¿Te has preguntado alguna vez cómo puedes influir en crear una organización más eficiente? ¿Cuáles son las claves de la eficiencia empresarial? ¿Es suficiente con una buena estrategia?
La estrategia en una organización es necesaria pero no suficiente, como lo demuestra el hecho de que un 90% de las empresas que cuentan con una estrategia bien definida fracasan en su implementación.
Leámoslo a la inversa: sólo un 10% de las empresas implementan bien su estrategia. Por tanto, es evidente que la clave de la eficiencia empresarial reside en el buen aterrizaje de la estrategia, es decir, en la ejecución diaria.
¿De qué elementos se compone la ejecución? De dos, inseparables: los Procesos y lasPersonas. No hay uno sin otro. Podemos disponer de los mejores procesos de negocio, pero con las personas inadecuadas fracasaremos. Podemos disponer de los mejores colaboradores, pero con los procesos inadecuados fracasaremos igualmente.
¿Qué significa trabajar la eficiencia en los Procesos? Muy simple: eliminar aquello que no aporta valor, la grasa operativa, transformándola en músculo operativo. Acostumbra a ser un cóctel de acciones en cualquier compañía: revisión de la estrategia operativa de las ventas para asegurar que se maximiza el margen bruto en el día a día del equipo comercial, simplificación de procesos para agilizar la respuesta al cliente, reducción de la burocracia, adquisición de herramientas que faciliten el trabajo, comunicación inter e intradepartamental, reparto óptimo de las cargas de trabajo, adecuación de las capacidades a las necesidades, y dimensionamiento óptimo de la plantilla.
¿Qué significa trabajar la eficiencia en las Personas? Muy simple: dotar de ‘alma’ a las empresas para evitar que sus trabajadores –tanto jefes como colaboradores– se transformen en profesionales zombi. Los jefes deben crear un entorno en el que cada cual encuentre su propia motivación, exento de miedos y de egos. Estos últimos son los mayores inhibidores de la eficiencia en Personas, sobre todo cuando afectan a los directivos, impidiendo la generación de equipos de alto rendimiento. Los colaboradores no solo deben estar abiertos a los cambios, sino que tienen que impulsarlos. Es una responsabilidad compartida entre la dirección –que debe poner los medios– y los colaboradores –que deben poner las ganas.
Si es tan simple trabajar esos dos elementos, ¿por qué solo el 10% de las empresas implementa bien su estrategia? En primer lugar, porque los proyectos de eficiencia se suelen abordar desde dentro de la empresa. La mayoría fracasan o se autoengañan creyendo que han hecho buenos cambios cuando lo único que han aplicado son medidas cosméticas. Es extremadamente difícil abordar un proyecto de eficiencia desde dentro de la empresa. Mejorar requiere de perspectiva para despojarse de las prácticas inadecuadas. Mi recomendación es que contrates a alguien externo, con una visión fresca y no contaminada de las dinámicas de tu empresa, que identifique las ineficiencias con una aproximación metodológica. En segundo lugar, porque no se tienen en cuenta los principales enemigos de la eficiencia, que son:
– Las inercias, es decir, hacer las cosas porque siempre se han hecho así. Cuestionémonos el ‘Para qué’. Si concluimos que una actividad tiene sentido, preguntémonos si el ‘Cómo’ es mejorable, de tal forma que el ‘Coste’ sea el adecuado. ‘Para qué’, ‘Cómo’ y ‘Cuánto’, las tres preguntas básicas de la eficiencia en procesos. De ahí la importancia de mirar a la empresa con perspectiva y con ojos limpios. Y, acto seguido, gestionemos bien el cambio para minimizar las resistencias que, tenlo por seguro, surgirán. Transmitir determinación desde la dirección es fundamental.
– La hipertrofia de ego que afecta a no pocos directivos, provocando que los colaboradores brillantes queden tapados. Los jefes tienen la creencia de que deben ser los más brillantes del equipo. No se dan cuenta de que será a través de la construcción de un equipo brillante que ellos brillarán automáticamente. En España tendemos a promocionar como directivo o mando intermedio al mejor técnico del equipo. Es un craso error. Las capacidades de un líder son otras: gestionar personas y aportar criterio empresarial en su ámbito de actuación. Nadie nace enseñado como líder. Incluso las habilidades relacionales se pueden adquirir con la práctica y el hábito diario. Si le abandonamos a su suerte se encerrará en su zona cómoda, que es la técnica, y abdicará de su función de líder. Regla de oro para los jefes: si consigues que tu equipo brille, tú brillarás automáticamente.
– El miedo, que provoca que las relaciones jefe-colaborador partan desde la desconfianza mutua, es decir, desde la pétrea y gélida distancia emocional. Corresponde al jefe vencer esas barreras. Desde la desconfianza no crece nada. Muchos directivos piensan erróneamente que mostrar confianza es equivalente a mostrar debilidad. Nada más lejos de la realidad. Tienden a confundir sensibilidad con debilidad. No deben tener miedo a mostrarse tal y como son. Mostrar sensibilidad les convertirá en seres próximos, los canales de comunicación se abrirán y generarán un mejor clima de trabajo –no en vano, la productividad personal se incrementa en un 30% cuando se trabaja con buen clima laboral–. Y aquellos colaboradores que les confundan con seres débiles e intenten aprovecharse, tan solo necesitarán ser advertidos asertivamente de que ése no es el camino. Si ambos –jefes y colaboradores– no logran despojarse de sus miedos –que es lo más difícil porque significa cambiarse por dentro–, los conflictos que surjan a su alrededor serán mucho más complejos. Tanto, que unos y otros se sentirán abatidos con el tiempo y su energía personal decaerá hasta convertirse en profesionales zombi.
– La aversión al error. Ni jefes ni colaboradores son superhéroes. Acertar a la primera es infrecuente. Es responsabilidad de los jefes crear un ambiente donde los colaboradores se sientan seguros arriesgando y fomentar la experimentación responsable. De ahí surgen los mejores procesos de negocio. Desde ahí crecen y se enriquecen las organizaciones. Tengamos humildad para reconocer cuándo nos hemos equivocado, apliquemos tolerancia al error propio y al ajeno, y también una dosis de orgullo para levantarnos tras la caída. Las personas inteligentes son las que aprenden de sus propios errores. Las personas sabias son las que aprenden de los errores de los demás. Seamos inteligentes, como mínimo. De los éxitos se aprende muy poco. Los errores se corrigen, los éxitos se celebran.
Recuerda lo que decía Henry Ford: ‘Tanto si crees que puedes como si no, tienes razón’.
Te deseo lo mejor.
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