal común y por un proyecto de todos.
La verdad es que da vértigo ver como una idea va evolucionando, tomando forma, mutando y creciendo en esos años.
Por un lado da mucha felicidad cuando veo que va avanzando, que se van superando los obstáculos, que las cosas negativas acaban pasando y siempre vencen las positivas. Es como un subidón de adrenalina cada pequeño escalón que se asciende, cada pequeño éxito, cada reto conseguido, cada fracaso superado.
Sobre todo cuando hablo con la gente del equipo y observo cómo crecen, cómo mejoran día a día, cómo desarrollan su potencial y sus habilidades. Es un lujo saber que esa idea, que un día surgió en un viaje en coche, fruto de la necesidad de volver a tener una segunda oportunidad, hoy ya no me pertenece a mi solo si no que es de otra gente que vive de ella y lucha por ella.
Cuando hablo con mis compañeros por los asuntos del trabajo, o para ver como están y si necesitan algo por si puedo ayudarles, o incluso cuando peleamos por diferencias de opinión, les miro a la cara mientras me cuentan lo que piensan y veo en el fondo de sus ojos el primer día en que les conocí.
Y mientras les escucho, recorre mi mente todo ese tiempo, desde aquél primer día hasta hoy. Y ese pensamiento me hace darme cuenta de cómo han mejorado, como personas y como profesionales, y me hacen sentir orgulloso de ellos, aunque algunas veces mis reacciones puedan ser toscas, bruscas y malhumoradas.
Pero luego vienen los momentos de reflexión y realidad. Esos en los que soy consciente de que no hay marcha atrás. Esos en los que me doy cuenta de que no puedo fallar. Esos en los que llego a la conclusión de que cualquier error, ya sea mío, de alguien del equipo, de algún cliente, de algún proveedor o de algún colaborador, puede tirar por la borda todo ese trabajo de tantos años y de tanta gente.
La soledad del empresario
Y entonces llega la angustia y el miedo. Inevitable aunque todo esté bien, aunque los números salgan (a pesar de que algún proyecto se pueda complicar), aunque todo avance y siempre demos un pasito más.
Un miedo que no puedo compartir, un miedo que no puede transpirar porque podría entorpecer, un miedo a veces irracional, sin sentido, sin motivo y sin razón. Un miedo interno y profundo que activa toda las alertas y me ayuda a tener siempre la guardia bien alta, los ojos bien abiertos y los oídos bien atentos.
Y es entonces cuando me acompaña la soledad, esa despiadada sensación de vacío que me obliga a compartir todo eso contigo mismo. Que me incita a callar y a guardar, a pensar y a interiorizar.
Esa soledad que me despierta por la noche, con un sudor frío. O que directamente no me deja dormir cuando toca, con sudores de cualquier temperatura.
Esa soledad que no me deja compartir con nadie esos miedos a que todo se venga abajo, a que pueda fallarle a todos aquellos que han confiado en mi, ya sean clientes, proveedores, colaboradores, socios, compañeros o familia.
Esa soledad del empresario que me hace ver que la última responsabilidad es mía, de nadie más, aunque delegue, aunque deje hacer, aunque otros hagan gran parte del trabajo porque son especialistas en su área.
Al final decido hacerme amigo de esa soledad, y por lo menos no me siento solo porque me acompaña ella, la soledad. La misma a la que ahora engaño escribiendo estos pensamientos para burlar su vigilia.
Soledad, ya me he acostumbrado a tenerte cerca, ya no me frenas. Ahora tengo más años, más armas, más seguridad y más apoyo. Y aunque no quiero que me dejes, porque me he acostumbrado a ti, tendrás que aprender a vivir a mi lado de otra manera, porque soy más libre de ti, porque soy más yo.
¿Has sentido soledad alguna vez en tu empresa?
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