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Con Pablo Avelluto, director de Sudamericana y hombre de inteligencia notable, mientras preparábamos la edición de "Ganas de vivir" jugábamos con la idea de posicionarlo como un libro de "autoayuda inteligente". No me gustaba mucho la idea porque no soy denigrador de la autoayuda en general (la hay de distintas calidades, como sucede en todos los rubros), pero sí me parecía valiosa la idea de una positividad inteligente. ¿Por qué?
Porque generalmente la positividad es sonsa, o lo parece. Cuando uno se pone en fase optimista, entusiasta, positiva, suena a veces como si se hiciera un poco el boludo en relación con aspectos graves de la realidad que no pueden evitarse.
Pensando en la cosa llegué a darme cuenta de cuando la positividad es inteligente y cuando no lo es.
La positividad es inteligente cuando no niega el mal, cuando no se arma generando una imagen de la realidad ingenua, que desestima la presencia de los obstáculos.
La positividad es tonta cuando cree que el mal puede ser soslayado mediante un truco de la visión. Cuando lima al mundo para sacarle las asperezas. Cuando finge que la negatividad no existe y no logra entonces superarla efectivamente.
La positividad es inteligente cuando encarna en una sensibilidad que capta que la gran operación de la vida, con sus asperezas y con la presencia inevitable de la muerte, no quita sentido ni valor a la experiencia. (Al contrario, podríamos decir, cuando se nutre de ella).
La positividad inteligente no tiene que engañarse, puede mirar a la realidad a la cara y captar su extrema productividad, su riqueza inagotable, su generación de posibilidades constantes, su plasticidad.
La positividad es inteligente cuando permite el crecimiento que surge de enfrentar y superar los obstáculos, no de su negación voluntarista.
La positividad inteligente es el paso superador de la inteligencia triste, de la inteligencia crítica, siempre anclada en la impotencia como en una virtud. Esa es una inteligencia vieja, no tan inteligente, al final...
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