martes, 29 de marzo de 2016

El arte de dirigir personas hoy, un libro de Santi García

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El arte de dirigir personas hoy - Santi GarcíaMi amigo Santi García, consultor en Recursos Humanos, una de las personas que conozco con una mentalidad más provocativa y actualizada en ese terreno, y con el que además compartí nada menos que catorce años de colegio en los Jesuitas de La Coruña, me pidió que le prologase su libro, “El arte de dirigir personas hoy“.
En su anterior libro, en el que tuvo como coautor a Jordi Serrano, había contado conmigo para responder algunas preguntasque utilizó para proponer una pequeña perspectiva sobre el futuro del mundo del trabajo, un tema sobre el que escribo a menudo y en el que utilizo a Santi precisamente como monitor de tendencias, como alguien que analiza cómo algunos elementos del panorama se combinan para generar tendencias reales en empresas reales. El hecho de que Santi desarrolle su trabajo un escalón más cerca de la realidad de la realidad empresarial que yo – por mucho que me empeñe en tratar de evitar el “síndrome de la torre de marfil” que a menudo aqueja a los académicos e intente acercarme a las empresas para entenderlas mejor… no dejo de ser un académico, y mi paso por ellas es indudablemente más “de visita” o de acción puntual que el suyo – y que además comparta sus experiencias de manera regular desde hace más de una década en una página personal muy recomendable creo que aporta un contraste interesante entre lo que yo describo como “una tormenta perfecta a punto de iniciarse” y la realidad que él percibe en su día a día como profesional.
A continuación, el texto completo del prólogo. Si os gusta, os aseguro que el libro es mucho mejor! :-)

