extractado de Educación y condición humana de Juan Miguel Batalloso Navas
«…Podemos entrever que la respuesta a nuestros innumerables males ya no esté al alance de la política, y que nuestra esperanza deba cifrarse en la conciencia misma de las personas. ¿Pero cómo podemos concebir que pueda ser elevada, profundizada o ampliada la conciencia de las personas en forma masiva sino a través de la educación?...»
Carlos Naranjo
Dice Edgar Morin que una de las misiones fundamentales de la educación consiste en el conocimiento y el aprendizaje de la complejidad humana que se configura tanto a partir de las polaridades conductuales "sapiens-demens", "faber-ludens", "ethicus-estheticus", "yo-tú", "adulto-niño"; "hombre-mujer”, como de los bucles “cerebro-mente-cultura”, “razón-afecto-impulso” e “individuo-sociedad-especie” (MORIN,E.;1999:23-31). A partir de esta complejidad, toda educación dirigida al aprendizaje y a la enseñanza de la condición humana tendría necesariamente que basarse en el conocido aserto de Terencio de "Hombre soy y nada de lo humano me es ajeno”. Todo lo humano nos afecta, nos implica y nos expresa como seres complejos, multidimensionales e irreductibles a cualquier representación. Toda educación de, con y para la condición humana no puede constreñirse y simplificarse en fórmulas, programas y normas, puesto que ni el ser humano, ni sus experiencias vitales, ni la propia realidad, pueden unidimensionalizarse o ser consideradas y abordadas desde una sola perspectiva o nivel.
Tal vez, la más transcendental y permanente de las propuestas para el aprendizaje y la enseñanza de la condición humana sea la que nos sugiere aquel viejo sufí que cuando hablando acerca de sí mismo decía: «De joven yo era un revolucionario y mi oración consistía en decir a Dios: “Señor dame fuerzas para cambiar el mundo”». «A medida que fui haciéndome adulto y caí en la cuenta de que me había pasado media vida sin haber logrado cambiar una sola alma, transformé mi oración y comencé a decir: “Señor dame la gracia de transformar a cuantos entran en contacto conmigo. Aunque sólo sea a mi familia y a mis amigos. Con eso me doy por satisfecho”». «Ahora que soy un viejo y tengo los días contados, he empezado a comprender lo estúpido que yo he sido. Mi única oración es la siguiente: “Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo”. Si yo hubiese orado de este modo desde el principio, no habría malgastado mi vida» (DE MELLO, A. 1982. 195)
A partir de esta tarea que nos sugiere el cuento sufí, la educación para la condición humana, así como todo aquello que podamos hacer para su aprendizaje y enseñanza, habría que entenderla como un inacabable y permanente proceso de autoconocimiento y de autoinvestigación externa e interna. Un proceso en el que se conjugase al mismo tiempo nuestra condición de seres en el mundo que viajamos en la misma nave planetaria, así como nuestro carácter singular e individual en el que se condensan pensamientos, emociones, motivaciones, vivencias y experiencias de nuestro caminar.
El aprendizaje y la enseñanza de la condición humana podría entenderse así, como un amplio e interminable proceso de desarrollo de la conciencia, que es también un proceso de desaprendizaje de nuestra egomentalidad en el que estarían integradas todas las polaridades y bucles, abarcando, no sólo los aspectos lógicos, racionales y técnicos que las instituciones educativas formales han sobredimensionado como exclusivos, sino sobre todo aquellas dimensiones corporales, emocionales, afectivas, éticas, estéticas, espirituales y socio-políticas, que por lo general han sido siempre ignoradas y/o marginadas.
En palabras de Edgar Morin, este proceso de desarrollo de la conciencia, implica trabajar sobre:«…la conciencia antropológica que reconoce nuestra unidad en nuestra diversidad; la conciencia ecológica, es decir la conciencia de habitar con todos los seres mortales una misma esfera viviente (biósfera); reconocer nuestro lazo consustancial con la biósfera nos conduce a abandonar el sueño prometeico del dominio del universo para alimentar la aspiración a la convivencia sobre la Tierra; la conciencia cívica terrenal, es decir de la responsabilidad y de la solidaridad para los hijos de la Tierra y la conciencia espiritual de la humana condición que viene del ejercicio complejo del pensamiento y que nos permite a la vez criticarnos mutuamente, auto-criticarnos y comprendernos entre sí…» (MORIN, E.; 1999: 42).
