Somos civilizados, tendemos a esconder la ira, a soterrarla por nuestro bien y el de nuestro entorno, pero disimular no significa eliminar. ¿Es bueno controlar nuestros impulsos naturales, primitivos y milenarios? Y en ese caso, ¿qué válvula de escape usamos, cómo canalizamos la ira o los celos?
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El año pasado el psicólogo Steven Pinker publicó el libro Los ángeles que llevamos dentro (Paidós). La polémica tesis central es que nuestra época es la menos cruel y más pacífica de toda la historia de la humanidad. Este profesor de Harvard era consciente del revuelo que iba a levantar la idea. Y por eso su libro está lleno de datos que muestran cómo ha disminuido la violencia en todos los ámbitos humanos. Estos son algunos ejemplos: a partir de los esqueletos prehistóricos hallados, podemos inferir que el 15% de los individuos morían en las primeras etapas de la humanidad a manos de otra persona. Con la aparición del Estado, la cifra disminuye: en la cultura azteca, una de las más feroces, sólo una de cada veinte personas era asesinada. Y a medida que ese tipo de sociedades se consolidaron, las muertesviolentas bajaron. Incluso en las épocas más crueles (el siglo XVIII o la primera mitad del XX) el porcentaje de homicidios no sube del 3%. Es más: la documentación de Pinker rompe el “mito del buen salvaje”: las etnias que siempre se han puesto como ejemplos de vida pacífica e idílica –los inuit, los semai o los ikung– tienen índices criminales similares a los de ciudades implacables de la actualidad como Detroit. En resumen: hoy en día, a pesar de la sensación de peligrosidad con la que vivimos, tenemos la décima parte de posibilidades de morir asesinados –y de sufrir cualquier otro tipo de agresión física y violación– que en cualquier otra época o momento de la historia.
Como esta disminución del nivel de violencia no se puede deber a causas genéticas (cien años no es suficiente para un cambio fisiológico tan drástico), parece claro que algo ha ocurrido en nuestra cultura y educación que está contribuyendo a la represión de nuestros instintos criminales. El ser humano es, interiormente, muy similar al que ha sido siempre: el psicólogo David Buss ha recopilado datos que demuestran, por ejemplo, que más de un 90% de los hombres y un 80% de las mujeres siguen fantaseado en ocasiones con asesinar a alguien. Pero la cultura actual fomenta el autodominio, que nos pide que no nos dejemos llevar por esos impulsos y nos lleva a la represión de este tipo de instintos crueles.
En los estudios de antropología, es tradicional la distinción entre las sociedades que promueven el autocontrol y las que alimentan la impulsividad. En las primeras se enseña a los miembros a focalizar sus fuerzas en objetivos a medio o largo plazo, inhibiendo las pasiones inmediatas y la violencia. La estrategia contraria anima a los seres humanos a guiarse por sus sentimientos y primeros impulsos.
Nuestra cultura es del primer tipo y a las personas que se autocontrolan les suele ir mejor. El psicólogo Walter Mischel fue el autor de uno de los experimentos pioneros acerca de las ventajas que proporcionan estos mecanismos mentales de autodominio. El investigador reunió a un grupo niños de cuatro años. Una vez sentados en una sala, les dio un caramelo a cada uno y les dijo que tenía que irse un momento: ellos debían esperar a que él volviera para comerse el dulce. Si lo hacían, les daría otro caramelo como premio. A pesar de que el tiempo que permaneció fuera fueron sólo tres minutos, había niños que no esperaron y se quedaron sin el refuerzo. Este experimento inicial fue realizado a principios de los años sesenta. En las siguientes décadas, Mischel hizo un seguimiento de los niños y observó que los que no se habían comido el caramelo se convertían en adultos más resistentes a la presión, más autónomos, más responsables, más queridos por sus compañeros y mejor adaptados en el medio escolar que los otros. Además, su mayor autorregulación les permitía seguir dietas con más facilidad o dejar de fumar cuando se lo proponían. Su autodominio –ejemplificado en la investigación por la capacidad de posponer la gratificación retrasando una experiencia agradable en espera de algo mejor a largo plazo– les proporcionaba muchas ventajasadaptativas.
