Nunca hubo un filósofo 
que pudiera soportar un dolor de muela con paciencia
[Much Ado About Nothing, William Shakespeare]

“Que todos los seres sintientes sean liberados del sufrimiento y sus causas”, dijo Buda Gautama. David Pearce busca llevar a cabo esta misión que es también una bendición. Acelerar el despertar del  post-humano que se divinza a través de un cóctel de drogas inteligentes, de ingeniería genética y estimulación magnética transcraneal. La ciencia entregará las llaves del paraíso. Esta es la visión del transhumanismo utópico que hemos visto muchas veces antes, pero Pearce es quizás su más brillante expositor. Tiene un plan.
La clave de la evolución orientada a la abolición del surfrimiento no está en el desarrollo socioeconómico ni en la mejora de un ambiente externo, explica Pearce, la clave yace en  nuestra capacidad de hackear nuestros propios organismos y acabar físicamente con el dolor. Activando un soporte neurológico de éxtasis perenne aliado al desarrollo de la empatía. Una felicidad que en su eclosión aniquila el egoísmo.
La herramienta fundamental para fraguar este “Mundo Feliz” en su versión libertaria es la terapia genética, tanto de células somáticas como germinales.”Astutamente aplicados, una combinación del aumento celular del sistema mesolímbico dopaminérgico, un aumento selectivo de la función metabólica de subtipos intracelulares de vías opioidérgicas y serotonérgicas, y la desactivación de varios procesos de retroalimentación inhibitoria colocarán en su lugar la arquitectura biomolecuar que dará pie a una gran transición en la evolución humana”.
Pearce considera que las vías metabólicas del dolor y el malestar evolucionaron porque ayudarón a la optimización de nuestros genes en un medio ambiente ancestral –y a generar más copias de ADN. Pero actualmente pueden ser reemplazadas por una arquitectura neural basada en gradientes hereditables de felicidad pura. “Estados sublimes de bienestar están destinados a ser  la norma genéticamente pre-programada de nuestra salud mental”. Pearce hace referencia a cómo hace un par de siglos la noción de que el dolor físico podía ser abatido, antes del desarrollo de sustancias analgésicas y anestéticas, hubiera parecido absurdo. En algunas décadas, padecimientos emocionales que generan sufrimiento, o estados mentales indeseables, podrán también ser interrumpidos. 
Creo que todas las memorias mediocres podrán ser editables también –y eso incluye toda la era darwiniana. Las memorias de las experiencias pico de hoy parecerán banales en comparación con las texturas cotidianas de la vida en algunos siglos. Mejoras en la tecnología de neuroescáneo pronto nos permitirán identificar sellos moleculares de dicha pura y genéticamente ‘sobre-expresar’ sus substratos. Neurocientíficos ya se están acercando a “zonas calientes hedonistas” gemelas de un milímetro cúbico de tamaño en el pallidum ventral y en el núcleo accumben del cerebro de roedor. Las zonas calientes hedonistas equivalentes en el cerebro humano podrían ser tan grandes como un centímetro cúbico. Sospecho que contienen el perfil de expresión genética que hace que la vida valga la pena vivirse. Si esto es así, existe una perspectiva para la refinación y amplificación de la inteligencia. Nuestras desagradables emociones darwinianas pueden ser abolidas. Podremos vivir vidas verdaderamente dignas de recordar.
Perace sugiere que la ingeneiría genética y los fármacos de siguientes generaciones no sólo podrán abolir el sufrimiento, también abolirán el pasado, puesto que ambos están estrechamente ligados. No podemos acceder a este neuroparaíso sin antes desanudar todos los patrones de comportamiento que están ligados a un estado del mundo y a una serie de eventos situados en el pasado. Conjura aquí una especie de tecnozen, una desgranada eternidad genómica.
La vertiente de la neurofarmacología para instaurar un moksha sinético, si bien no es tan eficiente como la genética para Pearce, cuenta con una amplia gama de posibilidades aún poco aprovechadas. 
Tomar MDMA (éxtasis) puede ser poco mejor que inhalar pegamento en comparación con la salud mental en una era de medicina postgenómica. Pero los empatógenos como el MDMA nos recuerdan que no todas las drogas eufóricas promueven el comportamiento egoista. Éticamente es (presumiblemente) mejor buscar un estado alterado de empatía y a veces fallar que no molestarse en empatizar para nada.
La trinidad mágica de nuevas sustancia para Pearce estará compuesta de una síntesis de enteógenos, empatógenos y enactógenos. Y el élixir del futuro no será como el soma de la novela de Aldous Huxley, “Un Mundo Feliz”, cuyos efectos son similares al de un tranquilizante o un opiáceo. 
La combinación de la farmacoterapia y la medicina genética nos reingeniará, según Pearce, cruzando, para citar un ejemplo, a Jesús con Einstein. Y ese será tú. Tu mejor tú: con una mayor capacidad para amar, empatizar y procesar información de lo que actualmente se puede acceder neuroquímicamente.
Pero, ¿nos convertiremos poco a poco en extáticos androides, en autómatas de la iluminación, sin bifurcar nuestros senderos o revelarnos a favor de la oscuridad y el caos indómito? ¿Se acabará la seducción del exotismo que nos permite rebasarnos? ¿El regalo del otro, o de lo otro, a través del cual crecemos, nos reinventamos? ¿Esa felicidad, esos neurotransmisores que cazamos en los otros, en cuya dificultad de obtener hay una profunda recompensa?
