martes, 26 de noviembre de 2013

El jardinero que miró por encima de la valla

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Navegando por las redes, concretamente por facebook hace unos días, me encuentro con el siguiente texto, obra de mi buen amigo Miguel Florido, al cual he entrevistado en este mismo blog hace un tiempo, puedes ver un vídeo aquí. Como suele hacer y sorprender, lo escribió así, de carrerilla y lo colgó en su muro.
No puede irme a la cama sin antes pararme a leerlo, una vez terminé; no tenía otra idea en mente: que esta historia no se perdiera en el timeline de facebook, entre publicaciones y publicaciones. Me pareció tan sumamente brillante: un alarde de creatividad, inspiración e imaginación plasmar en una parábola/cuento cosas de las que yo hablo constantemente. Así que con el permiso de Miguel; como bloguero colaborador, se estrena en ¡Qué te Parece! de esta manera:
“Tris-tras… Tris-tras…
Así sonaban las tijeras de aquel azaroso jardinero que tras la valla de su jardín podaba las plantas a las que tanto amor profesaba. Empleaba todo su tiempo libre en cuidar aquel pedazo de tierra; eligiendo una a una a las protagonistas de su obra maestra: amapolas, jacintos, gladiolos, petunias, orquídeas exóticas y rosales cargados de exuberantes pétalos; especímenes como melisas, laurel, romero, calateas, tilos plateados y caña limón, exquisiteces que volverían loco al mejor hierbatero anidaban entre las flores compitiendo únicamente con los frutos de los arándanos, frambuesas, fresones cubiertos de terciopelo rojo y mil y una bayas que poblaban de vida aquella fiesta vegetal.
Las regaba con precisión, dando a cada una la cantidad de agua necesaria; abonaba periódicamente su plantación con el mejor estiércol y recetas secretas elaboradas con compuestos traídos de todo el mundo; limpiaba con un paño de algodón las hojas una a una para evitar plagas y otros contratiempos.
En ocasiones se oía música desde la calle porque el jardinero creía entender que también aquellos seres disfrutaban de dulces melodías. Era su pequeño mundo, su creación, se embriagaba en la belleza que germinaba ante sus ojos todos los días.
Un día decidió que aquella vieja valla que rodeaba el jardín restaba luz a sus flores y redujo su altura a pocos centímetros del suelo.
“Voilá!” se abrió su pequeña parcela al nuevo mundo. Entró la luz como había previsto y también empezaron a entrar curiosas miradas de los transeúntes. Nadie en la calle podía evitar mirar, los niños preguntaban a sus madres, los ancianos se detenían delante de aquel espectáculo viviente, los perros no se atrevían ni a orinar… ¡Era el Jardín más impresionante que jamás había visto nadie!  Seguramente existían lugares con más especies florales, parterres más profundos, latifundios más grandes, incluso alguno recordó que las selvas que había visitado conseguían fenómenos similares y sin el cuidado de ningún horticultor, pero es que aquel rincón urbano transmitía tanto encanto que no podía repetirse en ningún otro lugar. Era un jardín único.
El público empezó a crecer y muchas personas de la ciudad modificaron sus trayectos para poder pasar delante del hogar de aquel jardinero; las parejas quedaban para cortejarse delante de él; fotógrafos improvisados y otros aficionados a las plantas acudían una y otra vez para ver florecer colores y evaporarse las fragancias; pájaros de todos lados migraron para poder posarse allí y la vida de aquel huerto eclosionó primaveras de tarde en tarde.
Es entonces cuando un experto botánico se atrevió a preguntar: “¿Quién ha logrado este milagro? ¿Quién es el autor?”. Se entrevistó con el hortelano y lo invitó a su universidad para visitar sus experimentos. El humilde aficionado aceptó y gustosamente compartió secretos. Al otro día llegó un periodista y entre foto y foto publicó la noticia de aquella parcela de vida en un mar de asfalto. Los colegios iban de visita y los turistas atolondrados querían conocer al jardinero cada día más encantado.
Aquel hombre encandilado por los aplausos regaba cada mañana sus plantitas levantando su mirada atónita al espectáculo que se daba al otro lado del recinto. Tímidamente comenzó a saludar a sus espectadores y se asombraba cuando la ovación crecía. Se atrevió a salir y dar las gracias, confraternizó y aconsejó a quien le preguntaba. Al poco comenzó a regalar semillas y posó gustoso para ser retratado con el alcalde ante tremenda maravilla. Movido por aquella sensación quiso añadir detalles para agradar a su público: adornó algunas de sus arbustos con guirnaldas, acondicionó caminitos de piedra para invitar a pasar a alguno de sus seguidores…
Era una celebridad, incluso conocían su nombre.
Pronto llegaron más invitaciones, eventos, conferencias, charlas. Viajó a otras ciudades a contar su historia, voló a otros países para enseñar su patrimonio y, dónde al principio sólo lo querían en foros de botánica acabó siendo recibido en recepciones de todo tipo ampliando su círculo social. Es entonces cuando pendiente de un teléfono que no paraba de sonar deseó ir más allá y contactó con otras instituciones para acudir por propia iniciativa. Preguntó como pertenecer a la academia de las flores y removió entre sus nuevas amistades para acceder a otras esferas y figurar también en otras entidades.
Estando en una presentación fue invitado a otra. Estando en la otra sucedieron nuevas historias, hasta que un día se enfadó por no haber sido convocado al encuentro anual de las artes florales y emitió una queja formal por dicho desencuentro: él era un jardinero relevante y debía estar.
Después de semanas yendo de allá para acá volvió a casa y al cruzar la verja sus ojos se toparon con una inolvidable escena: su jardín, la obra de su vida, aquél pedazo de tierra elevado a paraíso de amor y belleza, se había marchitado, y dónde antes habían flores y todo tipo de hierbas ahora solo quedaban piedras y árida maleza. Había empleado tanto tiempo fuera del huerto que se olvidó de regar, aplicar el abono y limpiar los estúpidos matojos. Todo lo que tenía, lo que realmente le hacía único y especial era ahora un puñado de hojas secas que pronto marcharían con el viento. El jardinero que un día miró por encima de la valla dejó de mirar sus plantas con detenimiento y atendió más los aplausos de la fama que los bellos colores que creó en su propio huerto.
Tris-tras… Tris-tras…
Así sonaban las tijeras de aquel azaroso jardinero que tras la valla de su jardín podaba ahora los restos marchitos de las plantas a las que tanto amor profesaba.”
Cuida aquello que te hace especial e irrepetible y defiéndelo porque sólo eso te hace único.
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Una parábola mágica, envolvente, certera y mordaz de ciertos de aspectos: falta de humildad, soberbia, pérdida de la esencia o los valores.
Y es que cuando pierdes el sentido de lo que haces, aquello que te hace único, diferente, especial… Aquello que te identifica, te conecta, te eleva, te apasiona… Aquello que haces tú y sólo tú, que no puede ser sustituido por ninguna máquina.

Si dejas de ser tú mismo, pierdes el norte, tu huella, tu marca, tu rumbo…  Todo eso que te hacía especial, estás perdido.

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