Estudios científicos muestran
que nuestras creencias afectan nuestra realidad y nuestra capacidad de percibir
y decodificar el mundo. Como si todo fuera placebo y como si Hamlet fuera el más
cuerdo.
Cada vez crece más el
“cuerpo” de evidencia de que lo que pensamos y creemos –nuestra mente– afecta de
manera significativa lo que vivimos –nuestra salud, nuestra capacidad cognitiva
y nuestra realidad. Esto ha llegado al punto de que respetadas revistas de
divulgación científica, que cuentan con el aval del mentado mainstream,
en tiempos recientes han comenzado a publicar numerosos artículos en los que se
explora este tema –de alguna manera tabú para la ciencia clásica que trazaba una
tajante e inexorable división entre aquello que pertence al mundo subjetivo de
la mente y aquello que pertenece al mundo objetivo de la naturaleza (o realidad
física)… Y, dentro de esta perspectiva racionalista, ambos mundos, como si
tuvieran una especie de calzón de castidad antiplasma, difícilmente se podrían
afectar (y menos aún rasgar del todo para llegar a la cópula efusiva del
artista, que expresara Wallace Stevens, donde “la imaginación es la voluntad de las
cosas”).
William James, el
famoso psicólogo de Harvard, sin embargo, había atisbado hace más de un siglo
que el mundo material y el mundo mental no son tan fáciles de dividir. “Aunque
parte de lo que percibimos viene de los objetos alrededor de nosotros hacia
nuestros sentidos, otra parte (y podría ser la mayor) viene de nuestra propia
cabeza”.
Un nuevo ejemplo de
esta celebrable expansión de la mente científica, es un artículo publicado en la revista Scientific America, escrito por
Maria Konnikova, en el que se comenta un estudio reciente cuyos resultados
implican que lo que creemos acerca de la inteligencia determina hasta cierto
punto que tan inteligente somos.
Antes de revisar
este caso específico, recordamos una serie de investigaciones anteriores que nos
sugieren un cambio paradigmático de perspectiva: más que el cuerpo, es la mente
la que fija los límites del mundo y le otorga esa característica que llamamos
“su solidez”. Es decir, el mundo (o nuestro cuerpo) es tan sólido e inalterable
como lo es nuestra mente. Más allá de algunas evocaciones new age,
existe evidencia científica de
que meditar, visualizar, creer, rezar, soñar, etc., afectan nuestra cuerpo de
manera tangible, tal que modifican su
estructura. Interesante, sin duda, es el caso del placebo, esa menta
mental, el cual incluso cura cuando una
persona sabe que lo que está tomando es placebo, sugiriendo que somos entes
enteramente programables.
Otro aspecto mental
que afecta el mundo es el lenguaje, como demostró un estudio realizado por Lara
Boroditsky en el que se encontró una
correlación entre conocer más palabras para describir un color (el azul en este
caso) y la capacidad de distinguir diferentes tonos de ese color. Literalmente
el lenguaje nos hace ver más.
En el caso de la
inteligencia, existen dos esuelas teóricas principales. Los incrementalistas
creen que la inteligencia es fluida y si alguien trabaja, estudia y se aplica se
puede volver más inteligente. Los de la teoría del ente consideran que la inteligencia está fijada y no obstante
cuanto una persona lo intente no logrará incrementar sus facultades
intelectuales.
La investigadora Carl
Dweck ha descubierto que el desempeño cognitivo, especialmente en relación a la
forma en la que se reacciona al fracaso, depende en buena medida en lo que se
cree. Un incrementalista entiende que al fallar en algo también se abre una
oportunidad de aprendizaje; alguien que suscribe a la teoría del ente, entiende
lo anterior como algo irremediable, un determinismo genético.
Esta diferencia fue
puesta a prueba por investigadores de
la Universidad de Michigan, quienes
realizaron una serie de ejercicios de habilidades mentales con distintos
estudiantes universitarios. Primero se les pidió que identificaran patrones en
una secuencia de letras. En esta primera prueba todos los estudiantes cometieron
algún error. Después se discutieron las pruebas y se realizaron pruebas
post-error. Los investigadores descubrieron que en las pruebas
subsecuentes aquellos que creían que la inteligencia se puede incrementar
tuvieron resultados sustancialmente superiores a los que consideraban que la
inteligencia era un entidad fija.
