Algunos de nosotros, la palabra "vacaciones" nos remonta a la infancia, a esas tardes de verano en que, sin aires acondicionados ni ventiladores de techo, los "grandes" desaparecían en busca de sombra para sortear las horas más tórridas, mientras los chicos deambulábamos bajo los árboles de veredas que daban a calles adoquinadas.
Más o menos así eran las cosas en Banfield, donde transcurrió mi niñez. Confieso que esas siestas bajo el gran paraguas que formaban tres grandes paraísos con florcitas violetas y blancas, a veces se me hacían de una monotonía difícil de sortear. Aunque suene a cuento, ¡me gustaba la escuela! y, pasados los primeros momentos de entusiasmo, me encontraba con esos días larguísimos, informes y, sobre todo, ¡vacíos!
En la formulación del experimento mental que se conoce como "paradoja de los gemelos",Ein- stein planteó que si uno de dos hermanos genéticamente idénticos viajara a una estrella a velocidades cercanas a la de la luz, a su vuelta sería más joven que el que se había quedado en la Tierra. La explicación para nosotros, los legos [que el físico desarrolló formalmente en la teoría de la relatividad general], es que a esas velocidades el tiempo "se dilata": corre más despacio.
Una amiga que no pretendía hacer gala de ningún rigor científico solía decir que en las vacaciones nos pasa al revés: cuanto más quietos nos mantenemos, más despacio avanza el reloj. Llegar a la playa a las once y tenderse al sol. Consultar las manecillas que giran morosamente cuando creemos que ya pasaron cuatro horas y que apenas hayan transcurrido quince minutos sólo podría atribuirse a una curiosidad inaudita de la física, si no fuera porque cualquiera sabe que no es más que un pase de magia de la mente.
Pecado, maldición o elixir de la vida según los aires de época, se me hace impensable que para los antiguos filósofos griegos el ocio fuera el supremo ejercicio de la libertad (y el trabajo, algo aborrecible). Hoy no nos sale fácil olvidarnos del trabajo y entregarnos a la fiaca. Las grandes urbes hicieron suyo el lema olímpico Citius, altius, fortius (más rápido, más alto, más fuerte). Actividades extralaborales, tareas extraescolares, conchabos de fin de semana? Y todo eso sin contar el nuevoamour fou por ese otro universo, el virtual.
En cierto sentido, somos todos atletas de la vida empeñados en dominar la fugacidad del tiempo. Como esos personajes del jet set que no quieren estar ausentes de ningún cóctel por temor a dejar de pertenecer al grupo de los elegidos, en el mundo del multitasking, ser hiperactivo es visto como un prerrequisito para ser parte del "hoy".
Sin embargo, no crean: en medio del entronizamiento del vértigo, también hay profetas de la pereza. Uno de ellos es Andrew Smart, un joven investigador graduado en la Universidad de Lund, en Suecia, que en El arte y la ciencia de no hacer nada (Capital Intelectual, 2014) defiende la tesis de que "el ocio es una de las actividades más importantes de la vida" y sostiene que esas recetas para la administración eficiente del tiempo con que nos quieren seducir están equivocadas.
Según Smart, diversos trabajos neurocientíficos descubrieron por accidente que hay una actividad cerebral que sólo se produce mientras nos permitimos precisamente no hacer nada. Las epifanías artísticas y científicas, emocionales o sociales sólo se producirían en esos raros momentos en que, en ausencia de ocupaciones impuestas, dejamos vagar libremente el pensamiento. Desde su punto de vista, el ocio podría ser incluso más importante para la salud del cerebro que la actividad dirigida. "Cuando holgazaneamos -escribe el científico- se establece una red amplia e inmensa en el cerebro que empieza a enviar y recibir información entre las regiones que la construyen. Las mariposas salen a jugar cuando hay quietud y silencio: ante cualquier movimiento abrupto, se esfuman."
Ya hace miles de años el budismo advertía que para acceder a la verdadera naturaleza de la realidad hay que ir más allá de las acciones, de los conceptos, del lenguaje. No hacer nada, dejar de pensar, dejar de hacer, es, en definitiva, la acción más difícil. Tal vez en estas vacaciones no sea mala idea plantearnos seguir el ejemplo de Andrés Fava, ese personaje de Cortázar que a los diez años se demoraba debajo del "cielo bajo, blanco, translúcido" de la sábana blanca de su cama de verano, y dedicarnos sin culpa al dolce far niente..
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