Nuestra cultura es del primer tipo y a las personas que se autocontrolan les suele ir mejor. El psicólogo Walter Mischel fue el autor de uno de los experimentos pioneros acerca de las ventajas que proporcionan estos mecanismos mentales de autodominio. El investigador reunió a un grupo niños de cuatro años. Una vez sentados en una sala, les dio un caramelo a cada uno y les dijo que tenía que irse un momento: ellos debían esperar a que él volviera para comerse el dulce. Si lo hacían, les daría otro caramelo como premio. A pesar de que el tiempo que permaneció fuera fueron sólo tres minutos, había niños que no esperaron y se quedaron sin el refuerzo. Este experimento inicial fue realizado a principios de los años sesenta. En las siguientes décadas, Mischel hizo un seguimiento de los niños y observó que los que no se habían comido el caramelo se convertían en adultos más resistentes a la presión, más autónomos, más responsables, más queridos por sus compañeros y mejor adaptados en el medio escolar que los otros. Además, su mayor autorregulación les permitía seguir dietas con más facilidad o dejar de fumar cuando se lo proponían. Su autodominio –ejemplificado en la investigación por la capacidad de posponer la gratificación retrasando una experiencia agradable en espera de algo mejor a largo plazo– les proporcionaba muchas ventajasadaptativas.
Por este éxito adaptativo, el mundo entero parece ir decantándose por la cultura del autocontrol. Los mensajes en la vida cotidiana en contra de la falta de regulación (“Como sigas haciendo lo primero que se te pasa por la cabeza vas a tener problemas”, “No puedes conseguir siempre lo que quieres por cualquier método”, “La violencia no es el camino”…) son continuos. Y, en teoría, van calando en nosotros hasta conseguir que encontremos el nivel más adaptativo de autorregulación por ensayo y error. Nuestra comunicación consciente trasmite la idea de que debemos controlar nuestra ira, nuestra envidia y nuestros celos. Sin embargo esos sentimientos, productos de miles de años de evolución, siguen soterradamente presentes en nuestro interior.
En su libro El profesor y la prostituta, (Anagrama) la periodista Linda Wolfe recoge una serie de casos reales con un denominador común: se trata de personas con una vida tranquila y convencional, que han realizado actos violentos sin un motivo aparente. Un ejemplo del libro es el de un ejecutivo triunfador, que acaba de ampliar su cadena de tiendas y está a pocos días de su boda. Un día, cerca de Central Park, tiene un pequeño accidente: un individuo choca contra su coche nuevo y le causa ligeros desperfectos. Nuestro ejecutivo sale del coche con una pistola y, delante de cientos de testigos, asesina al propietario del otro vehículo. Destroza la vida de otra persona (y la suya) sin un motivo aparente. Cuando la periodista le entrevista, este hombre solo sabe contestar que se sentía enfadado, que había acumulado mucha ira.
Ejemplos como los que recoge Wolfe nos pueden hacer pensar que algo está fallando con la canalización de la ira. Hay muchos analistas que avisan sobre la ocultación excesiva de los impulsos. Y películas como El Club de la lucha o series como Dexter intentan indagar en esta sociedad en la que está mal visto mentir pero no ocultar, que nos enseña a odiar sin decirlo y en la que la violencia física está mal vista pero se alientan muchos tipos de crueldad verbal.
Es cierto que durante toda la historia ha habido culturas de autocontrol, pero en todas ellas se han regulado momentos de falta de autodominio. Como nos recordaba Ernesto Sábato, “el proceso cultural es de domesticación, que no puede llevarse a cabo sin rebeldía por parte de la naturaleza animal, ansiosa de libertad”. El ser humano siempre ha sabido que sería un suicidio fomentar la expresión de pasiones viscerales, pero que también resultaría perjudicial que fueran siempre autocontrolados. Aguantarse los instintos puede resultar adaptativo para la sociedad, pero su exceso es negativo para el individuo.
Hace décadas, los cardiólogos Rosenman y Friedman, del hospital Monte Sinaí de San Francisco, advirtieron una relación entre el riesgo de enfermedades cardiacas y un determinado patrón de comportamiento de ciertos individuos. A partir de su investigación pionera, se definió un tipo de personalidad (la tipo A) que predispone a los problemas de corazón. Los individuos con esa forma de ser tienen un alto sentido de urgencia, están absolutamente centrados en sus objetivos y buscan la autorregulación en todas sus facetas: reprimen los instintos que no consideran convenientes. Por eso les cuesta liberarse de la presión por competir y disfrutar hedónicamente de actividades que no ayuden a la consecución de sus fines. Les gusta fijarse plazos y cumplirlos. Y por eso posponen todo y viven autocontrolados hasta que no logran sus metas laborales.
