La resiliencia, escrito por Beatriz Vera Poseck y tomado de la web de
Psicología Positiva.
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Resiliencia o la capacidad de resistir y rehacerse
Desde hace algunos años ha comenzado a manejarse el concepto de resiliencia
como aquella cualidad de las personas para resistir y rehacerse ante situaciones
traumáticas o de pérdida. La resiliencia se ha definido como la capacidad de una
persona o grupo para seguir proyectándose en el futuro a pesar de
acontecimientos desestabilizadores, de condiciones de vida difíciles y
de traumas a
veces graves (Manciaux et al., 2001).
Aunque durante mucho tiempo las respuestas de resiliencia han sido consideradas
como inusuales e incluso patológicas por los expertos, la literatura
científica actual
demuestra de forma contundente que la resiliencia es una respuesta común y su
aparición no indica patología, sino un ajuste saludable a la adversidad (Masten,
2001; Bonanno, 2004). La posibilidad de que la ausencia de sufrimiento tras una
pérdida sea indicativo de resiliencia no ha sido considerada por la psicología
tradicional (Bonanno, Wortman et al, 2002), aunque está claramente demostrado
que un considerable número de individuos muestra poco o nada de sufrimiento tras
una pérdida personal (Bonanno y Kaltman, 2001). Del mismo modo, los teóricos del
trauma han tendido a sorprenderse cuando individuos expuestos a un suceso
traumático no mostraban signos de estrés postraumático, considerando a estas
personas como excepcionales (Bonanno, 2004). Sin embargo, los estudios han
demostrado que la resiliencia no es un fenómeno inusual ni
extraordinario, muy al
contrario es un fenómeno común que surge a partir de funciones y procesos
adaptativos normales del ser humano (Masten, 2001).
La resiliencia no es absoluta ni se adquiere de una vez para siempre, es una
capacidad que resulta de un proceso dinámico y evolutivo que varía según las
circunstancias, la naturaleza del trauma, el contexto y la etapa de la
vida y que
pede expresarse de muy diferentes maneras en diferentes culturas (Manciaux et
al., 2001). Como el concepto de personalidad resistente, la
resiliencia es fruto de la
interacción entre el propio individuo y su entorno. Hablar de
resiliencia en términos
individuales constituye un error fundamental. No se es más o menos resiliente,
como si se poseyera un catálogo de cualidades. La resiliencia es un proceso, un
devenir, de forma que no es tanto la persona la que es resiliente como
su evolución
y su proceso de vertebración de su propia historia vital (Cyrulnik, 2001). La
resiliencia nunca es absoluta, total, lograda para siempre. Es una capacidad que
resulta de un proceso dinámico, evolutivo, en que la importancia de un trauma
siempre puede superar los recursos del sujeto (Manciaux et al., 2001).
La resiliencia se sitúa en una corriente de psicología positiva y
dinámica de fomento
de la salud mental y parece una realidad confirmada por el testimonio de
muchísimas personas que, aún habiendo vivido una situación traumática han
conseguido encajarlas y seguir desenvolviéndose y viviendo, incluso, a menudo en
un nivel superior, como si el trauma vivido y asumido hubiera
desarrollado en ellos
recursos latentes e insospechados (Manciaux, et al., 2001).
Una de las cuestiones que más interés despierta en torno a la resiliencia es la
determinación de los factores que la promueven. Sin embargo, es poca la
investigación científica que se ha realizado en torno a este punto
(Bonanno, 2004).
En este sentido, se han propuesto algunas características de personalidad y del
entorno que favorecerían las respuestas resilientes. Por ejemplo, se ha afirmado
que los sesgos positivos a favor de uno mismo (self-enhancement) pueden ser
adaptativos y promover un mejor ajuste ante la adversidad (Werner y Smith, 1992,
Masten et al., 1999, Bonanno, 2004). Así, un estudio realizado con
población civil
bosnia que vivió la Guerra de los Balcanes encuentra que aquellos sujetos que
tenían esta tendencia hacia el sesgo positivo presentaban un mejor ajuste que
aquellos que no contaban con dicha característica (Bonanno et al., 2002).
En estudios con niños, uno de los factores que más evidencia empírica acumula en
su relación con la resiliencia es la presencia de padres o cuidadores
competentes
(Richters y Martínez, 1993, Masten et al., 1999, Masten, 2001, Manciaux et al.,
2001),
El concepto de resiliencia ha sido desarrollado principalmente desde dos países
distintos, y ha adoptado matices diferentes en cada uno de ellos. Así,
el concepto
que manejan los autores franceses relaciona la resiliencia con el concepto de
crecimiento postraumático, al entender la resiliencia como la
capacidad no sólo de
salir indemne de una experiencia adversa sino de aprender de ella y mejorar. Sin
embargo, el concepto de resiliencia manejado por los norteamericanos es más
restringido, y hace referencia exclusivamente al proceso de afrontamiento que
ayuda a la persona enfrentada a un suceso adverso a mantenerse intacta,
diferenciándolo del concepto de crecimiento postraumático. Así, desde
la corriente
norteamericana se sugiere que el término resiliencia sea reservado
para denotar el
retorno homeostático del sujeto a su condición anterior, mientras que
se utilicen
términos como florecimiento (thriving) o crecimiento postraumático para hacer
referencia a la obtención de beneficio o el cambio a mejor tras la experiencia
traumática (Carver, 1998, O`Leary, 1998). Esta confusión terminológica
es reflejo
de la relativa reciente aparición de la corriente que estudia los
potenciales efectos
positivos de la experiencia traumática (Park, 1998), razón por la que, en la
actualidad aún se carece de un léxico estándar sobre el que trabajar y
a través del
que unificar intereses.
