jueves, 30 de septiembre de 2010
4D, Descubrir, el Poder está dentro de mí:
"En las noches más oscuras es cuando las estrellas más brillan y se les puede observar".
miércoles, 29 de septiembre de 2010
La creatividad como una actitud
http://manuelgross.bligoo.com/
La Creatividad como Actitud
Manuel Gross
Una aproximación a la creatividad desde las actitudes
Por Julio César Penagos Corzo
El presente artículo es una ligera modificación del escrito Creatividad como Actitud, que aparece en penagos.net.
La creatividad generalmente ha sido estudiada desde cuatro enfoques clásicos: como producto, como proceso, como característica de la personalidad y como un sistema en donde participa significativamente el juicio social. Existen además aproximaciones bastante serias que la abordan como un proceso cognoscitivo o como una propiedad cognitiva emergente.
En la mayor parte de mis trabajos he abordado a la creatividad desde una perspectiva integradora. Por ejemplo, la he definido como la generación de procesos de información, productos o conductas relevantes ante una situación de destreza o conocimiento insuficiente. Me parece que esta definición integra las principales aproximaciones teóricas. Sin embargo, estoy tratando de ver la creatividad desde otro enfoque y quizá romper mi propio paradigma. Aquí propondré las primeras bases para abordar la creatividad como un fenómeno actitudinal
Pudiera pensarse que esto, la creatividad como actitud, es una variante de ver a la creatividad como una característica de la personalidad. Sin embargo, cuando se aborda la creatividad como una característica de la personalidad, en general lo que se hace es describir ciertas variables asociadas a la personalidad que tienen alguna correlación con la creatividad. Lo que propongo es que la creatividad es una actitud. Y es esta actitud lo que puede permitir generar procesos y productos que puedan ser juzgados creativos. Si bien existe un notorio debate sobre el papel de lo social en la creatividad, papel que no puede ser ignorado, aquí estoy hablando de algo que podemos llamar creatividad individual, en donde la dimensión social de la creatividad es abordada desde la subjetividad, dando por sentado que el sujeto está mediado y media lo social.
Empecemos por abordar la actitud. Las actitudes son creencias y sentimientos en relación a un objeto (situación o persona). Se puede afirmar que son comportamientos evaluativos favorables o desfavorables hacia algo. Estos comportamientos se pueden estudiar, por ejemplo, en la velocidad de respuesta hacia algo. Una conducta frecuente también puede ayudar a identificar una actitud. Normalmente se identifican tres componentes de la actitud: emoción, conducta y cognición.
La definiciones anteriores indican que cuando se habla de actitud se habla de evaluación hacia algo. En este sentido, enfrentamos dos problemas conceptuales, primero el término “evaluación” y posteriormente la palabra “hacia”. Empecemos por esta última. La palabra “hacia” significa un problema conceptual al hablar de creatividad como actitud, pues no estoy hablando de actitud hacia de la creatividad, sino de actitud creativa. La creatividad no como objeto de la acción, sino como adjetivo y más probablemente como sustantivo.
¿Puede el objeto de la actitud ser parte de la actitud? cuando se habla de actitudes favorables o desfavorables hacia, por ejemplo, ciertos grupos étnicos, también se puede afirmar que alguien tiene simplemente una actitud hostil. Es decir, la actitud incorpora, en este caso, el tipo de comportamiento, cognición o emoción. Tal es el caso de lo que ahora llamaré actitud creativa. La actitud incorpora la disposición emocional, comportamental y cognitiva llamada creatividad. Y esa actitud creativa puede manifestarse hacia o en las matemáticas, la cocina, las relaciones interpersonales, etc.
Ahora bien, cuando alguien dice que tiene una actitud hostil, para retomar el ejemplo anterior, no se puede negar que existe un objeto de esa hostilidad, así como un grupo de comportamientos que llamamos hostil. En el caso de la actitud creativa podemos afirmar que existe una tendencia hacia el generar, pensar o hacer acciones de forma flexible o con asociaciones remotas en determinados campos del conocimiento, sean estos campos disciplinas artísticas, científicas, culturales o de la vida cotidiana.
Vayamos ahora al otro problema conceptual: “evaluación”. Si una actitud es y sólo es una evaluación hacia algo, el problema es insalvable. Difícilmente podemos afirmar que la creatividad es evaluar y sólo evaluar. Definitivamente es también hacer. De hecho creo que la mayor parte de lo que consideramos creativo son acciones o producto de acciones. Claro que hubo evaluación, pero no sólo eso.
Creo que las evaluaciones que la gente hace, cuando se observa una actitud, son la parte central de un proceso, pero no la totalidad. Cuando digo que son la parte central es justo eso, el centro, el eje. Por ejemplo si alguien tiene una actitud negativa hacia ciertos comportamientos religiosos, veremos también que esa evaluación negativa fue precedida por conocimientos y experiencias y a la vez seguida generalmente por conductas que reafirman tales evaluaciones. Lo mismo sucede en la creatividad.
El detallar este proceso será motivo de este y otros trabajos. Por lo pronto sólo estoy tratando plantear el problema como lo estoy pensando en este momento. La evaluación, cuando se habla de actitud creativa, es similar a lo expresado anteriormente: existe una tendencia a evaluar el generar, pensar o hacer acciones de forma flexible o con asociaciones remotas en determinados campos del conocimiento, sean estos campos disciplinas artísticas, científicas, culturales o de la vida cotidiana.
En virtud que las actitudes, cualquiera que éstas sean, contienen los tres componentes arriba mencionados (cognición, conducta y emoción o afecto), es necesario establecer cómo son esos componentes en la actitud creativa. En el caso de la cognición, le podemos identificar como un pensamiento flexible con habilidades heurísticas, orientado hacia la estructuración-desesctruración-estructuración.
En lo emocional, el aspecto más evidente es la tenacidad en la creatividad. En relación al componente conductual, a pesar que las conductas creativas serán diferentes para cada disciplina o campo, afirmo que existe algo que por ahora denomino destrezas comportamentales productivas o generativas, es decir, comportamientos orientados a la acción fundamentalmente proactiva, en un campo de habilidades específico.
Aproximemos un primer ensayo de definición de la actitud creativa: conglomerado de cogniciones, afectos, y comportamientos de carácter primordialmente flexible, tenaz y proactivo orientado a la generación de ideas, acciones o cosas relevantes individual y socialmente.
Cita de este trabajo de acuerdo al Manual de Estilo de la APA 2a. Edición en Español
Penagos Corzo, J. C. (2009). Creatividad como actitud. Una aproximación a la creatividad desde las actitudes. Creatividad e Innovación. Recuperado el DÍA de MES de AÑO, de http://homepage.mac.com/penagoscorzo/ensayos/creatividad_actitud/
Creatividad y Actitudes by Julio César Penagos Corzo is licensed under a Creative Commons Attribution-Noncommercial-Share Alike 2.5 Mexico License.
Artículos relacionados:
- La Creatividad como Actitud
- Carta por la Innovación, la Creatividad y el Acceso al Conocimiento
- 17 razones de por qué los cafés estimulan la creatividad
- La creatividad es desarrollable: 4 sugerencias de condiciones
- El efecto Medici: Innovación interdisciplinar e hibridación
- 50 frases que matan la creatividad
- Creatividad: 8 juegos para provocar serendipias
- Los 15 cambios que te transformarán en más creativo e innovador
- Principales enfoques tradicionales sobre la creatividad
- Inteligencia Exitosa = Creatividad + Fluidez + Pensamiento crítico
- Las etapas del proceso creativo
- Algunas barreras autoimpuestas a la Creatividad
- Edward De Bono y sus 6 claves de desarrollo del pensamiento creativo
- Visión sistémica del modelo de creatividad de Mihaly Csikszentmihalyi
- Las fases del proceso creativo, según Mihaly Csikszentmihalyi
- ¿Piensas dentro o fuera del marco?
- Creatividad: el método de introducción de discontinuidades de Edward De Bono
- ¿Es Posible Medir la Creatividad?
- Creatividad y reglas: entre el límite y la posibilidad
- El Mapa Mental y el Pensamiento Creativo
- 15 Bloqueos a la creatividad
- Aprendizaje de la creatividad con la Espiral del Pensamiento Creativo
- Cinco actitudes para desarrollar la creatividad
- Consejos de un guru de la creatividad: Mihaly Csikszentmihalyi
- Creatividad e innovacion mediante equipos multidisciplinarios (Sobre la hibridación)
La Creatividad como Actitud
Manuel Gross
Una aproximación a la creatividad desde las actitudes
Por Julio César Penagos Corzo
El presente artículo es una ligera modificación del escrito Creatividad como Actitud, que aparece en penagos.net.
La creatividad generalmente ha sido estudiada desde cuatro enfoques clásicos: como producto, como proceso, como característica de la personalidad y como un sistema en donde participa significativamente el juicio social. Existen además aproximaciones bastante serias que la abordan como un proceso cognoscitivo o como una propiedad cognitiva emergente.
En la mayor parte de mis trabajos he abordado a la creatividad desde una perspectiva integradora. Por ejemplo, la he definido como la generación de procesos de información, productos o conductas relevantes ante una situación de destreza o conocimiento insuficiente. Me parece que esta definición integra las principales aproximaciones teóricas. Sin embargo, estoy tratando de ver la creatividad desde otro enfoque y quizá romper mi propio paradigma. Aquí propondré las primeras bases para abordar la creatividad como un fenómeno actitudinal
Pudiera pensarse que esto, la creatividad como actitud, es una variante de ver a la creatividad como una característica de la personalidad. Sin embargo, cuando se aborda la creatividad como una característica de la personalidad, en general lo que se hace es describir ciertas variables asociadas a la personalidad que tienen alguna correlación con la creatividad. Lo que propongo es que la creatividad es una actitud. Y es esta actitud lo que puede permitir generar procesos y productos que puedan ser juzgados creativos. Si bien existe un notorio debate sobre el papel de lo social en la creatividad, papel que no puede ser ignorado, aquí estoy hablando de algo que podemos llamar creatividad individual, en donde la dimensión social de la creatividad es abordada desde la subjetividad, dando por sentado que el sujeto está mediado y media lo social.
Empecemos por abordar la actitud. Las actitudes son creencias y sentimientos en relación a un objeto (situación o persona). Se puede afirmar que son comportamientos evaluativos favorables o desfavorables hacia algo. Estos comportamientos se pueden estudiar, por ejemplo, en la velocidad de respuesta hacia algo. Una conducta frecuente también puede ayudar a identificar una actitud. Normalmente se identifican tres componentes de la actitud: emoción, conducta y cognición.
La definiciones anteriores indican que cuando se habla de actitud se habla de evaluación hacia algo. En este sentido, enfrentamos dos problemas conceptuales, primero el término “evaluación” y posteriormente la palabra “hacia”. Empecemos por esta última. La palabra “hacia” significa un problema conceptual al hablar de creatividad como actitud, pues no estoy hablando de actitud hacia de la creatividad, sino de actitud creativa. La creatividad no como objeto de la acción, sino como adjetivo y más probablemente como sustantivo.
¿Puede el objeto de la actitud ser parte de la actitud? cuando se habla de actitudes favorables o desfavorables hacia, por ejemplo, ciertos grupos étnicos, también se puede afirmar que alguien tiene simplemente una actitud hostil. Es decir, la actitud incorpora, en este caso, el tipo de comportamiento, cognición o emoción. Tal es el caso de lo que ahora llamaré actitud creativa. La actitud incorpora la disposición emocional, comportamental y cognitiva llamada creatividad. Y esa actitud creativa puede manifestarse hacia o en las matemáticas, la cocina, las relaciones interpersonales, etc.
Ahora bien, cuando alguien dice que tiene una actitud hostil, para retomar el ejemplo anterior, no se puede negar que existe un objeto de esa hostilidad, así como un grupo de comportamientos que llamamos hostil. En el caso de la actitud creativa podemos afirmar que existe una tendencia hacia el generar, pensar o hacer acciones de forma flexible o con asociaciones remotas en determinados campos del conocimiento, sean estos campos disciplinas artísticas, científicas, culturales o de la vida cotidiana.
Vayamos ahora al otro problema conceptual: “evaluación”. Si una actitud es y sólo es una evaluación hacia algo, el problema es insalvable. Difícilmente podemos afirmar que la creatividad es evaluar y sólo evaluar. Definitivamente es también hacer. De hecho creo que la mayor parte de lo que consideramos creativo son acciones o producto de acciones. Claro que hubo evaluación, pero no sólo eso.
Creo que las evaluaciones que la gente hace, cuando se observa una actitud, son la parte central de un proceso, pero no la totalidad. Cuando digo que son la parte central es justo eso, el centro, el eje. Por ejemplo si alguien tiene una actitud negativa hacia ciertos comportamientos religiosos, veremos también que esa evaluación negativa fue precedida por conocimientos y experiencias y a la vez seguida generalmente por conductas que reafirman tales evaluaciones. Lo mismo sucede en la creatividad.
El detallar este proceso será motivo de este y otros trabajos. Por lo pronto sólo estoy tratando plantear el problema como lo estoy pensando en este momento. La evaluación, cuando se habla de actitud creativa, es similar a lo expresado anteriormente: existe una tendencia a evaluar el generar, pensar o hacer acciones de forma flexible o con asociaciones remotas en determinados campos del conocimiento, sean estos campos disciplinas artísticas, científicas, culturales o de la vida cotidiana.
En virtud que las actitudes, cualquiera que éstas sean, contienen los tres componentes arriba mencionados (cognición, conducta y emoción o afecto), es necesario establecer cómo son esos componentes en la actitud creativa. En el caso de la cognición, le podemos identificar como un pensamiento flexible con habilidades heurísticas, orientado hacia la estructuración-desesctruración-estructuración.
En lo emocional, el aspecto más evidente es la tenacidad en la creatividad. En relación al componente conductual, a pesar que las conductas creativas serán diferentes para cada disciplina o campo, afirmo que existe algo que por ahora denomino destrezas comportamentales productivas o generativas, es decir, comportamientos orientados a la acción fundamentalmente proactiva, en un campo de habilidades específico.
Aproximemos un primer ensayo de definición de la actitud creativa: conglomerado de cogniciones, afectos, y comportamientos de carácter primordialmente flexible, tenaz y proactivo orientado a la generación de ideas, acciones o cosas relevantes individual y socialmente.
Cita de este trabajo de acuerdo al Manual de Estilo de la APA 2a. Edición en Español
Penagos Corzo, J. C. (2009). Creatividad como actitud. Una aproximación a la creatividad desde las actitudes. Creatividad e Innovación. Recuperado el DÍA de MES de AÑO, de http://homepage.mac.com/penagoscorzo/ensayos/creatividad_actitud/
Creatividad y Actitudes by Julio César Penagos Corzo is licensed under a Creative Commons Attribution-Noncommercial-Share Alike 2.5 Mexico License.
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- Edward De Bono y sus 6 claves de desarrollo del pensamiento creativo
- Visión sistémica del modelo de creatividad de Mihaly Csikszentmihalyi
- Las fases del proceso creativo, según Mihaly Csikszentmihalyi
- ¿Piensas dentro o fuera del marco?
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- ¿Es Posible Medir la Creatividad?
- Creatividad y reglas: entre el límite y la posibilidad
- El Mapa Mental y el Pensamiento Creativo
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- Cinco actitudes para desarrollar la creatividad
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- Creatividad e innovacion mediante equipos multidisciplinarios (Sobre la hibridación)
4D, Descubrir, el Poder está dentro de mí:
"El entusiasmo es el patrimonio más importante. Supera al dinero, al poder y a la influencia. Es nada más y nada menos que la fe puesta en acción". Calvin Coolidge
martes, 28 de septiembre de 2010
APRENDAMOS A USAR NUESTRO CEREBRO
No nos damos cuenta, pero frente a cualquier problema, sea este laboral, académico o personal, todo depende de la forma como nos planteamos o formulamos un problema, ya que de esa forma dirigimos o comandamos las capacidades de nuestro cerebro. Esta, la que ahora expondremos, es una potente y sorprendente herramienta, de infinitas posibilidades, que debemos saber digitar en el, para extraer los mejores resultados. Debemos tener una estrategia inteligente para usar las capacidades de nuestro cerebro y apoyarnos en la magia del pensamiento positivo para enfrentar los desafíos que la vida nos depara. Todo esto con un ánimo deportivo frente a los desafíos, y no de victima.
Vamos paso por paso: ¿Cuál es la pregunta que te haces, o le haces a tu cerebro, cuando te encuentras ante un problema o una situación difícil?. Esto es fundamental tenerlo claro:
Tu cerebro es más poderoso que una sofisticada computadora a tu servicio. Él responde con precisión a la forma cómo te hablas a ti mismo y a las preguntas que te haces. El siempre hace lo que tú le dices. Siempre, sean estas conscientes o inconscientes.
Si te preguntas o le preguntas:
"¿Por qué soy siempre tan estúpido?", de inmediato tu mente te dará los argumentos que serán una respuesta satisfactoria. El hará lo que tú le dices. Ejemplo: la respuesta automática, aunque no la percibas, puede ser: “yo soy un estúpido o me equivoco siempre porque…..”
"¿Por qué tengo tan mala suerte?", entonces tu mente te recordará todas las razones para sentirte desafortunado. O te enfocará en los aspectos difíciles y desagradables de tu vida. El cerebro está programado para obedecer y entregar siempre una respuesta, no importa si te favorece o perjudica, el responderá.
Si en cambio te preguntas:
- "¿Qué hice mal?" o "¿Cómo hago para no repetir este error?",tu mente te ayudará a encontrar una salida constructiva. Los científicos e investigadores del comportamiento han determinado que las personas que logran mejores resultados se hacen ciertas preguntas claves ante las situaciones difíciles. Te puedes hacer preguntas que te debiliten o preguntas que te fortalezcan. Puedes formularte preguntas estériles o fértiles, es tu opción. Esto que parece tan simple, en instituciones universitarias de alto prestigio como el MIT, es un curso completo, de ello esta simple actitud de preguntarse en forma acertada por lo que ocurre, le permitió a Newton descubrir la fuerza de gravedad, cuando frente a él, cayó una manzana de un árbol. Gran diferencia, ¿no?.
Si ante un problema eliges alguna o varias de las siguientes preguntas, crearás confusión y emociones dolorosas. Recuerda es tu opción.
Ejemplos de preguntas que debilitan:
- "¿Por que a mí?
- "¿Por qué yo tengo tan mala suerte?"
- "¿Por qué a mí todo me sale mal?"
- "¿Por qué le caeré mal a la gente?"
- "¿Por qué a mí nadie me quiere o me comprende?"
- "¿Por qué a mí me cuesta tanto aprender?"
- "¿Cuánto me durará mi mala suerte?"
- "¿Por qué a mí nunca me tienen en cuenta?"
- "¿Por qué no me valoran?" o "¿Por qué a nadie le importa lo
mío?" ¿Por qué me cuesta tanto ganar mi dinero?.
Todas éstas son preguntas que te inducen a generalizar o exagerar lo difícil y sobre todo a desconocer o menospreciar tus cualidades y recursos. Además notarás cómo la respuestas a estas preguntas te dificultarán la resolución de cualquier problema y, por encima de todo, generarán en ti autocompasión, aislamiento, culpa y resentimiento. Lo peor de todo es que te sentirás sin poder interno ante esa adversidad específica. Estas preguntas y las respuestas que te dará tu cerebro son vagas, humillantes y como no enfrentan el problema, queda sin resolver. Pero observa con atención, lo más grave de esto, es que muchas veces estamos acostumbrados a plantearnos así frente a las dificultades y solo vemos estas opciones de preguntas. Muchas veces estos diálogos internos son tan mecánicos e inconcientes, que no los percibimos, solo vemos sus consecuencias en forma de pena, rabia, desaliento, etc…..
Si en cambio eliges hacerte preguntas PODEROSAS, POSITIVAS o Asertivas, tu mente se enfocará en lo que depende de ti, te ayudará a definir tu problema y tus recursos de una manera más constructiva. Estas preguntas te ayudarán a sentirte más fuerte y optimista, con más control en tus resultados. Será un uso más racional de tu cerebro. Debes practicar el arte de digitar eficientemente en la más poderosa herramienta.
Ejemplos de preguntas con poder:
- "¿Cómo puedo salir fortalecido de este problema?"
- "¿Qué hice mal?" o "¿Qué error cometí?"
- "¿Cómo puedo ganarme o acercarme a esta persona tan
Complicada?"
- "¿Cómo puedo ganar el apoyo hasta de los más renuentes?"
- "¿En qué áreas tengo que prepararme mejor?"
- "¿Qué lección me deja este problema?"
- "¿Cómo hago para no repetir el mismo error?"
- "¿Qué cualidades o recursos tengo que me ayudarán a encontrar
una salida?"
- "¿Qué tiene de positivo esta situación?"
- “¿Cómo puedo cambiar mi nivel de conciencia para mejorar mi respuesta?
- “¿Qué mecanismo tengo dentro de mí que me llevan a repetir este conflicto?
Te invito a observar el poder de tus preguntas, a estar más conciente de tu propio lenguaje interior y a disfrutar de las diferencias. El conocer y manejar el Lenguaje Interior, es también una de las claves de la salud física y mental, pues debes saber que todo lo que tu te dices a ti mismo, lo escuchan todas las células de tu cuerpo, incluso las que están al cuidado de tu salud frente a hongos, bacterias, virus, células cancerosas, etc.., es tu sistema inmunológico, y cada una de ellas tienen terminaciones de recepción para cada neurotransmisor, que es codificado por tus pensamientos. De hecho como dato ilustrativo te puedo decir que, unos investigadores marcaron con isótopos radioactivos estas células encargadas de la defensa del organismo, y le pidieron a un sujeto que tuviera los pensamientos más negativos y deprimentes que pudiera generar en un minuto. Al minuto se detuvo y comprobaron, que solo un minuto de malos pensamientos, altera y debilita el sistema inmune por seis horas seguidas.
Con estos antecedentes, debemos motivarnos a generar nosotros mismos los mejores y potentes pensamientos, para digitar y comandar eficientemente nuestro cerebro. Es muy importante poner nuestra fuerza y atención en los asuntos que dependen de nosotros mismos, en las cosas que sí podemos cambiar. Tú puedes mejorar tu vida, ser más feliz y efectivo, sabiendo usar tu mente constructivamente y asumiendo que las cosas verdaderamente importantes dependen de ti. Debes asumir que tu eres el único responsable de tu destino, por lo tanto, se cauto y preciso en lo que te dices a ti mismo y en como digitas en tu cerebro, las consecuencias son poderosas.
Ps. Antonio Estévez M.
Psicólogo U. de Chile
Ex Director Esc. De Psicología UNIACC
www.cecop.cl
Vamos paso por paso: ¿Cuál es la pregunta que te haces, o le haces a tu cerebro, cuando te encuentras ante un problema o una situación difícil?. Esto es fundamental tenerlo claro:
Tu cerebro es más poderoso que una sofisticada computadora a tu servicio. Él responde con precisión a la forma cómo te hablas a ti mismo y a las preguntas que te haces. El siempre hace lo que tú le dices. Siempre, sean estas conscientes o inconscientes.
Si te preguntas o le preguntas:
"¿Por qué soy siempre tan estúpido?", de inmediato tu mente te dará los argumentos que serán una respuesta satisfactoria. El hará lo que tú le dices. Ejemplo: la respuesta automática, aunque no la percibas, puede ser: “yo soy un estúpido o me equivoco siempre porque…..”
"¿Por qué tengo tan mala suerte?", entonces tu mente te recordará todas las razones para sentirte desafortunado. O te enfocará en los aspectos difíciles y desagradables de tu vida. El cerebro está programado para obedecer y entregar siempre una respuesta, no importa si te favorece o perjudica, el responderá.
Si en cambio te preguntas:
- "¿Qué hice mal?" o "¿Cómo hago para no repetir este error?",tu mente te ayudará a encontrar una salida constructiva. Los científicos e investigadores del comportamiento han determinado que las personas que logran mejores resultados se hacen ciertas preguntas claves ante las situaciones difíciles. Te puedes hacer preguntas que te debiliten o preguntas que te fortalezcan. Puedes formularte preguntas estériles o fértiles, es tu opción. Esto que parece tan simple, en instituciones universitarias de alto prestigio como el MIT, es un curso completo, de ello esta simple actitud de preguntarse en forma acertada por lo que ocurre, le permitió a Newton descubrir la fuerza de gravedad, cuando frente a él, cayó una manzana de un árbol. Gran diferencia, ¿no?.
Si ante un problema eliges alguna o varias de las siguientes preguntas, crearás confusión y emociones dolorosas. Recuerda es tu opción.
Ejemplos de preguntas que debilitan:
- "¿Por que a mí?
- "¿Por qué yo tengo tan mala suerte?"
- "¿Por qué a mí todo me sale mal?"
- "¿Por qué le caeré mal a la gente?"
- "¿Por qué a mí nadie me quiere o me comprende?"
- "¿Por qué a mí me cuesta tanto aprender?"
- "¿Cuánto me durará mi mala suerte?"
- "¿Por qué a mí nunca me tienen en cuenta?"
- "¿Por qué no me valoran?" o "¿Por qué a nadie le importa lo
mío?" ¿Por qué me cuesta tanto ganar mi dinero?.
Todas éstas son preguntas que te inducen a generalizar o exagerar lo difícil y sobre todo a desconocer o menospreciar tus cualidades y recursos. Además notarás cómo la respuestas a estas preguntas te dificultarán la resolución de cualquier problema y, por encima de todo, generarán en ti autocompasión, aislamiento, culpa y resentimiento. Lo peor de todo es que te sentirás sin poder interno ante esa adversidad específica. Estas preguntas y las respuestas que te dará tu cerebro son vagas, humillantes y como no enfrentan el problema, queda sin resolver. Pero observa con atención, lo más grave de esto, es que muchas veces estamos acostumbrados a plantearnos así frente a las dificultades y solo vemos estas opciones de preguntas. Muchas veces estos diálogos internos son tan mecánicos e inconcientes, que no los percibimos, solo vemos sus consecuencias en forma de pena, rabia, desaliento, etc…..
Si en cambio eliges hacerte preguntas PODEROSAS, POSITIVAS o Asertivas, tu mente se enfocará en lo que depende de ti, te ayudará a definir tu problema y tus recursos de una manera más constructiva. Estas preguntas te ayudarán a sentirte más fuerte y optimista, con más control en tus resultados. Será un uso más racional de tu cerebro. Debes practicar el arte de digitar eficientemente en la más poderosa herramienta.
Ejemplos de preguntas con poder:
- "¿Cómo puedo salir fortalecido de este problema?"
- "¿Qué hice mal?" o "¿Qué error cometí?"
- "¿Cómo puedo ganarme o acercarme a esta persona tan
Complicada?"
- "¿Cómo puedo ganar el apoyo hasta de los más renuentes?"
- "¿En qué áreas tengo que prepararme mejor?"
- "¿Qué lección me deja este problema?"
- "¿Cómo hago para no repetir el mismo error?"
- "¿Qué cualidades o recursos tengo que me ayudarán a encontrar
una salida?"
- "¿Qué tiene de positivo esta situación?"
- “¿Cómo puedo cambiar mi nivel de conciencia para mejorar mi respuesta?
- “¿Qué mecanismo tengo dentro de mí que me llevan a repetir este conflicto?
Te invito a observar el poder de tus preguntas, a estar más conciente de tu propio lenguaje interior y a disfrutar de las diferencias. El conocer y manejar el Lenguaje Interior, es también una de las claves de la salud física y mental, pues debes saber que todo lo que tu te dices a ti mismo, lo escuchan todas las células de tu cuerpo, incluso las que están al cuidado de tu salud frente a hongos, bacterias, virus, células cancerosas, etc.., es tu sistema inmunológico, y cada una de ellas tienen terminaciones de recepción para cada neurotransmisor, que es codificado por tus pensamientos. De hecho como dato ilustrativo te puedo decir que, unos investigadores marcaron con isótopos radioactivos estas células encargadas de la defensa del organismo, y le pidieron a un sujeto que tuviera los pensamientos más negativos y deprimentes que pudiera generar en un minuto. Al minuto se detuvo y comprobaron, que solo un minuto de malos pensamientos, altera y debilita el sistema inmune por seis horas seguidas.
Con estos antecedentes, debemos motivarnos a generar nosotros mismos los mejores y potentes pensamientos, para digitar y comandar eficientemente nuestro cerebro. Es muy importante poner nuestra fuerza y atención en los asuntos que dependen de nosotros mismos, en las cosas que sí podemos cambiar. Tú puedes mejorar tu vida, ser más feliz y efectivo, sabiendo usar tu mente constructivamente y asumiendo que las cosas verdaderamente importantes dependen de ti. Debes asumir que tu eres el único responsable de tu destino, por lo tanto, se cauto y preciso en lo que te dices a ti mismo y en como digitas en tu cerebro, las consecuencias son poderosas.
Ps. Antonio Estévez M.
Psicólogo U. de Chile
Ex Director Esc. De Psicología UNIACC
www.cecop.cl
4D, Descubrir, el Poder está dentro de mí:
“Los problemas que tienes hoy, No pueden ser resueltos pensando de la misma manera que pensabas cuando los creaste.” Albert Einstein
lunes, 27 de septiembre de 2010
Historias de emprendedores...
La palabra emprender, viene del francés y está compuesta por dos conceptos: hacer y pasión. Los emprendedores hacen mucho y tienen poco tiempo para contar sus historias.
Reflexión final: ¿cuál es la diferencia entre un emprendedor y un loco?
El emprendedor tuvo éxito en su locura, y el loco falló en su emprendimiento. Más clemencia con los que caen en el intento por favor, que necesitamos que sigan intentando.
Reflexión final: ¿cuál es la diferencia entre un emprendedor y un loco?
El emprendedor tuvo éxito en su locura, y el loco falló en su emprendimiento. Más clemencia con los que caen en el intento por favor, que necesitamos que sigan intentando.
4D, Descubrir, el Poder está dentro de mí:
“Creer que lo que no ha ocurrido hasta ahora no ocurrirá jamás; es no creer en la dignidad del hombre”. Gandhi
domingo, 26 de septiembre de 2010
Infierno
"Infierno es el lugar donde uno va después de haber vivido y se enfrenta a la persona que pudo haber sido, si hubiera tenido el valor de arriesgar”.
5 formas para estimular la creatividad e innovación
http://albertocondemellado.com/2010/09/01/5-formas-para-estimular-la-creativida-e-innovacion/
Para estimular la creatividad y por tanto, arrancar el proceso de innovación con una fluencia interesante, es necesario entrenarse. Uno no se vuelve creativo de la noche a la mañana, pero se pueden incorporar pequeñas tareas diarias con las que catalizar estos procesos.
Aquí os propongo 5 formas de estímulo de la creatividad, que son muy fáciles de realizar y que no interfieren para nada con nuestro día a día, y además, no generan trabajo extra.
1.- Prueba a desayunar algo diferente: el hecho de levantarte y enfrentarte a algo diferente al día anterior, evitando una rutina en tu primer acto del día, hace que tu cerebro despierte antes. El desayuno deja de ser una rutina, y se convierte en una experiencia. Acompáñalo de tu música favorita, o simplemente incorpora algún elemento diferencial. Siéntate en otra silla no habitual, verás como las cosas se ven diferentes y el desayuno también te sienta diferente.
2.- Ten un par de tipos de pasta dental y altérnala diariamente: después del desayuno, y para seguir estimulando los cambios en la rutina, cepíllate los dientes utilizando una clase diferente de pasta dental. Personalmente he llegado a tener hasta 4 tipos diferentes! Con esto haces que cada mañana, no tengas ese mismo sabor y aroma en la boca, y cada día sales de casa con una sensación diferente.
3.- Varía el camino al trabajo: si puedes (habría que decir si quieres) prueba diferentes caminos para llegar a tu trabajo. Aleja la rutina de tu camino al trabajo. Si desde que uno se levanta todo se hace por rutina, al llegar a la oficina, se sigue con la rutina. Sin embargo, si te enfrentar a dos o tres rutas diferentes, aunque alguna de ellas sea algo más larga y te lleve algo más de tiempo, verás cómo llegas al trabajo con otro humor, y sobre todo con la mente más abierta y despejada. Estás rompiendo con la rutina, enhorabuena!
4.- Utiliza lápices y bolis de colores: puede que la mayor parte del tiempo la pases en el ordenador, pero aun así, prueba a cambiar el color de la escritura. Si se trata de papel y lápiz, utiliza lápices de colores. Es muy fácil contar con boli rojo, azul, negro, incluso verde, morado, … no hace falta tener 10 colores diferentes, pero si utilizar 2 ó 3 colores diferentes y los alternas, tu contenido no será tan aburrido y sólo el verlo te generará mayor interés y te alejará de la rutina. Si lo haces en un editor de texto… ¿no te resultaría fácil utilizar un par de colores para tu escritua y antes de guardar tus informes pasarlo todo al negro convencional? Anímate a probar!
5.- Y por acabar con las propuestas del Top 5, coge 10 ó 15 minutos después del trabajo para darte un paseo. Varía la ruta en la medida de lo posible cada día. Los paseos siempre son diferentes, te cruzas con gente diferente, el tiempo es diferente, los ruidos son diferentes… ah! eso sí, aquí nada de música, lo mejor es el sonido ambiente. Presta atención a los detalles, simplemente manten tu “radar” despierto, tu mente inquita.
Bueno, ahora sólo hace falta empezar.
¿Os funciona?
Si os atrevéis a probarlo, os lo agradezco desde ya, por la confianza depositada. Y si os funciona, sentíos libres de difundirlo y de añadir cuantos puntos deseéis a estos 5, porque según vayas rompiendo rutinas de tu día a día, generarás tu propio Top 5, y si lo compartes, la sociedad será un poco más creativa y menos rutinaria.
alberto conde mellado
Para estimular la creatividad y por tanto, arrancar el proceso de innovación con una fluencia interesante, es necesario entrenarse. Uno no se vuelve creativo de la noche a la mañana, pero se pueden incorporar pequeñas tareas diarias con las que catalizar estos procesos.
Aquí os propongo 5 formas de estímulo de la creatividad, que son muy fáciles de realizar y que no interfieren para nada con nuestro día a día, y además, no generan trabajo extra.
1.- Prueba a desayunar algo diferente: el hecho de levantarte y enfrentarte a algo diferente al día anterior, evitando una rutina en tu primer acto del día, hace que tu cerebro despierte antes. El desayuno deja de ser una rutina, y se convierte en una experiencia. Acompáñalo de tu música favorita, o simplemente incorpora algún elemento diferencial. Siéntate en otra silla no habitual, verás como las cosas se ven diferentes y el desayuno también te sienta diferente.
2.- Ten un par de tipos de pasta dental y altérnala diariamente: después del desayuno, y para seguir estimulando los cambios en la rutina, cepíllate los dientes utilizando una clase diferente de pasta dental. Personalmente he llegado a tener hasta 4 tipos diferentes! Con esto haces que cada mañana, no tengas ese mismo sabor y aroma en la boca, y cada día sales de casa con una sensación diferente.
3.- Varía el camino al trabajo: si puedes (habría que decir si quieres) prueba diferentes caminos para llegar a tu trabajo. Aleja la rutina de tu camino al trabajo. Si desde que uno se levanta todo se hace por rutina, al llegar a la oficina, se sigue con la rutina. Sin embargo, si te enfrentar a dos o tres rutas diferentes, aunque alguna de ellas sea algo más larga y te lleve algo más de tiempo, verás cómo llegas al trabajo con otro humor, y sobre todo con la mente más abierta y despejada. Estás rompiendo con la rutina, enhorabuena!
4.- Utiliza lápices y bolis de colores: puede que la mayor parte del tiempo la pases en el ordenador, pero aun así, prueba a cambiar el color de la escritura. Si se trata de papel y lápiz, utiliza lápices de colores. Es muy fácil contar con boli rojo, azul, negro, incluso verde, morado, … no hace falta tener 10 colores diferentes, pero si utilizar 2 ó 3 colores diferentes y los alternas, tu contenido no será tan aburrido y sólo el verlo te generará mayor interés y te alejará de la rutina. Si lo haces en un editor de texto… ¿no te resultaría fácil utilizar un par de colores para tu escritua y antes de guardar tus informes pasarlo todo al negro convencional? Anímate a probar!
5.- Y por acabar con las propuestas del Top 5, coge 10 ó 15 minutos después del trabajo para darte un paseo. Varía la ruta en la medida de lo posible cada día. Los paseos siempre son diferentes, te cruzas con gente diferente, el tiempo es diferente, los ruidos son diferentes… ah! eso sí, aquí nada de música, lo mejor es el sonido ambiente. Presta atención a los detalles, simplemente manten tu “radar” despierto, tu mente inquita.