Según la investigación de estos médicos –que ha sido corroborada después por muchos estudios– este patrón de personalidad de autodominio tiene consecuencias negativas en la salud de los que lo padecen. La continua tensión reprimida tiene repercusiones físicas: trastornos cardiovasculares (una persona con patrón A de conducta tiene 2,5 veces más posibilidades de desarrollar una angina de pecho o un infarto), hipertensión, nivel alto de colesterol... Un estudio de los investigadores J. C. Barefoot, W. G. Dahlstrom y R. B. Williams mostró, por ejemplo, que las personas que puntuaban por encima de la media en este tipo de tendencia de comportamiento tenían un promedio de mortalidad 6,4 veces más alto. Es el alto precio que se paga por la continua demora del placer y la represión cotidiana de la ira.
¿Hay personas que tienen más riesgo de caer en este exceso de autodominio? Parece ser que sí, que existe un patrón de personalidad (impulsividad-reflexividad) que nos puede decir bastante sobre nuestra tendencia a autoregular excesivamente nuestras pasiones. Por eso, el primer paso es conocerse a uno mismo: hay personas que tienen tendencia a reprimir la manifestación de sus estados internos y otras que suelen mostrarlos. Saber cuál es nuestra inclinación natural nos ayudaría a canalizarla.
En un extremo –impulsividad– encontramos a los individuos con mucha fuerza vital, espontáneos, que tienden a actuar con energía y sin meditar mucho. Estas personas hablan muchas veces antes de pensar lo que van a decir y actúan, en muchas ocasiones, sin reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. Su autodominio es menor: tienden a equivocarse en bastantes ocasiones pero también, por otra parte, disfrutan con aciertos que los hacen sobresalir del resto. El otro extremo lo ocupan las personas reflexivas. Son individuos que piensan lo que dicen antes de expresarlo, y tienden a dudar antes de actuar. Buscan los matices de todas las decisiones. Son personas más sosegadas y tranquilas: su anhelo es la armonía vital. Su riesgo, el exceso de autocontrol.
Las causas de esta mayor o menor propensión al autodominio parecen residir, en gran parte, en cuestiones neurológicas. Se ha asociado, por ejemplo, la tendencia con la cantidad de conexiones entre la amígdala (el lugar en el que nace la necesidad de seguridad) y el córtex cerebral (la parte del cerebro de la que surge nuestra toma de decisiones). En los individuos reflexivos estas dos zonas están muy interconectadas y la amígdala ejerce una gran autoridad sobre sus actos. Por eso tienden a pensarse mucho lo que hacen y a priorizar su protección. Eso les lleva a autodominar sus impulsos cuanto el medio es desconcertante. Por el contrario, las personas con pocas conexiones amígdala-córtex tienden a ignorar las precauciones y actuar con más espontaneidad.
Por otra parte, hay investigaciones que muestran otros factores fisiológicos (y genéticos) que van más allá de la neurología. Suzanne Segerstrom, profesora de la Universidad de Kentucky, ha hecho estudios en los que ha medido los latidos del corazón en función de cómo cambian con el autocontrol. Según la psicóloga, las diferencias de variabilidad del ritmo cardiaco predisponen a un mayor nivel de represión de sentimientos. La revista Science publicó un artículo en el que analizaba los efectos de la serotonina en el autocontrol. Según la investigación, ese neurotransmisor ayuda a mantener el control de las emociones. En el estudio, las personas que habían ingerido fármacos que disminuían el nivel de serotonina se convertían en individuos más impulsivos que dominaban menos su nivel de ira.