De todas formas, en ambos casos, dos dimensiones son inseparables del concepto
de resiliencia: la resistencia a un trauma y la evolución posterior
satisfactoria y
socialmente aceptable.
Es importante también diferenciar el concepto de resiliencia del concepto de
recuperación (Bonanno, 2004), ya que representan trayectorias temporales
distintas. En este sentido, la recuperación implica un retorno gradual hacia la
normalidad funcional, mientras que la resiliencia refleja la habilidad
de mantener un
equilibrio estable durante todo el proceso.
El primero que utilizó en sentido figurado el concepto de resiliencia, tomándolo
prestado de la terminología física, fue Bowlby (1992) quien la definió como el
resorte moral o la cualidad de la persona que no se desanima, que no se deja
abatir. En un principio, la resiliencia surge a partir de la observación de
comportamientos individuales, a priori paradójicos e inesperados, que parecían
casos aislados y anecdóticos pero que con el tiempo se ha ido descubriendo que
son frecuentes en muchas personas (Vanistendael, 2001), y la
resiliencia ha pasado
a ser entendida como hecho real y probado. Uno de los primeros estudios
científicos que ayudaron al establecimiento de la resiliencia como tópico de
investigación fue un estudio longitudinal realizado a lo largo de 30
años con una
cohorte de 698 niños nacidos en Hawai en condiciones muy desfavorables. 30 años
después, el 80% de estos niños, habían evolucionado positivamente y se
desarrollaron como adultos competentes y bien integrados (Werner, y Smith, 1982,
1992). Este estudio, realizado en un marco que no era la resiliencia,
ha tenido un
papel importantísimo en el surgimiento de la misma (Manciaux et al., 2001). Es
precisamente a través del estudio de niños en condiciones difíciles de donde se
nutre en gran parte el concepto de resiliencia. Así, frente a la
creencia tradicional
fuertemente establecida de que una infancia infeliz determina necesariamente el
desarrollo posterior del niño hacia formas patológicas del comportamiento y la
personalidad, los estudios con niños resilientes han demostrado que es esta una
suposición sin fundamento científico y que un niño herido no está necesariamente
condenado a ser un adulto fracasado.
En esta sentido, se ha manejado tradicionalmente la idea de que un niño
maltratado se convertirá con toda probabilidad en un adulto maltratador. Sin
embargo, esta afirmación es falsa en dos de cada tres casos en los que no hay
atención especial, y mucho más a menudo si se ayuda al niño correctamente
(Tomkiewiz, 2001).
Aunque la resiliencia ha sido aplicada tradicionalmente al estudio de niños en
situaciones de extrema adversidad, en la actualidad su campo de actuación no se
restringe únicamente a este sector de la población, y, de hecho, se estudia la
resiliencia también en población adulta al mismo nivel que en población infantil
(O`Leary, 1998).
En el estudio llevado a cabo por Fredrickson y colaboradores a partir de los
atentados de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, se encontró que la relación
entre resiliencia y ajuste tras los atentados estaba mediada por la
experimentación
de emociones positivas. Así, se afirma que las emociones positivas
protegerían a las
personas contra la depresión e impulsarían su ajuste funcional. De hecho, se ha
sugerido que la experimentación recurrente de emociones positivas puede ayudar
a las personas a desarrollar la resiliencia (Fredrickson et al.,
2003). Por otro lado,
parece ser que la experimentación y expresión de emociones positivas
elicitan a su
vez emociones positivas en los demás, de forma que las redes de apoyo social se
ven fortalecidas (Fredrickson et al., 2003).
En esta misma línea, la investigación ha demostrado que las personas resilientes
conciben y afrontan la vida de un modo más optimista, entusiasta y enérgico, son
personas curiosas y abiertas a nuevas experiencias caracterizadas por
altos niveles
de emocionalidad positiva (Block y Kremen, 1996; Klohnen, 1996). Y si bien puede
argumentarse que la experimentación de emociones positivas no es más que el
reflejo de un modo resiliente de afrontar las situaciones adversas,
también existe
evidencia de que las personas resilientes utilizan las emociones positivas como
estrategia de afrontamiento, por lo que se puede hablar de una causalidad
recíproca. Así, se ha encontrado que las personas resilientes hacen frente a
experiencias traumáticas utilizando el humor, la exploración creativa y el
pensamiento optimista (Fredrickson et al., 2003).
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