tribado rumbeando hacía la tranquera de su rancho después de una noche de truco y vino carlón.
Esto me hace acordar a una historia contada por mi tío Raúl, suceso que aconteció en Palermo, Departamento de Florida, Uruguay, en el almacén del guarda agujas. Paredes de material, techo de chapa inglesa y chiquero en el fondo, cerca del ombú aún había rastros de lo que había sido el picadero de riña de gallos. Ahora habitada por gansos mañeros y peleadores con todo aquel que pasara al fondo a desagotar sus necesidades fisiológicas, ni les cuento si había que ponerse en cuclillas, encandilado aún por la luz del fogón, estos bichos aparecían por detrás, como ánimas en la noche picoteando lo que estaba a su alcance, los baqueanos del lugar iban preparados con el rebenque, era una señal para las bromas, sobre el ensopado con demasiada grasa de pella cocinado por las robustas y poco agraciadas hijas del pulpero, el alcohol y el encierro de días en el campo, hacia más suaves sus curvas y más admiradas su narices pico de loro.
Al atardecer, aparecieron los dos gurises bien montados, desensillando sus caballos debajo de un ombú cerca de dos sulkis domingueros bastante descuajeringados, muy similares entre sí, los matungos dos criollos mansos, pastaban uno al lado del otro. El saludo de cortesía y la sonrisa pícara de parroquianos y los recién llegados, contrastaba con la cara seria del dueño de casa.
El ensopado no se hizo esperar el vino y las risas tampoco, al rato nomás, los gurises fueron saliendo con sus rebenques en la mano, la sonrisa y picardía de los dos sobre los hechos consumados, era la algarabía de los parroquianos, la pequeña venganza de una diablura del domingo anterior quedaba saldada,
“El ensopado estaba bueno, pero fuerte” solo fue el risueño comentario, hasta que salieron en yunta con el rebenque en mano una vez más. Al regreso, entraron a los empujones corridos por los gansos, entre risotadas que hacían saltar las lágrimas y palmeadas en la espalda, llegaron a acodarse al mostrador, mandaron dos o tres vueltas a la paisanada, la esquila había terminado, teniendo estos la mensualidad en el tirador.
Uno a uno marcharon a su pago, solo quedaron dos paisanos, justo estos que dieron la idea para poner al ensopado, hígado de liebre, eran los dueños de los sulkis, preferían venir en ellos así se despachaban a gusto sobre el asiento, el matungo criollo y conocedor hacía el resto.
Serviciales los gurises los ayudaron a subir, acomodaron las guarniciones, llevaron los sulkis hasta la huella y con un suave chirlo sobre sus ancas rumbearon para sus respectivos ranchos. El guarda agujas y bolichero les agradeció por la ayuda, porque era él que lo hacía cada madrugada del domingo. Sintió luego las risas de ambos que se perdían en el camino aún oscuro y sin luna, pensó para sí “que buenos chicos, no me voy a prestar en la próxima para hacerles una broma”
Los que alguna vez hemos tomado un poco de mas, llegar a nuestras casas era lo complicado, pero ya adentro por más que el vaho de los alcoholes enturbiaran la razón y debilitaran nuestro ser, cualquier sillón a nuestro precario alcance era bienvenido.
Siguiendo con el relato, lo que no sabía el pulpero agradecido y los paisanos mamados por unanimidad en sulky, que sus caballos habían sido cambiados.
Queda solo en la imaginación nuestra lo que pudo haber sucedido, en plena noche cerrada, ser recibido por una jauría de perros de un rancho extraño, que por intuición y a los tumbos entró por la primera puerta que encontró, los gritos de la matrona con el palo de amasar listo para sacudir a ese desconocido que, en el manoteo a ciegas hizo rodar pava, cacerolas y demás enseres que se le cruzaban por el camino.
¿Quien sabe como amanecieron?
Pero si sé que a estos gurises, treinta años después, cuando lleguè con Enrique Nin hijo y yo sobrino de aquellos, al mismo boliche del guarda agujas presentándonos, un paisano viejo en un rincón dijo “Un Nin y Artagaveytia juntos nuevamente por el pago, “Válgame Dios”.
Todavía los recordaban con cariño, respeto y una sonrisa.
