Galileo Galilei tiene el honor de ser considerado el padre de la cosmología instrumental. La observación del cielo nocturno a través de un telescopio confirmó una realidad muy diferente a la que describía el dogma establecido y, desde entonces, Galileo puede considerarse el padre de la ciencia moderna.
Esa realidad muy diferente se correspondía, por el contrario, con la teoría propuesta por Nicolás Copérnico sesenta años antes. El sistema copernicano había sido aceptado como método de cálculo, pero no como interpretación realista del mundo. No era fácil aceptar, a pesar de los aciertos de la teoría, que la Tierra no era el centro del universo, sino que ésta giraba alrededor del Sol, al igual que el resto de planetas. Como explica Rafael A. Martínez, profesor de Filosofía de la Ciencia la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma, en un artículo de 2009:
Los presupuestos conceptuales ligados a la percepción del movimiento eran difíciles de modificar, lo que era necesario para aceptar el movimiento de la Tierra.
Para la mayoría de los astrónomos la solución era considerar las matemáticas como un instrumento útil de cálculo, y no plantearse problemas “filosóficos”. Pocos admitían, como Copérnico, Michael Maestlin y Johannes Kepler, que a través de las relaciones matemáticas podemos descubrir la estructura real del mundo. Pero su actitud se enfrentaba con una seria crítica epistemológica, lo que hoy llamaríamos la “indeterminación de las teorías”. Como escribiría el cardenal Belarmino: “no es lo mismo demostrar que suponiendo que el Sol está en el centro y la Tierra en el cielo se salvan las apariencias, y demostrar que en realidad el Sol está en el centro y la Tierra en el cielo”.
Galileo compartía esa misma confianza en el valor de las matemáticas, pero iba mucho más allá: para él la Luna, el Sol y los demás astros son “cuerpos”, como las piedras o las balas de cañón, o como la Tierra misma. Para conocer la realidad del mundo no sólo podemos recurrir a cálculos astronómicos, sino que podemos también razonar (matemáticamente) a partir de los fenómenos físicos: el aspecto de la Luna, las manchas del Sol, o el movimiento de los cuerpos sobre la Tierra. Galileo comenzaba así a elaborar una nueva ciencia, la física.
El sistema heliocéntrico era incompatible con la Biblia. Quienes defendían a Galileo afirmaron lo contrario: si lo observado no se correspondía con lo escrito no era por contradicción con las revelaciones de Dios, sino porque de algún modo los hombres habían malinterpretado las Sagradas Escrituras. Errar es humano, no divino. Por eso, era necesario priorizar la observación de la naturaleza y luego atender a la interpretación de las Escrituras, lo cual permitiría corregir no a Dios, sino a quienes no le habían entendido bien.
Sin embargo, los intentos por hacer compatibles ciencia y teología no fueron bien recibidos. La actitud general se resumía en la postura del cardenal Belarmino, para quien la separación entre ciencia y religión era necesaria, y ello significaba que los astrónomos debían limitarse a las “hipótesis matemáticas”, jamás a extraer de ellas conclusiones relacionadas con hechos físicos.
Para los teólogos del Santo Oficio, tales hechos no eran más que proposiciones que, aunque se apoyaban en la experiencia sensible y en el razonamiento matemático, debían subordinarse a la filosofía imperante y a los intereses teológicos.
Con todo, el copernicanismo nunca fue condenado como herejía en firme, sino que se lo declaró temerario por ser contrario a las Escrituras y, por tanto, se prohibieron los libros al respecto. En este sentido, cabe recordar que Giordano Bruno había sido quemado en la hoguera no por defender el heliocentrismo, sino por mantener –y estas sí que eran herejías—que el universo era infinito y estaba plagado de sistemas solares con vida.