Bueno, ahora sólo hace falta empezar.
¿Os funciona?
Si os atrevéis a probarlo, os lo agradezco desde ya, por la confianza depositada. Y si os funciona, sentíos libres de difundirlo y de añadir cuantos puntos deseéis a estos 5, porque según vayas rompiendo rutinas de tu día a día, generarás tu propio Top 5, y si lo compartes, la sociedad será un poco más creativa y menos rutinaria.
alberto conde mellado
La coherencia
"La coherencia mas que una actitud es un fenomeno fisiologico y energetico que es hora de recordar. Es un tiempo de reunion y Union de fuerzas ancladas en la matriz ignea de nuestro ser, un tiempo para recordar y empezar a crear desde el corazon, un tiempo de restauracion y de cambio". Maria Arboleda
sábado, 25 de septiembre de 2010
Son nuestros pensamientos los que crean nuestro mundo
del Dr. Mario Alonzo Puig: El efecto de las palabras no dichas...
Tengo 48 años. Nací y vivo en Madrid. Estoy casado y tengo tres niños. Soy cirujano general y del aparato digestivo en el Hospital de Madrid.
Hay que ejercitar y desarrollar la flexibilidad y la tolerancia. Son nuestros pensamientos los que en gran medida han creado y crean continuamente nuestro mundo.
Hoy sabemos que la confianza en uno mismo, el entusiasmo y la ilusión tienen la capacidad de favorecer las funciones superiores del cerebro. Por eso, lo que el corazón quiere sentir, la mente se lo acaba mostrando". Hay que entrenar esa mente.
Puedo atestiguar que una persona ilusionada, comprometida y que confía en sí misma puede ir mucho más allá de lo que cabría esperar por su trayectoria.
-¿Psiconeuroinmunobiología?
-Sí, es la ciencia que estudia la conexión que existe entre el pensamiento, la palabra, la mentalidad y la fisiología del ser humano. Una conexión que desafía el paradigma tradicional. El pensamiento y la palabra son una forma de energía vital que tiene la capacidad (y ha sido demostrado de forma sostenible) de interactuar con el organismo y producir cambios físicos muy profundos.(por esto es tan importante hacer afirmaciones a diario)
-¿De qué se trata?
-Se ha demostrado en diversos estudios que un minuto entretenido en un pensamiento negativo deja el sistema inmunitario en una situación delicada durante seis horas. El distrés, esa sensación de agobio permanente, produce cambios muy sorprendentes en el funcionamiento del cerebro y en la constelación hormonal.
-¿Qué tipo de cambios?
-Tiene la capacidad de lesionar neuronas de la memoria y del aprendizaje localizadas en el hipocampo. Y afecta a nuestra capacidad intelectual porque deja sin riego sanguíneo aquellas zonas del cerebro más necesarias para tomar decisiones adecuadas.
Un valioso recurso contra la preocupación es llevar la atención a la respiración abdominal, que tiene por sí sola la capacidad de producir cambios en el cerebro. Favorece la secreción de hormonas como la serotonina y la endorfina y mejora la sintonía de ritmos cerebrales entre los dos hemisferios. Llevar el foco de atención a la respiración, que tiene la capacidad de serenar nuestro estado mental(hacerlo a diario tambien).
-La palabra es una forma de energía vital. Se ha podido fotografiar con tomografía de emisión de positrones cómo las personas que decidieron hablarse a sí mismas de una manera más positiva, específicamente personas con trastornos psiquiátricos, consiguieron remodelar físicamente su estructura cerebral, precisamente los circuitos que les generaban estas enfermedades.
Las palabras por sí solas activan los núcleos amigdalinos. Pueden activar, por ejemplo, los núcleos del miedo que transforman las hormonas y los procesos mentales. Científicos de Harward han demostrado que cuando la persona consigue reducir esa cacofonía interior y entrar en el silencio, las migrañas y el dolor coronario pueden reducirse un 80%.
-¿Por qué nos cuesta tanto cambiar?
-El miedo nos impide salir de la zona de confort; tendemos a la seguridad de lo conocido, y esa actitud nos impide realizarnos. Para crecer hay que salir de esa zona.
-Déme alguna pista.
-Cambie hábitos de pensamiento y entrene su integridad honrando su propia palabra (esta demostrado que tus palabras tienen magia). Cuando decimos "voy a hacer esto" y no lo hacemos alteramos físicamente nuestro cerebro. El mayor potencial es la conciencia.
-Ver lo que hay y aceptarlo.
-Si nos aceptamos por lo que somos y por lo que no somos, podemos cambiar. Lo que se resiste, persiste. La aceptación es el núcleo de la transformación.
"SEAMOS EL CAMBIO QUE QUEREMOS VER EN EL MUNDO"
M. Gandhi
Tengo 48 años. Nací y vivo en Madrid. Estoy casado y tengo tres niños. Soy cirujano general y del aparato digestivo en el Hospital de Madrid.
Hay que ejercitar y desarrollar la flexibilidad y la tolerancia. Son nuestros pensamientos los que en gran medida han creado y crean continuamente nuestro mundo.
Hoy sabemos que la confianza en uno mismo, el entusiasmo y la ilusión tienen la capacidad de favorecer las funciones superiores del cerebro. Por eso, lo que el corazón quiere sentir, la mente se lo acaba mostrando". Hay que entrenar esa mente.
Puedo atestiguar que una persona ilusionada, comprometida y que confía en sí misma puede ir mucho más allá de lo que cabría esperar por su trayectoria.
-¿Psiconeuroinmunobiología?
-Sí, es la ciencia que estudia la conexión que existe entre el pensamiento, la palabra, la mentalidad y la fisiología del ser humano. Una conexión que desafía el paradigma tradicional. El pensamiento y la palabra son una forma de energía vital que tiene la capacidad (y ha sido demostrado de forma sostenible) de interactuar con el organismo y producir cambios físicos muy profundos.(por esto es tan importante hacer afirmaciones a diario)
-¿De qué se trata?
-Se ha demostrado en diversos estudios que un minuto entretenido en un pensamiento negativo deja el sistema inmunitario en una situación delicada durante seis horas. El distrés, esa sensación de agobio permanente, produce cambios muy sorprendentes en el funcionamiento del cerebro y en la constelación hormonal.
-¿Qué tipo de cambios?
-Tiene la capacidad de lesionar neuronas de la memoria y del aprendizaje localizadas en el hipocampo. Y afecta a nuestra capacidad intelectual porque deja sin riego sanguíneo aquellas zonas del cerebro más necesarias para tomar decisiones adecuadas.
Un valioso recurso contra la preocupación es llevar la atención a la respiración abdominal, que tiene por sí sola la capacidad de producir cambios en el cerebro. Favorece la secreción de hormonas como la serotonina y la endorfina y mejora la sintonía de ritmos cerebrales entre los dos hemisferios. Llevar el foco de atención a la respiración, que tiene la capacidad de serenar nuestro estado mental(hacerlo a diario tambien).
-La palabra es una forma de energía vital. Se ha podido fotografiar con tomografía de emisión de positrones cómo las personas que decidieron hablarse a sí mismas de una manera más positiva, específicamente personas con trastornos psiquiátricos, consiguieron remodelar físicamente su estructura cerebral, precisamente los circuitos que les generaban estas enfermedades.
Las palabras por sí solas activan los núcleos amigdalinos. Pueden activar, por ejemplo, los núcleos del miedo que transforman las hormonas y los procesos mentales. Científicos de Harward han demostrado que cuando la persona consigue reducir esa cacofonía interior y entrar en el silencio, las migrañas y el dolor coronario pueden reducirse un 80%.
-¿Por qué nos cuesta tanto cambiar?
-El miedo nos impide salir de la zona de confort; tendemos a la seguridad de lo conocido, y esa actitud nos impide realizarnos. Para crecer hay que salir de esa zona.
-Déme alguna pista.
-Cambie hábitos de pensamiento y entrene su integridad honrando su propia palabra (esta demostrado que tus palabras tienen magia). Cuando decimos "voy a hacer esto" y no lo hacemos alteramos físicamente nuestro cerebro. El mayor potencial es la conciencia.
-Ver lo que hay y aceptarlo.
-Si nos aceptamos por lo que somos y por lo que no somos, podemos cambiar. Lo que se resiste, persiste. La aceptación es el núcleo de la transformación.
"SEAMOS EL CAMBIO QUE QUEREMOS VER EN EL MUNDO"
M. Gandhi
La risa...
Los científicos opinan: la risa aumenta la secreción de catecolaminas
y endorfinas, que son calmantes y relajantes naturales fabricados por
el propio organismo. Además, reírse reduce la secreción de cortisol y
la velocidad de sedimentación en la sangre, mejorando la respuesta
inmunológica del organismo. Otro de los efectos beneficiosos de la
risa es el aumento de la oxigenación de la sangre y la disminución del
aire residual en los pulmones. Y, aunque en la primera fase de la risa
se produce un ligero incremento de las pulsaciones y la tensión
arterial, se trata de un fenómeno transitorio que después da paso a la
relajación del pulso y la presión sanguínea.
También la piel se ve beneficiada al mejorar el riego periférico,
recibiendo un mayor aporte de oxigeno y envejeciendo mas lentamente.
Se ha demostrado que la risa es contagiosa y que los médicos que se
ríen logran mejores resultados con sus pacientes que aquellos que
tienen mal humor.
El psiquiatra William Fry, profesor de la Facultad de Medicina de la
Universidad de Stanford, y uno de los pioneros en el campo del humor
como terapia, afirma que “un minuto de risa equivale a 45 minutos de
relajación y 3 minutos de risa equivalen a 10 minutos de remo
enérgico”.
Queda claro por lo tanto que los efectos de la risa no son sólo
anímicos, sino que desencadenan cambios orgánicos que aceleran el
proceso de convalecencia de cualquier enfermedad y ayudan a atenuar el
dolor.
El humor sirve como barómetro de la salud mental: cuanto mas sombría
es una persona, mas tristeza y posibilidad de deprimirse habrá en su
vida; por el contrario, cuanto mas humor demuestre, gozará de menos
estrés y mas años de vida.
http://www.gruposer.org/
y endorfinas, que son calmantes y relajantes naturales fabricados por
el propio organismo. Además, reírse reduce la secreción de cortisol y
la velocidad de sedimentación en la sangre, mejorando la respuesta
inmunológica del organismo. Otro de los efectos beneficiosos de la
risa es el aumento de la oxigenación de la sangre y la disminución del
aire residual en los pulmones. Y, aunque en la primera fase de la risa
se produce un ligero incremento de las pulsaciones y la tensión
arterial, se trata de un fenómeno transitorio que después da paso a la
relajación del pulso y la presión sanguínea.
También la piel se ve beneficiada al mejorar el riego periférico,
recibiendo un mayor aporte de oxigeno y envejeciendo mas lentamente.
Se ha demostrado que la risa es contagiosa y que los médicos que se
ríen logran mejores resultados con sus pacientes que aquellos que
tienen mal humor.
El psiquiatra William Fry, profesor de la Facultad de Medicina de la
Universidad de Stanford, y uno de los pioneros en el campo del humor
como terapia, afirma que “un minuto de risa equivale a 45 minutos de
relajación y 3 minutos de risa equivalen a 10 minutos de remo
enérgico”.
Queda claro por lo tanto que los efectos de la risa no son sólo
anímicos, sino que desencadenan cambios orgánicos que aceleran el
proceso de convalecencia de cualquier enfermedad y ayudan a atenuar el
dolor.
El humor sirve como barómetro de la salud mental: cuanto mas sombría
es una persona, mas tristeza y posibilidad de deprimirse habrá en su
vida; por el contrario, cuanto mas humor demuestre, gozará de menos
estrés y mas años de vida.
http://www.gruposer.org/
El futuro...
El futuro no pertenece a los gestores o administradores, a los que hacen danzar los números, o a los que conocen a la perfección todas las jergas que utilizamos para parecer inteligentes... El mundo pertenecerá siempre a los apasionados, a los líderes. Esas personas que no sólo poseen enormes energías, sino que son capaces de transmitir esas energías a quienes dirigen”. Jack Welch
viernes, 24 de septiembre de 2010
El mapa para llegar al éxito
“A todos les llega una buena idea en la ducha. Pero el que sale de la ducha, se seca y hace algo respecto de esa idea es el que tiene éxito”.
Después de más de veinticinco años de conocer gente exitosa y de estudiar el tema, he definido el éxito de la siguiente manera: “Nunca agotará la capacidad de crecer en pos de su potencial ni agotará la capacidad de ayudar a otros”. Para ser exitoso se necesitan dos cosas: el cuadro correcto del éxito y los principios correctos para alcanzarlo. No hay dos personas que tengan el mismo cuadro de lo que es el éxito porque hemos sido creados diferentes, somos individuos únicos. Sin embargo, el proceso es el mismo para todos. Se basa en principios que no cambian.
Un crucero a ninguna parte
Si usted vive en un pueblo cerca del mar, puede haber visto los anuncios sobre los “cruceros a ninguna parte”. Quizás hasta haya ido en alguno. La gente sube al barco y al dejar el muelle, en vez de dirigirse a alguna isla tropical o a otra localización exótica, viajan en círculos en alta mar por un par de días. Mientras tanto, cenan comidas suntuosas, descansan alrededor de una piscina, disfrutan de los espectáculos y participan de las actividades a bordo. Es como haberse alojado en un buen hotel o en un complejo de vacaciones. El problema para mucha gente es que sus vidas se parecen mucho a esos cruceros. Viajan sin destino. Siguen el patrón de la mayoría, y ocupan el tiempo en busca de placeres o en actividades que no producen beneficio duradero para ellos ni para los demás. Al final, no están en mejor posición que cuando partieron. El crucero a ninguna parte puede ser una forma divertida de ocupar unos pocos días de vacaciones, pero no es un modo de gastar la vida.
El éxito es un viaje. Usted no se convierte de repente en alguien exitoso cuando llega a un lugar específico o alcanza cierta meta. Pero esto no significa que deba viajar sin identificar su destino. No puede cumplir su propósito ni cultivar su potencial si no sabe en qué dirección ir. Usted necesita identificar su destino y navegar hacia él.
El poder de un sueño
Creo que cada uno de nosotros tiene un sueño en su corazón. No hablo de querer ganar la lotería. Hablo de una visión interior profunda que habla al alma misma. Es aquello para lo que hemos nacido. Cuando busco el nombre de una persona que identificó y vivió su sueño, pienso en el pionero de la industria automotriz y visionario Henry Ford, él dijo: “Todo el secreto de una vida exitosa es descubrir qué estamos destinados a hacer, y luego hacerlo”.
El sueño de Ford nació de su interés por todo lo que fuera mecánico. Desde su niñez tuvo pasión por estudiar y reparar maquinarias. Aprendió por cuenta propia sobre máquinas de vapor, relojes y motores a combustión. Viajó por el campo haciendo reparaciones gratuitas, sólo para poner sus manos en alguna maquinaria. Ford se sentía intrigado por la idea del automóvil y le dedicó más y más atención a esto. En 1896, construyó su primer automóvil en el cobertizo trasero de su casa. Luego de esto, siguió pensando en cómo mejorar sus esfuerzos y estudió el trabajo de otros constructores de coches, incluyendo a Ransom E. Olds, quién construyó el primer Oldsmobile en el 1900. El sueño de Ford era una realidad.
Un sueño aumenta nuestro potencial
Sin él, podemos tener problemas para descubrir nuestro potencial interior pues no vemos más allá de las actuales circunstancias. Pero con un sueño, comenzamos a vernos bajo una nueva luz, como poseedores de un nuevo potencial y capaces de avanzar y crecer hasta alcanzarlo. Toda oportunidad que encontramos, cada recurso que descubrimos, cada talento que desarrollamos llega a formar parte de nuestro potencial para crecer en dirección hacia ese sueño. Mientras mayor es, mayor el potencial. E. Paul Jovey dijo: “El mundo de un ciego está limitado a lo que toca; el mundo del ignorante queda dentro de los límites de su conocimiento; el mundo de un gran hombre por los límites de su Visión”. Si su visión –su sueño- es grande, así será su potencial para el éxito.
Un sueño nos ayuda a establecer prioridades
Nos da esperanza para el futuro, y además nos da poder en el presente. Hace posible que establezcamos prioridades en todo lo que hacemos. Quién tiene uno, conoce a lo que tiene que renunciar, con el propósito de avanzar. Puede medir cada cosa que hace según le sirva o contribuya a su sueño. Se concentra en lo que le acerca más a esa meta y presta menos atención a todo lo que no contribuye al propósito.
Irónicamente, mucha gente hace exactamente lo contrario. En vez de concentrarse en su meta y dejar lo de menor importancia, quieren mantener abiertas todas las alternativas. Pero cuando lo hacen, realmente enfrentan más problemas pues tomar decisiones se les hace muy complicado.
A medida que transcurre el tiempo, no puede progresar porque dedica todo su tiempo a conservar las alternativas en lugar de usar el tiempo para avanzar. Cuando tiene un sueño, usted no tiene ese problema. Ese conocimiento le libera tiempo para concentrarse en las pocas cosas que marcan la diferencia, y lo mantienen en el camino correcto.
Un sueño predice nuestro futuro
Catherine Logan dijo: “Una Visión profetiza lo que puede ser nuestro. Es una invitación a hacer algo. Con un gran cuadro en la mente vamos de un logro a otro usando los materiales que nos rodean como peldaños hacia lo que es más alto, mejor y más satisfactorio. Así llegamos a ser poseedores de valores invisibles que son eternos”.
Cuando tenemos un sueño, no sólo somos espectadores sentados a la espera que todo salga bien. Tomamos una parte activa en la formación del propósito y significado de nuestra vida. Y los vientos de cambio nos llevan de aquí para allá. Nuestro sueño, cuando lo seguimos, es el mejor pronosticador de nuestro futuro. Esto no significa que tenemos alguna garantía, pero sí aumenta enormemente nuestra oportunidad de éxito.
A través de los años he aprendido mucho sobre la visión y lo que significa tener un sueño. He observado que hay una gran diferencia entre los que sueñan y los que hacen que su sueño se haga realidad. Como dijo Nolan Bushnell, fundador de Atari – compañía de videojuegos famosa en los años 80- “A todos les llega una buena idea en la ducha. Pero el que sale de la ducha, se seca y hace algo respecto de esa idea tiene éxito”.
Crea en su capacidad de lograrlo
Nadie puede actuar consistentemente en una manera que contradiga la imagen que tiene de si mismo. Si quiere tener éxito, debe creer que puede tenerlo. Para lograr encontrar su sueño debe reconocer que es capaz de descubrirlo. No tiene que ser un genio, tener suerte o ser rico. Sólo tiene que creer que puede ocurrir.
Deshágase de su orgullo
Es muy importante deshacerse del orgullo; puede impedirle que intente cosas nuevas y de hacer preguntas por tener miedo de parecer tonto. Esto hace que usted quiera permanecer en su zona de comodidad en vez de luchar por llegar al otro extremo. El orgullo lo centra en las apariencias y no en el potencial. Le impide asumir los riesgos.
Cultive un descontento constructivo
El descontento es la fuerza que impulsa a la gente a buscar sus sueños. La complacencia nunca trae el éxito. Debe desear un cambio positivo. Sólo el descontento constructivo lo motivará a encontrar su propósito y a alcanzar su potencial. Earle Wilson comenta: “Si lo que hiciste ayer todavía hoy te parece grande, entonces hoy no has hecho lo suficiente”.
Escape del hábito
El hábito puede matar un sueño porque cuando deja de pensar, deja de cuestionar y de soñar. Usted comienza a aceptar lo que es sin considerar lo que podría ser. El hábito hace que usted se quede en las formalidades en lugar de pensar en las posibilidades. Mire a su horizonte. ¿Qué es lo que le importa? ¿Qué está haciendo hoy día que no lo impulsa en dirección de su propósito, a desarrollar su potencial o a ayudar a otras personas?
Algunos lo atacaron
En sus primeras etapas, los sueños son algo increíblemente frágiles, demasiado nuevos. No hemos tenido tiempo de dejarlos crecer. Aún no tienen trayectoria y pueden ser derribados con mayor facilidad en este punto. Los amigos o miembros de la familia son seguramente los atacantes puesto que son los únicos que los conocen. Nuestras esperanzas y deseos pueden superar las críticas de un extraño, pero tienen más dificultad para sobrevivir cuando los mina un ser amado.
La mayoría de las personas no tienen idea de lo cerca que han estado de alcanzar y vivir su sueño, de llegar a la etapa de “lo tengo”. Y cuando lo hace, usted compartirá la opinión de Joe Namaht, mariscal de campo ganador del Super Bowl, que dijo: “Cuando ganas, nada duele”.
John Maxwell
Después de más de veinticinco años de conocer gente exitosa y de estudiar el tema, he definido el éxito de la siguiente manera: “Nunca agotará la capacidad de crecer en pos de su potencial ni agotará la capacidad de ayudar a otros”. Para ser exitoso se necesitan dos cosas: el cuadro correcto del éxito y los principios correctos para alcanzarlo. No hay dos personas que tengan el mismo cuadro de lo que es el éxito porque hemos sido creados diferentes, somos individuos únicos. Sin embargo, el proceso es el mismo para todos. Se basa en principios que no cambian.
Un crucero a ninguna parte
Si usted vive en un pueblo cerca del mar, puede haber visto los anuncios sobre los “cruceros a ninguna parte”. Quizás hasta haya ido en alguno. La gente sube al barco y al dejar el muelle, en vez de dirigirse a alguna isla tropical o a otra localización exótica, viajan en círculos en alta mar por un par de días. Mientras tanto, cenan comidas suntuosas, descansan alrededor de una piscina, disfrutan de los espectáculos y participan de las actividades a bordo. Es como haberse alojado en un buen hotel o en un complejo de vacaciones. El problema para mucha gente es que sus vidas se parecen mucho a esos cruceros. Viajan sin destino. Siguen el patrón de la mayoría, y ocupan el tiempo en busca de placeres o en actividades que no producen beneficio duradero para ellos ni para los demás. Al final, no están en mejor posición que cuando partieron. El crucero a ninguna parte puede ser una forma divertida de ocupar unos pocos días de vacaciones, pero no es un modo de gastar la vida.
El éxito es un viaje. Usted no se convierte de repente en alguien exitoso cuando llega a un lugar específico o alcanza cierta meta. Pero esto no significa que deba viajar sin identificar su destino. No puede cumplir su propósito ni cultivar su potencial si no sabe en qué dirección ir. Usted necesita identificar su destino y navegar hacia él.
El poder de un sueño
Creo que cada uno de nosotros tiene un sueño en su corazón. No hablo de querer ganar la lotería. Hablo de una visión interior profunda que habla al alma misma. Es aquello para lo que hemos nacido. Cuando busco el nombre de una persona que identificó y vivió su sueño, pienso en el pionero de la industria automotriz y visionario Henry Ford, él dijo: “Todo el secreto de una vida exitosa es descubrir qué estamos destinados a hacer, y luego hacerlo”.
El sueño de Ford nació de su interés por todo lo que fuera mecánico. Desde su niñez tuvo pasión por estudiar y reparar maquinarias. Aprendió por cuenta propia sobre máquinas de vapor, relojes y motores a combustión. Viajó por el campo haciendo reparaciones gratuitas, sólo para poner sus manos en alguna maquinaria. Ford se sentía intrigado por la idea del automóvil y le dedicó más y más atención a esto. En 1896, construyó su primer automóvil en el cobertizo trasero de su casa. Luego de esto, siguió pensando en cómo mejorar sus esfuerzos y estudió el trabajo de otros constructores de coches, incluyendo a Ransom E. Olds, quién construyó el primer Oldsmobile en el 1900. El sueño de Ford era una realidad.
Un sueño aumenta nuestro potencial
Sin él, podemos tener problemas para descubrir nuestro potencial interior pues no vemos más allá de las actuales circunstancias. Pero con un sueño, comenzamos a vernos bajo una nueva luz, como poseedores de un nuevo potencial y capaces de avanzar y crecer hasta alcanzarlo. Toda oportunidad que encontramos, cada recurso que descubrimos, cada talento que desarrollamos llega a formar parte de nuestro potencial para crecer en dirección hacia ese sueño. Mientras mayor es, mayor el potencial. E. Paul Jovey dijo: “El mundo de un ciego está limitado a lo que toca; el mundo del ignorante queda dentro de los límites de su conocimiento; el mundo de un gran hombre por los límites de su Visión”. Si su visión –su sueño- es grande, así será su potencial para el éxito.
Un sueño nos ayuda a establecer prioridades
Nos da esperanza para el futuro, y además nos da poder en el presente. Hace posible que establezcamos prioridades en todo lo que hacemos. Quién tiene uno, conoce a lo que tiene que renunciar, con el propósito de avanzar. Puede medir cada cosa que hace según le sirva o contribuya a su sueño. Se concentra en lo que le acerca más a esa meta y presta menos atención a todo lo que no contribuye al propósito.
Irónicamente, mucha gente hace exactamente lo contrario. En vez de concentrarse en su meta y dejar lo de menor importancia, quieren mantener abiertas todas las alternativas. Pero cuando lo hacen, realmente enfrentan más problemas pues tomar decisiones se les hace muy complicado.
A medida que transcurre el tiempo, no puede progresar porque dedica todo su tiempo a conservar las alternativas en lugar de usar el tiempo para avanzar. Cuando tiene un sueño, usted no tiene ese problema. Ese conocimiento le libera tiempo para concentrarse en las pocas cosas que marcan la diferencia, y lo mantienen en el camino correcto.
Un sueño predice nuestro futuro
Catherine Logan dijo: “Una Visión profetiza lo que puede ser nuestro. Es una invitación a hacer algo. Con un gran cuadro en la mente vamos de un logro a otro usando los materiales que nos rodean como peldaños hacia lo que es más alto, mejor y más satisfactorio. Así llegamos a ser poseedores de valores invisibles que son eternos”.
Cuando tenemos un sueño, no sólo somos espectadores sentados a la espera que todo salga bien. Tomamos una parte activa en la formación del propósito y significado de nuestra vida. Y los vientos de cambio nos llevan de aquí para allá. Nuestro sueño, cuando lo seguimos, es el mejor pronosticador de nuestro futuro. Esto no significa que tenemos alguna garantía, pero sí aumenta enormemente nuestra oportunidad de éxito.
A través de los años he aprendido mucho sobre la visión y lo que significa tener un sueño. He observado que hay una gran diferencia entre los que sueñan y los que hacen que su sueño se haga realidad. Como dijo Nolan Bushnell, fundador de Atari – compañía de videojuegos famosa en los años 80- “A todos les llega una buena idea en la ducha. Pero el que sale de la ducha, se seca y hace algo respecto de esa idea tiene éxito”.
Crea en su capacidad de lograrlo
Nadie puede actuar consistentemente en una manera que contradiga la imagen que tiene de si mismo. Si quiere tener éxito, debe creer que puede tenerlo. Para lograr encontrar su sueño debe reconocer que es capaz de descubrirlo. No tiene que ser un genio, tener suerte o ser rico. Sólo tiene que creer que puede ocurrir.
Deshágase de su orgullo
Es muy importante deshacerse del orgullo; puede impedirle que intente cosas nuevas y de hacer preguntas por tener miedo de parecer tonto. Esto hace que usted quiera permanecer en su zona de comodidad en vez de luchar por llegar al otro extremo. El orgullo lo centra en las apariencias y no en el potencial. Le impide asumir los riesgos.
Cultive un descontento constructivo
El descontento es la fuerza que impulsa a la gente a buscar sus sueños. La complacencia nunca trae el éxito. Debe desear un cambio positivo. Sólo el descontento constructivo lo motivará a encontrar su propósito y a alcanzar su potencial. Earle Wilson comenta: “Si lo que hiciste ayer todavía hoy te parece grande, entonces hoy no has hecho lo suficiente”.
Escape del hábito
El hábito puede matar un sueño porque cuando deja de pensar, deja de cuestionar y de soñar. Usted comienza a aceptar lo que es sin considerar lo que podría ser. El hábito hace que usted se quede en las formalidades en lugar de pensar en las posibilidades. Mire a su horizonte. ¿Qué es lo que le importa? ¿Qué está haciendo hoy día que no lo impulsa en dirección de su propósito, a desarrollar su potencial o a ayudar a otras personas?
Algunos lo atacaron
En sus primeras etapas, los sueños son algo increíblemente frágiles, demasiado nuevos. No hemos tenido tiempo de dejarlos crecer. Aún no tienen trayectoria y pueden ser derribados con mayor facilidad en este punto. Los amigos o miembros de la familia son seguramente los atacantes puesto que son los únicos que los conocen. Nuestras esperanzas y deseos pueden superar las críticas de un extraño, pero tienen más dificultad para sobrevivir cuando los mina un ser amado.
La mayoría de las personas no tienen idea de lo cerca que han estado de alcanzar y vivir su sueño, de llegar a la etapa de “lo tengo”. Y cuando lo hace, usted compartirá la opinión de Joe Namaht, mariscal de campo ganador del Super Bowl, que dijo: “Cuando ganas, nada duele”.
John Maxwell
4D, Descubrir, el Poder está dentro de mí:
“Si de veras queremos vivir, lo mejor es empezar cuanto antes a intentarlo”. Wh. Auden.
jueves, 23 de septiembre de 2010
Inhibidores de la creatividad
1. Trabajar siempre atado a los procedimientos acostumbrados para resolver un problema particular.
2. Creer que es un desperdicio de tiempo hacer preguntas.
3. Creer que el método lógico de paso a paso es d el único para resolver problemas.
4. Pasa demasiado tiempo pensando en lo que otros piensan de él (ella).
5. Controlar demasiado los propios impulsos.
6. Establecer relaciones solamente con personas que pertenecen a su clase social una clase social y a negocios como los suyos.
7. Estar obsesionado por el alto status o por el poder.
8. Presumir de seguridad en sus conclusiones.
9. Tener tendencia a evitar situaciones en las que pueda sentirse inferior.
10. Evitar enfrentarse con la incertidumbre o con lo impredecible.
11. Exagerar la importancia de tener cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa.
12. Considerar que las personas que usan palabras extrañas y poco comunes solamente desean deslumbrar.
13. Ser atado a los hábitos, egoísta
2. Creer que es un desperdicio de tiempo hacer preguntas.
3. Creer que el método lógico de paso a paso es d el único para resolver problemas.
4. Pasa demasiado tiempo pensando en lo que otros piensan de él (ella).
5. Controlar demasiado los propios impulsos.
6. Establecer relaciones solamente con personas que pertenecen a su clase social una clase social y a negocios como los suyos.
7. Estar obsesionado por el alto status o por el poder.
8. Presumir de seguridad en sus conclusiones.
9. Tener tendencia a evitar situaciones en las que pueda sentirse inferior.
10. Evitar enfrentarse con la incertidumbre o con lo impredecible.
11. Exagerar la importancia de tener cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa.
12. Considerar que las personas que usan palabras extrañas y poco comunes solamente desean deslumbrar.
13. Ser atado a los hábitos, egoísta
4D, Descubrir, el Poder está dentro de mí:
"Es en tus momentos de dificultad donde ha salido lo mejor de tí, porque has tenido que ejecutar más y mejores acciones.¡En la comodidad de lo cotidiano, nadie crece!" Gabriel Ruda
miércoles, 22 de septiembre de 2010
4D, Descubrir, el Poder está dentro de mí:
"La obra maestra de la vida es que el ser humano no escoge su entrada a sus circunstancias, pero tiene el poder de crear tantas salidas como desee". Séneca
martes, 21 de septiembre de 2010
http://xa.yimg.com/kq/groups/7767927/1887526389/name/Generacion%20Ideas%20creativas%202.pdf
LA CREATIVIDAD Y SUS CONCEPTOS:http://xa.yimg.com/kq/groups/7767927/1887526389/name/Generacion%20Ideas%20creativas%202.pdf
SEGUNDA PARTE
LA CREATIVIDAD Y SUS CONCEPTOS
SEGUNDA PARTE
LA CREATIVIDAD Y SUS CONCEPTOS
4D, Descubrir, el Poder está dentro de mí:
"Hoy seré dueño de mis emociones. Si me siento deprimido, cantare.
Si me siento triste, reiré. Si siento miedo, me lanzare adelante.
Si me siento inferior, vestiré ropas nuevas. Si me siento inseguro, levantare la voz.
Si me siento incompetente, recordare éxitos del pasado. Si me siento insignificante, recordare mis metas. Hoy seré dueño de mis emociones". Og Mandino
Si me siento triste, reiré. Si siento miedo, me lanzare adelante.
Si me siento inferior, vestiré ropas nuevas. Si me siento inseguro, levantare la voz.
Si me siento incompetente, recordare éxitos del pasado. Si me siento insignificante, recordare mis metas. Hoy seré dueño de mis emociones". Og Mandino
lunes, 20 de septiembre de 2010
La Sociedad de la Ignorancia y otros ensayos
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Brey
Daniel Innerarity
Gonçal Mayos
La Sociedad
de la Ignorancia
2 / kNewton
Antoni Brey (Sabadell, 1967) es ingeniero de telecomunicación.
Ha sido miembro del Grupo de Información Cuántica del Instituto de Física de Altas Energías y autor de los ensayos La Generación Fría y El fenómeno Wi-Fi, miembro fundador del Fiasco Awards Team y director del documental Un Tiempo Singular.
Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) es profesor titular de filosofía en la Universidad de Zaragoza. Sus últimos libros son Ética de la hospitalidad, La transformación
de la política (III Premio de Ensayo Miguel de Unamuno y Premio Nacional de Ensayo 2003), La sociedad invisible (XXI Premio Espasa de Ensayo), El nuevo espacio público y El futuro y sus enemigos. Es colaborador habitual de opinión en los diarios El País y El Correo - Diario Vasco, así como de la revista Claves de razón práctica.
Gonçal Mayos (Vilanova de la Barca, 1957) es profesor titular de filosofía en la Universidad de Barcelona, coordinador del programa de doctorado “Historia de la subjetividad” y presidente de la Asociación filosófica Liceu Maragall. Ha publicado sobre pensamiento moderno y contemporáneo, investigando los procesos de larga duración e interdisciplinarios que se originan en la sociedad actual.
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La Sociedad de la Ignorancia y otros ensayos
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Primera edición: mayo 2009
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La Sociedad de la Ignorancia y otros ensayos
Antoni Brey
Daniel Innerarity
Gonçal Mayos
Prólogo de Eudald Carbonell
índice
Índice / 5
Prólogo 7
Introducción 11
La Sociedad de la Ignorancia 17
Antoni Brey
La Sociedad del Desconocimiento 43
Daniel Innerarity
La Sociedad de la Incultura 51
Gonçal Mayos
prólogo
Prólogo / 7
Los ensayos de Antoni Brey, Daniel Innerarity y Gonçal Mayos recogidos en el presente volumen constituyen una síntesis lúcida de nuestro comportamiento
social como especie. La evolución exponencial de nuestros procesos de regulación energética, la aplicación técnica de los mismos, así como el crecimiento demográfico están produciendo una situación de incertidumbre sobre nuestro futuro en el planeta.
La hiperconexión que se produce como consecuencia de la socialización de la revolución científico-técnica nos hace incrementar la complejidad en los procesos
de relación social de especie, como nunca antes se había producido.
La complejidad que ha emergido es un producto evolutivo y no se puede gestionar, en contra de lo que algunos especímenes humanos piensan; lo único que podemos hacer como Homo sapiens, para enfrentarnos al futuro, es trabajar para poder manejar la incertidumbre planteando escenarios hipotéticos y aplicando modelos que, en cualquier caso, deberán contrastarse empíricamente.
La tecnología y su socialización generan tensiones y divisiones en nuestras estructuras etológicas y culturales. No se ha producido, pues, una socialización efectiva del conocimiento y ello impide que caminemos hacia la sociedad del pensamiento, tal como deberíamos hacer.
Por lo tanto, las dicotomías históricas continúan en pleno progreso y ni los expertos ni los eruditos ni tampoco los sabios tienen bastante capacidad para integrar la información de que disponemos. El individualismo debe dejar paso a la individualidad, es decir, las personas hemos de actuar no como especimenes, si no como constructores sociales, aportando de forma crítica nuestros conocimientos a la organización de la especie. Esto, por ahora, no es así, a pesar de la socialización de la cultura y de la educación. Actualmente, como dice Antoni Brey en su opúsculo, nos invade la sociedad de la ignorancia. A pesar de ello, soy optimista y mantengo la esperanza de que todo sea consecuencia del momento de transición en que nos hallamos inmersos, como un capítulo pasajero de nuestra travesía hacia una mejora ecológica y cultural de nuestra especie.