A Quique Nin y Raúl Artagaveytia en el recuerdo
Adolfo Artagaveytia
Esto me hace acordar a una historia contada por mi tío Raúl, suceso que aconteció en Palermo, Departamento de Florida, Uruguay, en el almacén del guarda agujas. Paredes de material, techo de chapa inglesa y chiquero en el fondo, cerca del ombú aún había rastros de lo que había sido el picadero de riña de gallos. Ahora habitada por gansos mañeros y peleadores con todo aquel que pasara al fondo a desagotar sus necesidades fisiológicas, ni les cuento si había que ponerse en cuclillas, encandilado aún por la luz del fogón, estos bichos aparecían por detrás, como ánimas en la noche picoteando lo que estaba a su alcance, los baqueanos del lugar iban preparados con el rebenque, era una señal para las bromas, sobre el ensopado con demasiada grasa de pella cocinado por las robustas y poco agraciadas hijas del pulpero, el alcohol y el encierro de días en el campo, hacia más suaves sus curvas y más admiradas su narices pico de loro.
Al atardecer, aparecieron los dos gurises bien montados, desensillando sus caballos debajo de un ombú cerca de dos sulkis domingueros bastante descuajeringados, muy similares entre sí, los matungos dos criollos mansos, pastaban uno al lado del otro. El saludo de cortesía y la sonrisa pícara de parroquianos y los recién llegados, contrastaba con la cara seria del dueño de casa.
El ensopado no se hizo esperar el vino y las risas tampoco, al rato nomás, los gurises fueron saliendo con sus rebenques en la mano, la sonrisa y picardía de los dos sobre los hechos consumados, era la algarabía de los parroquianos, la pequeña venganza de una diablura del domingo anterior quedaba saldada,
“El ensopado estaba bueno, pero fuerte” solo fue el risueño comentario, hasta que salieron en yunta con el rebenque en mano una vez más. Al regreso, entraron a los empujones corridos por los gansos, entre risotadas que hacían saltar las lágrimas y palmeadas en la espalda, llegaron a acodarse al mostrador, mandaron dos o tres vueltas a la paisanada, la esquila había terminado, teniendo estos la mensualidad en el tirador.
Uno a uno marcharon a su pago, solo quedaron dos paisanos, justo estos que dieron la idea para poner al ensopado, hígado de liebre, eran los dueños de los sulkis, preferían venir en ellos así se despachaban a gusto sobre el asiento, el matungo criollo y conocedor hacía el resto.
Serviciales los gurises los ayudaron a subir, acomodaron las guarniciones, llevaron los sulkis hasta la huella y con un suave chirlo sobre sus ancas rumbearon para sus respectivos ranchos. El guarda agujas y bolichero les agradeció por la ayuda, porque era él que lo hacía cada madrugada del domingo. Sintió luego las risas de ambos que se perdían en el camino aún oscuro y sin luna, pensó para sí “que buenos chicos, no me voy a prestar en la próxima para hacerles una broma”
Los que alguna vez hemos tomado un poco de mas, llegar a nuestras casas era lo complicado, pero ya adentro por más que el vaho de los alcoholes enturbiaran la razón y debilitaran nuestro ser, cualquier sillón a nuestro precario alcance era bienvenido.
Siguiendo con el relato, lo que no sabía el pulpero agradecido y los paisanos mamados por unanimidad en sulky, que sus caballos habían sido cambiados.
Queda solo en la imaginación nuestra lo que pudo haber sucedido, en plena noche cerrada, ser recibido por una jauría de perros de un rancho extraño, que por intuición y a los tumbos entró por la primera puerta que encontró, los gritos de la matrona con el palo de amasar listo para sacudir a ese desconocido que, en el manoteo a ciegas hizo rodar pava, cacerolas y demás enseres que se le cruzaban por el camino.
¿Quien sabe como amanecieron?
Pero si sé que a estos gurises, treinta años después, cuando lleguè con Enrique Nin hijo y yo sobrino de aquellos, al mismo boliche del guarda agujas presentándonos, un paisano viejo en un rincón dijo “Un Nin y Artagaveytia juntos nuevamente por el pago, “Válgame Dios”.
Todavía los recordaban con cariño, respeto y una sonrisa.
A Quique Nin y Raúl Artagaveytia en el recuerdo
Adolfo Artagaveytia
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