Pearce piensa que esto es solamente el pensamiento sintomático de un perspectiva limitada (por su propia función cerebral, por el mismo sufrimiento que no permite horizontes más amplios). En realidad abolir el sufrimiento y extender la felicidad no resulta en una monotonía distópica, en una falta de variedad y de desafíos. “Aumentar la función de la dopamina, no sólo extiende la profundidad de la motivación que tenemos para actuar: el sentido hiper-dopaminérgico de las cosas que hacer. También amplifica el espectro de estímulos que recompensan a un organismo. Al expandir el espectro de actividades potenciales que disfrutamos, la función dopaminérgica aumentada asegurará que seamos menos propensos a estancarnos en una rutina depresiva”.
El neurogrial de un sistema mesolímbico de dopamina de función aumentada también enriquece nuestra voluntad, por lo cual no seremos como los zombies felices de algunos escenarios futuristas, argumenta Pearce. Esta es la forma en la que los nuevos antidepresivos son probados: si son efectivos, revierten la sensación de impotencia, abulia y desaliento conductual de una depresión clínica.
La superfelicidad confiere resistencia superhumana. Así que enriquecer nuestros circuitos de recompensa  promete aumentar nuestra capacidad de lidiar con el estrés y la adversidad incluso mientras su incidencia y su severidad disminuye.  La biotecnología nos puede empoderar para convertirnos en el superhombre –no a la manera insensible del Übermenschen nietzscheano, ya que nuestra capacidad empática aumentada puede extenderse a todos los seres sintientes,  aunque sí en el sentido de una fuerza mental indomable.
Surge aquí la visión del bodhisatva genómico: empático, hiperinteligenente y en un estado permanente deananda. ¿Abrazaría Buda la biotecnología como el camino más corto para acabar con el sufrimiento? Pearce cree que, cómo él, Buda también era utilitario. “El budismo no es una religión revelada. Buda Gautama parece haber sido pragmático. Intentemos lo que funciona. Si se le presentara la biotecnología contemporánea, dudo que insistiría en que atravesaramos los traumas de miles de vueltas de reencarnación. Creo que sería un entusiasta de la medicina genética como un regalo invaluable y nos urgiría a extender su uso para asegurar el bienestar de todos los seres sintientes, no sólo de nosotros”.
Las ideas de Pearece son claras y estimulantes, ha creado todo un sistema tecnofilosófico alrededor del imperativo hedonista y su reverso de abolición del sufrimiento. Pero habría que oponer un posible contrargumento.  Por ejemplo, que tal vez la felicidad no es la máxima razón por la que estamos aquí.  Si bien el sufrimiento parece no ser tan fecundo en el aumento de las funciones cerebrales, o en crear estados mentales que propician la innovación; es posible que tenga una función espiritual, como sostienen algunas de las grandes religiones.  Si el hombre no tuviera que sufrir nunca tal vez no podría identificar aquellas cuestiones que, al enfrentarlas, precisamente le ayudarán escapar de la rueda del karma y la reencarnación, aquellas cuitas que lo persiguen desde su llegada a este plano de existencia (si es que se suscribe a esta teoría de la reencarnación); podría conseguir un plácido paraíso terrenal, pero quizás ese paraíso solo sería una ilusión, un simulacro que posterga  indefinidamente un paraíso en todo esplendor. Pearce, hay que decirlo, podría argumentar que justamente esta felicidad pura, este éxtasis que eleva nuestras capacidades cerebrales nos permitiría discernir entre la ilusión y la realidad, y tomar una decisión con conocimiento para encauzar una evolución integral que sea capaz de entender cabalmente la naturaleza espiritual de nuestra existencia (o su fabricación como artilugio para combatir a la muerte).
Asimismo es posible que el sufrimiento sea parte de una necesaria fricción que energetiza la evolución (en esa danza dual). El conflicto en toda historia es lo que permite superar obstáculos y alcanzar nuevas alturas. Aunque Pearce sugiere que la medicina genética y la neurofarmacología pueden contemplar diseños que no renuncien a esta voluntad inherente, y fomenten la diversidad explorativa caracetrística de la empresa humana en expansión. Falta ver para creer que esta supuesta iluminación artificial seguirá proveyendo la motivación para poner las cosas de cabeza. ¿Los hombre siempre felices e hiperinteligentes, nunca se duermen en sus laureles? ¿Alcanzamos la perfección en stasis, o es la perfección en realidad un imán indetenible que nos hace movernos? En una sociedad totalmente feliz, sin un asomo de sufrimiento y malestar,¿quién surgirá para alterar el orden de las cosas, para rebelarse de esta estructura? ¿O es que todo progresará eternamente, en homeostasis,  hacia  el bien absoluto?  El argumento de Pearce aquí podría venir en el sentido de que lo que ocurrirá es que habremos superado estas preocupaciones mundanas (que sistema político tomaremos será irrelevante) y entraremos en una dimensión mental divina: el ser que ya no tiene preocupaciones cotidianas, que ya no necesita resolver su propia problemática existencial, puede dirigirse a otro ámbito: el de la creación. Este esbozo de eterno éxtasis, en perpetuo aumento, puesto que los mundos de la mente son infinitos, podría resultar en una era demiúrgica. El paraíso recobrado es el surtidor de nuevos paraísos perdidos en una eterna trama de encuentro y extravío. Esto me parece plausible, que nuestro destino sea crear nuevos mundos, nuevos planetas y galaxias, e incluso ser estos mundos: diseminar nuestra conciencia como un parque de diversiones espiritual en el espacio. Pero, a diferencia de Pearce, yo no habría pensado necesariamente en el camino de la biotecnología y la ingenería genética para acelerar este proceso. En algún punto, coincido, tal vez el sufrimiento ya no sea necesario; no sé si estemos cerca de este punto. O si este punto está reservado a otro plano existencial. Mi pregunta es, ¿ surgirá una verdadera energía erótica del matrimonio de la magia y la tecnología?
Twitter del autor: alepholo