No he podido dejar de sintonizar con este artículo del New York Times titulado“The case for teaching ignorance“, un intento de resaltar la enorme importancia de enseñar no lo que se sabe, sino precisamente lo que no se sabe. La consciencia de la ignorancia es un motor fundamental del progreso: las personas que encuentran cosas interesantes suele ser precisamente porque intentar averiguar cosas que no sabían. El artículo ofrece enlaces al trabajo de “estudiosos de la ignorancia” como Robert Proctor oStuart Firestein, e incluso a un curso académico sobre la sociología de la ignorancia.
Llevo muchos años enseñando innovación, una disciplina caracterizada precisamente porque, en un entorno en el que muy pocos pueden llegar a saber algo porque se mueve endiabladamente rápido y cambia constantemente sus reglas, lo importante es precisamente saber lo que no se sabe, entender cómo funcionan conceptos que antes, simplemente, no existían porque su contexto no existía, para poder así plantearse construir sobre ellos. Un planteamiento así genera en ocasiones elevadas dosis de frustración en algunos de mis alumnos que pretenden que la motivación para ofrecer un curso es comunicar lo mucho que se sabe de un tema, y terminan el curso pensando que, realmente, no les he dado ninguna “receta” o “método” mágico para solucionar su ignorancia y me he limitado a identificársela como tal. La alternativa, por supuesto, está en pontificar con falsa seguridad sobre las cosas que no se saben, algo que obviamente ni soy capaz de hacer, ni lo pretendo.
En realidad, una gran parte de la metodología que tengo organizada en torno a mi actividad, incluyendo el trabajo que pongo en esta página todos los días desde hace ya más de doce años, está precisamente destinada a generarme ideas sobre cosas que no sé, y a tratar de provocar la misma necesidad en otras personas. Con el material que destilo de esta página y de otras fuentes preparo casos de una manera que muchos de mis colegas encuentran insultante: mientras muchos profesores no se encuentran en absoluto cómodos planteando la discusión de un caso sin tener el apoyo de una teaching note preparada por el autor que solucione todas sus posibles incertidumbres, yo prefiero discutir sobre casos en los que no tengo todas las respuestas, y utilizar la discusión precisamente para aislar y localizar los temas en los que no sabemos nada.
El estudio de la ignorancia, por otro lado, ofrece una interesantísima contrapartida: te permite identificar sus fuentes más habituales, de manera que puedes ser rápidamente capaz – rápidamente se refiere en este caso a la velocidad a la que suele discurrir una conversación en clase, en la que no puedes detenerte a investigar concienzudamente un tema salvo que sea una clase online – de contestar en función de esa “taxonomía”. A menudo dedico tiempo durante la preparación de mis sesiones a tratar de preparar respuestas a los sesgos más comunes a la hora de pensar en un tema determinado, para poder pasar por ellas más rápido o de manera más eficiente e intentar llevar así a la clase a discutir sobre cuestiones que puedan ser más fructíferas… precisamente aquellas sobre las que sabemos menos.
¿Filosofía? ¿Exaltación absoluta de la paradoja socrática? Simplemente, que plantear que un profesor solo puede serlo en aquellos temas en los que crea saberlo todo me parece una limitación absurda. Obviamente, hay que saber mucho de un tema para poder lanzarse a dar clase sobre él sin que la ignorancia surja a las primeras de cambio, pero muchas veces lo importante es precisamente entender qué es lo que no se sabe, por qué, y cómo llevar la discusión a ello de una manera que resulte suficientemente atractiva para los alumnos y para la necesaria motivación del profesor. Enseñar lo que se sabe, pero también lo que no se sabe. La ignorancia como concepto potente para estimular la innovación.
This article is also available in English in my Medium page, “In praise of ignorance“
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