Niñez. Las actividades lúdicas pueden ser predeterminadas de modo sexista pero también como preparación para la vida adulta, según los especialistas.
POR MARIA LUJAN PICABEA
El juego es, de cierto modo, una forma de habitar el mundo, la capacidad adquirida de apelar a la creatividad y la fantasía para convertir una caja de zapatos, por ejemplo, en una cámara de video, de tomar una cuchara y convertirla en un micrófono, de trepar a un árbol como si se escalara la montaña más alta, o de convertirse en una superheroína sólo colocándose una toalla al cuello a modo de capa. A través del juego niños y niñas aprenden el mundo que los rodea pero también lo crean y recrean, mientras incorporan un legado cultural, ciertas pautas de comportamiento de época, ciertas identidades subjetivas y colectivas. Jugar es también asumir roles que se adecuan a las convenciones sociales hegemónicas o, en su defecto, se oponen a ellas. “En los juegos se encarnan, comparten y reproducen formas de hacer y hacerse niños o niñas, de acuerdo con lo que cada época y cultura espera, designa, manifiesta y significa para ellos”, afirma Mara Lesbegueris en el libro ¡Niñas jugando! Ni tan quietas ni tan activas (Biblos). Son los juegos, desde los primeros mecimientos, besos, caricias, cosquillas a los bebés los que empiezan por hacer concreta una idea de cuerpo y corporalidad; que luego se reforzará en los juegos tradicionales y que aún en la actualidad, donde las nuevas tecnologías han tomado buena parte del tiempo lúdico de los pequeños, continúan formateando el universo infantil y reproduciendo estereotipos sociales, culturales, morales y de género. Con el agravamiento de que la niñez se ha convertido en un nicho comercialmente muy atractivo en el que niños y niñas más que sujetos de juego han sido convertidos, en buena medida, en consumidores y usuarios.
“El juego es un hábito de la vida en el que se recrean los valores humanos y se ponen en escena las capacidades para sobreponerse a los obstáculos. Si ese hábito logra sostenerse a lo largo de la vida ayuda a enfrentar de un mejor modo los problemas cotidianos”, afirma Elsa Aubert, integrante de la Asociación Internacional por el Derecho a Jugar (IPA), en conversación con Ñ.
Ahora bien, ya ha dicho Freud, que todo adulto sabe que lo que se espera de él es que no juegue ni fantasee sino que “obre en el mundo real”. Es por ello que la presencia de un niño otorga al adulto un permiso para jugar que se transforma –como explica Daniel Calmels en el libro Juegos de crianza (Biblos)– en una forma de comunicación con el pequeño mediante el gesto, el movimiento y los sonidos repetitivos. “Es el niño el juguete del adulto, el juguete más deseado, el sueño de Gepetto”, afirma. Y allí surgen lo que el autor llama “juegos de crianza”, ciertas actitudes repetitivas que surgen naturalmente con un carácter familiar, “son aprendizajes de los cuales se tiene un saber, aunque no siempre un conocimiento”. Es decir, el juego aparece en la vida del bebé como una forma de intercambio con el adulto, como una experiencia compartida, que luego será reemplazada por los juegos, los juguetes, los objetos, las pantallas.
“Sentarse en el piso a jugar (o en una mesa, o donde sea) supone un involucramiento que dura un tiempo y que compromete a dos o más personas a seguir una serie de reglas en función de un objetivo”, afirma la investigadora y doctora en Ciencias Sociales, Carolina Duek, en el libro Juegos, juguetes y nuevas tecnologías (Capital intelectual). Ahora bien, en la actualidad los padres se enfrentan a fuertes demandas laborales y jornadas extendidas, situación que se profundiza por la existencia de dispositivos electrónicos que favorecen la invasión de asuntos laborales en el tiempo de ocio y el espacio familiar. En ese escenario el adulto, en buena medida, resigna su participación necesaria en las acciones lúdicas de sus hijos y con ello renuncia a intervenir y mediar en los discursos que el niño recibe de afuera e incorpora a su mundo a través del juego. “El mercado simplifica, ayuda, colabora con los padres para sacarles a los hijos ‘de encima’ con sus preguntas”, reflexiona Duek al evocar una polémica publicidad de una consola de videojuegos cuyo eslogan sentencia: “Cuando tu hijo juega no te pregunta cómo llegó al mundo”. Las consolas, dice la autora, están en el horizonte de deseos de la mayor parte de los niños y las niñas, son el objeto que se asocia más radicalmente con entretenimiento, así como la televisión y las tabletas, que les ponen entre los dedos un vasto universo virtual, que sin embargo no responde a otras leyes que las del mercado y en el que las grandes firmas imponen criterios culturales, sociales y familiares y estéticos.