Prólogo

A estas alturas de siglo XXI, decir que el entorno empresarial y la manera en que trabajamos ha cambiado con respecto al siglo pasado resulta una completa obviedad. Lo menos que puede esperarse cuando el entorno general de la sociedad cambia es que las compañías, como parte integrante de esa sociedad, se adapten a ello.  
El comentario, de hecho, sería tan banal como decir que las empresas han cambiado mucho con respecto a las culturas empresariales que empezaron a fraguarse con la llegada de la revolución industrial, entre el final del siglo XVII y mediados del XVIII, que trataban de gestionar todos los enormes recursos que tecnologías como la máquina de vapor, el desarrollo de la máquina herramienta, el cemento o el alumbrado de gas ponían a su alcance. 
Las últimas dos décadas, con la popularización de internet y la aplicación de una ley de Moore que postula que aproximadamente cada dos años se duplica el número de transistores en un microprocesador, suponen para el entorno un cambio dimensional, más grande que el que en su momento supuso la llegada de la máquina de vapor o de todas las invenciones que terminaron combinándose para dar lugar a la revolución industrial. Con una gran diferencia: mientras la revolución industrial se considera que tuvo su inicio en 1760 y llegó a tener una difusión razonablemente extensa en torno a 1840, la revolución creada por internet ha explotado con toda su fuerza en alrededor de década y media. 
En unos quince años hemos pasado de hablar de una internet que únicamente utilizábamos unos pocos y que prácticamente daba sus primeros pasos como herramienta, a encontrarnos con la red en todas partes: en nuestro ocio, en nuestro negocio y en nuestra vida cotidiana a todos los niveles, con una difusión y penetración prácticamente ubicuas. ¿Cómo podríamos plantearnos que el entorno empresarial en su conjunto, y en particular la gestión y dirección de personas, no cambiase con tan vertiginosa evolución? 
Pensémoslo en términos personales: hace quince años, nos levantábamos por la mañana, y nuestro primer contacto con la información era, generalmente, mediante la televisión, la radio o un periódico, canales exclusivamente unidireccionales. Nuestro trabajo estaba vinculado a un lugar físico determinado al que teníamos que desplazarnos, en el que debíamos cumplir un horario determinado, y en el que encontrábamos acceso a tecnologías que considerábamos imposible o altamente improbable llegar a desplegar en nuestro hogar. La comunicación con otras personas de la compañía tenía lugar mayoritariamente en persona, en reuniones de diversos tipos, o con personas ajenas a la compañía mediante medios como el teléfono o el fax. Hacíamos publicidad en medios igualmente unidireccionales, y si queríamos estimar lo que el mercado opinaba sobre ella, teníamos que encargar una encuesta o un estudio de mercado. Si necesitábamos información de prácticamente cualquier tipo, debíamos, en muchos casos, desplazarnos para conseguirla, subcontratar su obtención… o tomar decisiones sin ella. 
Todo, prácticamente todo lo que rodea a la labor empresarial, ha cambiado. Y sin embargo, ese cambio parece estar costando mucho, muchísimo más de lo esperado. Muchas compañías siguen actuando como si no fuese así, como si hablásemos de simples cambios incrementales. Pero no, no es así: los cambios no son incrementales, sino radicales. Hablamos de cambios del entorno que demandan nuevas formas de hacer las cosas, que cambian las relaciones comerciales, personales y profesionales hasta niveles que muchos ni siquiera se atreven a intentar imaginar. Cambian, de hecho, la naturaleza del trabajo, como ocurrió con la revolución industrial. 
De repente, muchas personas cuyo día a día consistía en la gestión de información de muy diversos tipos pasan a poder desarrollar su trabajo desde cualquier sitio, a cualquier hora, y a encontrarse de repente rodeados de normas y limitaciones que pierden casi completamente su sentido. Cuando analizamos esas normas y limitaciones – horarios, procedimientos, etc – a la luz de las generaciones de trabajadores que las han vivido anteriormente en su vida profesional, encontramos todavía posibilidades de defensa, aunque sean basadas en la nostalgia, el hábito o el continuismo. 
Pero es cuando intentamos hacerlo desde la óptica de las nuevas generaciones, de los trabajadores más jóvenes que se incorporan a las compañías, cuando nos topamos con la evidencia de que esos procedimientos, normas u horarios no tienen sentido ninguno. ¿Cómo explicar a alguien que desde su más tierna infancia ha visto cómo un pequeño dispositivo le permite acceder a cualquier información o contactar con cualquier persona, que debe trabajar dentro de un entorno rígido, en un horario determinado y con unos procedimientos preestablecidos y diseñados en otra época, casi en otra era geológica? 
El problema, en cualquier caso, no se limita a los más jóvenes, que terminan sintiendo que necesitan “desconectar” o “hacer un downgrade” para poder ir a trabajar. Esos, después de todo, podrían terminar siendo absorbidos a través de largos procesos de socialización. El verdadero problema surge con todos aquellos trabajadores, cada vez más, capaces de entender las posibilidades del nuevo entorno, y de ponerlas en práctica en su ámbito personal. La crisis surge cuando nos damos cuenta de que el entorno que hemos construido no nos ayuda en nada a atraer a todos aquellos con talento suficiente como para entender que hay mejores formas de hacer las cosas, aquellos a quienes la ineficiencia y el “siempre se ha hecho así” les resulta tan profundamente frustrante, que antes de formar parte de esos valores prefieren irse a otro sitio. ¿Cuál es la consecuencia lógica de expulsar sistemáticamente a aquellos que tienen demasiado talento como para quedarse en nuestra organización? Terminar con una organización integrada exclusivamente por mediocres que no encuentran acomodo en otros sitios. 