Lo que parece claro en todos los casos es que los riesgos de los dos extremos tienen que ver con una tendencia general a no acompasarse a la situación. No parece que el problema esté en nuestra tendencia a autocontrolarnos: el problema es la falta de adaptación al medio. Las personas que tienen problemas de autodominio no sufren por su cantidad de ira, sino por la forma en que la canalizan. Autocontrolarse en todo momento o expresar lo que nos sale de dentro es igual de malo. Este rasgo de personalidad condiciona el rango en el que se moverá nuestro autodominio, pero no determina hasta qué punto lo utilizaremos para adaptarnos. Una persona puede tener mayor o menor tendencia a ser espontáneo o reprimir sus estados internos. Pero la manera en que canalice esa tendencia adaptándose o no al medio es un proceso de aprendizaje. No es, por lo tanto, un problema de impulsividad, sino más bien un asunto de cómo hemos aprendido a autocontrolarnos en ciertos momentos y “dejarnos llevar” en otros. Esa “sabiduría interpersonal” será la que le permita una mayor optimización de sus recursos de autorregulación. Todos nacemos con una mayor o menor tendencia a dominarnos. Pero lo que realmente decidirá si ese grado de propensión nos hace felices es que aprendamos a ser espontáneos sólo en momentos favorables a la liberación de emociones. Y que seamos capaces de llevar las riendas de nuestras manifestaciones externas cuando esto sea lo más adaptativo.
Si los analistas tienen razón y nuestra cultura avanza hacia el autodominio, la tarea del futuro será aprender a canalizar ciertos sentimientos que ya no se podrán expresar de forma violenta. Michel Foucault, en Historia de la locura, dijo que “no hay una sola cultura en el mundo en la que esté permitido hacerlo todo. Y desde hace mucho tiempo se sabe bien que el hombre no comienza con la libertad, sino con el límite de lo infranqueable”. Para admitir esta necesaria domesticación de nuestra naturaleza salvaje tendríamos que encontrar espacios para hacer el animal.
Autocontrol animal
Santino es un chimpancé que vive en un lugar muy alejado de su hábitat natural. El zoo de Furuvik, en Suecia, es su actual domicilio. Y parece ser que no se lleva bien con sus visitantes nórdicos.Pero lo que ha hecho famoso a Santino no es su carácter huraño. Por el contrario, este chimpancé está siendo objeto de estudio por su capacidad de autocontrolar su ira y ejercer su derecho a la pataleta de forma más sofisticada de lo habitual. En vez de gruñir y dar golpes contra las paredes de su prisión, Santino recolecta pacientemente municiones durante toda la mañana. Con gesto muy tranquilo y –en teoría- nada enfadado, amontona piedras y trocos de cemento. Después, cuando los niños y adultos vienen a observarle y se acercan mucho –ignorando los carteles que previenen de la capacidad artillera del primate– les arroja todos los proyectiles que ha atesorado con certera puntería.
En un trabajo publicado en la revista Current Biology acerca de Santino se reseña que esta es la primera vez que se puede observar estructuradamente una conducta que supone tal grado de autodominio emocional en chimpancés. Pero la autorregulación en animales ha sido estudiado desde hace tiempo.
Desde los pioneros estudios en los años setenta de M. J. Raleigh, se sabe por ejemplo que los macacos dominantes en un grupo tienden a mostrar una conducta de autodominio y, sin embargo, los subordinados suelen ser más impulsivos. Según Raleigh y otros etólogos, esto permite a los simios que están en niveles bajos del grupo dejarse llevar por sus necesidades arrebatando, por ejemplo, la comida a un individuo de mayor rango. Algo que puede resultaradaptativo cuando no se tiene nada que perder.
Sin embargo, los que están más altos en la jerarquía hacen bien en autocontrolarse, porque la incapacidad crónica para dominar la agresividad puede determinar que un individuo pierda suintegración en el grupo.
Desde los pioneros estudios en los años setenta de M. J. Raleigh, se sabe por ejemplo que los macacos dominantes en un grupo tienden a mostrar una conducta de autodominio y, sin embargo, los subordinados suelen ser más impulsivos. Según Raleigh y otros etólogos, esto permite a los simios que están en niveles bajos del grupo dejarse llevar por sus necesidades arrebatando, por ejemplo, la comida a un individuo de mayor rango. Algo que puede resultaradaptativo cuando no se tiene nada que perder.
Sin embargo, los que están más altos en la jerarquía hacen bien en autocontrolarse, porque la incapacidad crónica para dominar la agresividad puede determinar que un individuo pierda suintegración en el grupo.
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