Ahora bien, para que realmente lleguemos a este punto, debemos trabajar en la perspectiva de generar una nueva conciencia crítica de especie. Solamente
con una evolución responsable, construida a través del progreso consciente, podremos convertir conocimiento en pensamiento, alejándonos de este modo de la sociedad de la ignorancia.
Eudald Carbonell Roura
Introducción / 9
introducción
Sobre la singularidad de nuestro tiempo, que corresponde al inicio de la Segunda Edad Contemporánea
Antoni Brey
Introducción / 11
Peter Watson, autor de varios libros sobre el historia del pensamiento, ha manifestado en numerosas ocasiones sus reservas acerca de la relevancia que tendemos a otorgar al momento actual en el contexto de una perspectiva histórica amplia:
«El año 2005 no puede competir con 1905 en términos de innovaciones importantes.
El anuncio de la semana pasada de que científicos británicos y coreanos habían clonado con éxito embriones humanos no hace sino reforzar este punto [...]. Nos congratulamos por vivir en una época interesante, pero ¿no es éste un ejemplo más de la ceguera particular que nuestra era solipsista tiene sobre sí misma, una forma más grave de la enfermedad por la cual la princesa Diana puede ser cualificada como la británica más importante (¿o era la segunda más importante?) de todos los tiempos?»1
Cuando tuve ocasión de conocerla, la argumentación de Watson me produjo una sana inquietud porque constituía un torpedo a la línea de flotación de una certeza que para muchos resulta hoy evidente, la que surge cuando alzamos la vista, miramos a nuestro alrededor y constatamos la existencia de una, en apariencia, profunda transformación: asistimos a un proceso de cambio en el cual se mezclan, de forma indisoluble, infinidad de interacciones y relaciones causales, que está afectando de forma drástica desde las convicciones de los individuos a la esencia de los sistemas productivos o a la estructura política de los estados.
¿Cuál es, pues, la verdadera profundidad de la actual transformación? Posicionamientos como los de Watson nos obligan a admitir que, ante el riesgo de sobrevalorar su importancia, es pertinente intentar precisar si se trata únicamente de una nueva capa de barniz en el proceso de construcción de la Historia o, bien al contrario, si nos encontramos ante una situación singular que modifica dicho proceso de forma radical e irreversible.
Ciertamente, los individuos de cualquier época han mostrado siempre una tendencia a destacar la excepcionalidad de su tiempo y lo han hecho, sin duda, condicionados por el relieve que la proximidad proporciona de los sucesos vividos, por una actitud ineludible de admiración ante la experiencia sensible y por la percepción de la vivencia propia como un hecho remarcable, una percepción que ignora el carácter esencialmente monótono y homogéneo de esa sucesión constante de existencias que denominamos la Humanidad.
Por lo tanto, para despejar la duda es necesario establecer un criterio claro que permita discernir qué tipo de acontecimiento constituye una singularidad en la evolución de nuestra especie y cual no. Para hacerlo es útil partir de una concepción materialista del ser humano: somos, en esencia, un primate con marcados instintos sociales dotado de un cerebro desarrollado y bien adaptado que nos proporciona una cierta ventaja competitiva ante otros animales, a través de una inteligencia que se manifiesta en dos facultades fundamentales: la habilidad para manipular nuestro entorno y la capacidad para comunicarnos de forma simbólica. Ni más, ni menos. Desde este punto de vista, el carácter de singularidad vendrá determinado por la existencia de alguna modificación sustancial en cualquiera de las dos facultades. Dicho de otra manera, los acontecimientos que en forma de batallas,
revoluciones, cambios de régimen, auge y caída de imperios o hechos protagonizados por las personalidades más relevantes, que habitualmente interpretamos como hitos de la historia, no deberían ser considerados sino como las rugosidades inherentes del camino o, a lo sumo, como los ecos de transformaciones más profundas.
Por el contrario, los saltos cualitativos en las habilidades para manipular el entorno, es decir, en la capacidad humana para dominar la naturaleza, tales como el control del fuego, la invención de la agricultura, el descubrimiento de los metales, la revolución industrial o el surgimiento de las actuales tecnologías de la información, han cambiado de raíz nuestra organización social y nuestra forma de interpretar la realidad.
Los cambios en el otro factor, la capacidad de comunicarnos, aparecen incluso
con menor frecuencia y son de una trascendencia aún mayor, pues la comunicación es la base de la cultura, entendida en el sentido más amplio y, por lo tanto, constituye el fundamento de todo lo específicamente humano que supera nuestra biología animal. Realizamos el aprendizaje cultural mayoritariamente por imitación o por enseñanza directa de un congénere. Sin la existencia de formas de comunicación sofisticadas, el mencionado proceso de transmisión de información resultaría extremadamente difícil. Cualquier innovación en la capacidad para comunicarnos debe tener, necesariamente, una incidencia profunda sobre la cultura y, por extensión, sobre la esencia diferenciadora de nuestra especie.
Pues bien, esa capacidad de comunicarnos se transforma en contadas ocasiones, y lo hace en forma de saltos gigantescos cuya influencia es tal que determinan los principales cambios de rumbo de nuestra historia. En efecto, buena parte del éxito del género humano, el triunfo que hizo posible su difusión sobre la faz de la Tierra, es el resultado del primero de dichos saltos: la aparición del lenguaje. La gran expansión humana del Paleolítico, un proceso que se inició hace un millar de siglos y que llevo a nuestra especie desde las sabanas africanas a poblar la superficie entera del planeta, tuvo mucho que ver con el surgimiento de lenguas habladas similares a las de nuestros días. Posteriormente, la aparición de la escritura, el siguiente gran salto en la comunicación humana, marcó por definición el inicio de la historia, y un nuevo paso, el desarrollo de la imprenta, supuso el comienzo de la edad moderna. Más recientemente, el creciente protagonismo de las masas experimentado desde la Revolución Francesa, rasgo distintivo que otorga personalidad propia a la edad contemporánea, ha evolucionado en paralelo con la existencia de los medios de comunicación que hoy conocemos.
Siguiendo esta línea de argumentación, debemos preguntarnos ahora si hoy nos encontramos ante una situación equiparable. Parece un hecho indiscutible que en unos pocos años los humanos nos hemos dotado de una nueva forma de comunicación. ¿Nueva? Es evidente que desde hace mucho tiempo disponemos de multitud de medios para intercambiar información más allá del simple lenguaje oral: la televisión, el teléfono y, naturalmente, el servicio postal de correos son algunos ejemplos de ello. Pero la perspectiva tecnológica no es, en realidad, la más adecuada para comprender las diferencias esenciales entre las diferentes formas de comunicación. Es preferible recurrir a un análisis de tipo topológico que nos permita clasificarlas en función de cómo fluye la información en las sociedades donde se dan.
Hasta fechas muy recientes dicha clasificación incluía únicamente dos categorías básicas. La primera, la de las comunicaciones uno a uno, correspondiente a una topología de formas lineales; en ella debemos incluir la comunicación oral, el teléfono, el telégrafo o el servicio postal. En una segunda categoría, formada por las comunicaciones uno a todos y representada por una topología en árbol en la que un único emisor hace llegar su mensaje a un número elevado de receptores, cabría inscribir la prensa escrita, los libros, la radio o la televisión.
La irrupción de una nueva gama de tecnologías destinadas a manipular y transmitir información ha creado un panorama completamente distinto.
Por un lado, hoy existe a la mayoría de efectos una sola red formada por centenares de millones de conexiones permanentes de alta velocidad y por multitud de dispositivos aptos para proporcionar movilidad, lo cual representa un entramado dotado de unas potencialidades únicas y de una riqueza incomparablemente superior a todo lo que había existido hasta ahora. Por otro lado, se está produciendo un proceso de convergencia tecnológica que hace cada vez más invisible para los usuarios la complejidad subyacente, que tiende a integrar una amplia gama de servicios en todos los espacios de nuestra vida, desde el ámbito profesional y público hasta el más privado. Los individuos han dejado de ser simples receptores pasivos y se han convertido en elementos activos de una estructura dentro la cual se relacionan sin verse afectados por muchas de las restricciones que hasta hace muy poco imponía la existencia física del espacio y el tiempo. Las personas hemos incorporado las nuevas capacidades como una extensión de nuestra naturaleza, hasta el punto de convertirlas en imprescindibles para vivir en el mundo actual.
Ha aparecido una nueva categoría en la clasificación topológica de la comunicación
humana, la de todos con todos, asociada a una compleja forma de red. Se trata de un hecho que constituye una verdadera revolución, comparable a la aparición del habla, la escritura o la imprenta, y realmente está transformando el mundo que nos rodea. Físicamente, la magnitud laberíntica y turbulenta de nuestro mundo cambiante se sustenta, en última instancia, sobre una nueva forma de gestionar la complejidad que sólo es posible gracias a la existencia de máquinas dotadas de la habilidad para procesar información y, sobre todo, de la capacidad para intercambiarla con los humanos y entre ellas de forma automática. Todo ello conforma el esqueleto funcional de la estructura financiera del mundo, de la logística que hace posible la globalización o de los nuevos procedimientos de difusión de las ideas y las relaciones entre las personas.
…
La constatación de la existencia de este gran salto nos autoriza, pues, a contradecir a Watson y afirmar la rotunda singularidad de nuestro tiempo. Somos los protagonistas de un momento excepcional, un punto de inflexión en nuestra trayectoria como especie que nos lleva a plantear, a pesar de nuestra inevitable ausencia de perspectiva, la idea de que nos encontramos en el inicio de un nuevo período de la historia al que denominaremos, simplemente, la Segunda Edad Contemporánea. Intentar entrever algunos rasgos de su personalidad constituye la finalidad de los ensayos que se presentan a continuación.
Una reflexión sobre la relación del individuo con el conocimiento en el mundo hiperconectado
Antoni Brey
La Sociedad de la Ignorancia / 17
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto.
Jorge Luís Borges, La Biblioteca de Babel
I
Durante el primer cuatrimestre del curso 1998-99 tuve ocasión de asistir como oyente a la asignatura de Relatividad General, materia optativa de la licenciatura de ciencias físicas que cada año se imparte en la Universidad Autónoma de Barcelona. Se trata de una disciplina compleja que, para poder ser asimilada adecuadamente, requiere del alumno una considerable formación previa en matemáticas, y que además tiene una utilidad práctica muy limitada. Pero si Aristóteles estaba en lo cierto cuando afirmaba que «todos los hombres desean por naturaleza saber»2, entonces el esfuerzo está plenamente justificado: la Relatividad General de Einstein es una construcción racional de una belleza y elegancia casi insuperables, y constituye una de las teorías fundamentales para comprender, hasta donde el entendimiento humano ha sido capaz de llegar, el funcionamiento del universo en que vivimos.
Las facultades de física de la Universidad Autónoma de Barcelona y de la Universidad de Barcelona deben atender las ansias intelectuales sobre dicha materia de una población de más de siete millones de personas. Pues bien, durante los cuatro meses que duraron las clases nunca hubo más de cinco personas en el aula, incluyendo al docente. En algún momento llegaron a ser un dúo. Debo aclarar aquí que los profesores, Antoni Grífols i Eduard Massó, asistieron siempre a clase y expusieron la materia de forma magistral, aparentemente insensibles al desánimo que, desde mi punto de vista, debe de provocar la visión de un auditorio tan reducido. En los años posteriores el panorama no ha variado sustancialmente. El número de jóvenes
que experimentan el deseo de estudiar y entender la teoría de la Relatividad
General se puede contar con los dedos de una mano.
Malos tiempos para la física teórica, sin duda, pero ¿por qué debería preocuparnos?,
¿por qué tendría que interesar a alguien estudiar física teórica? La situación puede ser interpretada como normal, razonable y comprensible, y muy en la línea de lo que hoy frecuentemente se exige al sistema educativo, es decir, que produzca lo que demandan las empresas y el tejido productivo de un país a fin de contribuir al progreso colectivo. Es natural que nadie aspire a estudiar física teórica si no le ha de servir para ganarse la vida adecuadamente, y es innegable que el esfuerzo del estudiante difícilmente se verá recompensado con un puesto de trabajo bien remunerado en su especialidad.
En realidad, la elección de los jóvenes no es más que el reflejo de las prioridades
de la sociedad. Se trata de un buen indicador porque nos muestra tendencias generales que, en algunos casos, aún no han sido expuestas en forma de discursos más explícitos. Así pues, la falta de interés por estudiar física teórica, u otras materias abstractas, complejas y con escaso recorrido en el mundo laboral, vendría a poner de manifiesto una inclinación colectiva creciente hacia lo pragmático y un desinterés por el conocimiento como fin en sí mismo. Y también podríamos pensar, en este caso, que no hay nada de preocupante en todo ello si no fuera porque implica cierta contradicción entre la realidad del mundo en que vivimos y uno de los pocos discursos centrales en estos días donde no abundan los discursos centrales: el de que nos encaminamos hacia una nueva utopía denominada Sociedad del Conocimiento
¿O no existe tal contradicción?
II
Naturalmente, la respuesta a la pregunta anterior dependerá de qué entendamos
por una Sociedad del Conocimiento. Empecemos, pues, por el principio. El término fue acuñado en 1969 por Peter Drucker para designar una idea concreta y perfectamente delimitada. Drucker, experto en management empresarial, dedicó un capítulo de su libro La Era de la Discontinuidad3 a «La Sociedad del Conocimiento», en el cual desarrollaba, a su vez, una idea anterior, apuntada en 1962 por Fritz Machlup4, la de «Sociedad de la Información». Drucker invirtió la máxima de que «las cosas más útiles, como el conocimiento, no tienen valor de cambio»5 y estableció la relevancia
del saber como factor económico de primer orden, es decir, introdujo el conocimiento en la ecuación económica y lo mercantilizó. Dejó claro, además, que lo relevante desde el punto de vista económico no era su cantidad o calidad sino su capacidad para generar riqueza, su productividad. Se trataba, sin duda, de un uso restringido de la palabra conocimiento, aunque completamente adecuado al contexto especializado de la teoría económica donde surgen tanto el concepto de Sociedad del Conocimiento como el de Sociedad de la Información.
Hoy, casi cuarenta años después, el término ha trascendido del círculo especializado
de los expertos en economía y se ha convertido en un lugar común.
Los políticos lo insertan en sus discursos para teñirlos de optimismo, los actores del mundo económico lo recitan como un mantra con el fin de exorcizar los espíritus malignos de la globalización y muchos ciudadanos de a pie lo interpretan como el futuro deseable al que nos deben conducir las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones. La Sociedad del Conocimiento se ha convertido en una nueva utopía, en una esperanza para tiempos desesperados, casi en la única expectativa colectiva que nos permite mirar hacia el futuro con cierta ilusión.
Es evidente que el origen inmediato del potencial utópico de la idea de una Sociedad del Conocimiento reside en su capacidad para proporcionarnos respuestas creíbles a la principal incertidumbre que nos plantea la dinámica del mundo actual: los efectos sobre la economía o, dicho de otra manera, sobre nuestro bienestar material. Desde una posición acomodada como la nuestra no es fácil evitar sentir cierta inquietud ante la deslocalización de empresas, la invasión de productos provenientes de economías emergentes, la concentración de la actividad en manos de las grandes corporaciones, el poder asfixiante de los mercados financieros o la obsolescencia de muchas actividades que habían sido, durante largo tiempo, el motor para generar los recursos que garantizaban nuestra prosperidad. La combinación de unas explicaciones de tipo global con unos efectos tan locales que llegan a incidir en nuestra vida cotidiana, nos hace sentir arrastrados por una corriente incontrolable. Si bien los indicadores macroeconómicos muestran un crecimiento significativo a escala mundial, éste no consuela a nadie: la prosperidad derivada de los procesos liberalizadores es una realidad, pero lo es también el hecho de que no se ha distribuido uniformemente, sino al contrario, algunos han pagado un alto precio por dicha liberalización.
A fin de esquivar las sombras que planean sobre el futuro, nos hemos mostrado
predispuestos a abrazar la idea de que la capacidad para generar, administrar,
difundir y aplicar adecuadamente un factor tan intangible como el conocimiento puede convertirse en el eje fundamental de los procesos productivos y de toda una gama de nuevos servicios todavía por descubrir, con la suficiente eficacia para garantizarnos, sobre todo, crecimiento. La predicción del nuevo modelo es optimista y esperanzada, aun cuando debe hacer equilibrios para evitar desatar nuevos temores: el uso masivo de la tecnología y un incremento sustancial de la eficiencia productiva podrían dejar a mucha gente fuera de los circuitos generadores de riqueza.
Es un hecho innegable que buena parte de lo planteado por Druker es hoy una realidad. La tecnología ha propiciado el surgimiento de una Sociedad de la Información, organizada topológicamente como la Sociedad en Red descrita por Manuel Castells6, en la cual la acumulación de conocimiento se ha convertido en el elemento determinante para mantenerse a flote entre las turbulencias provocadas por una dinámica de cambio desbocada. Podríamos finalizar este breve análisis constatando que, tal y como hoy está planteada, la Sociedad del Conocimiento no es más que una nueva etapa de un sistema capitalista de libre mercado que aspira a poder seguir creciendo gracias a la incorporación de un cuarto factor de producción, el conocimiento, al clásico trío formado por la tierra, el trabajo y el capital. Desde la concepción democrático liberal en que nos encontramos inmersos, no alcanzamos a vislumbrar alternativas consistentes a la Sociedad del Conocimiento.
III
Pero abandonemos ahora la visión del conjunto, el análisis macro, y centrémonos
en el objeto principal del presente ensayo, las implicaciones del nuevo contexto sobre la unidad básica de la estructura social: el individuo. El discurso actual da por sentado que las nuevas herramientas para manipular y acceder a la información nos van a convertir en personas más informadas, con más opinión propia, más independientes y más capaces de entender el mundo que nos rodea, una suposición que pone de manifiesto las connotaciones utópicas del concepto Sociedad del Conocimiento, tras las cuales subyace un mensaje subliminal que vincula individuo y conocimiento, una vinculación imprecisa pero extremadamente sugerente por el mero hecho de involucrar la palabra, casi fetiche, conocimiento. En efecto, el término conocimiento posee una carga simbólica enorme que debemos analizar con detalle antes de proseguir nuestra discusión, para lo cual es necesario, en primer lugar, aclarar el siguiente interrogante: ¿qué entendemos exactamente por conocimiento?
A pesar de que la pregunta anterior constituye una de las cuestiones centrales
de la filosofía, para la discusión que aquí nos ocupa nos basta con la siguiente afirmación: conocer significa, para un sujeto, obtener una representación
de un objeto. El conocimiento es el resultado de dicho proceso, la representación mental, y abarca desde la aprehensión de una entidad simple o de un proceso práctico sencillo hasta una comprensión de los mecanismos más profundos de funcionamiento de la realidad.
El conocimiento, pues, puede ser inmediato, trivial y derivado de una simple
observación, o puede requerir un esfuerzo considerable si el objeto a aprehender no es evidente a primera vista. En cualquier caso, el conocimiento es un producto, es el resultado de procesar internamente la información que obtenemos de los sentidos, mezclarla con conocimientos previos, y elaborar estructuras que nos permiten entender, interpretar y, en último término, ser conscientes de todo lo que nos rodea y de nosotros mismos. Es decir, el conocimiento reside en nuestro cerebro y es el fruto de los procesos mentales humanos. Lo que proviene del exterior es, simplemente,
información.
Más preguntas: ¿existe el conocimiento como algo independiente o bien sólo mentes donde dicho conocimiento reside? O de otra manera, una biblioteca repleta de libros ¿contiene conocimiento?, ¿o es necesario que existan lectores y estudiosos para que lo que hay en los libros se convierta en conocimiento? Es evidente que la información a partir de la cual el sujeto puede construir el conocimiento se presenta en multitud de texturas. Naturalmente, no contiene el mismo tipo de información un listín de teléfonos que, pongamos por caso, un ejemplar de El Origen de las Especies. El libro de Darwin es el resultado de plasmar el fruto de sus experiencias y sus reflexiones, su conocimiento, mientras que el primero encierra una información mucho menos procesada por una mente humana (omito en este caso todo el esfuerzo invertido en crear un sistema complejo como el telefónico). Ambos, el listín y la obra de Darwin, contienen información, pero a la del segundo tipo, cuando tras ella hay un trabajo de elaboración por parte de la mente pensante y se trata, por tanto, de la plasmación de un conocimiento humano, la denominaremos saber. Así pues, podemos responder que la biblioteca recoge el saber, la trascripción del conocimiento de determinados individuos, que se torna nuevamente conocimiento cuando es estudiado y entendido.
IV
Sin duda, la Biblia, por ejemplo, contiene mucho saber. Algunos afirman que a partir de él podemos obtener todo el conocimiento que necesitamos para comprender e interpretar el mundo que nos rodea. Otros defienden que la tradición, un conjunto más o menos extenso de mitos o ciertas verdades proporcionadas por instituciones ancestrales pueden cumplir la misma función.
Pero también es posible afirmar que a partir de cierta dosis de experiencia
sensible, variable en función de la proporción entre empirismo y racionalismo
que escojamos, podemos acceder al conocimiento mediante una facultad mental humana innata, la razón. Este es el planteamiento que la mentalidad occidental sostiene, y de hecho, la correspondencia biunívoca entre conocimiento y racionalidad constituye uno de sus rasgos más definitorios: únicamente a través de la razón podemos acceder al conocimiento, y el conocimiento de toda la realidad sólo es alcanzable a través de la razón. Dicho postulado lo comparten la filosofía y la ciencia, dos ramas del mismo árbol que se diferencian únicamente en una cuestión de método, y de él
deriva una actitud singular que, si bien en muchos momentos ha sido casi imperceptible, nos inclina a pensar que cualquier idea debería poder ser cuestionada desde un punto de vista racional.
A lo largo de la historia esa actitud ha convivido en el alma occidental, de forma compleja e incluso contradictoria, con otras muchas doctrinas y credos.
El cristianismo, por ejemplo, una creencia de raíces orientales, entró en conflicto con ella al sostener que a determinados conocimientos fundamentales e incuestionables debía llegarse a través de la revelación o de un acto de fe. A tratar de resolver dicho conflicto dedicaron buena parte de su obra los grandes pensadores medievales, desde San Agustín a Santo Tomás de Aquino, los cuales intentaron demostrar que las verdades de la fe y las de la razón son, en realidad, las mismas, y la escolástica pretendió incluso haber encontrado, gracias a San Anselmo, pruebas de la existencia de Dios sostenidas por la razón.
Finalmente, con la llegada del Renacimiento y la irrupción del pensamiento científico, la identidad entre conocimiento y racionalidad se consolidó de forma definitiva, quedando la fe relegada a una esfera diferente. Pero parece que la apelación constante a la razón acaba produciendo siempre fatiga, y desde entonces ha generado periódicamente episodios de reacción que van desde la racionalidad revisada del romanticismo y todo tipo de tradicionalismos antiracionalistas hasta las explosiones de desrazón camuflada de racionalidad que subyacen tras los totalitarismos del siglo XX.
En cuanto al presente, es indudable que vivimos en una época dominada por la racionalidad, aunque se trate de una racionalidad matizada por una concepción menos idealizada de la naturaleza humana. Aceptamos que potentes fuerzas irracionales modelan nuestra conducta individual y la evolución del conjunto de la sociedad, pero al mismo tiempo admitimos sin reservas que al conocimiento se llega a través de la razón, por lo menos a aquel que en la era tecnocientífica nos proporciona tanto nuestro bienestar material como explicaciones profundas y fascinantes sobre la estructura de la realidad. Veinticinco siglos después de que Platón planteara el mito de la caverna, seguimos interpretando la inclinación a adquirir conocimiento como una actitud deseable. La lectura es un hábito que se intenta fomentar entre niños y adultos, y aunque no sabríamos decir muy bien porqué, consideramos
positivo mirar documentales o asistir al teatro, entendidas como actividades que nos obligan a reflexionar, a utilizar la razón.
En definitiva, pues, podemos afirmar que la estrecha relación entre conocimiento
y razón forma parte de nuestro más profundo acervo cultural. A ella atribuimos gran parte del éxito civilizatorio de un occidente que ha sido capaz de proporcionar los más grandes pensadores, científicos y artistas, y que ha conseguido dominar plenamente las fuerzas de la naturaleza. Ese orgullo, teñido en ocasiones de arrogancia, constituye el ingrediente esencial que, en último término, conforma la carga simbólica de la palabra conocimiento.
V
Una vez que hemos conseguido determinar qué entendemos por conocimiento
y que hemos destacado la relevancia del concepto en el conjunto de postulados que conforman nuestra tradición cultural, podemos retomar de nuevo la reflexión central de este ensayo. Queda ahora claro que el nombre que mejor describiría nuestra realidad actual sería el de una Sociedad de los Saberes Productivos. La distribución y el grado en que sus integrantes hayan asimilado dichos saberes determinarán hasta que punto se trata también de una Sociedad del Conocimiento.
Sin duda, cierto tipo de conocimiento de bajo contenido reflexivo se incrementa
constantemente en todos nosotros cuando dedicamos un buen número de horas a inundar nuestro cerebro con información proveniente del televisor o de Internet. Y también se incrementa, en algunas personas, el conocimiento altamente especializado o aquel necesario para desarrollar actividades tecnológicamente complejas. Pero el tipo de conocimiento que subyace de forma subliminal tras la utopía de una Sociedad del Conocimiento, el conocimiento a través de la razón que debería proporcionarnos una mejor y más completa comprensión de la realidad, disminuye. Vivimos, gracias a la tecnología, en una Sociedad de la Información, que ha resultado ser también una Sociedad del Saber, pero no nos encaminamos hacia una Sociedad del Conocimiento sino todo lo contrario. Las mismas tecnologías que hoy articulan nuestro mundo y permiten acumular saber, nos están convirtiendo en individuos cada vez más ignorantes. Tarde o temprano se desvanecerá el espejismo actual y descubriremos que, en realidad, nos encaminamos hacia una Sociedad de la Ignorancia.
VI
Soy consciente de que la palabra “ignorancia”, justamente por oposición a “conocimiento”, está cargada de connotaciones negativas, y que la mera sugerencia de que va a formar parte del título de nuestro futuro inmediato choca frontalmente con nuestra fe en el progreso, postulado fundamental de la modernidad que la controversia posmoderna no consiguió derribar. Si la Sociedad del Conocimiento merece ser calificada de utopía, una Sociedad de la Ignorancia suena, de entrada, a discurso distópico.
Tal vez sí, pero en realidad ese tipo de juicios son innecesarios. No cabe el reproche, la amonestación o el sermón cuando la situación no es el resultado
de una elección consciente fruto del ejercicio del libre albedrío. La Sociedad de la Ignorancia es el corolario inevitable del mundo que hemos construido, o más bien, que se ha ido formando a nuestro alrededor, porque aunque es obra de nuestras acciones no lo es de nuestras voluntades. Emerge como una consecuencia lógica de nuestra evolución y no es más que otra de las múltiples caras de la realidad en que vivimos inmersos, ya que en un mundo hiperconectado gracias a las nuevas herramientas tecnológicas nuestra capacidad para acceder al conocimiento se ve inexorablemente condicionada por los dos factores que analizamos a continuación: la acumulación exponencial de información y las propiedades del medio como herramienta de acceso al conocimiento.
VII
Sin duda, uno de los aspectos más característicos y representativos de nuestro
tiempo es la velocidad. Nos hemos adentrado en una nueva época de dinámicas desbocadas, de crecimientos acelerados, de obsolescencia inmediata
de cualquier novedad, de desmesura en las proporciones y los formatos,
que Gilles Lipovetsky denomina “Tiempos Hipermodernos”7: hipercapitalismo,
hiperclase, hiperpotencia, hiperterrorismo, hiperindividualismo, hipermercado, hipertexto. No es únicamente una cuestión de etiquetas o prefijos. Tal y como se encargan de recordarnos periódicamente los autores del estudio Límits to Growth8, la evolución de múltiples magnitudes de nuestro mundo, desde las toneladas de soja producidas anualmente a la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera o la población de las zonas menos desarrolladas que vive en áreas urbanas, se ajusta perfectamente a una curva de crecimiento cada vez más rápido que aparece frecuentemente en la naturaleza: la función exponencial. Todo aquello cuyo ritmo de variación depende de su valor instantáneo se ajusta a ella. Cuanto mayor es la magnitud, más rápido crece, como una bola de nieve imparable. Así es nuestro mundo hoy, por lo menos hasta que alcancemos los límites que la física del planeta impone. Los tiempos hipermodernos también podrían denominarse tiempos exponenciales.
Y donde dicho comportamiento es más acusado es, sin duda, en el volumen de datos que producimos, procesamos, transmitimos y almacenamos. La información sobre cualquier asunto se acumula a nuestro alrededor a un ritmo exponencial gracias a la contribución de millones de individuos que infatigablemente aportan desde simples fotografías digitales a profundas reflexiones en cualquier campo del saber. Un universo de pantallas electrónicas nos permite acceder de forma instantánea a todo ello de tal manera que, como individuos, asistimos a un crecimiento constante de la parcela de realidad que cada uno de nosotros puede abarcar. Estamos rodeados, inundados de información de todo tipo: podemos saber si está lloviendo en el lugar más remoto del planeta, encontrar en segundos la letra de la canción que más nos gusta o las especificaciones técnicas de cualquier dispositivo. Cuando conocemos a alguien buscamos referencias sobre su persona en Internet.
Podemos echar un vistazo al estado del hielo en la Antártida, hojear todos los libros de la antigüedad, escuchar las opiniones más reputadas o escarbar en las propuestas más alternativas y contraculturales. Todo está ahí, al alcance del teclado y el ratón.
Pero esta situación, paradójicamente, en lugar de permitirnos componer una visión cada vez más completa y exacta del mundo en qué vivimos, a menudo nos lo muestra más caótico y desconcertante que nunca. A un paso de la agorafobia, el ensanchamiento del horizonte de nuestra mirada nos ha revelado una realidad compleja y cambiante que no alcanzamos a abarcar. En la práctica la información disponible y el saber acumulado se han vuelto completamente inaprensibles para una mente humana que, al fin y al cabo, sigue constreñida por sus limitaciones biológicas originales.
La inaprensibilidad del saber disponible no constituye, evidentemente, ninguna novedad en sí misma. El ideal renacentista del homo universalis fue desbordado nada más nacer pues desde la invención de la imprenta cualquier biblioteca contuvo muchos más libros, más saber, de los que una persona puede aspirar a leer en toda una vida. Pero, como mínimo, la estructura de la biblioteca mantenía cierta estabilidad. Los procesos asociados a la actual dinámica de acumulación exponencial son diferentes.
Nos encontramos hoy en una nueva biblioteca donde constantemente se construyen nuevas salas, dedicadas a nuevas disciplinas, que rápidamente se llenan de volúmenes, y que apenas alcanzamos a visitar. ¿Es importante lo que en ellas se recoge? ¿Cómo se relaciona con todo lo que hay en las demás?
Hasta cierto punto la situación resulta paradójica, precisamente cuando las nuevas herramientas de comunicación habían conseguido hacernos creer por un instante que nos permitirían superar algunas de nuestras limitaciones endémicas. Todo parecía indicar que iban a desaparecer las barreras de espacio y tiempo que anteriormente provocaban la desconexión, la inaccesibilidad a determinadas zonas del saber humano que había ocasionado la pérdida irreversible de un buen número de obras clásicas, multitud de ineficientes esfuerzos paralelos o el entierro en el olvido, durante años, de descubrimientos relevantes como los de Mendel.
En la actualidad la desconexión nos sigue afectando pero su naturaleza ha cambiado. Estamos desconectados de determinadas áreas del saber, de tal manera que cuando nos alcance la noticia de su existencia, ya habrán evolucionado. Desconocemos si el hecho crucial está sucediendo ya, y se nos hace cada vez más difícil identificar el main stream entre el ruido ensordecedor.
Todo ello viene reforzado por lo que algunos autores han denominado una infoxicación9, una intoxicación por exceso de información, que se traduce en una dificultad creciente para discriminar lo importante de lo superfluo y para seleccionar fuentes fiables de información.
Así pues, ante la acumulación exponencial de información nos inunda progresivamente la certeza de que cada vez es más difícil disponer de una visión equilibrada del conjunto, ni que sea de baja resolución. Como reacción está surgiendo una actitud de renuncia al conocimiento por desmotivación, por rendición, y una tendencia a aceptar de forma tácita la comodidad que nos proporcionan las visiones tópicas prefabricadas. Un falta de capacidad crítica, al fin y al cabo, que no es más que otra cara de nuestra creciente ignorancia.
VIII
El segundo factor del mundo hiperconectado que nos empuja hacia la Sociedad
de la Ignorancia radica, en contra de lo que nuestra primera intuición nos hizo creer, en las propias características de las nuevas formas de comunicación en red. Tal y como se encargaron de demostrar teóricos como Marshal McLuhan o Neil Postman, cada medio de comunicación posee unas propiedades específicas en cuanto a herramienta de acceso al conocimiento. Ambos autores se centraron, concretamente, en analizar los atributos de los medios audiovisuales, especialmente la televisión, y en poner de relieve sus diferencias respecto a los formatos impresos que habían sustentado la difusión del saber desde el siglo XV. Básicamente, constataron la idoneidad de los primeros para proporcionar entretenimiento,
en el sentido más amplio del término, pero señalaron sus dificultades,
respecto a los segundos, para soportar argumentos racionales y reflexiones intelectuales de cierta profundidad. Dicho en otras palabras, la mayoría de la gente puede pasarse un par de horas frente al televisor si emiten una buena película, pero difícilmente aguantarán una conferencia de cuarenta minutos.
Hoy podríamos corroborar sobradamente sus conclusiones. A pesar de las profecías de algunos visionarios bienintencionados sobre las potencialidades de la televisión como herramienta de educación o de difusión de la cultura, todos sabemos que se ha convertido principalmente en una máquina de evasión y entretenimiento pasivo. La visión sobre la sociedad televisiva que Postman reflejó en Amusing Ourselves to Death10 mantiene actualmente una vigencia plena, si cabe, aumentada.
Ahora bien, en pleno siglo XXI la era de la televisión ha quedado atrás. Si bien el promedio de horas ante la pantalla no ha variado de forma significativa en los últimos años, sí que ha disminuido claramente entre la franja más joven de población. Las nuevas generaciones dedican cada vez más tiempo a utilizar unas nuevas formas de comunicación en red que les permiten dejar de ser espectadores pasivos para convertirse en nodos activos, en emisores y receptores simultáneamente, en consumidores pero también en productores de todo tipo de contenidos. Se trata, sin duda, de un mundo de posibilidades inagotables, pero para la discusión que aquí nos ocupa debemos preguntarnos si dicho medio es adecuado para fomentar, en último término, la elaboración de conocimiento en la mente de las personas.
Según el discurso de lo que entendemos como versión extendida de la Sociedad de Conocimiento, eso es así. Tal vez la respuesta esté influida por el hecho de que nuestro juicio se encuentra condicionado todavía por la fascinación que sentimos ante nuestros propios logros tecnológicos. Es evidente que la tecnología sobre la cual se sustenta la especificidad del mundo en que vivimos, profundamente diferente del de hace algunas décadas, es de una complejidad y de un nivel de abstracción muy superior a la que sustentó la era industrial. También lo son sus frutos: el dominio de la fuerza, del movimiento y de la energía representaron la superación de las limitaciones que nos impone la parte de nuestra naturaleza que compartimos con los otros animales. En cambio, la extensión de nuestras facultades cognitivas y comunicativas, adquirida gracias al nuevo universo de microprocesadores, memorias de silicio y conexiones en red que nos rodea, incumbe directamente a nuestra singularidad humana.
Muestra de que nos encontramos en un estado de falta de capacidad crítica es la facilidad con la que proliferan, y la complacencia con la que acogemos,
conceptos como el de generación Einstein11, aquella formada por unos niños plenamente familiarizados con el uso de las herramientas tecnológicas,
o las teorías sobre las virtudes empresariales de los Gamers12, jóvenes acostumbrados a competir, colaborar y adaptarse a un entorno cambiante gracias al hecho de haber jugado intensivamente con videoconsolas.
Pero si aceptamos mirar el reverso de la moneda posiblemente descubramos que además de niños prodigio o eficientes ejecutivos también están proliferando a nuestro alrededor individuos incapaces de concentrarse en un texto de más de cuatro páginas, personas que sólo pueden asimilar conceptos predigeridos en formatos multimedia, estudiantes que confunden aprender con recopilar, cortar y pegar fragmentos de información hallados en Internet, o un número creciente de analfabetos funcionales. Si bien es cierto que el nuevo medio pone a nuestro alcance todo el saber disponible, eso no implica necesariamente que seamos capaces de sacar provecho de él.