En las organizaciones antiguas, tratábamos de dictar reglas que mantuviesen a cada pieza en su sitio a través de disciplina, órdenes e incentivos. En una moderna, tratamos de hacer que las personas más valiosas encuentren su sitio para contribuir de la mejor manera posible a la generación de valor. Del ideal del empleo de por vida, a la búsqueda de la motivación permanente. De la rigidez, a la flexibilidad. Un conjunto de cambios que, en el caso de las organizaciones, parecen exigir un auténtico recambio generacional.
La respuesta de las compañías tiene que pasar forzosamente por identificar el problema en su raíz: la tendencia de las organizaciones a parecerse a su entorno normativo, la razón por la que la práctica totalidad de las empresas de una industria se parecen las unas a las otras, el llamado isomorfismo. Una hipotética búsqueda de la eficiencia, convertida con el tiempo en conjuntos de normas y de prácticas incapaces de evolucionar con el entorno, de dar paso a nuevas ideas. El isomorfismo es, cuando el entorno cambia, el mayor obstáculo que impide cambiar con él, adaptarse a las nuevas circunstancias. Ser conscientes de ello es solo el primer paso, un paso que exige separar el grano de la paja: aislar la parte de ese isomorfismo que realmente debe estar ahí, que responde a criterios de eficiencia, y poner en la picota todo lo demás, todos los obstáculos que se oponen a los cambios que reclama el entorno. Debemos cuestionarlo todo, incluso cuestiones que nos parecen imbricadas dentro de la naturaleza de las compañías: los espacios de trabajo, la necesidad de presencia física, la reordenación de las tareas para racionalizar la dedicación, los incentivos que ofrecemos… 
Las compañías que están haciendo mayores avances en este sentido están siendo aquellas que definieron su cultura en los últimos diez o quince años, que pudieron organizarse en función de las necesidades de un entorno que, en realidad, estaban contribuyendo a construir con sus herramientas. Aparentemente, todos desean mirarse en esas compañías que aparentan ser auténticos “parques temáticos”, grandes espacios de trabajo abiertos con todo tipo de incentivos y facilidades para el trabajador, desde guarderías hasta peluquería, lavandería, comedores, snacks para entretener el estómago, mesas de billar, futbolines o hasta sillones de masaje. Flexibilidad para que el trabajador pueda optar por hacer determinadas tareas desde la comodidad de su casa, combinada con incentivos para hacer que quiera acudir a su lugar de trabajo para socializar, para imbricarse en la cultura corporativa, o para compartir ideas con sus compañeros. 
¿Tiene sentido que todos queramos parecernos a compañías como Google o Facebook? En gran medida, hablamos de compañías que llevan ya una cierta curva de aprendizaje y que han comprobado los efectos que este tipo de entornos y políticas tienen sobre la atracción y retención de talento. Hemos visto casos aparentemente exitosos como esos, y hemos podido compararlos con otros que no lo han sido tanto, como una Yahoo! que intentó restringir los acuerdos de teletrabajo para intentar retomar el valor de vinculación de la cultura corporativa… y encontrarse con que el talento salía por la puerta al mismo ritmo que se recortaban sus antiguos privilegios. 
Algunas de esas compañías están, claramente, mostrando un camino. Son, en muchos casos, experimentos, intentos de adaptación, de definir culturas capaces de adaptarse al nuevo entorno, al tiempo que se encuentran con sus propios obstáculos y rigideces. Su ejemplo puede parecer lejano para las compañías clásicas, pero sin duda marca tendencias, deja ver elementos que seguramente encontraremos en otras industrias en un futuro muy cercano. Cuando algunas compañías empiezan a ofrecer condiciones más adaptadas al entorno tecnológico y social en el que vivimos, tienden por lógica a convertirse en auténticos polos de atracción de talento, en las compañías para las que todos quieren trabajar. Una situación de desequilibrio de ese tipo solo puede evolucionar de una manera: llevando a que el resto de las compañías, las que pasan a ser ignoradas o incluso despreciadas por los trabajadores más cualificados, equilibren sus ofertas para intentar así hacerse más atractivas. Con el tiempo, el mercado de trabajo pone las cosas en su sitio, aunque pueda haber compañías que se blinden con respecto a esos cambios y terminen anquilosadas, con profesionales que simplemente permanecen en ellas porque no tienen otro sitio al que ir, con niveles de competitividad decrecientes y abocadas a una espiral económica decreciente. 
En realidad, todo se reduce a una cuestión: aceptar que el entorno ha cambiado, entender que el isomorfismo no va a permitirnos una adaptación adecuada a esos cambios, y buscar nuevas maneras de hacer las cosas que, preservando las ventajas competitivas de la compañía, permitan hacer que siga atrayendo y reteniendo el talento de la manera adecuada. Como tantas otras cosas, mucho más fácil decirlo – o en mi caso, escribirlo – que hacerlo. Para mí, como académico, el reto termina ahí, en estudiarlo, describirlo y analizarlo de la mejor manera posible. Para los demás, para los profesionales de la gestión empresarial… el reto comienza precisamente en ese mismo punto. Y no va a ser sencillo. 
Les deseo la mejor de las suertes. 
Enrique Dans

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