viernes, 23 de marzo de 2012

La Regla de las 10.000 horas

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La Regla de las 10.000 horas
Muchas personas están convencidas que quienes logran dominar y ser exitosos en una disciplina, son aquellas personas con talento innato. Por lo tanto, las personas se dividirían entre quienes nacieron tocadas con una varita mágica que les da ese increíble don, y los demás. Quienes tienen ese talento innato, tienen la posibilidad de dominar ese campo de acción y, por ende, ser exitosos.
Sin embargo, cuanto más se estudia y se sabe acerca de las personas exitosas, más se observa que el don innato es poco relevante, y la clave está en la disciplina y el trabajo.
Transcribo a continuación un extracto del libro Outliers (Fueras de serie), de Malcolm Gladwell, donde se refiere a la regla de las 10 mil horas, el número mínimo de horas que hay dedicar a una tarea compleja para dominarla a un nivel profesional.
“Hace más de un decenio que los psicólogos del mundo entero debaten apasionadamente sobre una cuestión que la mayoría de la gente consideraría zanjada hace muchos años. La pregunta es: ¿existe el talento innato? La respuesta obvia es que sí. …(Pero)… El éxito es talento más preparación. El problema de este punto de vista es que, cuanto más miran los psicólogos las carreras de los mejor dotados, menor les parece el papel del talento innato; y mayor el que desempeña la preparación.
La prueba número uno en el debate sobre el talento es un estudio realizado a principios de los años noventa por el psicólogo K. Anders Ericsson y dos de sus colegas en la elitista Academia de Música de Berlín. Con ayuda de los profesores de la Academia, dividieron a los violinistas en tres grupos. En el primer grupo estaban las estrellas, los estudiantes con potencial para convertirse en solistas de categoría mundial. En el segundo, aquéllos juzgados simplemente . En el tercero, los estudiantes que tenían pocas probabilidades de llegar a tocar profesionalmente y pretendían hacerse profesores de música en el sistema escolar público. Todos los violinistas respondieron a la siguiente pregunta: en el curso de toda su carrera, desde que tomó por primera vez un violín, ¿cuántas horas ha practicado en total?
En los tres grupos, todo el mundo había empezado a tocar aproximadamente a la misma edad, alrededor de los cinco años. En aquella fase temprana, todos practicaban aproximadamente la misma cantidad de horas, unas dos o tres por semana. Pero cuando los estudiantes rondaban los ocho años, comenzaban a surgir las verdaderas diferencias. Los estudiantes que terminaban como los mejores de su clase empezaban por practicar más que todos los demás: seis horas por semana a los nueve, ocho horas por semana a los doce, dieciséis a los catorce, y así sucesivamente, hasta que a los veinte practicaban bien por encima de las treinta horas semanales. De hecho, a los veinte años, los intérpretes de elite habían acumulado diez mil horas de práctica cada uno. En contraste, los estudiantes buenos a secas habían sumado ocho mil horas; y los futuros profesores de música, poco más de cuatro mil.
A continuación Ericsson y sus colegas compararon a pianistas aficionados con pianistas profesionales. Se repitió el mismo patrón: los aficionados nunca practicaban más de unas tres horas por semana durante su niñez; y a los veinte años, habían sumado dos mil horas de práctica. Los profesionales, por otra parte, habían aumentado su tiempo de práctica año tras año, hasta que a los veinte, como los violinistas, habían alcanzado las diez mil horas.
Lo más llamativo del estudio de Ericsson es que ni él ni sus colegas encontraron músicos que flotaran sin esfuerzo hasta la cima practicando una fracción del tiempo que necesitaban sus pares. Tampoco encontraron romos a los que, trabajando más que nadie, lisa y llanamente les faltara el talento necesario para hacerse un lugar en la cumbre. Sus investigaciones sugieren que una vez que un músico ha demostrado capacidad suficiente para ingresar a una academia superior de música, lo que distingue a un intérprete virtuoso de otro mediocre es el esfuerzo que cada uno dedica a practicar. Y eso no es todo: los que están en la misma cumbre no es que trabajen un poco o bastante más que todos los demás. Trabajan mucho, mucho más.
La idea de que la excelencia en la realización de una tarea compleja requiere un mínimo dado de práctica, expresado como valor umbral, se abre paso una y otra vez en los estudios sobre maestría. De hecho, los investigadores se han decidido por lo que ellos consideran es el número mágico de la verdadera maestría: diez mil horas.
La imagen que surge de tales estudios es que se requieren diez mil horas de práctica para alcanzar el nivel de dominio propio de un experto de categoría mundial, en el campo que fuere –escribe el neurólogo Daniel Levitin-. Estudio tras estudio, trátese de compositores, jugadores de baloncesto, escritores de ficción, patinadores sobre hielo, concertistas de piano, jugadores de ajedrez, delincuentes de altos vuelos o de lo que sea, este número se repite una y otra vez. Desde luego, esto no explica por qué algunas personas aprovechan mejor sus sesiones de práctica que otras. Pero nadie ha encontrado aún un caso en el que se lograra verdadera maestría de categoría mundial en menos tiempo. Parece que el cerebro necesita todo ese tiempo para asimilar cuanto necesita conocer para alcanzar un dominio verdadero.”

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