Es evidente que, a nivel profesional, el uso cotidiano como herramienta de trabajo de potentes ordenadores personales conectados permanentemente a una red global está modificando el ritmo y la secuencia de nuestros procesos mentales. Hoy es habitual manipular varios documentos a la vez mientras se recaba información en Internet, se atiende el correo electrónico o se mantienen conversaciones simultáneas a través de los servicios de mensajería instantánea. Ciertamente, desde un punto de vista productivo somos más eficientes, pero también se ha incrementado sensiblemente la complejidad de la mayoría de procesos, y el inmenso caudal de información
que recibimos y que debemos gestionar amenaza con provocar nuevas formas de ansiedad. Es difícil focalizar y centrarse, y esa necesidad de cambiar constantemente el foco de nuestra atención acaba por modelar nuestra forma de razonar hasta ubicarnos en un estado de dispersión que, conceptualmente, es incompatible con la concentración que requiere cualquier reflexión de cierta consistencia. Es el mismo tipo de dispersión que también afecta, según comenta con frecuencia el profesorado, la capacidad de concentración de la población en edad escolar.
Pero las implicaciones van más allá del ámbito profesional. Así como la televisión
resultó ser un medio especialmente apto para proporcionar entretenimiento pasivo, la comunicación permanente en red, además de reforzar la comentada tendencia a la dispersión, está demostrando ser un excelente potenciador de todo tipo de actividades relacionales. Nuestra inclinación innata a mantener vínculos sociales con otros individuos de nuestra especie se desarrolla ahora en un entorno artificial que la descontextualiza y que distorsiona los mecanismos naturales de inhibición, hasta el punto de generar adicciones y prácticas compulsivas. El hecho de poder estar en contacto permanente con otras personas vía correo electrónico, mensajería instantánea o telefonía móvil, nos está privando de la serenidad que nos aportan los reductos de soledad y nos convierte en seres puramente relacionales que cada vez pasan más tiempo ubicados en universos paralelos desconectados de la realidad.
Porque el nuevo medio, en lugar de abrirnos a un conocimiento más amplio del mundo, resulta que nos impulsa a residir en otros creados a la medida de nuestras necesidades y temores. El espacio digital formado por los ordenadores y las redes de telecomunicación se presenta ante nosotros como una atractiva experiencia sensible en la cual residimos cada vez más tiempo. Su combinación con los nuevos tipos de relaciones personales por medios telemáticos está configurando un ambiente capaz de seducir a muchas personas, especialmente a las más jóvenes, que ante el desmantelamiento de los mecanismos y los protocolos de relación tradicionales
optan por instalarse en este nuevo mundo donde es posible encontrar las emociones que la realidad, mucho más mediocre, no les proporciona.
Una parte cada vez más importante de nuestra identidad reside en el mundo virtual: creamos perfiles específicos en los lugares que visitamos con regularidad, construimos espacios donde depositamos y compartimos nuestras fotografías o explicamos hechos de nuestra vivencia individual y, en definitiva, vamos tejiendo una trama en la que también se van incorporando sentimientos y vínculos afectivos, tan reales como los que experimentamos en la realidad “normal”.
El proceso apenas acaba de empezar. En poco tiempo dispondremos de máquinas que superarán los umbrales de discriminación de nuestros sentidos hasta convertir en indistinguibles ambos mundos. Ante la virtualidad, máxima expresión de esa artificiosidad, inmediatamente se plantea la cuestión de si el mundo virtual será nocivo o beneficioso, una pregunta que derivará en un debate que será similar al que tuvo lugar acerca de las novelas durante el siglo XIX o sobre el rock and roll en el siglo XX. Pero se trata de un debate estéril pues en ningún caso conseguirá
modificar la evolución de los acontecimientos y sólo provocará en algunas personas una tecnofobia frustrante. Lo que sí es indudable es que la virtualidad tendrá una influencia decisiva sobre las personas, del mismo modo que la tuvieron otras incorporaciones culturales. El cine, las novelas o la música no han sido sólo un entretenimiento: también pueden educar o perturbar las mentes, pero, en cualquier caso se han incorporado a nuestro imaginario, forman parte de nuestros referentes y han modelado nuestra interpretación de la realidad. En la medida en que abandonemos el tradicional televisor y cada vez pasemos más horas ante el ordenador y el videojuego, relacionándonos con otras personas y viviendo experiencias inmersivas de una intensidad creciente, la huella deberá ser necesariamente más profunda. No se puede descartar que emerja una confusión para distinguir entre realidad y virtualidad, ni que cada vez más personas se refugien definitivamente en este mundo artificial interconectado y decidan finalmente ignorar todo lo que quede fuera de él.
IX
La combinación de los dos factores descritos anteriormente, la acumulación
exponencial de información y las propiedades específicas de las nuevas formas de comunicación como vía de acceso al conocimiento, determinan nuestra relación actual con el saber existente y, al fin y al cabo, nuestra capacidad individual para superar la condición de ignorantes.
Concretamente, el primero de ellos nos obliga a aceptar, de entrada, la imposibilidad
de que existan, si es que alguna vez han existido, sabios, personas con un conocimiento extenso y profundo de la realidad que les permite entenderla e interpretarla como un sistema integrado y completo. Sin duda, en la actualidad una persona culta goza de una mirada mucho más extensa que la de cualquier sabio de la antigüedad, especialmente desde el punto de vista científico, pero también son igualmente extensas las zonas que quedan fuera de su alcance. Incluso aquellos que más tiempo y esfuerzo han dedicado a intentar adquirir perspectiva deben admitir grandes lagunas en su conocimiento que les limitan el alcance y la visión de conjunto. La no aceptación de las limitaciones de su nueva condición ha llevado a algunos a fiascos y saltos en el vacío como los relatados por Alan Sokal y Jean Bricmont13 en Imposturas Intelectuales.
Una materialización de este hecho es la ausencia actual de filósofos que pretendan acometer la tarea de proponer sistemas completos de interpretación de la realidad. Después de Kant, Hegel o incluso Marx, y coincidiendo con la entrada en el siglo XX, el pensamiento de tipo filosófico abandonó tal pretensión, consolidó un largo proceso de introspección y subjetivación y se retiró definitivamente de las regiones invadidas por las ciencias naturales hasta quedar recluido en algunos campos especializados, como la filosofía de la ciencia, y en la interpretación de los autores históricos.
Pero si bien no existen sabios, ni pueden existir, naturalmente sí existen expertos.
Sigue estando a nuestro alcance adquirir conocimientos profundos en algún campo específico e incluso acceder temporalmente a la frontera que el saber humano establece. La suma del conocimiento de los expertos forma el extenso saber de nuestro tiempo, unos expertos, eso sí, cada vez más especializados. Hiperespecializados.
Ciertamente, vivimos en una sociedad de expertos. Todos lo somos en algún aspecto o, como mínimo, lo deberíamos ser. La labor de los expertos constituye la pieza central del motor que sustenta el crecimiento económico de nuestra sociedad, una dinámica de progreso que hoy pasa inevitablemente por investigar, desarrollar y trasladar la novedad, lo antes posible, al terreno productivo. I+D+i. Innovar es la piedra filosofal de nuestro tiempo exponencial, un imperativo tras el cual subyace cierta angustia ante el temor a quedar definitivamente rezagados.
El experto constituye, pues, la materialización de la sociedad del conocimiento
enunciada por Drucker y en su forma actual es el fruto de un largo proceso, descrito por Russell Jacoby en su libro The Last Intellectuals14, que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo anterior. Los productores de saber fueron progresivamente incorporados y puestos en nómina de las universidades y las estructuras de investigación, públicas o privadas, para conformar la maquinaria del conocimiento productivo que hoy conocemos. La generación del saber ha dejado de ser una tarea individual para convertirse en una empresa colectiva, en un sistema plenamente organizado que posee su propia burocracia, sus reglas, sus objetivos, sus estructuras, sus constricciones y sus mecanismos de recompensa y castigo. Existen grandes infraestructuras, presupuestos abultados y unas carreras profesionales bien definidas que estipulan competir con otros especialistas, publicar artículos o registrar patentes, y en las cuales se penaliza con el desprestigio a aquel que se atreve a invadir campos que otros expertos consideran como propios.
La condición de experto lleva indisolublemente asociada la profesionalización,
una situación que en nuestros días está teñida, en muchos casos, de proletarización. La masa ingente de técnicos, especialistas, profesores o investigadores públicos y privados no se dedican a satisfacer inquietudes intelectuales, sino a aquello para lo cual se les paga, a adquirir un conocimiento especializado y, a poder ser, productivo. Cabe la posibilidad de que alguien pretenda ir por libre, pero siempre podrá ser puesto en duda su derecho a hacer lo que le venga en gana cuando su nómina es pagada por una empresa que le exige resultados o por una sociedad que, en el fondo, también espera alguna cosa de él a cambio de un sueldo. A fin de cuentas son trabajadores, mano de obra cualificada, y cualquier actitud excesivamente crítica desde el interior del sistema está condenada a provocar dudas sobre su honestidad.
Consecuencia directa de la mercantilización del conocimiento y de la profesionalización del experto es la disgregación del saber en áreas cada vez más desconectadas las unas de las otras y, especialmente, del resto de la sociedad. La producción de saber es un trabajo, una ocupación laboral que no pretende movilizar o transformar la sociedad. Su finalidad es completamente diferente.
Debe desarrollarse en el ámbito cerrado de los que comparten lenguaje, jerga, y una manera concreta de enfocar determinados problemas. La sociedad hiperconectada favorece y potencia dicho comportamiento, creando una nueva fuerza disgregadora que podríamos denominar comunitarismo autista. Hoy es más fácil que nunca mantenerse en contacto permanente por vía telemática con personas con las que se comparten intereses u ocupación e instalarse en mundos particulares independientes del resto de la sociedad, comunidades cerradas donde es posible reforzar una identidad diferenciada y encontrar el marco de referencia estable que todos necesitamos.
Los expertos son terreno propicio para que se dé un elevado grado de comunitarismo
autista pues la mayoría de sus fuentes de reconocimiento o de castigo provienen de la misma comunidad. La publicación de trabajos, por ejemplo, medida clave del éxito académico, depende exclusivamente del veredicto de unos “referees” que son también miembros del mismo colectivo.
No hay, en fin, ninguna necesidad real de comunicarse con el resto de la sociedad y de hecho podría ser, incluso, contraproducente. Todas las fuerzas que actúan son, pues, claramente centrípetas.
Nos encontramos ante la actualización de la vieja idea de la torre de marfil. Hoy, en lugar de una única torre existen multitud de pequeñas torres donde refugiarse, y cada experto se encuentra encerrado en alguna de ellas, ya sea por el imperativo productivo que recae sobre el ingeniero o el tecnólogo, por la convicción apasionadamente hiperespecializada del científico o, al fin y al cabo, por la imposibilidad de liberarse de la dinámica endogámica de las estructuras generadoras de saber. Talvez cabría esperar que en una Sociedad del Conocimiento el saber de los expertos, más allá de sus resultados productivos y comerciales, fluyera hacia el resto de la sociedad, pero actualmente ni sucede así ni nadie lo pretende.
En definitiva, pues, el experto, gran especialista en una franja cada vez más estrecha del saber es, lógicamente, cada vez más ignorante en el saber de otros campos. Además, sus conocimientos únicamente tienen sentido en el entramado económico que los ha motivado. Son productivos y funcionales, saberes instrumentales que tanto en su forma como en su fondo encajan mejor en la techné griega, el saber de los esclavos productivos, que en el logos que nos muestra el ser de las cosas. En la naturaleza del experto no existe necesariamente una tendencia a convertirse en sabio y, de hecho, todos los mecanismos que hoy operan a su alrededor le empujan en la dirección contraria. Cuando el experto cierra la puerta de su despacho y se va a casa se convierte en uno más. Fuera de su especialidad, pasa a formar parte de la siguiente categoría: la masa.
X
Es necesario aclarar aquí que tanto el sabio como el experto y la masa son arquetipos ideales que no se dan de forma pura en el mundo real, donde lo
que encontramos son individuos que combinan aspectos de los tres. Todos somos una mezcla dinámica y cambiante de sabio, experto y masa. Quizá en algún momento hemos aspirado a convertirnos en sabios, probablemente somos expertos en algo y durante una parte de nuestro tiempo actuamos como tales, pero cuando abandonamos nuestra especialización pasamos a ser, necesariamente, masa. Y, nos guste o no, esa es la parte más grande del pastel.
Por definición, uno de los rasgos esenciales de la masa es la ignorancia, pues masa es lo que resulta de extraer el componente de sabio y el de experto. Indiscutiblemente, dicha ignorancia consustancial no es hoy tan absoluta como lo era en el pasado. Se ha incrementado el nivel cultural de la población gracias al enorme esfuerzo que ha supuesto la educación generalizada; el analfabetismo es residual y la inmensa mayoría de la gente dispone de las habilidades básicas e imprescindibles para desenvolverse en nuestras sociedades alfabetizadas. Ahora bien, una vez alcanzado cierto nivel de funcionalidad, todo indica que en los últimos años no se han producido grandes cambios en el nivel cultural de la masa a pesar de la acumulación exponencial de información y de las potencialidades de las nuevas herramientas tecnológicas que nos tenían que situar en la nueva Sociedad del Conocimiento. La duración media de la etapa educativa se ha estabilizado alrededor de los diecisiete años en los países más avanzados, y una tónica similar han seguido, en el mejor de los casos, otros indicadores tales como los niveles de superación de enseñanza secundaria o los índices de fracaso escolar. Mientras tanto, la esperanza de vida sigue creciendo y, por lo tanto, disminuye el peso relativo de la etapa de formación inicial.
Un aspecto polémico que no recogen los indicadores estadísticos es el de la exigencia de los temarios o la dificultad de los estudios. Se trata de un debate
permanentemente abierto (recordemos, por ejemplo, el controvertido libro de Allan Bloom15, The Closing of the American Mind) sobre el que no pretendo incidir aquí. La discusión sobre si los alumnos deberían leer los clásicos griegos queda fuera de lugar cuando la mayoría da por sentado que la actividad educativa forma parte de la maquinaria del saber productivo comentada anteriormente y que, por lo tanto, debe encaminarse necesariamente a la obtención de los imprescindibles expertos capaces de impulsar el progreso económico. Muchas de las tensiones que rodean la educación son expresiones de las contradicciones en los valores y las prioridades de la sociedad, y forman parte del precio que hemos de pagar por vivir en un entorno opulento al cual, de hecho, no estamos dispuestos a renunciar. No es posible pedir una cultura del esfuerzo a los estudiantes si en la realidad en que viven inmersos prima el valor del ocio y la diversión, actividades de las que, a su vez, no podemos prescindir porqué son parte indisociable de nuestro bienestar. No podemos reclamar más autoridad en el mundo educativo cuando en otros ámbitos cualquier atisbo de autoridad se interpreta como autoritarismo. Todo está entrelazado, y romper las ligaduras sólo sería posible con una enmienda a la totalidad, una revolución. Pretender eliminar la ignorancia a través del sistema educativo propio de la Sociedad de la Ignorancia es una paradoja irresoluble.
En el mejor de los casos, suponiendo que los contenidos y el nivel educativo
se hayan mantenido estables, y que los índices de fracaso actual sean aproximadamente los mismos que eran quince o veinte años atrás, podríamos afirmar que, en valor absoluto, desde el punto de vista educativo estamos aproximadamente en el mismo estadio que una década atrás. Así pues, como consecuencia directa del primer factor generador de la Sociedad de la Ignorancia, el incremento exponencial de complejidad del mundo en que vivimos, dicha cantidad se convierte en un valor relativo muy inferior. La masa es más ignorante, al menos cuando concluye su etapa formativa inicial.
Desde luego, no todo acaba cuando finaliza la época del instituto o la universidad.
Durante el resto de una vida que cada vez es más larga se pueden seguir acumulando conocimientos, y todos sabemos como: leyendo, asistiendo a cursos, auto formándose, observando, reflexionando y aprendiendo de la experiencia diaria. En esencia, lo mismo de siempre. Por el momento no disponemos de implantes cerebrales capaces de ampliar nuestro conocimiento, según la propuesta de The Matrix16, y por lo tanto el proceso mental sigue siendo el mismo, no debemos olvidarlo. Eso sí, disponemos de las mejores herramientas para hacerlo.
Ciertamente, la formación permanente es hoy una realidad, pero se encuentra
inseparablemente ligada a la mercantilización del conocimiento, y en la inmensa mayoría de casos se da en el contexto laboral. Si el entorno económico y productivo evoluciona, dicha actividad se convierte en imprescindible.
Aprender a ser más productivos es hoy una parte más de nuestro trabajo,
y la única alternativa es una rápida obsolescencia. De hecho, a causa de la necesidad de adaptación al cambio permanente, nos vemos obligados a dedicar cualquier esfuerzo intelectual a intentar no quedar rezagados: aprender inglés o informática se ha convertido para muchas personas en objetivos casi inalcanzables que no dejan tiempo para nada más. Como reza el dicho popular, lo urgente no nos permite hacer lo importante.
Más allá de las necesidades formativas que impone un entorno en constante
transformación, difícilmente podríamos llegar a la conclusión de que avanzamos hacia una Sociedad del Conocimiento a partir de la observación cotidiana de las costumbres, intereses y formas de vida que surgen a nuestro alrededor como consecuencia de la disponibilidad de acceso masivo a una amplia gama de canales de comunicación. Cualquiera podría confeccionar una extensa lista de nuevos hábitos, desde prestar una atención desmesurada a todo tipo de eventos deportivos hasta buscar pareja por Internet, que sin duda mostraría un peso abrumador de las actividades de ocio y de tipo relacional, así como un interés creciente por unos contenidos completamente primarios. Los reality shows, el deporte espectáculo, la pornografía sentimental, el entretenimiento banal o la exaltación de la fama por la fama conforman el grueso de la parrilla televisiva actual, sin que la aparición de mecanismos de interacción por parte de los espectadores haya modificado dicha tendencia. En cualquier caso, si bien es cierto que la campana de distribución de las alternativas disponibles se ha ensanchado enormemente, la media resultante cada vez se aleja más de la que cabría esperar en una Sociedad del Conocimiento.
XI
Pero el gran cambio que consolida definitivamente la Sociedad de la Ignorancia
no es que ésta se vea favorecida por las nuevas formas de comunicación y en la práctica campe a sus anchas, sino que ha sido aceptada, asumida y, finalmente aupada a la categoría de normalidad. De forma progresiva la ignorancia ha ido perdiendo sus connotaciones negativas hasta el punto de llegar a prestigiarse. Se ha disipado el pudor a mostrar en público la propia ignorancia, e incluso con frecuencia se exhibe con orgullo, como un aditivo más de una personalidad apta para gozar al máximo del hedonismo y la inmediatez que proporciona un consumismo desenfrenado. Ser ignorante
no es incompatible, ni mucho menos, con tener dinero o glamour. Más bien al contrario, nos puede proporcionar una pátina de simpatía altamente empática a ojos de los demás. La situación actual corresponde a la fase más avanzada de un proceso imparable, constatado por numerosos autores, que ha acompañado al protagonismo
creciente de las masas. Resaltaba Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, a finales de los años veinte, que «lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera»17. La consolidación definitiva de la cultura de masas después de la Segunda Guerra Mundial, especialmente desde la aparición del televisor, indujo a Giovanni Sartori a escribir que «un mundo concentrado sólo en el hecho de ver es un mundo estúpido. El homo sapiens, un ser caracterizado por la reflexión, por su capacidad para generar abstracciones, se está convirtiendo en un homo videns, una criatura que mira pero que no piensa, que ve pero que no entiende»18.
Hoy asistimos, en efecto, a la culminación del proceso. La ignorancia está plenamente normalizada y es admitida sin ningún reparo en los modelos de éxito social, e incluso el acceso a las máximas responsabilidades públicas por parte de personas de ignorancia evidente se considera una muestra positiva de las virtudes del sistema democrático. Cualquiera, con independencia de su formación y aun dando muestras evidentes de su falta de cultura y de ánimo de enmienda, puede acceder a lo más alto de la estructura social. Cualquier observación al respecto emitida en público sería considerada hoy políticamente incorrecta. La ignorancia es atrevida, desacomplejada y, como todos en esta sociedad que constantemente reclama, exige también que se respeten sus derechos. El proceso se realimenta a través del papel cada vez más central que en nuestra sociedad juegan los medios de comunicación,
referentes del éxito social y escaparate del imaginario colectivo del cual son también, en buena parte, creadores. “Si no sales por televisión, no eres nadie” o, más recientemente “si no apareces en Internet, no existes”. Los ingredientes para acceder a dicha visibilidad encajan perfectamente en la estructura de la Sociedad de la Ignorancia.
En paralelo, y en la misma medida que la ignorancia se ha normalizado y se ha prestigiado, el conocimiento no productivo se ha desacreditado, ha perdido cualquier atisbo de ser referente social y se ha cargado de connotaciones negativas. Como hemos señalado anteriormente, seguimos considerando el conocimiento como un bien en sí mismo cuando nos referimos a él de forma abstracta: en las encuestas todos contestamos que nos encanta leer, ir al teatro o ver documentales, pero en la práctica fuera del saber productivo generado por los expertos, cualquier esfuerzo intelectual resulta casi incompresible para una sociedad acomodada en la confortabilidad del entretenimiento predigerido y la espectacularidad vacua. Difícilmente alguien se atrevería hoy a autocalificarse como intelectual por el temor a quedar revestido de todas las connotaciones actuales del término: pretencioso, improductivo, aburrido.
Lo más sorprendente de la situación es que parece que nos percatamos de la dualidad entre el discurso utópico y la realidad cotidiana. Persiste una lógica errónea que nos lleva a pensar que el uso de herramientas cada vez más sofisticadas implica necesariamente un mayor conocimiento, y confundimos la destreza para utilizar un complejo programa informático que nos permite escribir con el hecho de escribir algo interesante, o incluso con saber escribir. Nos hemos convencido de que disponer de una red que nos permite ver lo que emite la televisión en la otra punta del mundo es volvernos más sabios, cuando lo único que hacemos es pasar el rato o, en el mejor de los casos, adquirir conocimientos triviales. Y nos encanta oír “Sociedad del Conocimiento” cuando a nivel individual, en muchos casos, consiste simplemente en pasar un montón de horas chateando con los amigos o intentando ligar por Internet.
XII
Recapitulemos: la expectativa de una Sociedad del Conocimiento, surgida del desconcierto posmoderno gracias al poder de la tecnología, ha resultado ser en la práctica una Sociedad de la Ignorancia, compuesta por sabios impotentes, expertos productivos encerrados en sus torres de marfil y masas fascinadas y sumidas en la inmediatez compulsiva de un consumismo alienante.
Las nuevas formas de comunicación nos permiten ser más eficientes en el dominio de la naturaleza pero como individuos nos están convirtiendo en seres cada vez más ignorantes y más encerrados en las pequeñas esferas que surgen como resultado de las nuevas fuerzas disgregadoras que afectan a toda la sociedad. La Sociedad de la Ignorancia es, a fin de cuentas, el estado más avanzado de un sistema capitalista que basa la estabilidad de la sociedad en el progreso, entendido básicamente como crecimiento económico19, pero que una vez satisfechas las necesidades básicas sólo es posible mantener gracias a la existencia de unas masas ahitas, fascinadas y esencialmente ignorantes.
Ciertamente, a muchos el panorama les puede parecer sombrío, pero antes
de aventurar cualquier valoración debería tomarse en consideración un punto importante: la Sociedad de la Ignorancia adquiere todo su sentido en el contexto de las nuevas generaciones que la protagonizarán. Sólo la interpretaremos
adecuadamente si la proyectamos sobre ellas. Buena parte de los habitantes del presente nos hemos conformado en el mundo precedente y, como ha sucedido siempre, a menudo juzgaremos la personalidad de un tiempo que ya no será nuestro desde el recelo o la incomprensión. La incomodidad ante la perspectiva de abandonar la vieja idea ateniense de que el conocimiento es un bien en sí mismo podría no ser más que un prejuicio similar a la dificultad que experimentaron muchas personas en el pasado para aceptar la posibilidad de una experiencia vital plena en un marco desprovisto
de religiosidad o de los esquemas heredados de la tradición. Los jóvenes pueden adoptar sin más las ideas nuevas si son consistentes en sí mismas porque para ellos todas son, en realidad, igualmente originales.
Ahora bien, aún aceptando la inutilidad de emitir valoraciones subjetivas, sí que es posible y conveniente analizar las consecuencias de la situación creada. Ello nos lleva a percatarnos inmediatamente de la existencia de varios riesgos potenciales.
El primero de ellos es el riesgo social. Cuando apareció en el horizonte la posibilidad de materializar una verdadera Sociedad de la Información rápidamente
se formuló la teoría de que dicho contexto representaría una gran oportunidad para superar algunas de las formas vigentes de desigualdad social. El acceso masivo y fácil a todo tipo de información tendría que permitir a los más desfavorecidos limar algunas de las diferencias que les separaban del resto de la sociedad. Hoy podemos intuir ya que la previsión pecaba de un exceso de optimismo. En la Sociedad de la Ignorancia estamos asistiendo al nacimiento de nuevas fuentes de desigualdad y al levantamiento de fronteras hasta ahora inexistentes que afectan a quienes bien por un bajo nivel formativo o bien por carencia de talento natural son incapaces
de subir al tren de la complejidad tecnológica y el dinamismo permanente.
Un mundo abierto será también un mundo de oportunidades, de buenas oportunidades, pero sólo para unos cuantos, los más bien situados o los que dispongan de la suficiente capacidad de maniobra. Para los demás se convertirá en un entorno cada vez más hostil. Una parte significativa de la población puede verse arrastrada a vivir enfangada en un pantano de expectativas vitales insatisfechas, simplemente porque serán prescindibles.
Los favorecidos no necesitarán al resto para sostenerse: la tecnología, el conocimiento productivo y la posibilidad de ir a buscar al mejor precio todo aquello que necesiten en un mercado globalizado, serán suficientes. Sobre el conocimiento y el talento se sustentará una nueva diferencia social más insalvable que los antiguos contrastes de naturaleza económica, más esencial, más intrínseca a cada persona, la cual neutralizará cualquier posibilidad de discurso igualitario y fomentará el surgimiento de nuevos sentimientos de injusticia social. Existe, pues, el riesgo de acabar irremediablemente divididos en dos castas, una masa acomodada en su ignorancia, fascinada por la tecnología y cada vez más alienada, y otra formada por los expertos en los saberes productivos y los resortes de un modelo económico insostenible.
El segundo riesgo deriva de la peligrosidad de ser ignorantes cuando deben afrontarse retos cruciales cuyo desenlace depende de nuestras acciones. Y esa es justamente la situación en la que nos encontramos. La Sociedad de la Ignorancia, como hemos comentado anteriormente, es una más de las múltiples caras de los tiempos exponenciales en los que nos ha tocado vivir y que también se caracterizan por la proliferación de riesgos cataclísmicos que únicamente podremos sortear a través de una actuación conscientemente sensata. El inicio de la era atómica nos obligó a aceptar la necesidad de limitar nuestra capacidad de actuación, una capacidad que hoy se ha multiplicado en todas direcciones y que nos sitúa ante nuevas incógnitas, algunas de las cuales talvez incluso ignoramos. En biología nos movemos sobre la delgada línea que divide el uso del abuso. El riesgo de la energía nuclear, que no reside tanto en su infinito potencial destructivo como en su proliferación, se ha conjurado hasta hoy gracias a un tenso equilibrio que cada vez es más inestable. No alcanzamos a comprender bien el desafío climático mientras seguimos asistiendo impasibles a la extinción en masa de la biodiversidad del planeta. Los expertos, encerrados en sus torres de marfil, apenas logran vislumbrar las consecuencias de sus acciones colectivas, y aún en el caso de que así fuese, no dispondrían de capacidad de incidencia sobre los responsables políticos, y mucho menos, sobre la masa. La ignorancia consustancial de los tiempos exponenciales nos aboca a una ceguera generalizada, de consecuencias imprevisibles, que nos impide identificar y asumir la porción de responsabilidad que recae sobre cada uno de nosotros.
Finalmente, el tercer riesgo implícito en la Sociedad de la Ignorancia surge de los interrogantes que plantea acerca del lugar que en ella va a ocupar el individuo e, incluso, acerca de la concepción misma de individuo. La afirmación de su autonomía y de su centralidad frente a lo colectivo es parte indisociable de aquella carga simbólica que en nuestro bagaje cultural posee la palabra conocimiento. Desde que tras las primeras experiencias democráticas en la polis toda la racionalidad griega se replegara hacia el interior y fijara su atención en el individuo, occidente no ha abandonado la senda de la subjetivación, una trayectoria que se consolidó definitivamente con la introducción del sujeto pensante de Descartes y con la interpretación humanista del mundo.
Esta concepción del individuo ha llevado a reflexionar de forma recurrente sobre su papel dentro de la estructura social. Durante siglos ha existido una tensión entre un individualismo liberal que entendía la sociedad como un conjunto de instituciones coartantes que limitan la naturaleza del individuo y una concepción más restrictiva de la naturaleza del individuo, que justifica la existencia de estructuras colectivas superiores para potenciarlo e incluso salvarlo de sí mismo.
Pero este tipo de debates han quedado hoy muy mitigados. Tras la defunción del socialismo real, el individualismo liberal se ha consolidado como alternativa
indiscutida en el mundo actual. Nuestra sociedad es el resultando de un largo proceso de individualización que ha desplazado gradualmente el ámbito de decisión sobre lo que es bueno o malo, adecuado o inoportuno, deseable o despreciable, desde el grupo a la persona: muchos aspectos de nuestra vida han pasado de estar guiados por valores compartidos e incuestionables a convertirse en asuntos de cada conciencia individual, en un escenario desprovisto de apriorismos y cada vez más desvinculado de cualquier tradición. La autonomía personal y la disponibilidad de un espacio privado para desarrollar la propia personalidad se han convertido en un bien supremo y absoluto, en un derecho indiscutible e indiscutido que ha penetrado profundamente en la mentalidad de cada persona hasta formar la columna vertebral de su escala de valores. No podríamos concebir que en el futuro dejara de ser así y, de hecho, buena parte del atractivo de la utópica Sociedad del Conocimiento residía justamente en su capacidad para reforzar los planteamientos individualistas.
En efecto, el advenimiento de la transformación actual supone un salto cualitativo
en dicho proceso, al poner en manos de una sociedad profundamente individualizada un conjunto de nuevas y potentes herramientas que permiten extender hasta límites insospechados el deseo de individualidad. Hoy están al alcance de cualquier individuo el acceso masivo a la información, la comunicación permanente con otras personas e, incluso, la apertura de nuevos canales de expresión con la potencialidad teórica de amplificar cualquier mensaje, por individual que sea, a un nivel planetario. Aparentemente el individualismo ha conseguido culminar su apoteosis del individuo.
Pero tales planteamientos, como se ha intentado demostrar a lo largo de este ensayo, chocan frontalmente con las nuevas e insalvables limitaciones que nos afectan en la Sociedad de la Ignorancia. Las potencialidades que nos ofrece la tecnología como herramienta para desarrollar la libertad individual van a quedar en la práctica reducidas por la ignorancia que nos acecha y que restringe la esfera de lo que realmente, como individuos, podemos alcanzar ¿Es posible la libertad de pensamiento desde la ignorancia? ¿En que queda la libertad individual cuando no alcanzamos a entender la complejidad del mundo que nos rodea? ¿Debemos aceptar definitivamente la incapacidad de la razón individual para acceder al conocimiento y la conveniencia de acogernos a los discursos creados por instancias superiores?
Mientras el individuo se enfrenta a su pequeñez ante un mundo abierto y cada vez más complejo que no alcanza a comprender, la evolución de éste no se detiene. El centro de gravedad de la sociedad del conocimiento mercantilizado se desplaza gradualmente desde el individuo hacia las estructuras colectivas. El saber productivo ha dejado de pertenecer a la masa o al experto aislado y se encuentra distribuido en grandes sistemas en los cuales el individuo es sólo una pieza prescindible. Cada vez hay más saber en las organizaciones pero menos conocimiento en los individuos, más información en las memorias de silicio y menos en los cerebros humanos.
El individuo se aleja progresivamente de su posición central, se diluye, y desde la periferia se muestra más débil y prescindible que nunca.
Talvez deberíamos detenernos a pensar si mientras seguimos creyendo que avanzamos por la senda del humanismo hacía una Sociedad del Conocimiento no nos estamos encaminando, en realidad, hacia una Sociedad de la Ignorancia que plantea, en última instancia, una disolución del individuo y el fin de la parte más singular del sueño occidental.
Daniel Innerarity
La Sociedad de la Ignorancia /
La sociedad del conocimiento ha efectuado una radical transformación de la idea de saber, hasta el punto de que cabría denominarla con propiedad la sociedad del desconocimiento, es decir, una sociedad que es cada vez más consciente de su no-saber y que progresa, más que aumentando sus conocimientos, aprendiendo a gestionar el desconocimiento en sus diversas manifestaciones: inseguridad, verosimilitud, riesgo e incertidumbre. Hay incertidumbre en cuanto a los riesgos y las consecuencias de nuestras decisiones, pero también una incertidumbre normativa y de legitimidad. Aparecen nuevas y diversas formas de incertidumbre que no tienen que ver con lo todavía no conocido sino también con lo que no puede conocerse. No es verdad que para cada problema que surja estemos en condiciones de generar el saber correspondiente. Muchas veces el saber de que se dispone tiene una mínima parte apoyada en hechos seguros y otra en hipótesis, presentimientos o indicios.
Este retorno de la inseguridad no significa que las sociedades contemporáneas
dependan menos de la ciencia, sino todo lo contrario. Esa dependencia es incluso mayor; lo que ha cambiado es la ciencia y el saber en general. Desde hace tiempo dirigimos cada vez más la atención a una serie de aspectos que podrían entenderse como “debilidad de la ciencia”: inseguridad, contextualidad, flexibilidad interpretativa, no-saber. Al mismo tiempo, han cambiado los problemas y, por tanto, el tipo de saber que se requiere. En muchos ámbitos —como, por ejemplo, la regulación de los mercados o los problemas ecológicos— ha de recurrirse a teorías que manejan modelos de verosimilitud pero ninguna previsión exacta en el largo plazo. En las más graves cuestiones que afectan a la naturaleza o al destino de los hombres estamos confrontados a riesgos en relación con los cuales la ciencia no proporciona ninguna fórmula de solución segura. Lo que hace la ciencia es transformar la ignorancia en incertidumbre e inseguridad (Heidenreich 2003, 44). La ciencia no está en condiciones de liberar a la política de la responsabilidad de tener que decidir bajo condiciones de inseguridad.
A pesar de que las ciencias han contribuido a ampliar enormemente la cantidad
de saber seguro (“reliable knowledge”), cuando se trata de sistemas de elevada complejidad, como el clima, el comportamiento humano, la economía o el medio ambiente, cada vez es más difícil obtener explicaciones causales o previsiones exactas, ya que el saber acumulado hace visible también el universo ilimitado del no-saber. Probablemente lo que está detrás de la erosión de la autoridad de los estados y la crisis de la política sea este proceso de fragilización y pluralización del saber, y no conseguiremos recuperar su capacidad configuradora mientras no acertemos a articular nuevamente el poder con las nuevas formas de saber. Una sociedad del riesgo exige una cultura del riesgo.
Durante mucho tiempo la sociedad moderna ha confiado en poder adoptar las decisiones políticas y económicas sobre la base de un saber (científico), racional y socialmente legitimado. Los persistentes conflictos sobre riesgo, incertidumbre y no saber, así como el continuo disenso de los expertos han demolido crecientemente y de manera irreversible esa confianza. En lugar de eso, lo que sabemos es que la ciencia con mucha frecuencia no es suficientemente fiable y consistente como para poder tomar decisiones objetivamente indiscutibles y socialmente legitimables. Pensemos en el caso de los riesgos que tienen que ver con la salud o el medio ambiente, que generalmente sólo pueden ser identificados con una certeza escasa. De ahí que las decisiones para este tipo de asuntos deban remitir no tanto al saber cuanto a una gestión de la ignorancia justificada, racional y legítima.