Sin embargo, al decir conciencia, no nos estamos refiriendo exclusivamente a la constatación puramente sensitiva de la realidad, sino a algo más interno y profundo que va más allá de las percepciones sensoriales y las verificaciones empíricas, a algo que salta del terreno de lo puramente analítico, descriptivo y/o definitorio para llegar, mediante el silencio, la contemplación y la experiencia interior, a «infinir»8, accediendo a los espacios infinitos en donde se realizan las síntesis entre razón y emoción, saber y ser, conocimiento y sabiduría o ciencia y tradiciones espirituales (CREMA, R.; 2010). Visto así, el desarrollo de la conciencia como fuente de aprendizaje y enseñanza de la condición humana, se convierte esencialmente en el desarrollo de la sensibilidad humana que necesariamente tiene que ser al mismo tiempo cósmica, terrenal, ecológica, social, cívica, política, corporal, mental y espiritual, es decir, integradora del bucle individuo-naturaleza-sociedad.
Tratando de “infinir”, la educación para, por y en la condición humana no es más que un proceso interminable de desarrollo de la conciencia, que es al mismo tiempo un desarrollo permanente de la sensibilidad y la atención. Sensibilidad externa e interna que no es otra cosa que un aprendizaje y un ejercicio permanente de atención, que no sólo es emocional-sensible, sino también lógico-racional en cuanto que está dirigido a crear un espíritu crítico capaz de detectar insuficiencias, diagnosticar disfunciones, darse cuenta de los errores, pensamiento crítico en suma, que también ha estado siempre bastante ausente de nuestras instituciones escolares.
Enseñar y aprender la condición humana, ya sea como desarrollo de la conciencia, de la sensibilidad o de la atención, no es entonces un saber más de “Los siete saberes de la educación para el futuro” de Morin, sino el saber más “infinitorio” de todos, en cuanto que sintetiza, integra y transdisplinariza a todos los demás, incluyendo así a las cegueras del conocimiento, los principios del conocimiento pertinente, la comprensión, la incertidumbre, la identidad terrena, la ética del género humano y ese octavo saber que nos sitúa en nuestra dimensión histórica, temporal y mortal.
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8 El término «infinir» fue creado por Pierre Weil y lo entendemos como todo aquello que no tiene ni principio ni fin, remite a lo que siempre está abierto y por su propia naturaleza es sintético, integrando las diversas perspectivas y dimensiones de cualquier hecho humano, que siempre está en movimiento, en proceso de cambio, siendo susceptible de ser recreado, reconstruido, reaprendido. Por el contrario «definir» hace referencia al análisis, descripción, enumeración de elementos constitutivos, delimitación, acotación y/o cuantificación. Los fenómenos educativos son “infinibles”, es decir, no pueden ser reducidos o simplificados a disciplinas que los definen, ni cerrados a visiones unilaterales o unidimensionales, son por tanto de carácter transdisciplinar, interno, singulares e indelegables.
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El aprendizaje de la de condición humana, como autoconocimiento, conciencia y sensibilidad pueden expresarse también a partir de las cuatro funciones psíquicas de Jung; pensamiento, sentimiento, sensación e intuición. Para Roberto Crema, el diálogo entre el pensamiento (racionalismo) y la sensación (empirismo) dio origen a la ciencia contemporánea, de la misma forma que la alianza entre sensación y sentimiento produjo el arte; el pensamiento con la intuición la filosofía o el sentimiento con la intuición la mística de las tradiciones espirituales. Sin embargo lo más importante a destacar, es que los individuos únicamente desarrollan una o dos de estas funciones de Jung y por ende las instituciones escolares hacen lo mismo. Ante esto, de lo que se trata es de desarrollar una nueva función psíquica integradora y capaz de armonizar, compensar y desarrollar todas las funciones en un «proceso de individuación» que pueda conducirnos al conocimiento de nuestra más auténtica condición mediante un viaje desde lo puramente egocéntrico y heterónomo a lo mundicétrico y autónomo que constituye la esencia de nuestro ser (CREMA, R.; 2010a).
¿Qué significa entonces «aprender y enseñar la condición humana»? ¿Cómo podríamos entenderla de una forma más precisa? ¿Cómo concretarla en objetivos de intervención educativa siempre abiertos a la recreación y reconstrucción? ¿Por dónde empezar a trabajar educativamente? ¿Cuáles serían los mínimos desde los que partir? Podríamos establecer unos contenidos estratégicos permanente válidos para esta tarea?
