Hace pocos días, The Economist mostraba que la suma del valor bursátil de las grandes empresas digitales norteamericanas (Apple, Google, Microsoft, Amazon y Facebook) era 5 veces superior al de los gigantes manufactureros germanos (Daimler, Siemens, BMW, Volkswagen y Continental). Sólo Facebook tiene un valor en los mercados financieros mayor al de Daimler, Siemens y BMW juntas. ¿Es normal este hecho? ¿Es normal que una empresa basada en un website y una red social sea más valorada por los inversores que un conjunto de compañías dotadas de tecnología, I+D avanzado, instalaciones de manufactura y activos físicos distribuidos por el territorio? ¿Es deseable que los flujos financieros se reorienten a un mundo poblado de avatares digitales? Porque lo más preocupante es que, revisando los empleos que generan ambas tipologías de empresas, nos damos cuenta de que la potencia generadora de trabajo de las empresas manufactureras germanas por cada dólar inyectado en el mercado financiero es 16 veces superior a las empresas digitales americanas. Empleos en sectores de producción de tecnología media y alta. Empleos capaces de generar y desarrollar clases medias. Empleos que han estabilizado sociedades y sustentado sistemas democráticos en el pasado.
La digitalización es una gran fuerza transformadora, una fuerza positiva generadora de un valor incuestionable. Pero volatiliza cadenas de valor físicas. Pensemos, por ejemplo, en la industria editorial. Grandes activos industriales, empresas basadas en tecnología electromecánica, han desaparecido por la virtualización de la información. Lo que ayer era un cambio de serie físico en cilindros rotatorios se ha visto sustituido por paquetes de diseño gráfico y un click en el ordenador. La impresión física ha desaparecido en aras de impresión digital distribuida. La cadena de valor real se ha transformado en una cadena virtual. Los átomos se han evaporado, y han sido sustituidos por bits. Los libros, por archivos digitales. Y, si en el mundo físico existe un coste asociado a la producción de una unidad marginal (coste empresarial que genera salarios para la estructura de producción), en el mundo digital, el coste marginal de producir una unidad más es cero (una copia de software o que un usuario nuevo se haga una cuenta de Facebook). Por eso, el valor (y la riqueza) se concentra en el primer diseño, en la génesis de la compañía o del producto (de ahí el boom de las startups) y, como mucho, en la marca. Pero no se distribuye en la cadena de valor en forma de salarios, como sí ocurre en las empresas manufactureras.
Paradójicamente, la digitalización masiva ha hecho posible algo inusual: que un adolescente africano pueda acceder a más información a través de su teléfono móvil que la que disponía el presidente Reagan en 1980. Acceso a información digital sin límites: Google, Wikipedia, Youtube, MOOC’s o a un catálogo casi infinito de e-Books a través de Amazon. Y acceso a la información significa acceso a la educación. Capas cada vez mayores de la población humana tienen acceso a más y mejor información. Pero a la vez que se produce este fenómeno, se disuelven los sectores físicos y se volatilizan los empleos.
¿No es ésta una de las causas fundamentales de los desequilibrios evidentes que estamos sufriendo? ¿No es la digitalización una gran fuerza democratizadora en la difusión de la información, pero a la vez terriblemente ineficiente y dictatorial en la distribución de la riqueza? A la vez que alumbramos las generaciones más formadas, informadas y digitalizadas de la historia, se desvanece la posibilidad de encontrar un empleo de calidad. ¿Vamos hacia una sociedad dividida entre una minoría de emprendedores, inversores y profesionales de éxito, ciudadanos globales muy bien pagados, y una mayoría de excluidos sociales, inadaptados al nuevo escenario laboral?
Según McKinsey, históricamente, tras cada gran recesión económica, una vez el PIB recuperaba su nivel previo, el empleo también recuperaba los niveles pre-crisis en un periodo de 3 a 6 meses. Así se comportó la economía americana tras las crisis de 1969, 1973 y 1981. Pero en 1991 se empezó a alterar esta tendencia: se necesitaron 15 meses para recuperar los niveles de empleo previos. Tras el estallido de la burbuja de internet, fueron 39 meses. La destrucción de empleo masiva disparada con la caída de Lehman Brothers en 2008 necesitó 78 meses para compensarse. Y la naturaleza de los empleos creados fue mucho más precaria que los previos. En España, ya sabemos cómo estamos.
El empleo de calidad al alcance de todos, el empleo estable, el empleo en industrias manufactureras capaz de sustentar prósperas sociedades del bienestar se está disolviendo. Es un bien cada vez más escaso. Una intensa competición global está empezando a generarse para atraer la manufactura sofisticada restante, también impregnada de digitalización. Y existe una fuerza que puede ser gestionada en beneficio propio: las actividades industriales innovadoras cada vez son más independientes de los mercados finales, más fáciles de concentrar en puntos geográficos concretos. La nueva industria es más volátil, pero responde a incentivos naturales y económicos. Irá donde haya talento, donde haya calidad de vida, donde encuentre políticas y culturas favorables. Donde existan pactos a largo plazo por la innovación y la industria. Donde se practique una política industrial proactiva, basada en ciencia y tecnología, y enfocada a la generación sistemática de empleo. Alemania, y sus estrategias de alta tecnología orientadas a robustecer y mantener una industria 4.0 en su territorio es un gran ejemplo, aunque los mercados financieros, en su irracionalidad característica, sigan optando por las redes sociales puntocom.
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