Poco menos de tres siglos después del asunto copernicano, los cardenales Belarminos de turno volverían a aconsejar a los científicos que se dedicasen “a lo suyo”, esto es, a hacer cálculos matemáticos y a abstenerse de sacar conclusiones de los razonamientos matemáticos. El grito “Shut up and calculate” volvía a hacerse patente, y esto es así porque las conclusiones ya no se correspondían con la Biblia de turno. Como si de un eterno retorno se tratase, todo iría bien siempre y cuando el razonamiento matemático se subordinase a la ideología imperante: no hablar de hechos reales, sino de analogías utilitarias, salva el paradigma establecido por gracia de aquello que David Deustch llama “mala filosofía”; mala no por demostrarse errónea, sino por autoproclamarse única vía de acceso a la realidad.
Pero la historia demuestra una y otra vez que las conclusiones “bizarras” extraídas de los razonamientos abstractos, y no los hechos, son el modo habitual de hacer volar un paradigma superado por los acontecimientos. Es el “salto intuitivo” de que hablara Einstein. En una carta dirigida al filósofo Maurice Solovine, Einstein le explica lo que se ha dado en llamar el “método postulacional de Einstein”. Tal y como cuenta Henry Pagels en El código del universo:
El científico comienza con el mundo de la experiencia y los experimentos. Sin más base que la intuición física salta desde la experiencia hasta la abstracción de un postulado absoluto; así fue como Einstein imaginó que el principio de equivalencia implicaba que la gravedad es geometría. Einstein realizó este salto conceptual llegando hasta un punto en el cual ningún experimento podía confrontar la idea con la realidad, y antes de tener alguna evidencia que lo apoyara. […] El siguiente escalón es el empleo del postulado para deducir los resultados teóricos específicos que pueden ser examinados experimentalmente. En cuanto a la relatividad general, los resultados fueron predicciones tales como la desviación de la órbita de Mercurio. Si un experimento falsifica los resultados teóricos, también derriba al postulado en el cual están basados dichos resultados. Esta vulnerabilidad del postulado absoluto a la falsificación es parte del método positivista.
Pero un elemento central, fuertemente antipositivista, del método de Einstein es el salto intuitivo desde la experiencia, el cual coloca al postulado absoluto en el primer lugar.
El postulado trasciende la experiencia. Según Einstein, para que una teoría prospere, nunca bastará con la mera recolección de fenómenos ya descritos, tiene que añadirse siempre una invención libre de la mente humana que ataque el corazón del asunto.
Esto es lo que vino a decir Karl Popper al criticar el método inductivo. Popper denomina “mito baconiano” a la idea, fijada como método por Francis Bacon, de que los enunciados científicos son verdaderos porque se apoyan en la observación.
El primer párrafo de este artículo es la versión que se suele leer y escuchar normalmente en las escuelas y demás criaderos divulgativos. Lo que en este mundo todavía cuesta cierto trabajo explicar, salvo que los narradores sean físicos teóricos –y cuanto más zumbados mejor—, es algo más preciso: Galileo es importante porque proporcionó soporte instrumental a la teoría intuitiva de Copérnico.
De hecho, tal y como están las cosas, padre de la ciencia moderna puede ser cualquiera menos un observador “fiel” de la naturaleza. Por ejemplo, ¿qué tal, entre otros tantos, Anaximandro…?
Al menos, eso es lo que sugiere Popper en el ensayo con que comienza El mundo de Parménides:
Tanto la epistemología empirista como la historiografía tradicional de la ciencia están profundamente influidas por el mito baconiano de que toda la ciencia parte de observaciones para pasar luego, lenta y cuidadosamente, a las teorías. Si estudiamos a los primeros presocráticos, podremos ver que las cosas son muy otras. Encontramos allí ideas fascinantes y audaces, algunas de las cuales son anticipaciones extrañas y pasmosas de resultados modernos, mientras que muchas otras yerran mucho el tiro desde nuestro punto de vista moderno. Sin embargo, la mayoría de ellas y ciertamente las mejores nada tienen que ver con la observación.