De entrada tendíamos que dejar bien patente que «aprender y enseñar la condición humana», además de una finalidad educativa de carácter ontológico9 constituye igualmente un proceso permanente de construcción-reconstrucción, creación-recreación de nuestra propia humanidad y en el que se tejen y entretejen (se combinan complejamente) diferentes procesos como son entre otros: el conocimiento de sí mismo; la construcción de la propia identidad personal; el conocimiento y el control de las emociones propias y ajenas; el desarrollo de la atención y la sensibilidad; la adquisición y asunción de valores que fundamenten y justifiquen la conducta; los procesos de toma de decisiones; el mantenimiento de la motivación, así como la capacidad de sostener el esfuerzo y de tolerar frustraciones; el control de los propios impulsos; la construcción del autoconcepto y el desarrollo de una autoestima equilibrada; el desarrollo de la capacidad de amar, a sí mismo y al otro y/o de reconocer a cada ser humano en particular como un legítimo otro; el descubrimiento de nuestro mundo interno y de nuestras conexiones con la naturaleza y la sociedad para la construcción de armonía y coherencia; los procesos de autoayuda y de generación de estados de bienestar psicológico; el aprendizaje de la felicidad y la conquista de la madurez personal y desde luego los procesos de desarrollo de nuestra conciencia dirigidos a estimular, promover y hacer crecer nuestra inteligencia espiritual.
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9 Al decir finalidad educativa de carácter ontológico, partimos de la constatación de que todo fenómeno educativo está cargado de humanidad en todos los sentidos ya que el hecho humano, constituye la esencia de la educación, el ser y el sentido de la misma. Expresado de un modo más formal significa que todo proceso educativo no es más que la combinación compleja de todo un conjunto de actividades cuyo origen se encuentra en un modelo de ser humano que existe, que es, que está siendo, que aspira a trans-formar y a trans-formarse mediante la acción educativa (antropología), lo cual requiere del concurso de una serie de fines y valores que consideramos como buenos para ese ser humano (teleología y axiología), que mediante la intervención o la actividad reglada o no reglada, sistemática o espontánea, sujeta a criterios y procedimientos o como experiencia vital personal o de otros seres humanos (metodología) y en un contexto material y social determinado (economía, sociología, política) produce en ambos, el educador, el educando y en el propio contexto, una serie de cambios y transformaciones que se expresan en forma de aprendizaje, mejora, o de desarrollo de capacidades que esos seres humanos poseen.
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La enseñanza y el aprendizaje de la condición humana constituye la función y la finalidad más general y estratégica de los sistemas educativos en el sentido de que aspira al desarrollo de la conciencia, la sensibilidad, la atención, así como al ejercicio de la capacidad de amar y de comprometerse. Su aspiración más genuina consiste en proporcionar una visión más amplia, compleja y transdisciplinar de los hechos educativos, ahondando y posibilitando la intervención en aquellos elementos antropológicos, psicobiológicos, corporales, emocionales, espirituales, sociales y políticos, etc, que por lo general han sido ignorados por todas las instituciones escolares de la modernidad. Esta aspiración, se funda en una visión estratégica del fenómeno educativo, mediante la cual pueden percibirse, constatarse y concretarse todo un conjunto de contenidos transversales que pueden “infinirse” como «temas radicales y perennes» (HERRAN, A.; 2009) que forman parte de nuestra humana condición y por tanto son susceptibles de integrar y vincular a todas las disciplinas, así como de articular el curriculum formal y de generar ambientes de aprendizaje humanamente estimulantes.
De lo que se trata es de ir más allá de las necesidades puramente economicistas, mercantilistas, profesionalizadoras, utilitaristas, reproductoras, credencialistas, ideologistas, reglamentistas y/o coyunturales de todas las instituciones escolares y/o académicas del mundo, para situarnos en el plano de aquellas necesidades esenciales, de aquellos problemas que siempre han constituido el núcleo principal de la existencia y la vida de los seres humanos. De aquí la necesidad de precisar un conjunto abierto de núcleos temáticos estratégicos radicales y perennes, que vayan a las raíces de nuestra condición antropobiopsicosocial, núcleos que podrían ser los que a continuación brevemente describimos.
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