El modelo de saber que hasta ahora hemos manejado era ingenuamente acumulativo; se suponía que el nuevo saber se añade al anterior sin problematizarlo, haciendo así que retroceda progresivamente el espacio de lo desconocido y aumentando la calculabilidad del mundo. Pero esto ya no es así. La sociedad ya no tiene su principio dinámico en un permanente aumento del conocimiento y un correspondiente retroceso de lo que no se sabe. Hay todo un no-saber que es producido por la ciencia misma, una “science-based ignorance” (Ravetz 1990, 26). De manera que este no-saber no es un problema de falta provisional de información, sino que, con el avance del conocimiento y precisamente en virtud de ese crecimiento, aumenta de manera más que proporcional el no-saber (acerca de las consecuencias, alcances, límites y fiabilidad del saber) (Luhmann 1997, 1106). Si en otras épocas los métodos dominantes para combatir la ignorancia consistían en eliminarla, los planteamiento actuales asumen que hay una dimensión irreductible en la ignorancia, por lo que debemos entenderla, tolerarla e incluso servirnos de ella y considerarla un recurso (Smithson 1989; Wehling 2006). Un ejemplo de ello es el hecho de que en una sociedad del conocimiento el riesgo que supone “la confianza en el saber de los otros” se haya convertido en una cuestión clave (Krohn 2003, 99). La sociedad del conocimiento se puede caracterizar precisamente como una sociedad que ha de aprender a gestionar ese desconocimiento.
Los límites entre el saber y el no-saber no son ni incuestionables, ni evidentes,
ni estables. En muchos casos es una cuestión abierta cuánto se puede todavía saber, qué ya no se puede saber o qué no se sabrá nunca. No se trata del típico discurso de humildad kantiana que confiesa lo poco que sabemos y qué limitado es el conocimiento humano. Es algo incluso más impreciso que esa “ignorancia especificada” de la que hablaba Merton; me refiero a formas débiles de desconocimiento, como el desconocimiento que se supone o se teme, del que no se sabe exactamente lo que no se sabe yhasta qué punto no se sabe. En muchas ocasiones desconocemos lo que puede suceder, pero también incluso “the area of posible outcomes” (Faber / Proops, 1993, 114).
La apelación a los “unknown unknowns” que están más allá de las hipótesis de riesgos científicamente establecidas se han convertido en un argumento poderoso y controvertido en las controversias sociales en torno a las nuevas
investigaciones y tecnologías. Por supuesto que sigue siendo importante
ampliar los horizontes de expectativa y relevancia de manera que sean divisables los espacios del no-saber que hasta ahora no veíamos, proceder al descubrimiento del “desconocimiento que desconocemos”. Pero esta aspiración
no debería hacernos caer en la ilusión de creer que el problema del no-saber que se desconoce puede resolverse de un modo tradicional, es decir, disolviéndolo completamente en virtud de más y mejor saber. Incluso allí donde se ha reconocido expresamente la relevancia del no-saber desconocido
sigue sin saberse lo que no se sabe y si hay algo decisivo que no se sabe. Las sociedades del conocimiento han de hacerse a la idea de que van a tener que enfrentarse siempre a la cuestión del no-saber desconocido; que nunca estarán en condiciones de saber si y en qué medida son relevantes los “unknown unknowns” a los que están necesariamente confrontadas.
Como advierte Ulrich Beck, lo que caracteriza a esta época de las consecuencias
secundarias no es el saber sino el no-saber (1996, 298). Este el verdadero terreno de batalla social: quién sabe y quién no, cómo se reconoce
o impugna el saber y el no saber. Si nos fijamos bien, de hecho las confrontaciones políticas más importantes son valoraciones distintas del no-saber o de la inseguridad del saber: en la sociedad compiten diferentes valoraciones del miedo, la esperanza, la ilusión, las expectativas, la confianza,
las crisis, que no tienen un correlato objetivo indiscutible. Como efecto de esta polémica, se focalizan aquellas dimensiones de no-saber que acompaña al desarrollo de la ciencia: sobre sus consecuencias desconocidas,
las cuestiones que deja sin resolver, sobre las limitaciones de su ámbito de validez… Las controversias suelen tener como objeto no tanto el saber mismo como el no-saber que lo acompaña inevitablemente. Quien discute el saber contrario o dominante lo que hace es precisamente eso: “drawing attention to ignorance” (Stocking 1998), subrayar precisamente aquello que ignoramos.
Esa “politización del no saber” (Wehling 2006) se hizo patente, por ejemplo, en el marco de las controversias acerca de la política tecnológica a partir de los años 70. No es sólo que cada vez hubiera más conciencia de esa relevancia de lo desconocido, sino que esa percepción y su valoración correspondiente
cada vez eran más dispares. Lo que para unos era fundamentalmente motivo de temor, despertaba en otros unas expectativas prometedoras.
Mientras que unos hablaban de un déficit cognoscitivo pasajero, otros entendían que había algo que nunca se podría saber. Esto ocurría en un momento en el que todos éramos conscientes de que la ciencia no solo producía saber sino también incertidumbre, “zonas ciegas” y no-saber. Los miedos y las inquietudes presentes en buena parte de la opinión pública no son plenamente infundados, como acostumbran a suponer los defensores de una tecnología de riesgo cero. Tras el rechazo social de algunas opciones técnicas hay con frecuencia una percepción de determinadas ignorancias o incertidumbres que la ciencia y la técnica deberían reconocer. En este y en otros conflictos similares lo que chocan son percepciones divergentes e incluso enfrentadas del no-saber.
A partir de ahora nuestros grandes dilemas van a girar en torno al “decision-
making under ignorance” (Collingridge 1980). La decisión en condiciones
de ignorancia requiere nuevas formas de justificación, legitimación
y observación de las consecuencias. ¿Cómo podemos protegernos de amenazas frente a las que por definición no se sabe qué hacer? ¿Y cómo se puede hacer justicia a la pluralidad de las percepciones acerca del no-saber si desconocemos la magnitud y la relevancia de lo que no se sabe? ¿Cuánto no-saber podemos permitirnos sin desatar amenazas incontrolables? ¿Qué ignorancia hemos de considerar como relevante y cuánta podemos no atender como inofensiva? ¿Qué equilibrio entre control y azar es tolerable desde el punto de vista de la responsabilidad? Lo que no se sabe, ¿es una carta libre para actuar o, por el contrario, una advertencia de que deben tomarse las máximas precauciones?
Las sociedades se enfrentan al no-saber de diversas maneras: desde el punto
de vista social las sociedades reaccionan con disenso; desde el punto de vista temporal, con entendimientos provisionales; desde el punto de vista objetivo, con imperativos que tratan de protegerse frente a lo peor (Japp 1997, 307). Pensemos en el caso del “principio de precaución”, que forma ya parte de los tratados de la Unión Europea y de acuerdos internacionales como la declaración de Río sobre el clima. De acuerdo con ellos, la adopción de medidas eficientes para evitar daños serios e irreversibles como el cambio climático no debe ser retrasada por el hecho de que no exista una total evidencia científica. El principio de precaución sigue siendo, no obstante, una norma controvertida cuyas interpretaciones son muy divergentes. En cualquier caso, este tipo de planteamiento son interesantes en la medida en que exploran las consecuencias de algunas decisiones, la verosimilitud de que acontezcan determinados daños, los criterios bajo los cuales esas consecuencias negativas pueden ser aceptables o la búsqueda de posibles alternativas.
Se está produciendo así la paradoja de que la sociedad del conocimiento ha acabado con la autoridad del conocimiento. El saber se pluraliza y descentraliza, resulta más frágil y contestable. Pero esto afecta necesariamente al poder, pues estábamos acostumbrados, siguiendo el principio de Bacon, a que el saber fortaleciera al poder, mientras que ahora es justo lo contrario y el saber debilita al poder. Lo que ha tenido lugar es una creciente pluralización y dispersión del saber que lo desmonopoliza y hace muy contestable. Junto a la forma tradicional de producción científica en las universidades aparecen nuevas formas de saber a través de una pluralidad de agentes en la sociedad, como el saber del las ONG, la cualificación profesional de los ciudadanos, el saber de los diversos subsistemas sociales, la accesibilidad de la información, la multiplicación del saber experto… En la medida en que se diversifica la producción de saber, disminuye también la posibilidad de controlar esos procesos. La sociedad del conocimiento se caracteriza por el hecho de que un creciente número de actores dispone de un fondo también creciente de diversos saberes, por lo que estos actores informados están en condiciones de hacer valer el propio saber frente a las intenciones de los gobiernos. En lugar de un aumento de las certezas, lo que tenemos son una pluralidad de voces que discuten cacofónicamente sus pretensiones de saber y sus definiciones del no-saber.
Jasanoff ha llamado “tecnologías de la humildad” (2005, 373) a una manera
institucionalizada de pensar los márgenes del conocimiento humano -lo desconocido, lo incierto, lo ambiguo y lo incontrolable- reconociendo los límites de la predicción y del control. Un planteamiento semejante impulsa a tener en cuenta la posibilidad de consecuencias imprevistas, a hacer explícitos los aspectos normativos que se esconden en las decisiones técnicas, a reconocer la necesidad de puntos de vista plurales y aprendizaje colectivo.
En este contexto, en lugar de la imagen tradicional de una ciencia que produce
hechos objetivos “duros”, que hace retroceder a la ignorancia y le dice a la política lo que hay que hacer, se necesita un tipo de ciencia que coopere con la política en la gestión de la incertidumbre (Ravetz 1987, 82). Para eso resulta necesario desarrollar una cultura reflexiva de la inseguridad, que no perciba el no-saber como un ámbito exterior de lo todavía no investigado
(Wehling 2004, 101), sino como algo constitutivo del saber y de la ciencia. Lo que no se sabe, el saber inseguro, lo meramente verosímil, las formas de saber no científico y la ignorancia no han de considerarse como fenómenos imperfectos sino como recursos (Bonss 2003, 49). Hay asuntos en los que, al no haber un saber seguro y sin riesgos, debe desarrollarse estrategias cognitivas para actuar en la incertidumbre. Entre los saberes más importantes está la valoración de los riesgos, su gestión y comunicación. Hay que aprender a moverse en un entorno que ya no es de claras relaciones entre causa y efecto, sino borroso y caótico.
Blibliografía
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La Sociedad del Desconocimiento / 49
Smithson, Michael (1989), Ignorante and uncertainty. Emerging paradigms, New York.
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— (2006), Im Schatten des Wissens? Perspektiven der Soziologie des Nichtwissens, Konstanz: UVK Verlagsgesellschaft.
La sociedad de la Incultura ¿Cara oculta de la sociedad del conocimiento?
Gonçal Mayos
La Sociedad de la Incultura / 51
Dos tesis
Dos tesis básicas desvelan una “sociedad de la incultura” que -¡gran paradoja!-
se desarrolla de forma paralela y amenazadora con la “sociedad del conocimiento”. En cierto sentido, es incluso su necesaria consecuencia hasta hoy inadvertida, la “sombra” que proyecta su luz, sus contrastes y sus contradicciones.
En primer lugar, a inicios del siglo XXI, estamos inmersos por lo que respecta al conocimiento en un inmenso proceso maltlhusiano: con las crecientes interrelaciones que genera la globalización e Internet, el crecimiento hiperbólico en la información disponible es muy superior al de la capacidad de los individuos para procesar dicha información. A pesar de las ayudas informáticas, bibliográficas, documentalistas, etc., la condición humana tiene unos límites biológicos y neuronales que impiden, a largo plazo, seguir la mencionada progresión geométrica de los conocimientos.
Dada pues la creciente desproporción entre la capacidad colectiva para crear saber y la capacidad individual para asumirlo e integrarlo vitalmente, parece justificado y quizás inevitable el advenimiento de una “sociedad de la ignorancia” (Brey), “del desconocimiento” (Innerarity) o “de la incultura” (Mayos).
En segundo lugar, por encima de otras perspectivas similares, la denominación
“sociedad de la incultura” parece describir más adecuadamente las paradojas y contradicciones que hoy emanan tras la “sociedad del conocimiento”.
Pues, continuará aceleradamente el proceso de creciente especialización
de los expertos, con lo cual a medio plazo no se prevé el colapso del conocimiento experto ni de los técnicos especializados. Salvando los aspectos específicos destacadas por Innerarity, la “sociedad del conocimiento” científico-tecnológica podrá determinar lo que en cada caso será considerado como “cierto”, “establecido por la ciencia” o “más adecuado tecnológicamente”.
Ahora bien, sí que cabe dudar de que la mayoría de la población pueda tener un conocimiento, cultura o “sabia” composición general del estado global de los saberes humanos y sus problemáticas. Es decir continuará el conocimiento especializado y experto, pero aumentarán las dificultades de la gente (fuera del propio campo de especialización) para disponer de una “cultura” general o “capacidad de hacerse cargo” reflexivamente de las problemáticas humanas en conjunto. Ello no es accesorio pues, si la mayoría de la población no puede interiorizar tal conocimiento general, resultarán altamente problemáticas sus decisiones políticas a través del voto y la participación democrática.
52 / La Sociedad de la Ignorancia y otros ensayos
Es imprescindible pues preguntarnos: ¿Puede prescindir la humanidad -especialmente una humanidad organizada democráticamente- de una tal cultura general en sus ciudadanos? ¿Una “sociedad de la incultura” puede continuar siendo democrática y/o hacerse cargo de sus problemas crecientemente complejos? ¿Puede continuar la actual construcción de la “sociedad del conocimiento” sin que paralelamente estemos labrando también una “sociedad de la incultura?
Proceso maltlhusiano
La globalización y la potente interrelación impulsada por las actuales tecnologías
de la comunicación y la información (TIC) genera un claro proceso malthusiano en el conocimiento. El crecimiento hiperbólico en la información generada colectivamente es muy superior al aumento meramente aritmético en las posibilidades de los individuos para procesar dicha información.
El lúcidamente pesimista economista y demógrafo británico Robert Malthus20 ya formuló una tesis parecida llamada “ley de Malthus”. Decía: la producción de alimentos tiende a crecer a largo plazo según una progresión aritmética (del tipo: 2,4,6,8,10,12,14,16,18,20,22..., ó 2x), en cambio la población humana total y a largo plazo tiende aumentar en progresión geométrica (del tipo: 1,2,4,9,16,25,36,49,64,81,100,121..., ó x2). A largo plazo y más allá de puntuales circunstancias favorables o desfavorables tanto en la producción de alimentos como en la población, la mencionada diferencia en sus respectivas tasas de crecimiento conlleva –afirma Malthus- que todas los incrementos alimenticios sean inevitablemente consumidos por el crecimiento demográfico; de tal manera que la mayoría de la humanidad tiende a vivir siempre en el límite de depauperación, si no se aplican drásticas políticas de moderación demográfica.
Pues bien, una ley muy similar a la de Malthus se cierne sobre las sociedades
avanzadas, del conocimiento y sus culturas democráticas21. El saber producido colectivamente gracias a las TIC e Internet amenaza superar las capacidades cognitivas individuales de la gente. La actual “sociedad red” teorizada por Manuel Castells genera una progresión geométrica de enlaces, informaciones y conocimientos. La veloz circulación por sus nodos posibilita una gran interactividad, productividad y creatividad, permitiendo que proliferen exponencialmente las nuevas ideas o informaciones, y que, cada vez más, sean desarrolladas colectivamente y pasen a formar parte, simultáneamente, del patrimonio de todos y de nadie22. La enormidad de saber relevante producido amenaza superar las capacidades de la gente común; no tanto en cuanto expertos en algún campo especializado, como en tanto que ciudadanos que tienen que decidir democráticamente y con conocimiento de causa sobre procesos
crecientemente complejos.
Ciertamente y al menos a medio plazo, esa amenazante obsolescencia cognitiva
en los individuos no se producirá en su campo profesional, especializado
y donde sean expertos; pero sí en aquellos conocimientos generales
que precisan para, en tanto que ciudadanos con derecho a voto, poder decidir democráticamente y con conocimiento de causa sobre los procesos crecientemente complejos que configuran la vida humana actual. No cabe duda de que la profesionalización y especialización laboral de los ciudadanos –en tanto que trabajadores- recibirá suficiente apoyo de todo tipo para garantizar a medio plazo que, en general, se alcancen los altos estándares productivos de la “sociedad del conocimiento”, ni es necesario poner de manifiesto nuevamente cómo aumenta la distancia entre la gente y los países que han logrado incorporar las nuevas herramientas tecnológicas y adaptarse a las recientes exigencias cognitivas, y los que no.
Sí que es momento, en cambio, de plantear la duda, objetivamente justificable,
de qué se hagan similares esfuerzos para preparar y formar los individuos en tanto que ciudadanos y para que puedan hacer frente a las exigencias responsables de sus decisiones políticas y de voto en cuestiones de gran complejidad e importancia para todos. La habitual limitación a lo meramente productivo a corto plazo (sin duda uno de los peores vicios de nuestra sociedad) suele dejar, cada vez con mayor frecuencia, las cuestiones políticas, éticas y sociales a largo plazo y que atañen al conjunto, a merced de la benevolencia o responsabilidad individual. Como si se tratara de algo sin importancia o de mucho menor interés, se relega todo ello no sólo a la responsabilidad individual, sino al espacio de “tiempo libre” o de “ocio”, en una competencia totalmente desproporcionada con los alicientes, tentaciones,
diversiones y propuestas de consumo desaforado que la sociedad “del consumo” y “del espectáculo” ofrece.
Frente a la creciente obsolescencia cognitiva de los ciudadanos (que son la condición última de la democracia), poco pueden hacer a largo plazo las mejoras en la alfabetización de la población, en documentalística, en facilitar
el acceso a la información o, incluso, los notables e indudables avances tecnológicos pues, en última instancia, deben ser ciudadanos de a pie y con sus concretas dotaciones neuronales o fisiológicas, los que se hagan cargo de la información generada colectivamente y en constante crecimiento exponencial. En última instancia, también y necesariamente han de ser ciudadanos de a pie los que deciden democráticamente a partir de su buen entender personal sobre las cuestiones humanas más complejas.
La incultura como peligro para la democracia
Hay un consenso bastante generalizado entre los analistas sobre que, en la actualidad, es constatable la creciente incapacidad de muchos ciudadanos para ejercer con rigor su voto y tutela democráticos. Gran parte de la ciudadanía
se desentiende de lo público común y se retira a lo privado, ya sea a un ocio banalmente reducido a mera diversión, ya sea profesionalmente a un trabajo superespecializado y fragmentario.
La evolución de la sociedad moderna ha tendido a magnificar la vida privada
en detrimento de la pública, de la política colectiva y de la buena salud de la democracia. Puede parecer una paradoja, pero la misma modernidad que edificó la democracia, la está banalizando o debilitando su salud a medida que desvía los esfuerzos e intereses de los ciudadanos hacia lo privado. Por una parte, la vida profesional “privada” concentra y exige cada vez más los esfuerzos continuados de la población. Además, otra amplísima parte del tiempo y disponibilidades restantes se dedican a una vida aún más “privada” de ocio, consumo y diversión.
El ciudadano moderno siente una indudablemente fuerte presión para que mantenga y acreciente su capacitación productiva, profesional, especializada y experta. Sin ninguna dura siente una muy similar presión para consumir los más variados productos y llenar satisfactoriamente su tiempo de ocio y esparcimiento. Nada que objetar a todo ello pues son claramente las dos dimensiones clave de la actual sociedad avanzada: conocimiento y alta productividad tecnológica, pero también consumo y espectáculo. No obstante muchas veces se obvia el precio pagado por ello, el costo subyacente de relegar a la vida política “pública” a un segundo plano. Por ello languidece y se debilita la exigencia ciudadana de atender colectiva y democráticamente a las dificultades globales crecientemente complejas de las sociedades actuales.
Evidentemente no olvidamos que, desde hace décadas, las posibilidades de la representación democrática minimizan el creciente interés y obsolescencia
cognitiva de los ciudadanos frente a los complejos problemas públicos. Se considera y se tiende –a nuestro parecer excesivamente- a desplazar muchas cuestiones del debate ciudadano, remitiéndolas a la decisión (o al menos mediación) de “comités expertos”, de “informes técnicos” o de los foros políticos “profesionales” dentro y fuera de los partidos. La poca preparación o disponibilidad de los ciudadanos para hacerse cargo de todos los complejos entresijos de lo público y de lo político es la causa de la actual incultura política y debilidad democrática. Ahora bien, suele ser una razón muchas veces esgrimida pero pocas veces analizada a fondo y, aún menos, con decidida voluntad de enmendarla.
El resultado es claro: cada vez más importantes asuntos que atañen a todos y afectan al común se deciden en canales para-democráticos alejados de la ciudadanía, del ejercicio más directo de la democracia y limitados a expertos y políticos profesionales. No es extraño, en contrapartida, que gran parte de la política democrática (a veces simplemente “demoscópica”) pase a centrarse en la lucha para influir emotivamente en el cuerpo electoral a través de los grandes medios de comunicación.
El actual dominio de la propaganda epidérmica, dirigida a las pasiones de las masas, casi sin argumentos ni datos fiables, y que busca sobre todo la movilización o manipulación demoscópica, aumenta la obsolescencia cognitiva creciente por parte del ciudadano de a pie. La razón es simple: éste no tan sólo debe dedicar sus esfuerzos para hacerse una opinión fundamentada de los problemas colectivos y su posible solución política, si no que además debe dedicar un importante esfuerzo adicional para mirar de encarar los problemas democráticos con una mínima ecuanimidad. A pesar de ser muy conscientes y críticos con la actual deriva propagandista de la democracia, y que sin duda aumentan los efectos del proceso malthusiano en el conocimiento, no profundizaremos en ello para seguir más puramente nuestro hilo argumentativo.
Las cuestiones económicas y políticas básicas son hoy de una complejidad que, ¡superando a los especialistas, cómo no va superar a los ciudadanos medios! Baste recordar la sorpresa unánime y no prevista a corto plazo por ningún analista -en 1989- ante hechos tan importantes como la caída del muro de Berlín, del “telón de acero” y de la URSS; o la sorpresa de los cracs en la bolsa de “las empresas.com”, luego de las “hipotecas” y –finalmente- de la profunda crisis económica que hoy padecemos. El sociólogo Ulrich Beck23 avisó sobre el enorme incremento del riesgo en las sociedades avanzadas simplemente por su aumento de complejidad, la integración global y la velocidad con que todo circula24.
En otro orden de cosas, las posibilidades actuales en bioingeniería, genética,
trasplantes o simplemente de intervenir científicamente en la gestión de la vida han provocado un comprensible y a veces virulento debate ciudadano.
Muchas veces éste se lleva a cabo con prejuicios y posiciones emotivas muy infundadas; ello no debe extrañar pues cualquier ciudadano que haya querido hacerse una opinión fundamentada sobre los grandes debates bioéticos actuales, claramente queda superado por su creciente complejidad y sus múltiples implicaciones.
En los ejemplos mencionados vemos que, ciertamente, el conocimiento experto
y especializado continúa con relativa buena salud (teniendo en cuenta los límites apuntados por Innerarity), pero no es así en cambio por lo que respecta a la capacitación de los ciudadanos de a pie para hacerse cargo racional y democráticamente de los problemas humanos actuales. Tiene razón por ello, Antoni Brey al denunciar el advenimiento de una sociedad de la “ignorancia”; aunque nosotros preferimos hablar de “sociedad de la incultura” en la medida que sobre todo amenaza al saber y la cultura generales sin los cuales el individuo está inerme, desconcertado e incapacitado para toda reflexión o decisión política que vaya más allá de “intuir” los problemas y “reaccionar emotivamente” a ellos.
¿Alienación postmoderna?
Se ha convertido en un tópico vincular la “condición postmoderna” con el enorme incremento de las actitudes cínicas, desconcertadas, angustiadas, nihilistas, “pasotas”, “escapistas”... Evidentemente tiene que ver con una profunda crisis de valores, pero nos proponemos apuntar que seguramente también tienen que ver con la percepción -por gran parte de la población- de que hoy las convicciones, las certezas y las verdades ya no son igualmente posibles como ayer.
A pesar que nadie duda del enorme incremento en el conocimiento colectivamente
disponible por la humanidad, los individuos perciben que sus convicciones,
certezas, verdades y consolidados valores “personales” han disminuido
en número, en solidez y en seguridad. Inconscientemente, la gente intuye que un proceso malthusiano en el saber “corroe” las certezas, los valores y los ideales que les acompañaban; pues cada vez más les falta la cultura y perspectiva globales necesarias para acogerlos y defenderlos racionalmente. La sociedad, los valores y los saberes han perdido su anterior solidez y hoy se muestran fluidos, líquidos (como ha teorizado Zygmunt Bauman25).
En la modernidad, y durante siglos, la identidad de las personas solía estar muy vinculada al trabajo o a la profesión ejercida (Weber hablaba de “vocación”),
que –se suponía- era para toda la vida –al menos si era exitosa. El sociólogo
Richard Sennett denuncia la “corrosión del carácter” que a su parecer produce el capitalismo avanzado, pues: “¿Cómo pueden perseguirse objetivos a largo plazo en una sociedad a corto plazo? ¿Cómo sostener relaciones sociales duraderas? ¿Cómo puede un ser humano desarrollar un relato de su identidad e historia vital en una sociedad compuesta de episodios y fragmentos? (…) el capitalismo del corto plazo amenaza con corroer el carácter, en especial aquellos aspectos del carácter que unen a los seres humanos entre sí y brindan a cada uno de ellos una sensación de un yo sostenible.”26
Todo lo anterior apunta a lo que podemos llamar la “alienación postmoderna”. En plena “sociedad del conocimiento”, una amenazante “alienación postmoderna” se cierne –paradójicamente- sobre la sociedad humana con mayor tasa de crecimiento cognoscitivo y en la circulación de las informaciones, provocando una paralela y hasta ahora inapreciada “sociedad de la incultura”. En una dialéctica sorprendente y paradojal (aunque no tanto como podría pensarse), la capacidad humana colectiva de multiplicar exponencialmente los enlaces cognitivos y los saberes participa –de no mediar algún elemento corrector- en la creciente obsolescencia cultural de la mayoría
de la población. Sencillamente, los individuos aisladamente y fuera de su especialización profesional son manifiestamente incapaces a largo plazo para seguir el ritmo exponencial de la producción cognitiva colectiva, global y especializada.
Hablando con sencillez, la sociedad del conocimiento, ultraespecializada y a lomos de las TIC27, amenaza a sus ciudadanos con la obsolescencia en todos los campos en los que no sean expertos profesionales. Brevemente: la sociedad del conocimiento no sólo se solapa con la sociedad de la incultura, si no que la crea o -al menos- la pone en toda su evidencia. La expertez y la ultraespecialización (al menos tal y como se desarrollan en nuestras sociedades avanzadas) conllevan la creciente incultura a que nos vemos abocados –en tanto que ciudadanos de a pie- para hacernos cargo personalmente de lo global y común al género humano.
Se suele considerar y es ya un tópico, que la “sociedad del conocimiento” evidencia, finalmente y con toda contundencia, que la especialización de los expertos profesionales “triunfa” por encima de los viejos “sabios” contemplativos
y de los “hombres cultos” del Renacimiento. Aparentemente es el triunfo definitivo de los científicos, ingenieros y tecnólogos por encima de los humanistas y los filósofos. De poco sirve argumentar que la ciencia está cada vez más supeditada a la aplicación tecnológica y que los científicos cada vez se convierten en meros gestores tecnológicos. Tampoco relativiza el tópico anterior, argumentar que cada vez más los científicos se sienten meros instrumentos de un proceso productivo que no controlan ni, a veces, conocen en su globalidad. Como ya sucedió en el famoso Proyecto Manhattan que llevaría a la bomba atómica, los científicos pierden el control y agencia autónoma de su investigación dentro de las macroestructuras en las que hoy están inscritos. Unas veces se dice que es por “seguridad”, otras para evitar el “espionaje industrial”, pero muchas veces es simplemente un resultado de ultraespecialización y la jerarquización institucional.
En la actualidad hay consenso general en qué también resulta imposible al científico hacerse cargo globalmente de los múltiples avances en el conjunto de las teorías, áreas y disciplinas científicas. Ello es un claro efecto del proceso malthusiano en los saberes que afecta a la actual “sociedad del conocimiento”, pero insistimos que no prevemos por esta dirección el colapso o radical obsolescencia cognitiva a medio plazo. La “alienación postmoderna” que parece ser la consecuencia inadvertida de ese proceso se manifiesta más bien en la incultura y la obsolescencia cognitiva que amenaza con incapacitarnos para el ejercicio responsable de la ciudadanía democrática.
Además y como hemos apuntado, la creciente separación entre ciudadanía y las instituciones democráticas sólo se intenta compensar recurriendo a “políticos profesionales”, a “expertos” y a “comités técnicos”. Se olvida que éstos, dada su ultraespecialización y la lógica dependencia de las reglas internas de su “gremio”, están abocados a lo que los griegos clásicos llamaban “idiotez”28 o, al menos, una notable “ceguera” respecto al conjunto del mundo, de lo humano y de las necesidades globales hoy. Una vez más la especialización en un aspecto, provoca la ceguera o inatención respecto a lo común, compartido y humano en general.
El postmodernismo ha destacado la importancia de la sociedad del conocimiento,
de las tecnologías de la comunicación y la información (p.e. Jean-François Lyotard o Gianni Vattimo) pero también de otros aspectos de la sociedad contemporánea muy vinculados con lo que llamamos “sociedad de la incultura”. Nos referimos por ejemplo a la “sociedad del espectáculo“ teorizada por Guy Debord y los situacionistas, la cultura “del simulacro” denunciada por Jean Baudrillard o la “era del vacío” analizada por Gilles Lipovetsky29.
Muy similarmente pero bastante antes, Jorge Luis Borges anticipó magistralmente
en “La biblioteca de babel”30 la angustiante y paradójica sensación que provoca el proceso malthusiano en el saber: “A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. {...} La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. {...} Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana –la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.”
La sociedad postmoderna del conocimiento y las TIC ha creado los medios para que la creación colectiva del saber pueda expandirse exponencialmente y subsista sin necesitar a la conciencia, memoria, reflexión... de ningún humano individual o en concreto. La “sociedad del conocimiento” hace posible que el saber exista por los nodos de Internet con independencia de cualquiera de nosotros. Por ello, en la actualidad no importa si jamás nadie llega a interesarse por algunos aspectos concretos y, por supuesto, si es imposible que ningún individuo pueda conocer la totalidad del conocimiento creado colectivamente y nadie pueda hacerse cargo de la estructura del conjunto. Eso es lo que Antoni Brey llama “sociedad de la ignorancia”, Daniel Innerarity “sociedad del desconocimiento” y nosotros “sociedad de la incultura” (o en virtud de la época donde se evidencia: “alienación postmoderna”).
Referencias
The Guardian, 22 de mayo de 2005. Puede consultarse la entrevista 1. completa en http://www.guardian.co.uk/science/2005/may/22/comment.observercomment
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Jeroen Boschma, Inez Groen. Generatie Einstein, slimmer sneller en 11. socialer: communiceren met jongeren van de 21ste eeuw. Pearson Education, 2006.
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José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas. Revista de Occidente, 17. 1930.
Giovanni Sartori. Homo videns. Televisione e post-pensiero. Laterza, 18. 1997.
Este modelo está siendo sometido a crítica desde varios ángulos y por 19. diversos autores. Desde el punto de vista de la sostenibilidad, por el anteriormente citado Limits to Growth. Como modelo para aportar felicidad al ser humano, por ejemplo en El fetiche del crecimiento, de Clive Hamilton, e incluso poniendo en duda la misma idea de progreso, en varios trabajos de John Gray.
Robert Malthus (1766-1834) fue educado según los principios 20. pedagógicos de Rousseau, renunció a su ordenación como sacerdote anglicano al casarse y fue profesor de economía en una nueva institución universitaria destinada a formar los funcionarios de ultramar del Imperio británico. En 1798, influido por Adam Smith y David Hume, publicó anónimamente su célebre Ensayo sobre el principio de la población por lo que afecta a la futura mejora de la sociedad, que provocó una enorme polémica. En 1804 apareció una edición ya firmada por su autor, ampliada y corregida con las investigaciones de los viajes de Malthus por gran parte de Europa. También publicó Observaciones sobre los efectos de las leyes de granos, Investigación sobre la naturaleza y progreso de la renta y Principios de economía política.
Véase mi conferencia 21. L’alienació postmoderna en la UPEC (Universitat Progressista d’Estiu de Catalunya), pronunciada el julio del 2008.
Véanse los libros de Manuel Castells: (2006) La Sociedad red. Una 22. visión global, Madrid: Alianza, y (2004) Sociedad del conocimiento, Barcelona: UOC.
Véanse básicamente los libros de Ulrich Beck: (2002) 23. La sociedad del
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riesgo global (Madrid: Siglo XXI), (2006) La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad (Barcelona: Paidós) y (2008) La sociedad del riesgo mundial: en busca de la seguridad perdida (Barcelona: Paidós).
El sociólogo alemán Ulrich Beck define la actualidad en términos de 24. “sociedad del riesgo”, precisamente porque la creciente interrelación mundial comporta e incrementa muchos peligros. Un ejemplo muy claro fue la rápida propagación global de la sida, que ya tuvo un antecedente en la famosa “peste negra” de mediados del siglo XIV. Recordemos que la peste negra pudo viajar en los barcos que por mar enlazaban por primera vez en la historia el Extremo Oriente (donde brotó la enfermedad) y los más ricos y populosos puertos del Mediterráneo. Evidentemente hoy las muy superiores posibilidades de rapidísima y masiva circulación de mercancías y personas acentúan los riesgos.
Destacamos los libros de Zygmunt Bauman: (2003) Modernidad 25. líquida, México: FCE; (2003) Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, Madrid: S.XXI; (2007) Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores, Barcelona: Paidós; y (2007) Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre, Barcelona: Tusquets.
Richard Sennett (2000: 25) 26. La Corrosión del caràcter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Barcelona: Anagrama.
Alfons Cornella ha creado para denominar ese fenómeno el agudo 27. neologismo “infoxicación”.
En el sentido griego etimológico de incapaz por estar totalmente 28. aislado o separado de aquello de lo que se trata. Políticamente se aplicaba a aquellos que sólo atendían a sus intereses privados y eran incapaces de valorar o atender a los intereses comunes.
Complementada por sus obras sobre 29. El crepúsculo del deber o La sociedad de la decepción.
Cito per les 30. Obras completas 1923-1972, Buenos Aires: Emecé, pp.468 i 470s. Subrayados de G.M.
Brey
Daniel Innerarity
Gonçal Mayos
La Sociedad
de la Ignorancia
2 / kNewton
Antoni Brey (Sabadell, 1967) es ingeniero de telecomunicación.
Ha sido miembro del Grupo de Información Cuántica del Instituto de Física de Altas Energías y autor de los ensayos La Generación Fría y El fenómeno Wi-Fi, miembro fundador del Fiasco Awards Team y director del documental Un Tiempo Singular.
Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) es profesor titular de filosofía en la Universidad de Zaragoza. Sus últimos libros son Ética de la hospitalidad, La transformación
de la política (III Premio de Ensayo Miguel de Unamuno y Premio Nacional de Ensayo 2003), La sociedad invisible (XXI Premio Espasa de Ensayo), El nuevo espacio público y El futuro y sus enemigos. Es colaborador habitual de opinión en los diarios El País y El Correo - Diario Vasco, así como de la revista Claves de razón práctica.
Gonçal Mayos (Vilanova de la Barca, 1957) es profesor titular de filosofía en la Universidad de Barcelona, coordinador del programa de doctorado “Historia de la subjetividad” y presidente de la Asociación filosófica Liceu Maragall. Ha publicado sobre pensamiento moderno y contemporáneo, investigando los procesos de larga duración e interdisciplinarios que se originan en la sociedad actual.
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La Sociedad de la Ignorancia y otros ensayos
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Primera edición: mayo 2009
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ISBN: 978-84-613-2970-0
La Sociedad de la Ignorancia y otros ensayos
Antoni Brey
Daniel Innerarity
Gonçal Mayos
Prólogo de Eudald Carbonell
índice
Índice / 5
Prólogo 7
Introducción 11
La Sociedad de la Ignorancia 17
Antoni Brey
La Sociedad del Desconocimiento 43
Daniel Innerarity
La Sociedad de la Incultura 51
Gonçal Mayos
prólogo
Prólogo / 7
Los ensayos de Antoni Brey, Daniel Innerarity y Gonçal Mayos recogidos en el presente volumen constituyen una síntesis lúcida de nuestro comportamiento
social como especie. La evolución exponencial de nuestros procesos de regulación energética, la aplicación técnica de los mismos, así como el crecimiento demográfico están produciendo una situación de incertidumbre sobre nuestro futuro en el planeta.
La hiperconexión que se produce como consecuencia de la socialización de la revolución científico-técnica nos hace incrementar la complejidad en los procesos
de relación social de especie, como nunca antes se había producido.
La complejidad que ha emergido es un producto evolutivo y no se puede gestionar, en contra de lo que algunos especímenes humanos piensan; lo único que podemos hacer como Homo sapiens, para enfrentarnos al futuro, es trabajar para poder manejar la incertidumbre planteando escenarios hipotéticos y aplicando modelos que, en cualquier caso, deberán contrastarse empíricamente.
