http://rogerdomingo.wordpress.com/2010/10/12/la-sorprendente-verdad-de-daniel-pink/
Nikita Jrushchov, ex secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, afirmaba que los incentivos son aquello que hace que la gente trabaje duro. En realidad, no hace falta irse tan lejos en el tiempo ni en el espacio para encontrarnos con quien respalde esta máxima: que las recompensas son lo que mueve el mundo es algo que damos por sentado, dado que así nos lo indica el sentido común y, además, así nos lo han enseñado todas las teorías de gestión publicadas durante el último siglo. No obstante, las evidencias científicas indican todo lo contrario: los incentivos sólo funcionan en tareas mecánicas, rutinarias y repetitivas, es decir, aquellas que hacemos con el hemisferio izquierdo de nuestro cerebro. Para tareas que requieren altas dosis de creatividad, concentración y que nos obligan a agudizar el ingenio, esto es, aquellas que realizamos con el hemisferio derecho, los incentivos no sólo no mejoran nuestra productividad, sino que, contrariamente a lo que suele creerse, la reducen.
Esta es la tesis central de La sorprendente verdad sobre qué nos motiva, el último best-seller de Daniel H. Pink que tras ocho meses en la lista de libros más vendidos del The New York Times llega a España de la mano de Gestión 2000. Con anterioridad a este libro Pink escribió Una nueva mente, obra en la que ahondaba en la división de tareas entre el hemisferio izquierdo (lo lógico, lo matemático y lo lineal) y el hemisferio derecho (lo artístico y lo metafórico) y fueron los propios lectores quienes le pidieron que profundizara en cómo los distintos tipos de tareas generan distintas necesidades motivacionales.
Para ello, Pink repasó todos los estudios científicos realizados hasta la fecha y descubrió que la creencia establecida en el mundo corporativo según la cual son los incentivos los que fomentan la productividad había sido desmentida por la ciencia hacía ya muchos años. En este sentido, Pink se remonta a los estudios con primates que Harry F. Harlow, profesor de la Universidad de Wisconsin, realizó a fines de los años cuarenta, en los cuales descubrió que los primates resolvían las pruebas a las que se les enfrentaba por el simple hecho de que resolverlas les daba satisfacción, o, tal y como el profesor escribió, les proporcionaba una recompensa intrínseca. Por aquellas mismas fechas, Sam Glucksberg, de la Universidad de Princenton, utilizó el problema de la vela, creado por el psicólogo Karl Duncker en los años treinta y uno de las pruebas más utilizadas en las ciencias del comportamiento, para estudiar el poder de los incentivos. Glucksberg dividió a los participantes en dos grupos distintos: a los integrantes del primer grupo les dijo que les cronometraría para establecer métricas y estadísticas para su estudio. Al segundo les dijo que les cronometraría para poder recompensarles. El resultado fue sorprendente: éste segundo grupo tardó, de media, tres minutos y medio más que el primero. ¿Por qué? Porqué la expectativa de la recompensa económica les restó capacidad de concentración y les impidió pensar creativamente. Y esto, según Pink, es lo que ocurre en las organizaciones: creemos que recompensando a los trabajadores con incentivos económicos, tales como bonus, premios o comisiones, conseguimos mejorar sus resultados. La ciencia, no obstante, lo desmiente: cuando se recompensa una tarea que requiere altas dosis de creatividad lo que se consigue es precisamente lo contrario: el sujeto se obnubila con la recompensa e inconcientemente bloquea cualquier tipo de creatividad.
Más experimentos: para afianzar su tesis, Pink describe las investigaciones, financiadas por la Reserva Federal de EEUU, que una serie de economistas -entre ellos Dan Ariely, autor de Las trampas del deseo -, llevaron a cabo con la ayuda de un grupo de estudiantes del MIT. Las pruebas consistían en una serie de juegos que requerían cierta habilidad, creatividad e imaginación y cuya resolución se recompensaba con incentivos económicos que variaban según los resultados. Lo que ocurrió fue lo siguiente: en las tareas que sólo requerían habilidades mecánicas el resultado mejoraba en función del incentivo económico. Ahora bien, en las tareas en las que era necesario aplicarse intelectualmente ocurría justo lo contrario: a mayor incentivo económico peores resultados. Para garantizar que en los resultados no había un sesgo cultural repitieron el experimento en la India, donde ocurrió algo parecido: los participantes con mayores incentivos económicos fueron los que peores resultados cosecharon.
