Empecé a usar el Design Thinking para resolver este desafío de innovación: “Rediseñar un modelo de consumo familiar/personal que permita optimizar gastos y adquirir hábitos de vida más responsables y saludables”. El reto va de cómo mitigar los problemas que genera la crisis en las economías familiares a través de una modificación de los hábitos de consumo que permita optimizar los gastos para, según la consigna del proyecto, aprender a “Disfrutar más con menos”.
Quería aportar algún contexto al ejercicio, así que invité a los participantes a leer sobre “Filosofía del Decrecimiento” y “Slow Movement” como posibles pistas para la búsqueda de esos nuevos hábitos de consumo, pero siempre con carácter opcional, solo para el que quisiera elegir ese camino. Por si no lo sabéis, la primera teoría aboga por modular las sobre-expectativas de bienestar material reduciendo el desenfreno consumista. La segunda afirma que vivimos un modelo de vida demasiado acelerado, que no nos permite disfrutar de las pequeñas cosas. Según sus promotores, seríamos más felices si aprendiéramos a disfrutar más del proceso y no obsesionarnos tanto con los resultados, y si empezáramos a ralentizar prisas y ansiedades que no ayudan a paladear las experiencias más interesantes. Ambas corrientes tienen mucha relación, porque querer-siempre-más nos lleva a andar más de prisa, y andar más de prisa produce el efecto obsesivo de buscar siempre experiencias y cosas nuevas.
El Design Thinking tiene sentido aquí porque buscábamos generar propuestas y recomendaciones prácticas que, desde la más profunda empatía, ayuden a integrar con acciones concretas mejores hábitos de vida. El argumento más poderoso para usar esta metodología es que para poder difundir estos nuevos hábitos de consumo es imprescindible ponerse en el lugar de los ciudadanos, de las familias, en lugar de dar sermones sobre lo que “deberían” hacer. Eso exige comprender muy bien las expectativas, deseos, miedos y resistencias que se dan en los hogares a la hora de plantearse cambios como estos.
Después de una formación de 5 horas sobre la metodología de Design Thinking (fundamentos, herramientas, etc.), pedí a los participantes como preparación para la siguiente sesión que hicieran trabajo de campo durante una semana para recopilar datos sobre varios puntos: “gastos superfluos” (sobre todo los que todavía no se habían documentado), posibilidades de compartir costes y recursos suprimiendo redundancias o duplicidades, gastos asociados al ocio pasivo y búsqueda de opciones alternativas de ocio activo que sean más sanas y baratas, fuentes de gastos específicos que generan los hijos (tanto los básicos como los complementarios: educación, actividades extra, juguetes, etc.) o hábitos de desplazamiento de los miembros de la familia con sus costes económicos y de bienestar asociados, entre otros. Esos puntos eran sólo para dar pistas porque la investigación tenía que ser libre, y podía incluir cualquier detalle (por poco relevante que pareciera) que ayude a los dos objetivos propuestos: 1) Mejorar la economía personal/familiar, 2) Adquirir hábitos de vida más saludables.
Para el correcto desarrollo del ejercicio establecimos además, dos premisas: 1) Pensar en “lo deseable”, no en “lo posible”. Ya habría tiempo de poner pegas a las propuestas que salgan del taller, pero tocaba olvidarse por ahora de esas limitaciones y dejar que la imaginación hiciera su trabajo, 2) Concebir la economía familiar/personal y los hábitos de vida como un “ecosistema”, o sea, contemplar todos los factores de contexto que influyen en el bienestar y la calidad de vida, especialmente los emocionales. Por eso había que ponerse en el lugar de cada una de las personas que conviven en el hogar y considerar todo lo que afecta la calidad integral de la experiencia de compartir. Por ese camino era posible que se descubrieran factores menos obvios, más invisibles. Eso intenta hacer, precisamente, el Design Thinking.
La optimización de los hábitos personales de gastos/consumo me pareció un tema que además de ser motivador (porque afecta de algún modo a todos los participantes), ya dije antes que era una metáfora de un reto muy actual en la esfera pública: “Vale, me pedís que recorte y optimice, pero… ¿En qué y para qué? ¿No será que tenemos que revisar las prioridades? ¿Pero… y si también modificamos los hábitos?”. Quería generar una reflexión sobre esto, para desvelar posibles mecanismos inerciales de decisión que no responden a las necesidades más genuinas de los ciudadanos. Yo aspiraba a que lo que cada uno descubriera en sus propias familias o entornos personales, pudiera ser extrapolable, aunque sea como filosofía, a su modelo de interpretación de los patrones de decisión de gasto público.
Tengo poco espacio para contar aquí lo que pasó, porque el post ya se está extendiendo demasiado, pero el ejercicio en ambos cursos funcionó sobrepasando todas mis expectativas. La implicación fue total. Conseguimos que la hoja de cálculo pasara a un segundo plano, y que nos centráramos en los fundamentos de cómo vivimos, en lo que realmente importa, en las vivencias humanas, los prejuicios anquilosados, los sentimientos y las resistencias más viscerales. Desentrañar todo eso fue revelador para muchos de los participantes. También, cómo no, compartir experiencias y escucharse unos a los otros.
El Design Thinking funciona genial si quieres poner a raya esa tendencia que todos tenemos a la retórica, los sermones y el discurso políticamente correcto. Bien gestionado, permite desentrañar con franqueza “lo que nadie dice pero que hace, piensa y/o siente”, y eso tiene un valor tremendo para intentar explorar itinerarios de gestión del cambio más auténticos y saludables.
Por ejemplo, en el trabajo de campo algunos participantes provocaron conversaciones entre miembros de la familia sobre qué pensaban sobre los patrones de gastos de los otros. Una línea super interesante fue cómo implicar a los niños en esa reflexión familiar, algo que me parece imprescindible. Por ejemplo, pidiendo a un hijo adolescente que tome una cámara y saque fotos de las cosas o detalles que más valora y quiere de su casa, y de las que prescindiría, para a partir de ese material gráfico generar una conversación que por otras vías no hubiera funcionado. Una madre consiguió que su hija creara un collage con elementos de su vida que le parecían relevantes y que los relacionara con su coste.
Insistimos mucho en recopilar información no textual, más abierta, menos puntillosa, para que estimule la reflexión. Si alguien ponía una foto de la nevera o de una esquina de la habitación de su hijo, la explicaba de un modo que podía no coincidir con lo que sugería esa imagen a otra persona. Recuerdo a alguien que trajo un dibujo que ponía:“¿Os acordáis cuando íbamos al monte con la ropa vieja?” y lo mucho que dio de sí aquella historia para repensar los patrones de consumo. Me queda claro que apelar amodelos de reflexión menos textuales (esquemas, gráficos, dibujos, fotos, anécdotas, historias) funciona de forma estupenda en estos ejercicios. Es la virtud de las imágenes, que estimulan visiones distintas.
Aquí lo dejo. Prometo escribir próximamente un segundo post, continuación de este, contando más en detalle el ejercicio y las ideas que se manejaron en esos talleres.
Nota: La imagen del post es del album de victor_nuno en Flickr.
No hay comentarios:
Publicar un comentario