La tecnología y su socialización generan tensiones y divisiones en nuestras estructuras etológicas y culturales. No se ha producido, pues, una socialización efectiva del conocimiento y ello impide que caminemos hacia la sociedad del pensamiento, tal como deberíamos hacer.
Por lo tanto, las dicotomías históricas continúan en pleno progreso y ni los expertos ni los eruditos ni tampoco los sabios tienen bastante capacidad para integrar la información de que disponemos. El individualismo debe dejar paso a la individualidad, es decir, las personas hemos de actuar no como especimenes, si no como constructores sociales, aportando de forma crítica nuestros conocimientos a la organización de la especie. Esto, por ahora, no es así, a pesar de la socialización de la cultura y de la educación. Actualmente, como dice Antoni Brey en su opúsculo, nos invade la sociedad de la ignorancia. A pesar de ello, soy optimista y mantengo la esperanza de que todo sea consecuencia del momento de transición en que nos hallamos inmersos, como un capítulo pasajero de nuestra travesía hacia una mejora ecológica y cultural de nuestra especie.
Ahora bien, para que realmente lleguemos a este punto, debemos trabajar en la perspectiva de generar una nueva conciencia crítica de especie. Solamente
con una evolución responsable, construida a través del progreso consciente, podremos convertir conocimiento en pensamiento, alejándonos de este modo de la sociedad de la ignorancia.
Eudald Carbonell Roura
Introducción / 9
introducción
Sobre la singularidad de nuestro tiempo, que corresponde al inicio de la Segunda Edad Contemporánea
Antoni Brey
Introducción / 11
Peter Watson, autor de varios libros sobre el historia del pensamiento, ha manifestado en numerosas ocasiones sus reservas acerca de la relevancia que tendemos a otorgar al momento actual en el contexto de una perspectiva histórica amplia:
«El año 2005 no puede competir con 1905 en términos de innovaciones importantes.
El anuncio de la semana pasada de que científicos británicos y coreanos habían clonado con éxito embriones humanos no hace sino reforzar este punto [...]. Nos congratulamos por vivir en una época interesante, pero ¿no es éste un ejemplo más de la ceguera particular que nuestra era solipsista tiene sobre sí misma, una forma más grave de la enfermedad por la cual la princesa Diana puede ser cualificada como la británica más importante (¿o era la segunda más importante?) de todos los tiempos?»1
Cuando tuve ocasión de conocerla, la argumentación de Watson me produjo una sana inquietud porque constituía un torpedo a la línea de flotación de una certeza que para muchos resulta hoy evidente, la que surge cuando alzamos la vista, miramos a nuestro alrededor y constatamos la existencia de una, en apariencia, profunda transformación: asistimos a un proceso de cambio en el cual se mezclan, de forma indisoluble, infinidad de interacciones y relaciones causales, que está afectando de forma drástica desde las convicciones de los individuos a la esencia de los sistemas productivos o a la estructura política de los estados.
¿Cuál es, pues, la verdadera profundidad de la actual transformación? Posicionamientos como los de Watson nos obligan a admitir que, ante el riesgo de sobrevalorar su importancia, es pertinente intentar precisar si se trata únicamente de una nueva capa de barniz en el proceso de construcción de la Historia o, bien al contrario, si nos encontramos ante una situación singular que modifica dicho proceso de forma radical e irreversible.
Ciertamente, los individuos de cualquier época han mostrado siempre una tendencia a destacar la excepcionalidad de su tiempo y lo han hecho, sin duda, condicionados por el relieve que la proximidad proporciona de los sucesos vividos, por una actitud ineludible de admiración ante la experiencia sensible y por la percepción de la vivencia propia como un hecho remarcable, una percepción que ignora el carácter esencialmente monótono y homogéneo de esa sucesión constante de existencias que denominamos la Humanidad.
Por lo tanto, para despejar la duda es necesario establecer un criterio claro que permita discernir qué tipo de acontecimiento constituye una singularidad en la evolución de nuestra especie y cual no. Para hacerlo es útil partir de una concepción materialista del ser humano: somos, en esencia, un primate con marcados instintos sociales dotado de un cerebro desarrollado y bien adaptado que nos proporciona una cierta ventaja competitiva ante otros animales, a través de una inteligencia que se manifiesta en dos facultades fundamentales: la habilidad para manipular nuestro entorno y la capacidad para comunicarnos de forma simbólica. Ni más, ni menos. Desde este punto de vista, el carácter de singularidad vendrá determinado por la existencia de alguna modificación sustancial en cualquiera de las dos facultades. Dicho de otra manera, los acontecimientos que en forma de batallas,
revoluciones, cambios de régimen, auge y caída de imperios o hechos protagonizados por las personalidades más relevantes, que habitualmente interpretamos como hitos de la historia, no deberían ser considerados sino como las rugosidades inherentes del camino o, a lo sumo, como los ecos de transformaciones más profundas.
Por el contrario, los saltos cualitativos en las habilidades para manipular el entorno, es decir, en la capacidad humana para dominar la naturaleza, tales como el control del fuego, la invención de la agricultura, el descubrimiento de los metales, la revolución industrial o el surgimiento de las actuales tecnologías de la información, han cambiado de raíz nuestra organización social y nuestra forma de interpretar la realidad.
Los cambios en el otro factor, la capacidad de comunicarnos, aparecen incluso
con menor frecuencia y son de una trascendencia aún mayor, pues la comunicación es la base de la cultura, entendida en el sentido más amplio y, por lo tanto, constituye el fundamento de todo lo específicamente humano que supera nuestra biología animal. Realizamos el aprendizaje cultural mayoritariamente por imitación o por enseñanza directa de un congénere. Sin la existencia de formas de comunicación sofisticadas, el mencionado proceso de transmisión de información resultaría extremadamente difícil. Cualquier innovación en la capacidad para comunicarnos debe tener, necesariamente, una incidencia profunda sobre la cultura y, por extensión, sobre la esencia diferenciadora de nuestra especie.
Pues bien, esa capacidad de comunicarnos se transforma en contadas ocasiones, y lo hace en forma de saltos gigantescos cuya influencia es tal que determinan los principales cambios de rumbo de nuestra historia. En efecto, buena parte del éxito del género humano, el triunfo que hizo posible su difusión sobre la faz de la Tierra, es el resultado del primero de dichos saltos: la aparición del lenguaje. La gran expansión humana del Paleolítico, un proceso que se inició hace un millar de siglos y que llevo a nuestra especie desde las sabanas africanas a poblar la superficie entera del planeta, tuvo mucho que ver con el surgimiento de lenguas habladas similares a las de nuestros días. Posteriormente, la aparición de la escritura, el siguiente gran salto en la comunicación humana, marcó por definición el inicio de la historia, y un nuevo paso, el desarrollo de la imprenta, supuso el comienzo de la edad moderna. Más recientemente, el creciente protagonismo de las masas experimentado desde la Revolución Francesa, rasgo distintivo que otorga personalidad propia a la edad contemporánea, ha evolucionado en paralelo con la existencia de los medios de comunicación que hoy conocemos.
Siguiendo esta línea de argumentación, debemos preguntarnos ahora si hoy nos encontramos ante una situación equiparable. Parece un hecho indiscutible que en unos pocos años los humanos nos hemos dotado de una nueva forma de comunicación. ¿Nueva? Es evidente que desde hace mucho tiempo disponemos de multitud de medios para intercambiar información más allá del simple lenguaje oral: la televisión, el teléfono y, naturalmente, el servicio postal de correos son algunos ejemplos de ello. Pero la perspectiva tecnológica no es, en realidad, la más adecuada para comprender las diferencias esenciales entre las diferentes formas de comunicación. Es preferible recurrir a un análisis de tipo topológico que nos permita clasificarlas en función de cómo fluye la información en las sociedades donde se dan.
Hasta fechas muy recientes dicha clasificación incluía únicamente dos categorías básicas. La primera, la de las comunicaciones uno a uno, correspondiente a una topología de formas lineales; en ella debemos incluir la comunicación oral, el teléfono, el telégrafo o el servicio postal. En una segunda categoría, formada por las comunicaciones uno a todos y representada por una topología en árbol en la que un único emisor hace llegar su mensaje a un número elevado de receptores, cabría inscribir la prensa escrita, los libros, la radio o la televisión.
La irrupción de una nueva gama de tecnologías destinadas a manipular y transmitir información ha creado un panorama completamente distinto.
Por un lado, hoy existe a la mayoría de efectos una sola red formada por centenares de millones de conexiones permanentes de alta velocidad y por multitud de dispositivos aptos para proporcionar movilidad, lo cual representa un entramado dotado de unas potencialidades únicas y de una riqueza incomparablemente superior a todo lo que había existido hasta ahora. Por otro lado, se está produciendo un proceso de convergencia tecnológica que hace cada vez más invisible para los usuarios la complejidad subyacente, que tiende a integrar una amplia gama de servicios en todos los espacios de nuestra vida, desde el ámbito profesional y público hasta el más privado. Los individuos han dejado de ser simples receptores pasivos y se han convertido en elementos activos de una estructura dentro la cual se relacionan sin verse afectados por muchas de las restricciones que hasta hace muy poco imponía la existencia física del espacio y el tiempo. Las personas hemos incorporado las nuevas capacidades como una extensión de nuestra naturaleza, hasta el punto de convertirlas en imprescindibles para vivir en el mundo actual.
Ha aparecido una nueva categoría en la clasificación topológica de la comunicación
humana, la de todos con todos, asociada a una compleja forma de red. Se trata de un hecho que constituye una verdadera revolución, comparable a la aparición del habla, la escritura o la imprenta, y realmente está transformando el mundo que nos rodea. Físicamente, la magnitud laberíntica y turbulenta de nuestro mundo cambiante se sustenta, en última instancia, sobre una nueva forma de gestionar la complejidad que sólo es posible gracias a la existencia de máquinas dotadas de la habilidad para procesar información y, sobre todo, de la capacidad para intercambiarla con los humanos y entre ellas de forma automática. Todo ello conforma el esqueleto funcional de la estructura financiera del mundo, de la logística que hace posible la globalización o de los nuevos procedimientos de difusión de las ideas y las relaciones entre las personas.
…
La constatación de la existencia de este gran salto nos autoriza, pues, a contradecir a Watson y afirmar la rotunda singularidad de nuestro tiempo. Somos los protagonistas de un momento excepcional, un punto de inflexión en nuestra trayectoria como especie que nos lleva a plantear, a pesar de nuestra inevitable ausencia de perspectiva, la idea de que nos encontramos en el inicio de un nuevo período de la historia al que denominaremos, simplemente, la Segunda Edad Contemporánea. Intentar entrever algunos rasgos de su personalidad constituye la finalidad de los ensayos que se presentan a continuación.
Una reflexión sobre la relación del individuo con el conocimiento en el mundo hiperconectado
Antoni Brey
La Sociedad de la Ignorancia / 17
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto.
Jorge Luís Borges, La Biblioteca de Babel
I
Durante el primer cuatrimestre del curso 1998-99 tuve ocasión de asistir como oyente a la asignatura de Relatividad General, materia optativa de la licenciatura de ciencias físicas que cada año se imparte en la Universidad Autónoma de Barcelona. Se trata de una disciplina compleja que, para poder ser asimilada adecuadamente, requiere del alumno una considerable formación previa en matemáticas, y que además tiene una utilidad práctica muy limitada. Pero si Aristóteles estaba en lo cierto cuando afirmaba que «todos los hombres desean por naturaleza saber»2, entonces el esfuerzo está plenamente justificado: la Relatividad General de Einstein es una construcción racional de una belleza y elegancia casi insuperables, y constituye una de las teorías fundamentales para comprender, hasta donde el entendimiento humano ha sido capaz de llegar, el funcionamiento del universo en que vivimos.
Las facultades de física de la Universidad Autónoma de Barcelona y de la Universidad de Barcelona deben atender las ansias intelectuales sobre dicha materia de una población de más de siete millones de personas. Pues bien, durante los cuatro meses que duraron las clases nunca hubo más de cinco personas en el aula, incluyendo al docente. En algún momento llegaron a ser un dúo. Debo aclarar aquí que los profesores, Antoni Grífols i Eduard Massó, asistieron siempre a clase y expusieron la materia de forma magistral, aparentemente insensibles al desánimo que, desde mi punto de vista, debe de provocar la visión de un auditorio tan reducido. En los años posteriores el panorama no ha variado sustancialmente. El número de jóvenes
que experimentan el deseo de estudiar y entender la teoría de la Relatividad
General se puede contar con los dedos de una mano.
Malos tiempos para la física teórica, sin duda, pero ¿por qué debería preocuparnos?,
¿por qué tendría que interesar a alguien estudiar física teórica? La situación puede ser interpretada como normal, razonable y comprensible, y muy en la línea de lo que hoy frecuentemente se exige al sistema educativo, es decir, que produzca lo que demandan las empresas y el tejido productivo de un país a fin de contribuir al progreso colectivo. Es natural que nadie aspire a estudiar física teórica si no le ha de servir para ganarse la vida adecuadamente, y es innegable que el esfuerzo del estudiante difícilmente se verá recompensado con un puesto de trabajo bien remunerado en su especialidad.
En realidad, la elección de los jóvenes no es más que el reflejo de las prioridades
de la sociedad. Se trata de un buen indicador porque nos muestra tendencias generales que, en algunos casos, aún no han sido expuestas en forma de discursos más explícitos. Así pues, la falta de interés por estudiar física teórica, u otras materias abstractas, complejas y con escaso recorrido en el mundo laboral, vendría a poner de manifiesto una inclinación colectiva creciente hacia lo pragmático y un desinterés por el conocimiento como fin en sí mismo. Y también podríamos pensar, en este caso, que no hay nada de preocupante en todo ello si no fuera porque implica cierta contradicción entre la realidad del mundo en que vivimos y uno de los pocos discursos centrales en estos días donde no abundan los discursos centrales: el de que nos encaminamos hacia una nueva utopía denominada Sociedad del Conocimiento
¿O no existe tal contradicción?
II
Naturalmente, la respuesta a la pregunta anterior dependerá de qué entendamos
por una Sociedad del Conocimiento. Empecemos, pues, por el principio. El término fue acuñado en 1969 por Peter Drucker para designar una idea concreta y perfectamente delimitada. Drucker, experto en management empresarial, dedicó un capítulo de su libro La Era de la Discontinuidad3 a «La Sociedad del Conocimiento», en el cual desarrollaba, a su vez, una idea anterior, apuntada en 1962 por Fritz Machlup4, la de «Sociedad de la Información». Drucker invirtió la máxima de que «las cosas más útiles, como el conocimiento, no tienen valor de cambio»5 y estableció la relevancia
del saber como factor económico de primer orden, es decir, introdujo el conocimiento en la ecuación económica y lo mercantilizó. Dejó claro, además, que lo relevante desde el punto de vista económico no era su cantidad o calidad sino su capacidad para generar riqueza, su productividad. Se trataba, sin duda, de un uso restringido de la palabra conocimiento, aunque completamente adecuado al contexto especializado de la teoría económica donde surgen tanto el concepto de Sociedad del Conocimiento como el de Sociedad de la Información.
Hoy, casi cuarenta años después, el término ha trascendido del círculo especializado
de los expertos en economía y se ha convertido en un lugar común.
Los políticos lo insertan en sus discursos para teñirlos de optimismo, los actores del mundo económico lo recitan como un mantra con el fin de exorcizar los espíritus malignos de la globalización y muchos ciudadanos de a pie lo interpretan como el futuro deseable al que nos deben conducir las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones. La Sociedad del Conocimiento se ha convertido en una nueva utopía, en una esperanza para tiempos desesperados, casi en la única expectativa colectiva que nos permite mirar hacia el futuro con cierta ilusión.
Es evidente que el origen inmediato del potencial utópico de la idea de una Sociedad del Conocimiento reside en su capacidad para proporcionarnos respuestas creíbles a la principal incertidumbre que nos plantea la dinámica del mundo actual: los efectos sobre la economía o, dicho de otra manera, sobre nuestro bienestar material. Desde una posición acomodada como la nuestra no es fácil evitar sentir cierta inquietud ante la deslocalización de empresas, la invasión de productos provenientes de economías emergentes, la concentración de la actividad en manos de las grandes corporaciones, el poder asfixiante de los mercados financieros o la obsolescencia de muchas actividades que habían sido, durante largo tiempo, el motor para generar los recursos que garantizaban nuestra prosperidad. La combinación de unas explicaciones de tipo global con unos efectos tan locales que llegan a incidir en nuestra vida cotidiana, nos hace sentir arrastrados por una corriente incontrolable. Si bien los indicadores macroeconómicos muestran un crecimiento significativo a escala mundial, éste no consuela a nadie: la prosperidad derivada de los procesos liberalizadores es una realidad, pero lo es también el hecho de que no se ha distribuido uniformemente, sino al contrario, algunos han pagado un alto precio por dicha liberalización.
A fin de esquivar las sombras que planean sobre el futuro, nos hemos mostrado
predispuestos a abrazar la idea de que la capacidad para generar, administrar,
difundir y aplicar adecuadamente un factor tan intangible como el conocimiento puede convertirse en el eje fundamental de los procesos productivos y de toda una gama de nuevos servicios todavía por descubrir, con la suficiente eficacia para garantizarnos, sobre todo, crecimiento. La predicción del nuevo modelo es optimista y esperanzada, aun cuando debe hacer equilibrios para evitar desatar nuevos temores: el uso masivo de la tecnología y un incremento sustancial de la eficiencia productiva podrían dejar a mucha gente fuera de los circuitos generadores de riqueza.
Es un hecho innegable que buena parte de lo planteado por Druker es hoy una realidad. La tecnología ha propiciado el surgimiento de una Sociedad de la Información, organizada topológicamente como la Sociedad en Red descrita por Manuel Castells6, en la cual la acumulación de conocimiento se ha convertido en el elemento determinante para mantenerse a flote entre las turbulencias provocadas por una dinámica de cambio desbocada. Podríamos finalizar este breve análisis constatando que, tal y como hoy está planteada, la Sociedad del Conocimiento no es más que una nueva etapa de un sistema capitalista de libre mercado que aspira a poder seguir creciendo gracias a la incorporación de un cuarto factor de producción, el conocimiento, al clásico trío formado por la tierra, el trabajo y el capital. Desde la concepción democrático liberal en que nos encontramos inmersos, no alcanzamos a vislumbrar alternativas consistentes a la Sociedad del Conocimiento.
III
Pero abandonemos ahora la visión del conjunto, el análisis macro, y centrémonos
en el objeto principal del presente ensayo, las implicaciones del nuevo contexto sobre la unidad básica de la estructura social: el individuo. El discurso actual da por sentado que las nuevas herramientas para manipular y acceder a la información nos van a convertir en personas más informadas, con más opinión propia, más independientes y más capaces de entender el mundo que nos rodea, una suposición que pone de manifiesto las connotaciones utópicas del concepto Sociedad del Conocimiento, tras las cuales subyace un mensaje subliminal que vincula individuo y conocimiento, una vinculación imprecisa pero extremadamente sugerente por el mero hecho de involucrar la palabra, casi fetiche, conocimiento. En efecto, el término conocimiento posee una carga simbólica enorme que debemos analizar con detalle antes de proseguir nuestra discusión, para lo cual es necesario, en primer lugar, aclarar el siguiente interrogante: ¿qué entendemos exactamente por conocimiento?
A pesar de que la pregunta anterior constituye una de las cuestiones centrales
de la filosofía, para la discusión que aquí nos ocupa nos basta con la siguiente afirmación: conocer significa, para un sujeto, obtener una representación
de un objeto. El conocimiento es el resultado de dicho proceso, la representación mental, y abarca desde la aprehensión de una entidad simple o de un proceso práctico sencillo hasta una comprensión de los mecanismos más profundos de funcionamiento de la realidad.
El conocimiento, pues, puede ser inmediato, trivial y derivado de una simple
observación, o puede requerir un esfuerzo considerable si el objeto a aprehender no es evidente a primera vista. En cualquier caso, el conocimiento es un producto, es el resultado de procesar internamente la información que obtenemos de los sentidos, mezclarla con conocimientos previos, y elaborar estructuras que nos permiten entender, interpretar y, en último término, ser conscientes de todo lo que nos rodea y de nosotros mismos. Es decir, el conocimiento reside en nuestro cerebro y es el fruto de los procesos mentales humanos. Lo que proviene del exterior es, simplemente,
información.
Más preguntas: ¿existe el conocimiento como algo independiente o bien sólo mentes donde dicho conocimiento reside? O de otra manera, una biblioteca repleta de libros ¿contiene conocimiento?, ¿o es necesario que existan lectores y estudiosos para que lo que hay en los libros se convierta en conocimiento? Es evidente que la información a partir de la cual el sujeto puede construir el conocimiento se presenta en multitud de texturas. Naturalmente, no contiene el mismo tipo de información un listín de teléfonos que, pongamos por caso, un ejemplar de El Origen de las Especies. El libro de Darwin es el resultado de plasmar el fruto de sus experiencias y sus reflexiones, su conocimiento, mientras que el primero encierra una información mucho menos procesada por una mente humana (omito en este caso todo el esfuerzo invertido en crear un sistema complejo como el telefónico). Ambos, el listín y la obra de Darwin, contienen información, pero a la del segundo tipo, cuando tras ella hay un trabajo de elaboración por parte de la mente pensante y se trata, por tanto, de la plasmación de un conocimiento humano, la denominaremos saber. Así pues, podemos responder que la biblioteca recoge el saber, la trascripción del conocimiento de determinados individuos, que se torna nuevamente conocimiento cuando es estudiado y entendido.
IV
Sin duda, la Biblia, por ejemplo, contiene mucho saber. Algunos afirman que a partir de él podemos obtener todo el conocimiento que necesitamos para comprender e interpretar el mundo que nos rodea. Otros defienden que la tradición, un conjunto más o menos extenso de mitos o ciertas verdades proporcionadas por instituciones ancestrales pueden cumplir la misma función.
Pero también es posible afirmar que a partir de cierta dosis de experiencia
sensible, variable en función de la proporción entre empirismo y racionalismo
que escojamos, podemos acceder al conocimiento mediante una facultad mental humana innata, la razón. Este es el planteamiento que la mentalidad occidental sostiene, y de hecho, la correspondencia biunívoca entre conocimiento y racionalidad constituye uno de sus rasgos más definitorios: únicamente a través de la razón podemos acceder al conocimiento, y el conocimiento de toda la realidad sólo es alcanzable a través de la razón. Dicho postulado lo comparten la filosofía y la ciencia, dos ramas del mismo árbol que se diferencian únicamente en una cuestión de método, y de él
deriva una actitud singular que, si bien en muchos momentos ha sido casi imperceptible, nos inclina a pensar que cualquier idea debería poder ser cuestionada desde un punto de vista racional.
A lo largo de la historia esa actitud ha convivido en el alma occidental, de forma compleja e incluso contradictoria, con otras muchas doctrinas y credos.
El cristianismo, por ejemplo, una creencia de raíces orientales, entró en conflicto con ella al sostener que a determinados conocimientos fundamentales e incuestionables debía llegarse a través de la revelación o de un acto de fe. A tratar de resolver dicho conflicto dedicaron buena parte de su obra los grandes pensadores medievales, desde San Agustín a Santo Tomás de Aquino, los cuales intentaron demostrar que las verdades de la fe y las de la razón son, en realidad, las mismas, y la escolástica pretendió incluso haber encontrado, gracias a San Anselmo, pruebas de la existencia de Dios sostenidas por la razón.
Finalmente, con la llegada del Renacimiento y la irrupción del pensamiento científico, la identidad entre conocimiento y racionalidad se consolidó de forma definitiva, quedando la fe relegada a una esfera diferente. Pero parece que la apelación constante a la razón acaba produciendo siempre fatiga, y desde entonces ha generado periódicamente episodios de reacción que van desde la racionalidad revisada del romanticismo y todo tipo de tradicionalismos antiracionalistas hasta las explosiones de desrazón camuflada de racionalidad que subyacen tras los totalitarismos del siglo XX.
En cuanto al presente, es indudable que vivimos en una época dominada por la racionalidad, aunque se trate de una racionalidad matizada por una concepción menos idealizada de la naturaleza humana. Aceptamos que potentes fuerzas irracionales modelan nuestra conducta individual y la evolución del conjunto de la sociedad, pero al mismo tiempo admitimos sin reservas que al conocimiento se llega a través de la razón, por lo menos a aquel que en la era tecnocientífica nos proporciona tanto nuestro bienestar material como explicaciones profundas y fascinantes sobre la estructura de la realidad. Veinticinco siglos después de que Platón planteara el mito de la caverna, seguimos interpretando la inclinación a adquirir conocimiento como una actitud deseable. La lectura es un hábito que se intenta fomentar entre niños y adultos, y aunque no sabríamos decir muy bien porqué, consideramos
positivo mirar documentales o asistir al teatro, entendidas como actividades que nos obligan a reflexionar, a utilizar la razón.
En definitiva, pues, podemos afirmar que la estrecha relación entre conocimiento
y razón forma parte de nuestro más profundo acervo cultural. A ella atribuimos gran parte del éxito civilizatorio de un occidente que ha sido capaz de proporcionar los más grandes pensadores, científicos y artistas, y que ha conseguido dominar plenamente las fuerzas de la naturaleza. Ese orgullo, teñido en ocasiones de arrogancia, constituye el ingrediente esencial que, en último término, conforma la carga simbólica de la palabra conocimiento.
V
Una vez que hemos conseguido determinar qué entendemos por conocimiento
y que hemos destacado la relevancia del concepto en el conjunto de postulados que conforman nuestra tradición cultural, podemos retomar de nuevo la reflexión central de este ensayo. Queda ahora claro que el nombre que mejor describiría nuestra realidad actual sería el de una Sociedad de los Saberes Productivos. La distribución y el grado en que sus integrantes hayan asimilado dichos saberes determinarán hasta que punto se trata también de una Sociedad del Conocimiento.
Sin duda, cierto tipo de conocimiento de bajo contenido reflexivo se incrementa
constantemente en todos nosotros cuando dedicamos un buen número de horas a inundar nuestro cerebro con información proveniente del televisor o de Internet. Y también se incrementa, en algunas personas, el conocimiento altamente especializado o aquel necesario para desarrollar actividades tecnológicamente complejas. Pero el tipo de conocimiento que subyace de forma subliminal tras la utopía de una Sociedad del Conocimiento, el conocimiento a través de la razón que debería proporcionarnos una mejor y más completa comprensión de la realidad, disminuye. Vivimos, gracias a la tecnología, en una Sociedad de la Información, que ha resultado ser también una Sociedad del Saber, pero no nos encaminamos hacia una Sociedad del Conocimiento sino todo lo contrario. Las mismas tecnologías que hoy articulan nuestro mundo y permiten acumular saber, nos están convirtiendo en individuos cada vez más ignorantes. Tarde o temprano se desvanecerá el espejismo actual y descubriremos que, en realidad, nos encaminamos hacia una Sociedad de la Ignorancia.
VI
Soy consciente de que la palabra “ignorancia”, justamente por oposición a “conocimiento”, está cargada de connotaciones negativas, y que la mera sugerencia de que va a formar parte del título de nuestro futuro inmediato choca frontalmente con nuestra fe en el progreso, postulado fundamental de la modernidad que la controversia posmoderna no consiguió derribar. Si la Sociedad del Conocimiento merece ser calificada de utopía, una Sociedad de la Ignorancia suena, de entrada, a discurso distópico.
Tal vez sí, pero en realidad ese tipo de juicios son innecesarios. No cabe el reproche, la amonestación o el sermón cuando la situación no es el resultado
de una elección consciente fruto del ejercicio del libre albedrío. La Sociedad de la Ignorancia es el corolario inevitable del mundo que hemos construido, o más bien, que se ha ido formando a nuestro alrededor, porque aunque es obra de nuestras acciones no lo es de nuestras voluntades. Emerge como una consecuencia lógica de nuestra evolución y no es más que otra de las múltiples caras de la realidad en que vivimos inmersos, ya que en un mundo hiperconectado gracias a las nuevas herramientas tecnológicas nuestra capacidad para acceder al conocimiento se ve inexorablemente condicionada por los dos factores que analizamos a continuación: la acumulación exponencial de información y las propiedades del medio como herramienta de acceso al conocimiento.
VII
Sin duda, uno de los aspectos más característicos y representativos de nuestro
tiempo es la velocidad. Nos hemos adentrado en una nueva época de dinámicas desbocadas, de crecimientos acelerados, de obsolescencia inmediata
de cualquier novedad, de desmesura en las proporciones y los formatos,
que Gilles Lipovetsky denomina “Tiempos Hipermodernos”7: hipercapitalismo,
hiperclase, hiperpotencia, hiperterrorismo, hiperindividualismo, hipermercado, hipertexto. No es únicamente una cuestión de etiquetas o prefijos. Tal y como se encargan de recordarnos periódicamente los autores del estudio Límits to Growth8, la evolución de múltiples magnitudes de nuestro mundo, desde las toneladas de soja producidas anualmente a la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera o la población de las zonas menos desarrolladas que vive en áreas urbanas, se ajusta perfectamente a una curva de crecimiento cada vez más rápido que aparece frecuentemente en la naturaleza: la función exponencial. Todo aquello cuyo ritmo de variación depende de su valor instantáneo se ajusta a ella. Cuanto mayor es la magnitud, más rápido crece, como una bola de nieve imparable. Así es nuestro mundo hoy, por lo menos hasta que alcancemos los límites que la física del planeta impone. Los tiempos hipermodernos también podrían denominarse tiempos exponenciales.
Y donde dicho comportamiento es más acusado es, sin duda, en el volumen de datos que producimos, procesamos, transmitimos y almacenamos. La información sobre cualquier asunto se acumula a nuestro alrededor a un ritmo exponencial gracias a la contribución de millones de individuos que infatigablemente aportan desde simples fotografías digitales a profundas reflexiones en cualquier campo del saber. Un universo de pantallas electrónicas nos permite acceder de forma instantánea a todo ello de tal manera que, como individuos, asistimos a un crecimiento constante de la parcela de realidad que cada uno de nosotros puede abarcar. Estamos rodeados, inundados de información de todo tipo: podemos saber si está lloviendo en el lugar más remoto del planeta, encontrar en segundos la letra de la canción que más nos gusta o las especificaciones técnicas de cualquier dispositivo. Cuando conocemos a alguien buscamos referencias sobre su persona en Internet.
Podemos echar un vistazo al estado del hielo en la Antártida, hojear todos los libros de la antigüedad, escuchar las opiniones más reputadas o escarbar en las propuestas más alternativas y contraculturales. Todo está ahí, al alcance del teclado y el ratón.
Pero esta situación, paradójicamente, en lugar de permitirnos componer una visión cada vez más completa y exacta del mundo en qué vivimos, a menudo nos lo muestra más caótico y desconcertante que nunca. A un paso de la agorafobia, el ensanchamiento del horizonte de nuestra mirada nos ha revelado una realidad compleja y cambiante que no alcanzamos a abarcar. En la práctica la información disponible y el saber acumulado se han vuelto completamente inaprensibles para una mente humana que, al fin y al cabo, sigue constreñida por sus limitaciones biológicas originales.
La inaprensibilidad del saber disponible no constituye, evidentemente, ninguna novedad en sí misma. El ideal renacentista del homo universalis fue desbordado nada más nacer pues desde la invención de la imprenta cualquier biblioteca contuvo muchos más libros, más saber, de los que una persona puede aspirar a leer en toda una vida. Pero, como mínimo, la estructura de la biblioteca mantenía cierta estabilidad. Los procesos asociados a la actual dinámica de acumulación exponencial son diferentes.
Nos encontramos hoy en una nueva biblioteca donde constantemente se construyen nuevas salas, dedicadas a nuevas disciplinas, que rápidamente se llenan de volúmenes, y que apenas alcanzamos a visitar. ¿Es importante lo que en ellas se recoge? ¿Cómo se relaciona con todo lo que hay en las demás?
Hasta cierto punto la situación resulta paradójica, precisamente cuando las nuevas herramientas de comunicación habían conseguido hacernos creer por un instante que nos permitirían superar algunas de nuestras limitaciones endémicas. Todo parecía indicar que iban a desaparecer las barreras de espacio y tiempo que anteriormente provocaban la desconexión, la inaccesibilidad a determinadas zonas del saber humano que había ocasionado la pérdida irreversible de un buen número de obras clásicas, multitud de ineficientes esfuerzos paralelos o el entierro en el olvido, durante años, de descubrimientos relevantes como los de Mendel.
En la actualidad la desconexión nos sigue afectando pero su naturaleza ha cambiado. Estamos desconectados de determinadas áreas del saber, de tal manera que cuando nos alcance la noticia de su existencia, ya habrán evolucionado. Desconocemos si el hecho crucial está sucediendo ya, y se nos hace cada vez más difícil identificar el main stream entre el ruido ensordecedor.
Todo ello viene reforzado por lo que algunos autores han denominado una infoxicación9, una intoxicación por exceso de información, que se traduce en una dificultad creciente para discriminar lo importante de lo superfluo y para seleccionar fuentes fiables de información.
Así pues, ante la acumulación exponencial de información nos inunda progresivamente la certeza de que cada vez es más difícil disponer de una visión equilibrada del conjunto, ni que sea de baja resolución. Como reacción está surgiendo una actitud de renuncia al conocimiento por desmotivación, por rendición, y una tendencia a aceptar de forma tácita la comodidad que nos proporcionan las visiones tópicas prefabricadas. Un falta de capacidad crítica, al fin y al cabo, que no es más que otra cara de nuestra creciente ignorancia.
VIII
El segundo factor del mundo hiperconectado que nos empuja hacia la Sociedad
de la Ignorancia radica, en contra de lo que nuestra primera intuición nos hizo creer, en las propias características de las nuevas formas de comunicación en red. Tal y como se encargaron de demostrar teóricos como Marshal McLuhan o Neil Postman, cada medio de comunicación posee unas propiedades específicas en cuanto a herramienta de acceso al conocimiento. Ambos autores se centraron, concretamente, en analizar los atributos de los medios audiovisuales, especialmente la televisión, y en poner de relieve sus diferencias respecto a los formatos impresos que habían sustentado la difusión del saber desde el siglo XV. Básicamente, constataron la idoneidad de los primeros para proporcionar entretenimiento,
en el sentido más amplio del término, pero señalaron sus dificultades,
respecto a los segundos, para soportar argumentos racionales y reflexiones intelectuales de cierta profundidad. Dicho en otras palabras, la mayoría de la gente puede pasarse un par de horas frente al televisor si emiten una buena película, pero difícilmente aguantarán una conferencia de cuarenta minutos.
Hoy podríamos corroborar sobradamente sus conclusiones. A pesar de las profecías de algunos visionarios bienintencionados sobre las potencialidades de la televisión como herramienta de educación o de difusión de la cultura, todos sabemos que se ha convertido principalmente en una máquina de evasión y entretenimiento pasivo. La visión sobre la sociedad televisiva que Postman reflejó en Amusing Ourselves to Death10 mantiene actualmente una vigencia plena, si cabe, aumentada.
Ahora bien, en pleno siglo XXI la era de la televisión ha quedado atrás. Si bien el promedio de horas ante la pantalla no ha variado de forma significativa en los últimos años, sí que ha disminuido claramente entre la franja más joven de población. Las nuevas generaciones dedican cada vez más tiempo a utilizar unas nuevas formas de comunicación en red que les permiten dejar de ser espectadores pasivos para convertirse en nodos activos, en emisores y receptores simultáneamente, en consumidores pero también en productores de todo tipo de contenidos. Se trata, sin duda, de un mundo de posibilidades inagotables, pero para la discusión que aquí nos ocupa debemos preguntarnos si dicho medio es adecuado para fomentar, en último término, la elaboración de conocimiento en la mente de las personas.
Según el discurso de lo que entendemos como versión extendida de la Sociedad de Conocimiento, eso es así. Tal vez la respuesta esté influida por el hecho de que nuestro juicio se encuentra condicionado todavía por la fascinación que sentimos ante nuestros propios logros tecnológicos. Es evidente que la tecnología sobre la cual se sustenta la especificidad del mundo en que vivimos, profundamente diferente del de hace algunas décadas, es de una complejidad y de un nivel de abstracción muy superior a la que sustentó la era industrial. También lo son sus frutos: el dominio de la fuerza, del movimiento y de la energía representaron la superación de las limitaciones que nos impone la parte de nuestra naturaleza que compartimos con los otros animales. En cambio, la extensión de nuestras facultades cognitivas y comunicativas, adquirida gracias al nuevo universo de microprocesadores, memorias de silicio y conexiones en red que nos rodea, incumbe directamente a nuestra singularidad humana.