“Cuando hablamos de juego solemos pensar en los niños carentes, que de un tiempo a esta parte no eran otros que los niños más carenciados, los más pobres, sin embargo en la actualidad los niños carentes están en las clases medias y altas, porque tienen acceso a todos los desarrollos tecnológicos pero son dejados solos frente a estos dispositivos, sin ningún acompañamiento, sin ningún adulto que media en la interpretación del juego y sus posibilidades”, apunta Aubert.
En la actualidad, afirma Lesbegueris, “pareciera recaer en las cosas-juguetes una sobrevaloración especial, quizá mayor a la que tiene el acto mismo de jugar. La superabundancia de objetos que el mercado impone excluye, con frecuencia, su praxis, la posibilidad de proyección-identificación y el despliegue de fantasías propias de cada niña o niño”.
Es de acuerdo con esa regla que el niño ‘malo’ del filme Toy Story es el que se anima a crear, que interviene sobre sus juguetes, frente al ‘bueno’ que sigue al pie de la letras los instructivos sobre cómo jugar, comenta Aubert.
Ello termina por reducir abismalmente no sólo el potencial creativo y libertario del juego, sino también las posibilidades de rebelión ante los modelos imperantes y roles que se atribuyen como deseables a niñas y niños.
“Antes, los juguetes se les vendían a los padres, ahora los juguetes se les venden a los niños. Los adultos hemos renunciado a jugar con los niños, a poner el cuerpo, y de ese espacio se ha apropiado el mercado”, enfatiza Aubert, coautora del libro Lo importante es juga r (Homo Sapiens).
“El jugar, que tradicionalmente se desarrollaba no sólo dentro del ámbito familiar sino también en el ámbito público (veredas, plazas, parques, etcétera), se reduce cada vez más a pantallas que pretenden condensar virtualmente esta experiencia”, señala Lesbegueris. Así, si los juegos tradicionales ya atribuían a las niñas espacios de juego más reducidos que a los niños, ceñían a las niñas a espacios domésticos mientras favorecían la conquista del afuera de los niños, los juegos virtuales reducen aún las posibilidades de las mujeres.
El juego, en la actualidad, es sobre todo individual, el jugador es un usuario al que se le oferta una cierta cantidad de juegos virtuales que son muy distintos si ese usuario es niña o niño. El spa de manos, es para las niñas, lo mismo que la fábrica de galletas de jengibre y la cafetería. También son juegos de chicas todos los relacionados con el diseño, la peluquería y el cuidado de los bebés. En tanto que a los nenes se les ofrecen juegos de armado, construcción, de estrategia, carreras, luchas, etcétera.
Es una verdad muy transitada que las tecnologías no son buenas ni malas en sí mismas. Los especialistas coinciden en que las tecnologías son parte de la vida de los niños, están en todos lados, son, en muchos casos, ubicuas, y un padre difícilmente puede restringir el uso de la consola de videojuegos, o la computadora si está con el niño sin estar, pendiente de su teléfono móvil y en múltiples conversaciones. La clave es, tal vez, recuperar lo esencial del juego, de la potencialidad lúdica como forma de aprendizaje creativo, como estrategia para la vida. Aprender a jugar para asir el mundo y acompañar a los niños en ese proceso, en un hacer compartido. Y confiar, como afirma el pedagogo italiano Francesco Tonucci, en que los niños sólo necesitan explorar sus propias potencialidades, un permiso para crear, para que, como afirma, el mejor regalo para ellos sea un kilo de barro, que puede ser todo o puede no ser nada.
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