Anaximandro propuso que la Tierra estaba suspendida en el espacio, “no se sostiene con nada, sino que permanece quieta debido al hecho de que equidista de todas las demás cosas”. Esa simetría del mundo asegura que no haya una dirección preferente hacia la que pueda producirse el colapso. Su fundamento no es observacional, sino un razonamiento intuitivo: allí donde no hay diferencias no puede haber cambio.
Pero, nos dice Popper, Anaximandro habría podido llegar más lejos aún en su teoría de no ser por un error muy típico, que es el error de dejarse llevar por el sentido común:
…la idea de una distancia igual a todas las demás cosas debiera haberle conducido a la teoría de que la Tierra tiene forma de globo. En lugar de ello, creyó que tenía forma de tambor con una superficie plana superior y otra inferior.
[…] fue la experiencia observacional la que le enseñó que la superficie de la Tierra era en gran medida plana. Así pues, fue la argumentación crítica y especulativa, la discusión crítica de la teoría de Tales, la que casi lo condujo a la verdadera teoría de la forma de la Tierra, mientras que fue la experiencia observacional la que lo desorientó.
Las especulaciones abstractas de Anaximandro en particular, y de cualquiera en general, como vemos hoy en día, resultaron de mayor utilidad que la analogía o la experiencia observacional en esa aproximación infinita, porque nunca llega, a eso que llaman verdad.
Mas, podría responder un seguidor de Bacon, ésa es precisamente la razón por la cual Anaximandro no era un científico.[…]
Por supuesto, esta respuesta equivale a la tesis de que, por definición, las teorías son (o no son) científicas según su origen en las observaciones o en los llamados “procedimientos inductivos”. Sin embargo, estimo que pocas teorías físicas, si es que hay alguna, habrían de encajar en tal definición. Y no veo por qué habría de ser importante a este respecto la cuestión del origen. Lo que es importante de una teoría es su poder explicativo y si se sostiene frente a las críticas y las pruebas. El problema de su origen, de cómo se llegó a ella, si por un “procedimiento inductivo” como dicen algunos o por un acto de intuición, tal vez sea extremadamente interesante, en especial para el biógrafo de la persona que la inventó, pero poco tiene que ver con su carácter o condición científica.
A día de hoy está asumido, aunque siempre viene bien recordarlo, que la observación es útil a posteriori, como parte del proceso deductivo; tal es el lugar de Galileo y su telescopio en el desarrollo del copernicanismo. El origen de la hipótesis es lo de menos, nos dice Popper. Pero quizás no sea tanto lo de menos cuando, por ejemplo, el salto intuitivo einsteniano requiere no ya una mente prodigiosa, sino bien cultivada.
Según lo que haya dentro de la mente del científico, así será lo que surja en sus teorías; cada uno es hijo de su época. Einstein quiso un mundo perfecto acorde a un dios perfecto, para lo cual se sacó de la manga la constante cosmológica y renegó de los preceptos cuánticos porque no le gustaba que su dios jugara a los dados.
¿Qué esperar de quienes hayan sufrido otro tipo de educación, especializada y reduccionista, por la que sólo ven en el mundo datos con que construir artefactos, pero ningún sentido?
De momento, como hiciera el cardenal Belarmino, aconsejan no extraer conclusiones “absurdas”.
Hay al menos un problema filosófico en el que están interesadas todas las personas que piensan. Se trata del problema de entender el mundo en que vivimos y por consiguiente, a nosotros mismos (pues somos parte del mundo) y al conocimiento que de él tenemos. Toda ciencia es, según creo, cosmología, y para mí el interés de la filosofía, no menos que el de la ciencia, reside exclusivamente en su audaz intento de aumentar nuestro conocimiento del mundo y de desarrollar la teoría de nuestro conocimiento del mundo. […]
Para mí, tanto la filosofía como la ciencia pierden su atractivo cuando abandonan esta indagación; cuando se tornan en especialidades y dejan de ver los enigmas de nuestro mundo y de maravillarse ante ellos.(Karl Popper, El mundo de Parménides)
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Fuente: Erraticario
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