Muestra de que nos encontramos en un estado de falta de capacidad crítica es la facilidad con la que proliferan, y la complacencia con la que acogemos,
conceptos como el de generación Einstein11, aquella formada por unos niños plenamente familiarizados con el uso de las herramientas tecnológicas,
o las teorías sobre las virtudes empresariales de los Gamers12, jóvenes acostumbrados a competir, colaborar y adaptarse a un entorno cambiante gracias al hecho de haber jugado intensivamente con videoconsolas.
Pero si aceptamos mirar el reverso de la moneda posiblemente descubramos que además de niños prodigio o eficientes ejecutivos también están proliferando a nuestro alrededor individuos incapaces de concentrarse en un texto de más de cuatro páginas, personas que sólo pueden asimilar conceptos predigeridos en formatos multimedia, estudiantes que confunden aprender con recopilar, cortar y pegar fragmentos de información hallados en Internet, o un número creciente de analfabetos funcionales. Si bien es cierto que el nuevo medio pone a nuestro alcance todo el saber disponible, eso no implica necesariamente que seamos capaces de sacar provecho de él.
Es evidente que, a nivel profesional, el uso cotidiano como herramienta de trabajo de potentes ordenadores personales conectados permanentemente a una red global está modificando el ritmo y la secuencia de nuestros procesos mentales. Hoy es habitual manipular varios documentos a la vez mientras se recaba información en Internet, se atiende el correo electrónico o se mantienen conversaciones simultáneas a través de los servicios de mensajería instantánea. Ciertamente, desde un punto de vista productivo somos más eficientes, pero también se ha incrementado sensiblemente la complejidad de la mayoría de procesos, y el inmenso caudal de información
que recibimos y que debemos gestionar amenaza con provocar nuevas formas de ansiedad. Es difícil focalizar y centrarse, y esa necesidad de cambiar constantemente el foco de nuestra atención acaba por modelar nuestra forma de razonar hasta ubicarnos en un estado de dispersión que, conceptualmente, es incompatible con la concentración que requiere cualquier reflexión de cierta consistencia. Es el mismo tipo de dispersión que también afecta, según comenta con frecuencia el profesorado, la capacidad de concentración de la población en edad escolar.
Pero las implicaciones van más allá del ámbito profesional. Así como la televisión
resultó ser un medio especialmente apto para proporcionar entretenimiento pasivo, la comunicación permanente en red, además de reforzar la comentada tendencia a la dispersión, está demostrando ser un excelente potenciador de todo tipo de actividades relacionales. Nuestra inclinación innata a mantener vínculos sociales con otros individuos de nuestra especie se desarrolla ahora en un entorno artificial que la descontextualiza y que distorsiona los mecanismos naturales de inhibición, hasta el punto de generar adicciones y prácticas compulsivas. El hecho de poder estar en contacto permanente con otras personas vía correo electrónico, mensajería instantánea o telefonía móvil, nos está privando de la serenidad que nos aportan los reductos de soledad y nos convierte en seres puramente relacionales que cada vez pasan más tiempo ubicados en universos paralelos desconectados de la realidad.
Porque el nuevo medio, en lugar de abrirnos a un conocimiento más amplio del mundo, resulta que nos impulsa a residir en otros creados a la medida de nuestras necesidades y temores. El espacio digital formado por los ordenadores y las redes de telecomunicación se presenta ante nosotros como una atractiva experiencia sensible en la cual residimos cada vez más tiempo. Su combinación con los nuevos tipos de relaciones personales por medios telemáticos está configurando un ambiente capaz de seducir a muchas personas, especialmente a las más jóvenes, que ante el desmantelamiento de los mecanismos y los protocolos de relación tradicionales
optan por instalarse en este nuevo mundo donde es posible encontrar las emociones que la realidad, mucho más mediocre, no les proporciona.
Una parte cada vez más importante de nuestra identidad reside en el mundo virtual: creamos perfiles específicos en los lugares que visitamos con regularidad, construimos espacios donde depositamos y compartimos nuestras fotografías o explicamos hechos de nuestra vivencia individual y, en definitiva, vamos tejiendo una trama en la que también se van incorporando sentimientos y vínculos afectivos, tan reales como los que experimentamos en la realidad “normal”.
El proceso apenas acaba de empezar. En poco tiempo dispondremos de máquinas que superarán los umbrales de discriminación de nuestros sentidos hasta convertir en indistinguibles ambos mundos. Ante la virtualidad, máxima expresión de esa artificiosidad, inmediatamente se plantea la cuestión de si el mundo virtual será nocivo o beneficioso, una pregunta que derivará en un debate que será similar al que tuvo lugar acerca de las novelas durante el siglo XIX o sobre el rock and roll en el siglo XX. Pero se trata de un debate estéril pues en ningún caso conseguirá
modificar la evolución de los acontecimientos y sólo provocará en algunas personas una tecnofobia frustrante. Lo que sí es indudable es que la virtualidad tendrá una influencia decisiva sobre las personas, del mismo modo que la tuvieron otras incorporaciones culturales. El cine, las novelas o la música no han sido sólo un entretenimiento: también pueden educar o perturbar las mentes, pero, en cualquier caso se han incorporado a nuestro imaginario, forman parte de nuestros referentes y han modelado nuestra interpretación de la realidad. En la medida en que abandonemos el tradicional televisor y cada vez pasemos más horas ante el ordenador y el videojuego, relacionándonos con otras personas y viviendo experiencias inmersivas de una intensidad creciente, la huella deberá ser necesariamente más profunda. No se puede descartar que emerja una confusión para distinguir entre realidad y virtualidad, ni que cada vez más personas se refugien definitivamente en este mundo artificial interconectado y decidan finalmente ignorar todo lo que quede fuera de él.
IX
La combinación de los dos factores descritos anteriormente, la acumulación
exponencial de información y las propiedades específicas de las nuevas formas de comunicación como vía de acceso al conocimiento, determinan nuestra relación actual con el saber existente y, al fin y al cabo, nuestra capacidad individual para superar la condición de ignorantes.
Concretamente, el primero de ellos nos obliga a aceptar, de entrada, la imposibilidad
de que existan, si es que alguna vez han existido, sabios, personas con un conocimiento extenso y profundo de la realidad que les permite entenderla e interpretarla como un sistema integrado y completo. Sin duda, en la actualidad una persona culta goza de una mirada mucho más extensa que la de cualquier sabio de la antigüedad, especialmente desde el punto de vista científico, pero también son igualmente extensas las zonas que quedan fuera de su alcance. Incluso aquellos que más tiempo y esfuerzo han dedicado a intentar adquirir perspectiva deben admitir grandes lagunas en su conocimiento que les limitan el alcance y la visión de conjunto. La no aceptación de las limitaciones de su nueva condición ha llevado a algunos a fiascos y saltos en el vacío como los relatados por Alan Sokal y Jean Bricmont13 en Imposturas Intelectuales.
Una materialización de este hecho es la ausencia actual de filósofos que pretendan acometer la tarea de proponer sistemas completos de interpretación de la realidad. Después de Kant, Hegel o incluso Marx, y coincidiendo con la entrada en el siglo XX, el pensamiento de tipo filosófico abandonó tal pretensión, consolidó un largo proceso de introspección y subjetivación y se retiró definitivamente de las regiones invadidas por las ciencias naturales hasta quedar recluido en algunos campos especializados, como la filosofía de la ciencia, y en la interpretación de los autores históricos.
Pero si bien no existen sabios, ni pueden existir, naturalmente sí existen expertos.
Sigue estando a nuestro alcance adquirir conocimientos profundos en algún campo específico e incluso acceder temporalmente a la frontera que el saber humano establece. La suma del conocimiento de los expertos forma el extenso saber de nuestro tiempo, unos expertos, eso sí, cada vez más especializados. Hiperespecializados.
Ciertamente, vivimos en una sociedad de expertos. Todos lo somos en algún aspecto o, como mínimo, lo deberíamos ser. La labor de los expertos constituye la pieza central del motor que sustenta el crecimiento económico de nuestra sociedad, una dinámica de progreso que hoy pasa inevitablemente por investigar, desarrollar y trasladar la novedad, lo antes posible, al terreno productivo. I+D+i. Innovar es la piedra filosofal de nuestro tiempo exponencial, un imperativo tras el cual subyace cierta angustia ante el temor a quedar definitivamente rezagados.
El experto constituye, pues, la materialización de la sociedad del conocimiento
enunciada por Drucker y en su forma actual es el fruto de un largo proceso, descrito por Russell Jacoby en su libro The Last Intellectuals14, que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo anterior. Los productores de saber fueron progresivamente incorporados y puestos en nómina de las universidades y las estructuras de investigación, públicas o privadas, para conformar la maquinaria del conocimiento productivo que hoy conocemos. La generación del saber ha dejado de ser una tarea individual para convertirse en una empresa colectiva, en un sistema plenamente organizado que posee su propia burocracia, sus reglas, sus objetivos, sus estructuras, sus constricciones y sus mecanismos de recompensa y castigo. Existen grandes infraestructuras, presupuestos abultados y unas carreras profesionales bien definidas que estipulan competir con otros especialistas, publicar artículos o registrar patentes, y en las cuales se penaliza con el desprestigio a aquel que se atreve a invadir campos que otros expertos consideran como propios.
La condición de experto lleva indisolublemente asociada la profesionalización,
una situación que en nuestros días está teñida, en muchos casos, de proletarización. La masa ingente de técnicos, especialistas, profesores o investigadores públicos y privados no se dedican a satisfacer inquietudes intelectuales, sino a aquello para lo cual se les paga, a adquirir un conocimiento especializado y, a poder ser, productivo. Cabe la posibilidad de que alguien pretenda ir por libre, pero siempre podrá ser puesto en duda su derecho a hacer lo que le venga en gana cuando su nómina es pagada por una empresa que le exige resultados o por una sociedad que, en el fondo, también espera alguna cosa de él a cambio de un sueldo. A fin de cuentas son trabajadores, mano de obra cualificada, y cualquier actitud excesivamente crítica desde el interior del sistema está condenada a provocar dudas sobre su honestidad.
Consecuencia directa de la mercantilización del conocimiento y de la profesionalización del experto es la disgregación del saber en áreas cada vez más desconectadas las unas de las otras y, especialmente, del resto de la sociedad. La producción de saber es un trabajo, una ocupación laboral que no pretende movilizar o transformar la sociedad. Su finalidad es completamente diferente.
Debe desarrollarse en el ámbito cerrado de los que comparten lenguaje, jerga, y una manera concreta de enfocar determinados problemas. La sociedad hiperconectada favorece y potencia dicho comportamiento, creando una nueva fuerza disgregadora que podríamos denominar comunitarismo autista. Hoy es más fácil que nunca mantenerse en contacto permanente por vía telemática con personas con las que se comparten intereses u ocupación e instalarse en mundos particulares independientes del resto de la sociedad, comunidades cerradas donde es posible reforzar una identidad diferenciada y encontrar el marco de referencia estable que todos necesitamos.
Los expertos son terreno propicio para que se dé un elevado grado de comunitarismo
autista pues la mayoría de sus fuentes de reconocimiento o de castigo provienen de la misma comunidad. La publicación de trabajos, por ejemplo, medida clave del éxito académico, depende exclusivamente del veredicto de unos “referees” que son también miembros del mismo colectivo.
No hay, en fin, ninguna necesidad real de comunicarse con el resto de la sociedad y de hecho podría ser, incluso, contraproducente. Todas las fuerzas que actúan son, pues, claramente centrípetas.
Nos encontramos ante la actualización de la vieja idea de la torre de marfil. Hoy, en lugar de una única torre existen multitud de pequeñas torres donde refugiarse, y cada experto se encuentra encerrado en alguna de ellas, ya sea por el imperativo productivo que recae sobre el ingeniero o el tecnólogo, por la convicción apasionadamente hiperespecializada del científico o, al fin y al cabo, por la imposibilidad de liberarse de la dinámica endogámica de las estructuras generadoras de saber. Talvez cabría esperar que en una Sociedad del Conocimiento el saber de los expertos, más allá de sus resultados productivos y comerciales, fluyera hacia el resto de la sociedad, pero actualmente ni sucede así ni nadie lo pretende.
En definitiva, pues, el experto, gran especialista en una franja cada vez más estrecha del saber es, lógicamente, cada vez más ignorante en el saber de otros campos. Además, sus conocimientos únicamente tienen sentido en el entramado económico que los ha motivado. Son productivos y funcionales, saberes instrumentales que tanto en su forma como en su fondo encajan mejor en la techné griega, el saber de los esclavos productivos, que en el logos que nos muestra el ser de las cosas. En la naturaleza del experto no existe necesariamente una tendencia a convertirse en sabio y, de hecho, todos los mecanismos que hoy operan a su alrededor le empujan en la dirección contraria. Cuando el experto cierra la puerta de su despacho y se va a casa se convierte en uno más. Fuera de su especialidad, pasa a formar parte de la siguiente categoría: la masa.
X
Es necesario aclarar aquí que tanto el sabio como el experto y la masa son arquetipos ideales que no se dan de forma pura en el mundo real, donde lo
que encontramos son individuos que combinan aspectos de los tres. Todos somos una mezcla dinámica y cambiante de sabio, experto y masa. Quizá en algún momento hemos aspirado a convertirnos en sabios, probablemente somos expertos en algo y durante una parte de nuestro tiempo actuamos como tales, pero cuando abandonamos nuestra especialización pasamos a ser, necesariamente, masa. Y, nos guste o no, esa es la parte más grande del pastel.
Por definición, uno de los rasgos esenciales de la masa es la ignorancia, pues masa es lo que resulta de extraer el componente de sabio y el de experto. Indiscutiblemente, dicha ignorancia consustancial no es hoy tan absoluta como lo era en el pasado. Se ha incrementado el nivel cultural de la población gracias al enorme esfuerzo que ha supuesto la educación generalizada; el analfabetismo es residual y la inmensa mayoría de la gente dispone de las habilidades básicas e imprescindibles para desenvolverse en nuestras sociedades alfabetizadas. Ahora bien, una vez alcanzado cierto nivel de funcionalidad, todo indica que en los últimos años no se han producido grandes cambios en el nivel cultural de la masa a pesar de la acumulación exponencial de información y de las potencialidades de las nuevas herramientas tecnológicas que nos tenían que situar en la nueva Sociedad del Conocimiento. La duración media de la etapa educativa se ha estabilizado alrededor de los diecisiete años en los países más avanzados, y una tónica similar han seguido, en el mejor de los casos, otros indicadores tales como los niveles de superación de enseñanza secundaria o los índices de fracaso escolar. Mientras tanto, la esperanza de vida sigue creciendo y, por lo tanto, disminuye el peso relativo de la etapa de formación inicial.
Un aspecto polémico que no recogen los indicadores estadísticos es el de la exigencia de los temarios o la dificultad de los estudios. Se trata de un debate
permanentemente abierto (recordemos, por ejemplo, el controvertido libro de Allan Bloom15, The Closing of the American Mind) sobre el que no pretendo incidir aquí. La discusión sobre si los alumnos deberían leer los clásicos griegos queda fuera de lugar cuando la mayoría da por sentado que la actividad educativa forma parte de la maquinaria del saber productivo comentada anteriormente y que, por lo tanto, debe encaminarse necesariamente a la obtención de los imprescindibles expertos capaces de impulsar el progreso económico. Muchas de las tensiones que rodean la educación son expresiones de las contradicciones en los valores y las prioridades de la sociedad, y forman parte del precio que hemos de pagar por vivir en un entorno opulento al cual, de hecho, no estamos dispuestos a renunciar. No es posible pedir una cultura del esfuerzo a los estudiantes si en la realidad en que viven inmersos prima el valor del ocio y la diversión, actividades de las que, a su vez, no podemos prescindir porqué son parte indisociable de nuestro bienestar. No podemos reclamar más autoridad en el mundo educativo cuando en otros ámbitos cualquier atisbo de autoridad se interpreta como autoritarismo. Todo está entrelazado, y romper las ligaduras sólo sería posible con una enmienda a la totalidad, una revolución. Pretender eliminar la ignorancia a través del sistema educativo propio de la Sociedad de la Ignorancia es una paradoja irresoluble.
En el mejor de los casos, suponiendo que los contenidos y el nivel educativo
se hayan mantenido estables, y que los índices de fracaso actual sean aproximadamente los mismos que eran quince o veinte años atrás, podríamos afirmar que, en valor absoluto, desde el punto de vista educativo estamos aproximadamente en el mismo estadio que una década atrás. Así pues, como consecuencia directa del primer factor generador de la Sociedad de la Ignorancia, el incremento exponencial de complejidad del mundo en que vivimos, dicha cantidad se convierte en un valor relativo muy inferior. La masa es más ignorante, al menos cuando concluye su etapa formativa inicial.
Desde luego, no todo acaba cuando finaliza la época del instituto o la universidad.
Durante el resto de una vida que cada vez es más larga se pueden seguir acumulando conocimientos, y todos sabemos como: leyendo, asistiendo a cursos, auto formándose, observando, reflexionando y aprendiendo de la experiencia diaria. En esencia, lo mismo de siempre. Por el momento no disponemos de implantes cerebrales capaces de ampliar nuestro conocimiento, según la propuesta de The Matrix16, y por lo tanto el proceso mental sigue siendo el mismo, no debemos olvidarlo. Eso sí, disponemos de las mejores herramientas para hacerlo.
Ciertamente, la formación permanente es hoy una realidad, pero se encuentra
inseparablemente ligada a la mercantilización del conocimiento, y en la inmensa mayoría de casos se da en el contexto laboral. Si el entorno económico y productivo evoluciona, dicha actividad se convierte en imprescindible.
Aprender a ser más productivos es hoy una parte más de nuestro trabajo,
y la única alternativa es una rápida obsolescencia. De hecho, a causa de la necesidad de adaptación al cambio permanente, nos vemos obligados a dedicar cualquier esfuerzo intelectual a intentar no quedar rezagados: aprender inglés o informática se ha convertido para muchas personas en objetivos casi inalcanzables que no dejan tiempo para nada más. Como reza el dicho popular, lo urgente no nos permite hacer lo importante.
Más allá de las necesidades formativas que impone un entorno en constante
transformación, difícilmente podríamos llegar a la conclusión de que avanzamos hacia una Sociedad del Conocimiento a partir de la observación cotidiana de las costumbres, intereses y formas de vida que surgen a nuestro alrededor como consecuencia de la disponibilidad de acceso masivo a una amplia gama de canales de comunicación. Cualquiera podría confeccionar una extensa lista de nuevos hábitos, desde prestar una atención desmesurada a todo tipo de eventos deportivos hasta buscar pareja por Internet, que sin duda mostraría un peso abrumador de las actividades de ocio y de tipo relacional, así como un interés creciente por unos contenidos completamente primarios. Los reality shows, el deporte espectáculo, la pornografía sentimental, el entretenimiento banal o la exaltación de la fama por la fama conforman el grueso de la parrilla televisiva actual, sin que la aparición de mecanismos de interacción por parte de los espectadores haya modificado dicha tendencia. En cualquier caso, si bien es cierto que la campana de distribución de las alternativas disponibles se ha ensanchado enormemente, la media resultante cada vez se aleja más de la que cabría esperar en una Sociedad del Conocimiento.
XI
Pero el gran cambio que consolida definitivamente la Sociedad de la Ignorancia
no es que ésta se vea favorecida por las nuevas formas de comunicación y en la práctica campe a sus anchas, sino que ha sido aceptada, asumida y, finalmente aupada a la categoría de normalidad. De forma progresiva la ignorancia ha ido perdiendo sus connotaciones negativas hasta el punto de llegar a prestigiarse. Se ha disipado el pudor a mostrar en público la propia ignorancia, e incluso con frecuencia se exhibe con orgullo, como un aditivo más de una personalidad apta para gozar al máximo del hedonismo y la inmediatez que proporciona un consumismo desenfrenado. Ser ignorante
no es incompatible, ni mucho menos, con tener dinero o glamour. Más bien al contrario, nos puede proporcionar una pátina de simpatía altamente empática a ojos de los demás. La situación actual corresponde a la fase más avanzada de un proceso imparable, constatado por numerosos autores, que ha acompañado al protagonismo
creciente de las masas. Resaltaba Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, a finales de los años veinte, que «lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera»17. La consolidación definitiva de la cultura de masas después de la Segunda Guerra Mundial, especialmente desde la aparición del televisor, indujo a Giovanni Sartori a escribir que «un mundo concentrado sólo en el hecho de ver es un mundo estúpido. El homo sapiens, un ser caracterizado por la reflexión, por su capacidad para generar abstracciones, se está convirtiendo en un homo videns, una criatura que mira pero que no piensa, que ve pero que no entiende»18.
Hoy asistimos, en efecto, a la culminación del proceso. La ignorancia está plenamente normalizada y es admitida sin ningún reparo en los modelos de éxito social, e incluso el acceso a las máximas responsabilidades públicas por parte de personas de ignorancia evidente se considera una muestra positiva de las virtudes del sistema democrático. Cualquiera, con independencia de su formación y aun dando muestras evidentes de su falta de cultura y de ánimo de enmienda, puede acceder a lo más alto de la estructura social. Cualquier observación al respecto emitida en público sería considerada hoy políticamente incorrecta. La ignorancia es atrevida, desacomplejada y, como todos en esta sociedad que constantemente reclama, exige también que se respeten sus derechos. El proceso se realimenta a través del papel cada vez más central que en nuestra sociedad juegan los medios de comunicación,
referentes del éxito social y escaparate del imaginario colectivo del cual son también, en buena parte, creadores. “Si no sales por televisión, no eres nadie” o, más recientemente “si no apareces en Internet, no existes”. Los ingredientes para acceder a dicha visibilidad encajan perfectamente en la estructura de la Sociedad de la Ignorancia.
En paralelo, y en la misma medida que la ignorancia se ha normalizado y se ha prestigiado, el conocimiento no productivo se ha desacreditado, ha perdido cualquier atisbo de ser referente social y se ha cargado de connotaciones negativas. Como hemos señalado anteriormente, seguimos considerando el conocimiento como un bien en sí mismo cuando nos referimos a él de forma abstracta: en las encuestas todos contestamos que nos encanta leer, ir al teatro o ver documentales, pero en la práctica fuera del saber productivo generado por los expertos, cualquier esfuerzo intelectual resulta casi incompresible para una sociedad acomodada en la confortabilidad del entretenimiento predigerido y la espectacularidad vacua. Difícilmente alguien se atrevería hoy a autocalificarse como intelectual por el temor a quedar revestido de todas las connotaciones actuales del término: pretencioso, improductivo, aburrido.
Lo más sorprendente de la situación es que parece que nos percatamos de la dualidad entre el discurso utópico y la realidad cotidiana. Persiste una lógica errónea que nos lleva a pensar que el uso de herramientas cada vez más sofisticadas implica necesariamente un mayor conocimiento, y confundimos la destreza para utilizar un complejo programa informático que nos permite escribir con el hecho de escribir algo interesante, o incluso con saber escribir. Nos hemos convencido de que disponer de una red que nos permite ver lo que emite la televisión en la otra punta del mundo es volvernos más sabios, cuando lo único que hacemos es pasar el rato o, en el mejor de los casos, adquirir conocimientos triviales. Y nos encanta oír “Sociedad del Conocimiento” cuando a nivel individual, en muchos casos, consiste simplemente en pasar un montón de horas chateando con los amigos o intentando ligar por Internet.
XII
Recapitulemos: la expectativa de una Sociedad del Conocimiento, surgida del desconcierto posmoderno gracias al poder de la tecnología, ha resultado ser en la práctica una Sociedad de la Ignorancia, compuesta por sabios impotentes, expertos productivos encerrados en sus torres de marfil y masas fascinadas y sumidas en la inmediatez compulsiva de un consumismo alienante.
Las nuevas formas de comunicación nos permiten ser más eficientes en el dominio de la naturaleza pero como individuos nos están convirtiendo en seres cada vez más ignorantes y más encerrados en las pequeñas esferas que surgen como resultado de las nuevas fuerzas disgregadoras que afectan a toda la sociedad. La Sociedad de la Ignorancia es, a fin de cuentas, el estado más avanzado de un sistema capitalista que basa la estabilidad de la sociedad en el progreso, entendido básicamente como crecimiento económico19, pero que una vez satisfechas las necesidades básicas sólo es posible mantener gracias a la existencia de unas masas ahitas, fascinadas y esencialmente ignorantes.
Ciertamente, a muchos el panorama les puede parecer sombrío, pero antes
de aventurar cualquier valoración debería tomarse en consideración un punto importante: la Sociedad de la Ignorancia adquiere todo su sentido en el contexto de las nuevas generaciones que la protagonizarán. Sólo la interpretaremos
adecuadamente si la proyectamos sobre ellas. Buena parte de los habitantes del presente nos hemos conformado en el mundo precedente y, como ha sucedido siempre, a menudo juzgaremos la personalidad de un tiempo que ya no será nuestro desde el recelo o la incomprensión. La incomodidad ante la perspectiva de abandonar la vieja idea ateniense de que el conocimiento es un bien en sí mismo podría no ser más que un prejuicio similar a la dificultad que experimentaron muchas personas en el pasado para aceptar la posibilidad de una experiencia vital plena en un marco desprovisto
de religiosidad o de los esquemas heredados de la tradición. Los jóvenes pueden adoptar sin más las ideas nuevas si son consistentes en sí mismas porque para ellos todas son, en realidad, igualmente originales.
Ahora bien, aún aceptando la inutilidad de emitir valoraciones subjetivas, sí que es posible y conveniente analizar las consecuencias de la situación creada. Ello nos lleva a percatarnos inmediatamente de la existencia de varios riesgos potenciales.
El primero de ellos es el riesgo social. Cuando apareció en el horizonte la posibilidad de materializar una verdadera Sociedad de la Información rápidamente
se formuló la teoría de que dicho contexto representaría una gran oportunidad para superar algunas de las formas vigentes de desigualdad social. El acceso masivo y fácil a todo tipo de información tendría que permitir a los más desfavorecidos limar algunas de las diferencias que les separaban del resto de la sociedad. Hoy podemos intuir ya que la previsión pecaba de un exceso de optimismo. En la Sociedad de la Ignorancia estamos asistiendo al nacimiento de nuevas fuentes de desigualdad y al levantamiento de fronteras hasta ahora inexistentes que afectan a quienes bien por un bajo nivel formativo o bien por carencia de talento natural son incapaces
de subir al tren de la complejidad tecnológica y el dinamismo permanente.
Un mundo abierto será también un mundo de oportunidades, de buenas oportunidades, pero sólo para unos cuantos, los más bien situados o los que dispongan de la suficiente capacidad de maniobra. Para los demás se convertirá en un entorno cada vez más hostil. Una parte significativa de la población puede verse arrastrada a vivir enfangada en un pantano de expectativas vitales insatisfechas, simplemente porque serán prescindibles.
Los favorecidos no necesitarán al resto para sostenerse: la tecnología, el conocimiento productivo y la posibilidad de ir a buscar al mejor precio todo aquello que necesiten en un mercado globalizado, serán suficientes. Sobre el conocimiento y el talento se sustentará una nueva diferencia social más insalvable que los antiguos contrastes de naturaleza económica, más esencial, más intrínseca a cada persona, la cual neutralizará cualquier posibilidad de discurso igualitario y fomentará el surgimiento de nuevos sentimientos de injusticia social. Existe, pues, el riesgo de acabar irremediablemente divididos en dos castas, una masa acomodada en su ignorancia, fascinada por la tecnología y cada vez más alienada, y otra formada por los expertos en los saberes productivos y los resortes de un modelo económico insostenible.
El segundo riesgo deriva de la peligrosidad de ser ignorantes cuando deben afrontarse retos cruciales cuyo desenlace depende de nuestras acciones. Y esa es justamente la situación en la que nos encontramos. La Sociedad de la Ignorancia, como hemos comentado anteriormente, es una más de las múltiples caras de los tiempos exponenciales en los que nos ha tocado vivir y que también se caracterizan por la proliferación de riesgos cataclísmicos que únicamente podremos sortear a través de una actuación conscientemente sensata. El inicio de la era atómica nos obligó a aceptar la necesidad de limitar nuestra capacidad de actuación, una capacidad que hoy se ha multiplicado en todas direcciones y que nos sitúa ante nuevas incógnitas, algunas de las cuales talvez incluso ignoramos. En biología nos movemos sobre la delgada línea que divide el uso del abuso. El riesgo de la energía nuclear, que no reside tanto en su infinito potencial destructivo como en su proliferación, se ha conjurado hasta hoy gracias a un tenso equilibrio que cada vez es más inestable. No alcanzamos a comprender bien el desafío climático mientras seguimos asistiendo impasibles a la extinción en masa de la biodiversidad del planeta. Los expertos, encerrados en sus torres de marfil, apenas logran vislumbrar las consecuencias de sus acciones colectivas, y aún en el caso de que así fuese, no dispondrían de capacidad de incidencia sobre los responsables políticos, y mucho menos, sobre la masa. La ignorancia consustancial de los tiempos exponenciales nos aboca a una ceguera generalizada, de consecuencias imprevisibles, que nos impide identificar y asumir la porción de responsabilidad que recae sobre cada uno de nosotros.
Finalmente, el tercer riesgo implícito en la Sociedad de la Ignorancia surge de los interrogantes que plantea acerca del lugar que en ella va a ocupar el individuo e, incluso, acerca de la concepción misma de individuo. La afirmación de su autonomía y de su centralidad frente a lo colectivo es parte indisociable de aquella carga simbólica que en nuestro bagaje cultural posee la palabra conocimiento. Desde que tras las primeras experiencias democráticas en la polis toda la racionalidad griega se replegara hacia el interior y fijara su atención en el individuo, occidente no ha abandonado la senda de la subjetivación, una trayectoria que se consolidó definitivamente con la introducción del sujeto pensante de Descartes y con la interpretación humanista del mundo.
Esta concepción del individuo ha llevado a reflexionar de forma recurrente sobre su papel dentro de la estructura social. Durante siglos ha existido una tensión entre un individualismo liberal que entendía la sociedad como un conjunto de instituciones coartantes que limitan la naturaleza del individuo y una concepción más restrictiva de la naturaleza del individuo, que justifica la existencia de estructuras colectivas superiores para potenciarlo e incluso salvarlo de sí mismo.
Pero este tipo de debates han quedado hoy muy mitigados. Tras la defunción del socialismo real, el individualismo liberal se ha consolidado como alternativa
indiscutida en el mundo actual. Nuestra sociedad es el resultando de un largo proceso de individualización que ha desplazado gradualmente el ámbito de decisión sobre lo que es bueno o malo, adecuado o inoportuno, deseable o despreciable, desde el grupo a la persona: muchos aspectos de nuestra vida han pasado de estar guiados por valores compartidos e incuestionables a convertirse en asuntos de cada conciencia individual, en un escenario desprovisto de apriorismos y cada vez más desvinculado de cualquier tradición. La autonomía personal y la disponibilidad de un espacio privado para desarrollar la propia personalidad se han convertido en un bien supremo y absoluto, en un derecho indiscutible e indiscutido que ha penetrado profundamente en la mentalidad de cada persona hasta formar la columna vertebral de su escala de valores. No podríamos concebir que en el futuro dejara de ser así y, de hecho, buena parte del atractivo de la utópica Sociedad del Conocimiento residía justamente en su capacidad para reforzar los planteamientos individualistas.
En efecto, el advenimiento de la transformación actual supone un salto cualitativo
en dicho proceso, al poner en manos de una sociedad profundamente individualizada un conjunto de nuevas y potentes herramientas que permiten extender hasta límites insospechados el deseo de individualidad. Hoy están al alcance de cualquier individuo el acceso masivo a la información, la comunicación permanente con otras personas e, incluso, la apertura de nuevos canales de expresión con la potencialidad teórica de amplificar cualquier mensaje, por individual que sea, a un nivel planetario. Aparentemente el individualismo ha conseguido culminar su apoteosis del individuo.
Pero tales planteamientos, como se ha intentado demostrar a lo largo de este ensayo, chocan frontalmente con las nuevas e insalvables limitaciones que nos afectan en la Sociedad de la Ignorancia. Las potencialidades que nos ofrece la tecnología como herramienta para desarrollar la libertad individual van a quedar en la práctica reducidas por la ignorancia que nos acecha y que restringe la esfera de lo que realmente, como individuos, podemos alcanzar ¿Es posible la libertad de pensamiento desde la ignorancia? ¿En que queda la libertad individual cuando no alcanzamos a entender la complejidad del mundo que nos rodea? ¿Debemos aceptar definitivamente la incapacidad de la razón individual para acceder al conocimiento y la conveniencia de acogernos a los discursos creados por instancias superiores?
Mientras el individuo se enfrenta a su pequeñez ante un mundo abierto y cada vez más complejo que no alcanza a comprender, la evolución de éste no se detiene. El centro de gravedad de la sociedad del conocimiento mercantilizado se desplaza gradualmente desde el individuo hacia las estructuras colectivas. El saber productivo ha dejado de pertenecer a la masa o al experto aislado y se encuentra distribuido en grandes sistemas en los cuales el individuo es sólo una pieza prescindible. Cada vez hay más saber en las organizaciones pero menos conocimiento en los individuos, más información en las memorias de silicio y menos en los cerebros humanos.
El individuo se aleja progresivamente de su posición central, se diluye, y desde la periferia se muestra más débil y prescindible que nunca.
Talvez deberíamos detenernos a pensar si mientras seguimos creyendo que avanzamos por la senda del humanismo hacía una Sociedad del Conocimiento no nos estamos encaminando, en realidad, hacia una Sociedad de la Ignorancia que plantea, en última instancia, una disolución del individuo y el fin de la parte más singular del sueño occidental.
Daniel Innerarity
La Sociedad de la Ignorancia /
La sociedad del conocimiento ha efectuado una radical transformación de la idea de saber, hasta el punto de que cabría denominarla con propiedad la sociedad del desconocimiento, es decir, una sociedad que es cada vez más consciente de su no-saber y que progresa, más que aumentando sus conocimientos, aprendiendo a gestionar el desconocimiento en sus diversas manifestaciones: inseguridad, verosimilitud, riesgo e incertidumbre. Hay incertidumbre en cuanto a los riesgos y las consecuencias de nuestras decisiones, pero también una incertidumbre normativa y de legitimidad. Aparecen nuevas y diversas formas de incertidumbre que no tienen que ver con lo todavía no conocido sino también con lo que no puede conocerse. No es verdad que para cada problema que surja estemos en condiciones de generar el saber correspondiente. Muchas veces el saber de que se dispone tiene una mínima parte apoyada en hechos seguros y otra en hipótesis, presentimientos o indicios.
Este retorno de la inseguridad no significa que las sociedades contemporáneas
dependan menos de la ciencia, sino todo lo contrario. Esa dependencia es incluso mayor; lo que ha cambiado es la ciencia y el saber en general. Desde hace tiempo dirigimos cada vez más la atención a una serie de aspectos que podrían entenderse como “debilidad de la ciencia”: inseguridad, contextualidad, flexibilidad interpretativa, no-saber. Al mismo tiempo, han cambiado los problemas y, por tanto, el tipo de saber que se requiere. En muchos ámbitos —como, por ejemplo, la regulación de los mercados o los problemas ecológicos— ha de recurrirse a teorías que manejan modelos de verosimilitud pero ninguna previsión exacta en el largo plazo. En las más graves cuestiones que afectan a la naturaleza o al destino de los hombres estamos confrontados a riesgos en relación con los cuales la ciencia no proporciona ninguna fórmula de solución segura. Lo que hace la ciencia es transformar la ignorancia en incertidumbre e inseguridad (Heidenreich 2003, 44). La ciencia no está en condiciones de liberar a la política de la responsabilidad de tener que decidir bajo condiciones de inseguridad.
A pesar de que las ciencias han contribuido a ampliar enormemente la cantidad
de saber seguro (“reliable knowledge”), cuando se trata de sistemas de elevada complejidad, como el clima, el comportamiento humano, la economía o el medio ambiente, cada vez es más difícil obtener explicaciones causales o previsiones exactas, ya que el saber acumulado hace visible también el universo ilimitado del no-saber. Probablemente lo que está detrás de la erosión de la autoridad de los estados y la crisis de la política sea este proceso de fragilización y pluralización del saber, y no conseguiremos recuperar su capacidad configuradora mientras no acertemos a articular nuevamente el poder con las nuevas formas de saber. Una sociedad del riesgo exige una cultura del riesgo.
