Autor: Pablo Herreros Ubalde
¿Cuál es el origen de esas capacidades? Hipótesis de la Inteligencia Social o “cerebro social”
Un proceso tan complejo como es el desarrollo de la Inteligencia Social, sólo pudo ser favorecido por Selección Natural si aporta beneficios claros a la especie que la emplea. A lo largo de su carrera, el psicólogo Nicholas Humphrey realizó cientos de pruebas a macacos criados en cautividad. Humphrey estaba intrigado porque no lograba entender cómo eran capaces de realizar con éxito unas tareas tan complicadas como las que les proponía. Estos monos nunca habían tenido que buscar comida por si solos ni defenderse de depredadores. Humphrey llegó a la conclusión de que lo que desencadena la inteligencia es el contexto social, ya que estos macacos sí vivían en grupos muy complejos. Estas conjeturas le llevaron a formular la “hipótesis de la inteligencia social”. Dicha propuesta desarrolla la idea de que la inteligencia superior de algunos primates fue estimulada por la compleja red de relaciones en la que nos desenvolvemos.
El biólogo evolucionista Robert Dunbar, de la Universidad de Oxford, ha probado que en los mamíferos, existe una correlación entre el volumen relativo del cerebro -o coeficiente de encefalización- y el tamaño del grupo en el que vive esa especie. Dunbar recuerda que no es exclusivamente un asunto de dimensiones, sino también de conexiones cerebrales, ya que éstas se incrementan con la calidad y la cantidad de las relaciones que mantenemos.
La neurofisiología y desarrollo de la Inteligencia Social
Hace un par de décadas, la psiquiatra de la Universidad de California Leslie Brothers, sugirió que determinadas zonas de la corteza prefrontal del cerebro que están relacionadas de una manera directa con la Inteligencia Social y la empatía. Esta estructura, fue la última que se desarrolló en la evolución y es considerablemente mayor en los humanos que en otras especies. Aún así, el cortex prefontal no actúa de manera independiente, ya que necesita de la interacción con otras áreas más primitivas del cerebro para su correcto funcionamiento. Un hecho que confirma esta idea, es que individuos que sufren una lesión que daña la comunicación entre dichas estructuras, ven afectado su comportamiento e Inteligencia Social.
Un buen ejemplo de esta relación entre diversas partes del cerebro y de la importancia de las emociones en la Inteligencia Social, fue recogido por el neurocientífico Antonio Damasio, quien cuenta el caso de un brillante abogado al que se le diagnosticó un tumor cerebral y tuvo que ser operado de urgencia. Durante la operación, el cirujano desconectó el córtex pre-frontal -el área de control del cerebro- de la amígdala -el área del que surgen las emociones-. Después de la intervención la situación que se produjo era sorprendente: en los tests de inteligencia, memoria y atención, el abogado era tan inteligente como antes; pero era incapaz de llevar a cabo su trabajo. Al poco tiempo lo perdió y también se rompió su matrimonio. Desesperado, acudió a la consulta de Damasio para que le ayudara con su problema. Al principio, Damasio estaba totalmente confundido porque las pruebas indicaban que el abogado estaba sano. La solución la descubrió cuando preguntó: “¿cuándo podemos tener la próxima visita?”. Fue entonces cuando comprobó que el paciente podía darle todo tipo de explicaciones, incluso mencionar las ventajas e inconvenientes de todas las posibilidades, pero no podía decidirse por la mejor. Damasio cree que para tomar una buena decisión necesitamos tener sentimientos sobre nuestras ideas y la lesión del abogado había dañado esas conexiones que existen entre los pensamientos y las emociones.
La empatía
Otro aspecto fundamental de la Inteligencia Social es la empatía o capacidad de ponerse en el lugar de otro. En los años 90, el neurocientífico Giacomo Rizzolatti, identificó unas células nerviosas, llamadas “neuronas espejo”, que son la evidencia física de la existencia de la empatía y de otras emociones sociales. Estas neuronas se activan en el observador al detectar algún tipo de acción y reflejan en el interior del cerebro lo que está sucediendo en el exterior. El sofisticado mecanismo nos permite imitar y comprender a otros, ya que es como si nosotros mismos ejecutáramos esas acciones. Están directamente relacionadas con la Inteligencia Social, porque gracias a ellas podemos “sentir los sentimientos de otros” y entender sin necesidad del razonamiento, puesto que se produce una simulación directa en el cerebro de lo que observamos.
Pero no sólo contamos con mecanismos neurofísicos para conectar mentalmente con las personas, sino que también poseemos otros relacionados con el comportamiento y la expresión de las emociones. Los seres humanos usamos multitud de estrategias, conscientes e inconscientes, para vincularnos con los demás, como son el humor, las miradas, el contacto físico, el ajuste del tono de la voz o la imitación. Algunas de estas cualidades son innatas, pero la mayoría comienzan su entrenamiento desde el mismo día en que nacemos.
De hecho, Goleman sitúa los primeras fases del desarrollo de la Inteligencia Social a partir de las experiencias de placer que sentimos con nuestros parientes cercanos los primeros meses de nuestra existencia. Mediante expresiones faciales, movimientos de los brazos o determinados sonidos, la madre conecta y se sincroniza con el bebé. Los registros cerebrales indican que, ya en esas primeras fases de la vida, la transmisión del estado emocional es inmediata. Sentirse sincronizado genera satisfacción y más adelante intentamos reproducir estas situaciones en otros contextos.
Este tipo de evidencias avalan la idea de que los humanos estamos “diseñados” para vivir en grupo, porque en los últimos millones de años de la evolución, además de estar obligados a interaccionar con un entorno físico o medio ambiente, también ha habido una fuerte presión ambiental para gestionar un entorno social compuesto de un sofisticado universo de relaciones sociales. En este contexto, ser capaz de conectar de una manera positiva con los otros miembros es algo fundamental para nuestra supervivencia.
Por esta y otras razones, la mayor parte de los expertos creemos que los factores de éxito de las personas depende más de la Inteligencia Emocional y Social que de otros tipos. Administrar las relaciones adecuadamente, es el factor determinante a la hora de, por ejemplo, ascender de empleo o conseguir que me ayuden mis vecinos.
Lejos quedan los días en que la inteligencia era medida a través de expedientes académicos o pruebas de cociente intelectual. No hay correlación alguna entre ser el más listo de la clase y el éxito personal o profesional. En nuestra especie, éste depende de una infinidad de aptitudes más, la mayoría de ellas relacionadas con la vida en grupo y la Inteligencia Social.
Pablo Herreros
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