Éste y otros muchos experimentos, como el realizado por los profesores de la London School of Economics (quienes tras analizar los planes de incentivos de una serie de empresas afirmaron que dichos incentivos podían suponer una reducción en el desempeño de sus trabajadores), llevan a Pink a afirmar que nuestras asunciones respecto a la motivación en entornos laborales no se ajusta a la realidad. En su opinión, lo que realmente hace que consigamos resultados extraordinarios viene dado por la motivación intrínseca, que es aquella que se basa en nuestro deseo natural de dirigir nuestra propia vida, de mejorar en nuestra vocación y de ayudar a construir cosas que vayan más allá de nuestra realización personal. Si el palo y la zanahoria funcionaba en el sistema taylorista del siglo pasado -pues garantizaba la obediencia-, el profesional del siglo XXI -del que no se busca obediencia sino compromiso-, se motiva si se le permite trabajar autónomamente (Autonomía), si se le permite mejorar en su especialidad (Maestría) y si tiene la certeza de que su trabajo vale para algo, es decir, de que su labor en la empresa permite a ésta ofrecer un producto o servicio realmente significativo (Propósito). Nada de eso ocurre, sin embargo, si al profesional no se le retribuye adecuadamente. Éste debe tener la convicción de que la empresa le paga justamente, de modo que el dinero no forme parte de la ecuación. Y si debe aparecer, que sea tras realizar la tarea, como premio inesperado, nunca como recompensa por el trabajo realizado.
Para ilustrar su teoría de la motivación con un ejemplo reciente y ampliamente conocido Pink nos explica que a mediados de los años 90 Microsoft contrató a un grupo de editores, diseñadores y programadores para elaborar lo que sería su enciclopedia, la Encarta, destinada a borrar del mapa a la vetusta Enciclopedia Británica. A dichos trabajadores se les retribuyó correctamente, así como a los gestores que se encargaron de que el proyecto saliera a la luz en la fecha prevista y según el presupuesto establecido. Es decir, Microsoft hizo todo aquello que se suponía, según el canon del Management, que debía hacer. Poco después apareció un competidor, la Wikipedia, una enciclopedia realizada bajo un planteamiento completamente distinto: estaba escrita por sus propios usuarios, cuya única retribución era la satisfacción de participar en ella. Y lo que Pink nos propone es lo siguiente: imaginar qué habría ocurrido si en aquel momento hubiéramos pedido a varios economistas que predijeran qué enciclopedia sería líder del mercado diez años más tarde. ¿Cuántos habrían apostado por la Wikipedia? Ninguno. ¿Cuál fue el resultado? Que el éxito de la Wikipedia fue tal que obligó a Microsoft a cerrar su Encarta pocos años más tarde, en marzo de 2009. Y tal y como nos recuerda Enrique Dans en su excelente Todo va a cambiar, a las pocas horas de anunciar el cierre, “la noticia ya aparecía en la definición de Encarta…en Wikipedia”.
El ejemplo de la Wikipedia nos ayuda a entender que no siempre necesitamos una retribución económica para trabajar en un proyecto. El mero hecho de participar en algo que consideramos importante es ya a menudo una fuente de motivación suficiente y, a veces, incluso superior. Siempre, claro está, que tengamos las necesidades básicas cubiertas.
Lo mismo ocurre con la autonomía: si se nos permite trabajar autónomamente nuestros resultados mejoran. Un ejemplo que Pink cita en su libro: En Google los ingenieros disponen del 20% de su horario laboral para dedicar a aquellos proyectos que ellos elijan, sin necesidad de que tengan relación con la tarea a la que se dediquen habitualmente. El resultado es demoledor: casi la mitad de sus productos han nacido en este 20 % de tiempo autónomo (entre ellos Gmail, Orkut o Google News).
Resumiendo: los incentivos económicos, que siempre hemos creído necesarios para garantizar los buenos resultados, en realidad sólo funcionan para trabajos mecánicos, rutinarios y repetitivos. Y no sólo eso, sino que a menudo disminuyen la creatividad. Por este motivo, si queremos conseguir que nuestros colaboradores den lo mejor de sí mismos debemos desechar de una vez por todas el palo y la zanahoria y, en su lugar, fomentar ese espíritu oculto que todos, tanto jefes como subordinados, llevamos dentro: el impulso intrínseco de hacer las cosas por ellas mismas, porque nos apetece y porque nos sentimos mejor haciéndolas. En definitiva, una sorprendente verdad, que sorprende no por nueva –ya coincidían en ella tanto Marx como Aristóteles-, sino por su poco predicamento en nuestra gestión de los recursos humanos y del talento.
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