De
estos datos, parece que una mentalidad de crecimiento, donde se cree que la
inteligencia puede mejorar, se presta a una respuesta más adaptativa a los
errores –pero no solo conductualmente sino también neuralmente: entre más una
persona cree en que puede mejorar, mayor es la amplitud de la señal cerebral que
refleja una asignación consciente de la atención a los errores. Y entre más
amplia la señal neural, mejor el desempeño subsecuente.
Es decir, no sólo
querer es poder, sobretodo, creer es poder: esto se traduce directamente a una
respuesta neurológica.
Otro estudio quizás
aún más interesante, parece indicar que las personas que no creen que tienen
libre albedrío alteran su capacidad de modificar y ser conscientes de sus
propios actos.
El neurocientífico
Benjamin Libet descubrió que el potencial premotor (readiness
potential, en inglés) precede a la intención de actuar unos 350-400
microsegundos. Lo que significa que nuestro cerebro inicia acción antes de que
estemos conscientes de que queremos hacer algo, aunque tenemos una ventana de
150-200 ms para alterar este proceso de acción –ya que en total el potencial
premotor precede a la acción entre 500 y 600 ms.
En un experimento se
realizó la prueba estándar de Libet. Luego se hiceron dos grupos de voluntarios:
al primer grupo se le leyó un pasaje en el que decía que la ciencia había
descubierto que el libre albedrío era una ilusión; al otro grupo se le leyó otro
pasaje que no hacía mención de esto. Pruebas posteriores mostraron que el grupo
que leyó el pasaje sobre la falta de libre albedrío tuvo una disminución en su
amplitud de potencial premotor, como si fueran ellos espectadores
no-participantes de sus actos. No creer en el libre albedrío hace que, en cierto
sentido, no lo tengamos. Al menos disminuye nuestra capacidad de ser conscientes
de nuestros actos y modificarlos a una microescala .
HAMLET, REY DEL
INFINITO MENTAL
Regresando al terreno
fértil de la mente como eje transformador de la realidad, extendemos la mirada
hacia Hamlet, una figura que quizás deba de ser reconsiderada bajo esta nueva
óptica. Hamlet oscila entre la preclaridad, una lucidez que penetra lo invisible
y la locura–fundamentalmente su demencia es tal sólo ante la realidad consensual
y el orden establecido, algo que el personaje de Shakespeare
trasciende.
Es Hamlet quien dice,
como el más vanguardista neurocientífico, en un acto de autoconciencia: “Why
then ’tis none for you; for there is nothing either good or bad, but thinking
makes it so.” [Y entonces no es ninguno para ti; porque no hay nada bueno o
malo, es el pensamiento el que lo hace así.]
Hamlet, para quien
Dinamarca es una prisión –porque su mente la hace así–, alcanza a percibir que
la verdadera sustancia del mundo es la mente. La famosa frase –un brillante
juego de palabras entre la locura y lo que devino en el Aleph de Borges–: “I
could be bounded in a nutshell and count myself a king of infinite
space“, [Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y considerarme
un rey del espacio infinito] no sólo revela una conciencia
cósmica, holográfica –en cada parte está el todo– sugiere que es propiedad de la
mente transformar la realidad y el espacio hasta el punto de hacer de una
prisión un reino infinito.
Pese a esta
hiperestesia, o quizás por ella, Hamlet cumple con su espíritu trágico y se
suicida –antes se había visto en el espejo de la muerte. El mundo que retrata
Shakespeare ciertamente no estaba listo para asumir su propia fantasmagoría.
Actualmente, más allá de notables avances científicos en el estudio de la
relación y de la primacía de la mente sobre la materia, tampoco parece que
estemos listos para asumir la naturaleza eminentemente mental del mundo –como si
tuvieramos miedo a desaparecer. Y es que lo que Hamlet y los estudios citados
aquí nos dicen en el fondo es que las creencias o lo que pensamos se convierte
en realidad porque probablemente no existe la realidad, porque no hay nada
(absoluto) en que creer. Y el mundo podría ser de cualquier otra forma. Como
dijera Robert Anton Wislon: “Reality is what you can get away with”.
Para redimir a Hamlet
y hacernos reyes del espacio infinito, aquí-ahora, entre la nuez y la neurona,
antes debemos creernos reyes del espacio infinito: suspendernos sobre el vacío,
en un péndulo que lo mismo oscila hacia el delirio que a la divinidad.
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