Durante mucho tiempo la sociedad moderna ha confiado en poder adoptar las decisiones políticas y económicas sobre la base de un saber (científico), racional y socialmente legitimado. Los persistentes conflictos sobre riesgo, incertidumbre y no saber, así como el continuo disenso de los expertos han demolido crecientemente y de manera irreversible esa confianza. En lugar de eso, lo que sabemos es que la ciencia con mucha frecuencia no es suficientemente fiable y consistente como para poder tomar decisiones objetivamente indiscutibles y socialmente legitimables. Pensemos en el caso de los riesgos que tienen que ver con la salud o el medio ambiente, que generalmente sólo pueden ser identificados con una certeza escasa. De ahí que las decisiones para este tipo de asuntos deban remitir no tanto al saber cuanto a una gestión de la ignorancia justificada, racional y legítima.
El modelo de saber que hasta ahora hemos manejado era ingenuamente acumulativo; se suponía que el nuevo saber se añade al anterior sin problematizarlo, haciendo así que retroceda progresivamente el espacio de lo desconocido y aumentando la calculabilidad del mundo. Pero esto ya no es así. La sociedad ya no tiene su principio dinámico en un permanente aumento del conocimiento y un correspondiente retroceso de lo que no se sabe. Hay todo un no-saber que es producido por la ciencia misma, una “science-based ignorance” (Ravetz 1990, 26). De manera que este no-saber no es un problema de falta provisional de información, sino que, con el avance del conocimiento y precisamente en virtud de ese crecimiento, aumenta de manera más que proporcional el no-saber (acerca de las consecuencias, alcances, límites y fiabilidad del saber) (Luhmann 1997, 1106). Si en otras épocas los métodos dominantes para combatir la ignorancia consistían en eliminarla, los planteamiento actuales asumen que hay una dimensión irreductible en la ignorancia, por lo que debemos entenderla, tolerarla e incluso servirnos de ella y considerarla un recurso (Smithson 1989; Wehling 2006). Un ejemplo de ello es el hecho de que en una sociedad del conocimiento el riesgo que supone “la confianza en el saber de los otros” se haya convertido en una cuestión clave (Krohn 2003, 99). La sociedad del conocimiento se puede caracterizar precisamente como una sociedad que ha de aprender a gestionar ese desconocimiento.
Los límites entre el saber y el no-saber no son ni incuestionables, ni evidentes,
ni estables. En muchos casos es una cuestión abierta cuánto se puede todavía saber, qué ya no se puede saber o qué no se sabrá nunca. No se trata del típico discurso de humildad kantiana que confiesa lo poco que sabemos y qué limitado es el conocimiento humano. Es algo incluso más impreciso que esa “ignorancia especificada” de la que hablaba Merton; me refiero a formas débiles de desconocimiento, como el desconocimiento que se supone o se teme, del que no se sabe exactamente lo que no se sabe yhasta qué punto no se sabe. En muchas ocasiones desconocemos lo que puede suceder, pero también incluso “the area of posible outcomes” (Faber / Proops, 1993, 114).
La apelación a los “unknown unknowns” que están más allá de las hipótesis de riesgos científicamente establecidas se han convertido en un argumento poderoso y controvertido en las controversias sociales en torno a las nuevas
investigaciones y tecnologías. Por supuesto que sigue siendo importante
ampliar los horizontes de expectativa y relevancia de manera que sean divisables los espacios del no-saber que hasta ahora no veíamos, proceder al descubrimiento del “desconocimiento que desconocemos”. Pero esta aspiración
no debería hacernos caer en la ilusión de creer que el problema del no-saber que se desconoce puede resolverse de un modo tradicional, es decir, disolviéndolo completamente en virtud de más y mejor saber. Incluso allí donde se ha reconocido expresamente la relevancia del no-saber desconocido
sigue sin saberse lo que no se sabe y si hay algo decisivo que no se sabe. Las sociedades del conocimiento han de hacerse a la idea de que van a tener que enfrentarse siempre a la cuestión del no-saber desconocido; que nunca estarán en condiciones de saber si y en qué medida son relevantes los “unknown unknowns” a los que están necesariamente confrontadas.
Como advierte Ulrich Beck, lo que caracteriza a esta época de las consecuencias
secundarias no es el saber sino el no-saber (1996, 298). Este el verdadero terreno de batalla social: quién sabe y quién no, cómo se reconoce
o impugna el saber y el no saber. Si nos fijamos bien, de hecho las confrontaciones políticas más importantes son valoraciones distintas del no-saber o de la inseguridad del saber: en la sociedad compiten diferentes valoraciones del miedo, la esperanza, la ilusión, las expectativas, la confianza,
las crisis, que no tienen un correlato objetivo indiscutible. Como efecto de esta polémica, se focalizan aquellas dimensiones de no-saber que acompaña al desarrollo de la ciencia: sobre sus consecuencias desconocidas,
las cuestiones que deja sin resolver, sobre las limitaciones de su ámbito de validez… Las controversias suelen tener como objeto no tanto el saber mismo como el no-saber que lo acompaña inevitablemente. Quien discute el saber contrario o dominante lo que hace es precisamente eso: “drawing attention to ignorance” (Stocking 1998), subrayar precisamente aquello que ignoramos.
Esa “politización del no saber” (Wehling 2006) se hizo patente, por ejemplo, en el marco de las controversias acerca de la política tecnológica a partir de los años 70. No es sólo que cada vez hubiera más conciencia de esa relevancia de lo desconocido, sino que esa percepción y su valoración correspondiente
cada vez eran más dispares. Lo que para unos era fundamentalmente motivo de temor, despertaba en otros unas expectativas prometedoras.
Mientras que unos hablaban de un déficit cognoscitivo pasajero, otros entendían que había algo que nunca se podría saber. Esto ocurría en un momento en el que todos éramos conscientes de que la ciencia no solo producía saber sino también incertidumbre, “zonas ciegas” y no-saber. Los miedos y las inquietudes presentes en buena parte de la opinión pública no son plenamente infundados, como acostumbran a suponer los defensores de una tecnología de riesgo cero. Tras el rechazo social de algunas opciones técnicas hay con frecuencia una percepción de determinadas ignorancias o incertidumbres que la ciencia y la técnica deberían reconocer. En este y en otros conflictos similares lo que chocan son percepciones divergentes e incluso enfrentadas del no-saber.
A partir de ahora nuestros grandes dilemas van a girar en torno al “decision-
making under ignorance” (Collingridge 1980). La decisión en condiciones
de ignorancia requiere nuevas formas de justificación, legitimación
y observación de las consecuencias. ¿Cómo podemos protegernos de amenazas frente a las que por definición no se sabe qué hacer? ¿Y cómo se puede hacer justicia a la pluralidad de las percepciones acerca del no-saber si desconocemos la magnitud y la relevancia de lo que no se sabe? ¿Cuánto no-saber podemos permitirnos sin desatar amenazas incontrolables? ¿Qué ignorancia hemos de considerar como relevante y cuánta podemos no atender como inofensiva? ¿Qué equilibrio entre control y azar es tolerable desde el punto de vista de la responsabilidad? Lo que no se sabe, ¿es una carta libre para actuar o, por el contrario, una advertencia de que deben tomarse las máximas precauciones?
Las sociedades se enfrentan al no-saber de diversas maneras: desde el punto
de vista social las sociedades reaccionan con disenso; desde el punto de vista temporal, con entendimientos provisionales; desde el punto de vista objetivo, con imperativos que tratan de protegerse frente a lo peor (Japp 1997, 307). Pensemos en el caso del “principio de precaución”, que forma ya parte de los tratados de la Unión Europea y de acuerdos internacionales como la declaración de Río sobre el clima. De acuerdo con ellos, la adopción de medidas eficientes para evitar daños serios e irreversibles como el cambio climático no debe ser retrasada por el hecho de que no exista una total evidencia científica. El principio de precaución sigue siendo, no obstante, una norma controvertida cuyas interpretaciones son muy divergentes. En cualquier caso, este tipo de planteamiento son interesantes en la medida en que exploran las consecuencias de algunas decisiones, la verosimilitud de que acontezcan determinados daños, los criterios bajo los cuales esas consecuencias negativas pueden ser aceptables o la búsqueda de posibles alternativas.
Se está produciendo así la paradoja de que la sociedad del conocimiento ha acabado con la autoridad del conocimiento. El saber se pluraliza y descentraliza, resulta más frágil y contestable. Pero esto afecta necesariamente al poder, pues estábamos acostumbrados, siguiendo el principio de Bacon, a que el saber fortaleciera al poder, mientras que ahora es justo lo contrario y el saber debilita al poder. Lo que ha tenido lugar es una creciente pluralización y dispersión del saber que lo desmonopoliza y hace muy contestable. Junto a la forma tradicional de producción científica en las universidades aparecen nuevas formas de saber a través de una pluralidad de agentes en la sociedad, como el saber del las ONG, la cualificación profesional de los ciudadanos, el saber de los diversos subsistemas sociales, la accesibilidad de la información, la multiplicación del saber experto… En la medida en que se diversifica la producción de saber, disminuye también la posibilidad de controlar esos procesos. La sociedad del conocimiento se caracteriza por el hecho de que un creciente número de actores dispone de un fondo también creciente de diversos saberes, por lo que estos actores informados están en condiciones de hacer valer el propio saber frente a las intenciones de los gobiernos. En lugar de un aumento de las certezas, lo que tenemos son una pluralidad de voces que discuten cacofónicamente sus pretensiones de saber y sus definiciones del no-saber.
Jasanoff ha llamado “tecnologías de la humildad” (2005, 373) a una manera
institucionalizada de pensar los márgenes del conocimiento humano -lo desconocido, lo incierto, lo ambiguo y lo incontrolable- reconociendo los límites de la predicción y del control. Un planteamiento semejante impulsa a tener en cuenta la posibilidad de consecuencias imprevistas, a hacer explícitos los aspectos normativos que se esconden en las decisiones técnicas, a reconocer la necesidad de puntos de vista plurales y aprendizaje colectivo.
En este contexto, en lugar de la imagen tradicional de una ciencia que produce
hechos objetivos “duros”, que hace retroceder a la ignorancia y le dice a la política lo que hay que hacer, se necesita un tipo de ciencia que coopere con la política en la gestión de la incertidumbre (Ravetz 1987, 82). Para eso resulta necesario desarrollar una cultura reflexiva de la inseguridad, que no perciba el no-saber como un ámbito exterior de lo todavía no investigado
(Wehling 2004, 101), sino como algo constitutivo del saber y de la ciencia. Lo que no se sabe, el saber inseguro, lo meramente verosímil, las formas de saber no científico y la ignorancia no han de considerarse como fenómenos imperfectos sino como recursos (Bonss 2003, 49). Hay asuntos en los que, al no haber un saber seguro y sin riesgos, debe desarrollarse estrategias cognitivas para actuar en la incertidumbre. Entre los saberes más importantes está la valoración de los riesgos, su gestión y comunicación. Hay que aprender a moverse en un entorno que ya no es de claras relaciones entre causa y efecto, sino borroso y caótico.
Blibliografía
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La Sociedad del Desconocimiento / 49
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— (2006), Im Schatten des Wissens? Perspektiven der Soziologie des Nichtwissens, Konstanz: UVK Verlagsgesellschaft.
La sociedad de la Incultura ¿Cara oculta de la sociedad del conocimiento?
Gonçal Mayos
La Sociedad de la Incultura / 51
Dos tesis
Dos tesis básicas desvelan una “sociedad de la incultura” que -¡gran paradoja!-
se desarrolla de forma paralela y amenazadora con la “sociedad del conocimiento”. En cierto sentido, es incluso su necesaria consecuencia hasta hoy inadvertida, la “sombra” que proyecta su luz, sus contrastes y sus contradicciones.
En primer lugar, a inicios del siglo XXI, estamos inmersos por lo que respecta al conocimiento en un inmenso proceso maltlhusiano: con las crecientes interrelaciones que genera la globalización e Internet, el crecimiento hiperbólico en la información disponible es muy superior al de la capacidad de los individuos para procesar dicha información. A pesar de las ayudas informáticas, bibliográficas, documentalistas, etc., la condición humana tiene unos límites biológicos y neuronales que impiden, a largo plazo, seguir la mencionada progresión geométrica de los conocimientos.
Dada pues la creciente desproporción entre la capacidad colectiva para crear saber y la capacidad individual para asumirlo e integrarlo vitalmente, parece justificado y quizás inevitable el advenimiento de una “sociedad de la ignorancia” (Brey), “del desconocimiento” (Innerarity) o “de la incultura” (Mayos).
En segundo lugar, por encima de otras perspectivas similares, la denominación
“sociedad de la incultura” parece describir más adecuadamente las paradojas y contradicciones que hoy emanan tras la “sociedad del conocimiento”.
Pues, continuará aceleradamente el proceso de creciente especialización
de los expertos, con lo cual a medio plazo no se prevé el colapso del conocimiento experto ni de los técnicos especializados. Salvando los aspectos específicos destacadas por Innerarity, la “sociedad del conocimiento” científico-tecnológica podrá determinar lo que en cada caso será considerado como “cierto”, “establecido por la ciencia” o “más adecuado tecnológicamente”.
Ahora bien, sí que cabe dudar de que la mayoría de la población pueda tener un conocimiento, cultura o “sabia” composición general del estado global de los saberes humanos y sus problemáticas. Es decir continuará el conocimiento especializado y experto, pero aumentarán las dificultades de la gente (fuera del propio campo de especialización) para disponer de una “cultura” general o “capacidad de hacerse cargo” reflexivamente de las problemáticas humanas en conjunto. Ello no es accesorio pues, si la mayoría de la población no puede interiorizar tal conocimiento general, resultarán altamente problemáticas sus decisiones políticas a través del voto y la participación democrática.
52 / La Sociedad de la Ignorancia y otros ensayos
Es imprescindible pues preguntarnos: ¿Puede prescindir la humanidad -especialmente una humanidad organizada democráticamente- de una tal cultura general en sus ciudadanos? ¿Una “sociedad de la incultura” puede continuar siendo democrática y/o hacerse cargo de sus problemas crecientemente complejos? ¿Puede continuar la actual construcción de la “sociedad del conocimiento” sin que paralelamente estemos labrando también una “sociedad de la incultura?
Proceso maltlhusiano
La globalización y la potente interrelación impulsada por las actuales tecnologías
de la comunicación y la información (TIC) genera un claro proceso malthusiano en el conocimiento. El crecimiento hiperbólico en la información generada colectivamente es muy superior al aumento meramente aritmético en las posibilidades de los individuos para procesar dicha información.
El lúcidamente pesimista economista y demógrafo británico Robert Malthus20 ya formuló una tesis parecida llamada “ley de Malthus”. Decía: la producción de alimentos tiende a crecer a largo plazo según una progresión aritmética (del tipo: 2,4,6,8,10,12,14,16,18,20,22..., ó 2x), en cambio la población humana total y a largo plazo tiende aumentar en progresión geométrica (del tipo: 1,2,4,9,16,25,36,49,64,81,100,121..., ó x2). A largo plazo y más allá de puntuales circunstancias favorables o desfavorables tanto en la producción de alimentos como en la población, la mencionada diferencia en sus respectivas tasas de crecimiento conlleva –afirma Malthus- que todas los incrementos alimenticios sean inevitablemente consumidos por el crecimiento demográfico; de tal manera que la mayoría de la humanidad tiende a vivir siempre en el límite de depauperación, si no se aplican drásticas políticas de moderación demográfica.
Pues bien, una ley muy similar a la de Malthus se cierne sobre las sociedades
avanzadas, del conocimiento y sus culturas democráticas21. El saber producido colectivamente gracias a las TIC e Internet amenaza superar las capacidades cognitivas individuales de la gente. La actual “sociedad red” teorizada por Manuel Castells genera una progresión geométrica de enlaces, informaciones y conocimientos. La veloz circulación por sus nodos posibilita una gran interactividad, productividad y creatividad, permitiendo que proliferen exponencialmente las nuevas ideas o informaciones, y que, cada vez más, sean desarrolladas colectivamente y pasen a formar parte, simultáneamente, del patrimonio de todos y de nadie22. La enormidad de saber relevante producido amenaza superar las capacidades de la gente común; no tanto en cuanto expertos en algún campo especializado, como en tanto que ciudadanos que tienen que decidir democráticamente y con conocimiento de causa sobre procesos
crecientemente complejos.
Ciertamente y al menos a medio plazo, esa amenazante obsolescencia cognitiva
en los individuos no se producirá en su campo profesional, especializado
y donde sean expertos; pero sí en aquellos conocimientos generales
que precisan para, en tanto que ciudadanos con derecho a voto, poder decidir democráticamente y con conocimiento de causa sobre los procesos crecientemente complejos que configuran la vida humana actual. No cabe duda de que la profesionalización y especialización laboral de los ciudadanos –en tanto que trabajadores- recibirá suficiente apoyo de todo tipo para garantizar a medio plazo que, en general, se alcancen los altos estándares productivos de la “sociedad del conocimiento”, ni es necesario poner de manifiesto nuevamente cómo aumenta la distancia entre la gente y los países que han logrado incorporar las nuevas herramientas tecnológicas y adaptarse a las recientes exigencias cognitivas, y los que no.
Sí que es momento, en cambio, de plantear la duda, objetivamente justificable,
de qué se hagan similares esfuerzos para preparar y formar los individuos en tanto que ciudadanos y para que puedan hacer frente a las exigencias responsables de sus decisiones políticas y de voto en cuestiones de gran complejidad e importancia para todos. La habitual limitación a lo meramente productivo a corto plazo (sin duda uno de los peores vicios de nuestra sociedad) suele dejar, cada vez con mayor frecuencia, las cuestiones políticas, éticas y sociales a largo plazo y que atañen al conjunto, a merced de la benevolencia o responsabilidad individual. Como si se tratara de algo sin importancia o de mucho menor interés, se relega todo ello no sólo a la responsabilidad individual, sino al espacio de “tiempo libre” o de “ocio”, en una competencia totalmente desproporcionada con los alicientes, tentaciones,
diversiones y propuestas de consumo desaforado que la sociedad “del consumo” y “del espectáculo” ofrece.
Frente a la creciente obsolescencia cognitiva de los ciudadanos (que son la condición última de la democracia), poco pueden hacer a largo plazo las mejoras en la alfabetización de la población, en documentalística, en facilitar
el acceso a la información o, incluso, los notables e indudables avances tecnológicos pues, en última instancia, deben ser ciudadanos de a pie y con sus concretas dotaciones neuronales o fisiológicas, los que se hagan cargo de la información generada colectivamente y en constante crecimiento exponencial. En última instancia, también y necesariamente han de ser ciudadanos de a pie los que deciden democráticamente a partir de su buen entender personal sobre las cuestiones humanas más complejas.
La incultura como peligro para la democracia
Hay un consenso bastante generalizado entre los analistas sobre que, en la actualidad, es constatable la creciente incapacidad de muchos ciudadanos para ejercer con rigor su voto y tutela democráticos. Gran parte de la ciudadanía
se desentiende de lo público común y se retira a lo privado, ya sea a un ocio banalmente reducido a mera diversión, ya sea profesionalmente a un trabajo superespecializado y fragmentario.
La evolución de la sociedad moderna ha tendido a magnificar la vida privada
en detrimento de la pública, de la política colectiva y de la buena salud de la democracia. Puede parecer una paradoja, pero la misma modernidad que edificó la democracia, la está banalizando o debilitando su salud a medida que desvía los esfuerzos e intereses de los ciudadanos hacia lo privado. Por una parte, la vida profesional “privada” concentra y exige cada vez más los esfuerzos continuados de la población. Además, otra amplísima parte del tiempo y disponibilidades restantes se dedican a una vida aún más “privada” de ocio, consumo y diversión.
El ciudadano moderno siente una indudablemente fuerte presión para que mantenga y acreciente su capacitación productiva, profesional, especializada y experta. Sin ninguna dura siente una muy similar presión para consumir los más variados productos y llenar satisfactoriamente su tiempo de ocio y esparcimiento. Nada que objetar a todo ello pues son claramente las dos dimensiones clave de la actual sociedad avanzada: conocimiento y alta productividad tecnológica, pero también consumo y espectáculo. No obstante muchas veces se obvia el precio pagado por ello, el costo subyacente de relegar a la vida política “pública” a un segundo plano. Por ello languidece y se debilita la exigencia ciudadana de atender colectiva y democráticamente a las dificultades globales crecientemente complejas de las sociedades actuales.
Evidentemente no olvidamos que, desde hace décadas, las posibilidades de la representación democrática minimizan el creciente interés y obsolescencia
cognitiva de los ciudadanos frente a los complejos problemas públicos. Se considera y se tiende –a nuestro parecer excesivamente- a desplazar muchas cuestiones del debate ciudadano, remitiéndolas a la decisión (o al menos mediación) de “comités expertos”, de “informes técnicos” o de los foros políticos “profesionales” dentro y fuera de los partidos. La poca preparación o disponibilidad de los ciudadanos para hacerse cargo de todos los complejos entresijos de lo público y de lo político es la causa de la actual incultura política y debilidad democrática. Ahora bien, suele ser una razón muchas veces esgrimida pero pocas veces analizada a fondo y, aún menos, con decidida voluntad de enmendarla.
El resultado es claro: cada vez más importantes asuntos que atañen a todos y afectan al común se deciden en canales para-democráticos alejados de la ciudadanía, del ejercicio más directo de la democracia y limitados a expertos y políticos profesionales. No es extraño, en contrapartida, que gran parte de la política democrática (a veces simplemente “demoscópica”) pase a centrarse en la lucha para influir emotivamente en el cuerpo electoral a través de los grandes medios de comunicación.
El actual dominio de la propaganda epidérmica, dirigida a las pasiones de las masas, casi sin argumentos ni datos fiables, y que busca sobre todo la movilización o manipulación demoscópica, aumenta la obsolescencia cognitiva creciente por parte del ciudadano de a pie. La razón es simple: éste no tan sólo debe dedicar sus esfuerzos para hacerse una opinión fundamentada de los problemas colectivos y su posible solución política, si no que además debe dedicar un importante esfuerzo adicional para mirar de encarar los problemas democráticos con una mínima ecuanimidad. A pesar de ser muy conscientes y críticos con la actual deriva propagandista de la democracia, y que sin duda aumentan los efectos del proceso malthusiano en el conocimiento, no profundizaremos en ello para seguir más puramente nuestro hilo argumentativo.
Las cuestiones económicas y políticas básicas son hoy de una complejidad que, ¡superando a los especialistas, cómo no va superar a los ciudadanos medios! Baste recordar la sorpresa unánime y no prevista a corto plazo por ningún analista -en 1989- ante hechos tan importantes como la caída del muro de Berlín, del “telón de acero” y de la URSS; o la sorpresa de los cracs en la bolsa de “las empresas.com”, luego de las “hipotecas” y –finalmente- de la profunda crisis económica que hoy padecemos. El sociólogo Ulrich Beck23 avisó sobre el enorme incremento del riesgo en las sociedades avanzadas simplemente por su aumento de complejidad, la integración global y la velocidad con que todo circula24.
En otro orden de cosas, las posibilidades actuales en bioingeniería, genética,
trasplantes o simplemente de intervenir científicamente en la gestión de la vida han provocado un comprensible y a veces virulento debate ciudadano.
Muchas veces éste se lleva a cabo con prejuicios y posiciones emotivas muy infundadas; ello no debe extrañar pues cualquier ciudadano que haya querido hacerse una opinión fundamentada sobre los grandes debates bioéticos actuales, claramente queda superado por su creciente complejidad y sus múltiples implicaciones.
En los ejemplos mencionados vemos que, ciertamente, el conocimiento experto
y especializado continúa con relativa buena salud (teniendo en cuenta los límites apuntados por Innerarity), pero no es así en cambio por lo que respecta a la capacitación de los ciudadanos de a pie para hacerse cargo racional y democráticamente de los problemas humanos actuales. Tiene razón por ello, Antoni Brey al denunciar el advenimiento de una sociedad de la “ignorancia”; aunque nosotros preferimos hablar de “sociedad de la incultura” en la medida que sobre todo amenaza al saber y la cultura generales sin los cuales el individuo está inerme, desconcertado e incapacitado para toda reflexión o decisión política que vaya más allá de “intuir” los problemas y “reaccionar emotivamente” a ellos.
¿Alienación postmoderna?
Se ha convertido en un tópico vincular la “condición postmoderna” con el enorme incremento de las actitudes cínicas, desconcertadas, angustiadas, nihilistas, “pasotas”, “escapistas”... Evidentemente tiene que ver con una profunda crisis de valores, pero nos proponemos apuntar que seguramente también tienen que ver con la percepción -por gran parte de la población- de que hoy las convicciones, las certezas y las verdades ya no son igualmente posibles como ayer.
A pesar que nadie duda del enorme incremento en el conocimiento colectivamente
disponible por la humanidad, los individuos perciben que sus convicciones,
certezas, verdades y consolidados valores “personales” han disminuido
en número, en solidez y en seguridad. Inconscientemente, la gente intuye que un proceso malthusiano en el saber “corroe” las certezas, los valores y los ideales que les acompañaban; pues cada vez más les falta la cultura y perspectiva globales necesarias para acogerlos y defenderlos racionalmente. La sociedad, los valores y los saberes han perdido su anterior solidez y hoy se muestran fluidos, líquidos (como ha teorizado Zygmunt Bauman25).
En la modernidad, y durante siglos, la identidad de las personas solía estar muy vinculada al trabajo o a la profesión ejercida (Weber hablaba de “vocación”),
que –se suponía- era para toda la vida –al menos si era exitosa. El sociólogo
Richard Sennett denuncia la “corrosión del carácter” que a su parecer produce el capitalismo avanzado, pues: “¿Cómo pueden perseguirse objetivos a largo plazo en una sociedad a corto plazo? ¿Cómo sostener relaciones sociales duraderas? ¿Cómo puede un ser humano desarrollar un relato de su identidad e historia vital en una sociedad compuesta de episodios y fragmentos? (…) el capitalismo del corto plazo amenaza con corroer el carácter, en especial aquellos aspectos del carácter que unen a los seres humanos entre sí y brindan a cada uno de ellos una sensación de un yo sostenible.”26
Todo lo anterior apunta a lo que podemos llamar la “alienación postmoderna”. En plena “sociedad del conocimiento”, una amenazante “alienación postmoderna” se cierne –paradójicamente- sobre la sociedad humana con mayor tasa de crecimiento cognoscitivo y en la circulación de las informaciones, provocando una paralela y hasta ahora inapreciada “sociedad de la incultura”. En una dialéctica sorprendente y paradojal (aunque no tanto como podría pensarse), la capacidad humana colectiva de multiplicar exponencialmente los enlaces cognitivos y los saberes participa –de no mediar algún elemento corrector- en la creciente obsolescencia cultural de la mayoría
de la población. Sencillamente, los individuos aisladamente y fuera de su especialización profesional son manifiestamente incapaces a largo plazo para seguir el ritmo exponencial de la producción cognitiva colectiva, global y especializada.
Hablando con sencillez, la sociedad del conocimiento, ultraespecializada y a lomos de las TIC27, amenaza a sus ciudadanos con la obsolescencia en todos los campos en los que no sean expertos profesionales. Brevemente: la sociedad del conocimiento no sólo se solapa con la sociedad de la incultura, si no que la crea o -al menos- la pone en toda su evidencia. La expertez y la ultraespecialización (al menos tal y como se desarrollan en nuestras sociedades avanzadas) conllevan la creciente incultura a que nos vemos abocados –en tanto que ciudadanos de a pie- para hacernos cargo personalmente de lo global y común al género humano.
Se suele considerar y es ya un tópico, que la “sociedad del conocimiento” evidencia, finalmente y con toda contundencia, que la especialización de los expertos profesionales “triunfa” por encima de los viejos “sabios” contemplativos
y de los “hombres cultos” del Renacimiento. Aparentemente es el triunfo definitivo de los científicos, ingenieros y tecnólogos por encima de los humanistas y los filósofos. De poco sirve argumentar que la ciencia está cada vez más supeditada a la aplicación tecnológica y que los científicos cada vez se convierten en meros gestores tecnológicos. Tampoco relativiza el tópico anterior, argumentar que cada vez más los científicos se sienten meros instrumentos de un proceso productivo que no controlan ni, a veces, conocen en su globalidad. Como ya sucedió en el famoso Proyecto Manhattan que llevaría a la bomba atómica, los científicos pierden el control y agencia autónoma de su investigación dentro de las macroestructuras en las que hoy están inscritos. Unas veces se dice que es por “seguridad”, otras para evitar el “espionaje industrial”, pero muchas veces es simplemente un resultado de ultraespecialización y la jerarquización institucional.
En la actualidad hay consenso general en qué también resulta imposible al científico hacerse cargo globalmente de los múltiples avances en el conjunto de las teorías, áreas y disciplinas científicas. Ello es un claro efecto del proceso malthusiano en los saberes que afecta a la actual “sociedad del conocimiento”, pero insistimos que no prevemos por esta dirección el colapso o radical obsolescencia cognitiva a medio plazo. La “alienación postmoderna” que parece ser la consecuencia inadvertida de ese proceso se manifiesta más bien en la incultura y la obsolescencia cognitiva que amenaza con incapacitarnos para el ejercicio responsable de la ciudadanía democrática.
Además y como hemos apuntado, la creciente separación entre ciudadanía y las instituciones democráticas sólo se intenta compensar recurriendo a “políticos profesionales”, a “expertos” y a “comités técnicos”. Se olvida que éstos, dada su ultraespecialización y la lógica dependencia de las reglas internas de su “gremio”, están abocados a lo que los griegos clásicos llamaban “idiotez”28 o, al menos, una notable “ceguera” respecto al conjunto del mundo, de lo humano y de las necesidades globales hoy. Una vez más la especialización en un aspecto, provoca la ceguera o inatención respecto a lo común, compartido y humano en general.
El postmodernismo ha destacado la importancia de la sociedad del conocimiento,
de las tecnologías de la comunicación y la información (p.e. Jean-François Lyotard o Gianni Vattimo) pero también de otros aspectos de la sociedad contemporánea muy vinculados con lo que llamamos “sociedad de la incultura”. Nos referimos por ejemplo a la “sociedad del espectáculo“ teorizada por Guy Debord y los situacionistas, la cultura “del simulacro” denunciada por Jean Baudrillard o la “era del vacío” analizada por Gilles Lipovetsky29.
Muy similarmente pero bastante antes, Jorge Luis Borges anticipó magistralmente
en “La biblioteca de babel”30 la angustiante y paradójica sensación que provoca el proceso malthusiano en el saber: “A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. {...} La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. {...} Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana –la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.”
La sociedad postmoderna del conocimiento y las TIC ha creado los medios para que la creación colectiva del saber pueda expandirse exponencialmente y subsista sin necesitar a la conciencia, memoria, reflexión... de ningún humano individual o en concreto. La “sociedad del conocimiento” hace posible que el saber exista por los nodos de Internet con independencia de cualquiera de nosotros. Por ello, en la actualidad no importa si jamás nadie llega a interesarse por algunos aspectos concretos y, por supuesto, si es imposible que ningún individuo pueda conocer la totalidad del conocimiento creado colectivamente y nadie pueda hacerse cargo de la estructura del conjunto. Eso es lo que Antoni Brey llama “sociedad de la ignorancia”, Daniel Innerarity “sociedad del desconocimiento” y nosotros “sociedad de la incultura” (o en virtud de la época donde se evidencia: “alienación postmoderna”).
Referencias
The Guardian, 22 de mayo de 2005. Puede consultarse la entrevista 1. completa en http://www.guardian.co.uk/science/2005/may/22/comment.observercomment
Aristóteles. 2. Metafísica, 980a-982b7
Peter F. Druker. The Age of Discontinuity: Guidelines to Our Changing 3. Society. Harper & Row, 1969.
Firtz Machlup. The Production and Distribution of Knowledge in the 4. United States. Princeton Univ Press, 1962.
Karl Marx en su debate con el economista alemán Friedrich Lict, 1845.5.
Manuel Castells. The Information Age: Economy, Society, and Culture. 6. Blackwell Publishers, 1996-2003.
Gilles Lipovetsky. Les temps hypermodernes. Grasset, 2004.7.
Donella H. Meadows, Jorgen Randers, Dennis L. Meadows. Limits to 8. Growth: The 30-Year Update. Chelsea Green, 2004.
Alfons Cornella. Com sobreviure a la Infoxicació.9. http://www.infonomia.com/img/pdf/sobrevivir_infoxicacion.pdf
Neil Postman. Amusing Ourselves to Death: Public Discourse in the Age 10. of Show Business. Penguin Books, 1985.
Jeroen Boschma, Inez Groen. Generatie Einstein, slimmer sneller en 11. socialer: communiceren met jongeren van de 21ste eeuw. Pearson Education, 2006.
John C. Beck, Mitchell Wade. The Kids are Alright: How the Gamer 12. Generation is Changing the Workplace. Harvard Business School Press, 2006.
Alan Sokal, Jean Bricmont. Impostures intellectuelles. Odile Jacob, 13. 1997.
Russell Jacoby. The Last Intellectuals: American Culture in the Age of 14. Academe. Basic Books, 1987.
Allan Bloom. The Closing of the American Mind. New. Simon & 15. Schuster, 1987.
The Matrix. Wachowski brothers. Warner Bros, 1999. 16.
José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas. Revista de Occidente, 17. 1930.
Giovanni Sartori. Homo videns. Televisione e post-pensiero. Laterza, 18. 1997.
Este modelo está siendo sometido a crítica desde varios ángulos y por 19. diversos autores. Desde el punto de vista de la sostenibilidad, por el anteriormente citado Limits to Growth. Como modelo para aportar felicidad al ser humano, por ejemplo en El fetiche del crecimiento, de Clive Hamilton, e incluso poniendo en duda la misma idea de progreso, en varios trabajos de John Gray.
Robert Malthus (1766-1834) fue educado según los principios 20. pedagógicos de Rousseau, renunció a su ordenación como sacerdote anglicano al casarse y fue profesor de economía en una nueva institución universitaria destinada a formar los funcionarios de ultramar del Imperio británico. En 1798, influido por Adam Smith y David Hume, publicó anónimamente su célebre Ensayo sobre el principio de la población por lo que afecta a la futura mejora de la sociedad, que provocó una enorme polémica. En 1804 apareció una edición ya firmada por su autor, ampliada y corregida con las investigaciones de los viajes de Malthus por gran parte de Europa. También publicó Observaciones sobre los efectos de las leyes de granos, Investigación sobre la naturaleza y progreso de la renta y Principios de economía política.
Véase mi conferencia 21. L’alienació postmoderna en la UPEC (Universitat Progressista d’Estiu de Catalunya), pronunciada el julio del 2008.
Véanse los libros de Manuel Castells: (2006) La Sociedad red. Una 22. visión global, Madrid: Alianza, y (2004) Sociedad del conocimiento, Barcelona: UOC.
Véanse básicamente los libros de Ulrich Beck: (2002) 23. La sociedad del
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riesgo global (Madrid: Siglo XXI), (2006) La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad (Barcelona: Paidós) y (2008) La sociedad del riesgo mundial: en busca de la seguridad perdida (Barcelona: Paidós).
El sociólogo alemán Ulrich Beck define la actualidad en términos de 24. “sociedad del riesgo”, precisamente porque la creciente interrelación mundial comporta e incrementa muchos peligros. Un ejemplo muy claro fue la rápida propagación global de la sida, que ya tuvo un antecedente en la famosa “peste negra” de mediados del siglo XIV. Recordemos que la peste negra pudo viajar en los barcos que por mar enlazaban por primera vez en la historia el Extremo Oriente (donde brotó la enfermedad) y los más ricos y populosos puertos del Mediterráneo. Evidentemente hoy las muy superiores posibilidades de rapidísima y masiva circulación de mercancías y personas acentúan los riesgos.
Destacamos los libros de Zygmunt Bauman: (2003) Modernidad 25. líquida, México: FCE; (2003) Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, Madrid: S.XXI; (2007) Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores, Barcelona: Paidós; y (2007) Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre, Barcelona: Tusquets.
Richard Sennett (2000: 25) 26. La Corrosión del caràcter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Barcelona: Anagrama.
Alfons Cornella ha creado para denominar ese fenómeno el agudo 27. neologismo “infoxicación”.
En el sentido griego etimológico de incapaz por estar totalmente 28. aislado o separado de aquello de lo que se trata. Políticamente se aplicaba a aquellos que sólo atendían a sus intereses privados y eran incapaces de valorar o atender a los intereses comunes.
Complementada por sus obras sobre 29. El crepúsculo del deber o La sociedad de la decepción.
Cito per les 30. Obras completas 1923-1972, Buenos Aires: Emecé, pp.468 i 470s. Subrayados de G.M.
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